Stalislaw Lem - Viaje Septimo




     Cuando el lunes, día dos de abril, estaba cruzando el espacio en las
     cercanías de Betelgeuse, un meteorito, no mayor que un grano de
     habichuela, perforó el blindaje e hizo añicos el regulador de la dirección
     y una parte de los timones, lo que privó al cohete de la capacidad de
     maniobra. Me puse la escafandra, salí fuera e intenté reparar el
     dispositivo; pero pronto me convencí de que para atornillar el timón de
     reserva, que, previsor, llevaba conmigo, necesitaba la ayuda de otro
     hombre. Los constructores proyectaron el cohete con tan poco tino, que
     alguien tenía que sostener con una llave la cabeza del tornillo, mientras
     otro apretaba la tuerca. Al principio no me lo tomé demasiado en serio y
     perdí varías horas en vanos intentos de aguantar la llave con los pies y,
     la otra en mano, apretar el tornillo del otro lado. Perdí la hora de la
     comida, pero mis esfuerzos no dieron resultado. Cuando ya, casi casi,
     estaba logrando mi propósito, la llave se me escapó de debajo del pie y
     voló en el espacio cósmico. Así pues, no solamente no arreglé nada, sino
     que, perdí encima una herramienta valiosa que se alejaba ante mi vista y
     disminuía sobre el fondo de estrellas.
     Un tiempo después, la llave volvió, siguiendo una elipse alargada, pero,
     aun convertida en un satélite de mi cohete, no se le acercaba lo bastante
     para que pudiera recuperarla. Volví, pues, al Interior de mi cohete y me
     dispuse a tomar una cena frugal, reflexionando sobre los medios de
     resolver esa situación absurda.
     Mientras tanto, la nave volaba a velocidad creciente que no podía regular
     por culpa de aquel maldito meteorito. Menos mal que en la línea de mi
     travesía no se encontraba ningún cuerpo celeste; de todos modos había que
     poner fin a ese viaje a ciegas. Dominé durante un buen rato mi
     nerviosismo, pero cuando, al empezar a lavar los platos, constaté que la
     pila atómica, sobrecalentada por el gran trabajo que debía realizar, me
     había estropeado el mejor trozo de filete de ternera que guardé en la
     nevera para el domingo, perdí los estribos y, profiriendo las más
     terribles palabrotas, estrellé contra el suelo una parte del servicio de
     mesa. Reconozco que mi acto no fue muy sensato, pero me alivió mucho. Por
     si fuera poco, la ternera que había tirado por la borda no quería alejarse
     del cohete, sino que daba vueltas alrededor de él, convertida en su
     segundo satélite artificial, ocasionando regularmente, cada once minutos y
     cuatro segundos, un corto eclipse solar. Para calmar mis nervios, me
     dediqué a calcular los elementos de su movimiento y las perturbaciones de
     la órbita provocadas por las interferencias de la de la llave perdida. El
     resultado obtenido al cabo de varias horas de trabajo me informó que
     durante los próximos seis millones de años la ternera precedería a la
     llave circundando el cohete por una órbita circular, para después
     adelantarse a la nave. Finalmente, ya cansado, me acosté. En medio de la
     noche tuve la sensación de que alguien me sacudía el hombro.
     Abrí los ojos y vi a un hombre inclinado sobre mi cama. Su cara no me
     resultó desconocida, pero no tenía ni idea de quién era.
     - Levántate - dijo - y coge las llaves; vamos arriba para atornillar el
     timón...
     - En primer lugar, no nos conocemos tanto como para que me tutee -
     repliqué -, y además, sé que usted no está aquí. Este es ya el segundo año
     que voy solo en el cohete, ya que estoy volando desde la Tierra a la
     constelación de Aries. Por tanto, no es usted más que un personaje de mi
     sueño.
     Pero él seguía sacudiéndome e insistiendo que fuera a buscar las
     herramientas.
     - Tonterías - le espeté, empezando a enfadarme, porque temía que este
     altercado me despertara. Sé por experiencia cuánto cuesta volver a
     dormirse después de un despertar de esta clase -. No pienso ir a ninguna
     parte, porque de nada serviría. Un tornillo apretado en sueños no resuelve
     una situación que existe cuando uno está despierto. Haga el favor de no
     molestarme y esfumarse o marcharse del modo que usted prefiera, si no,
     puedo despertarme.
     - ¡Pero si no estás durmiendo, palabra de honor! - exclamó la testaruda
     aparición. ¿No me reconoces? ¡Mira aquí!
     Me indicó con un dedo dos verrugas de tamaño de una fresa silvestre que
     tenia en la mejilla izquierda. Por reflejo, puse la mano en mi cara,
     porque yo justamente tengo en ese sitio dos verrugas idénticas a las
     suyas. En este mismo momento me di cuenta de por qué el personaje del
     sueño me recordaba a alguien conocido: se me parecía a mí como se parecen
     dos gotas de agua.
     - ¡Déjame en paz! - voceé cerrando los ojos para preservar la continuidad
     de mi sueño-. Si eres yo, no tengo por qué tratarte de usted, pero al
     mismo tiempo es la mejor prueba de que no existes.
     Me di la vuelta en la cama y me tapé la cabeza con la manta. Oí que decía
     algo acerca de idiotas e idioteces, hasta que, exasperado por mi falta de
     reacción, grito:
     - ¡Lo lamentarás, imbécil! ¡Y te convencerás, demasiado tarde, de que no
     era ningún sueño!
     No me moví. Por la mañana, cuando abrí los ojos, me acordé en seguida de
     la extraña historia nocturna. Me senté en la cama y me puse a pensar en
     las curiosas bromas que gasta a un hombre su propia mente: he aquí que, no
     teniendo a bordo ninguna alma gemela, me desdoblé en cierto modo en sueños
     ante la necesidad urgente de dar solución a un problema importante.
     Constaté, después de desayunar, que el cohete había experimentado durante
     la noche un aumento de velocidad considerable; empecé, pues, a hojear los
     tomos de la pequeña biblioteca de a bordo, buscando en los manuales un
     consejo para mi peligrosa situación. Sin embargo, no encontré nada.
     Desplegué entonces sobre la mesa un mapa de estrellas y, a la luz de la
     cercana Betelgeuse, velada a ratos por la ternera que volvía sobre su
     órbita, busqué en la región en la que me encontraba la sede de alguna
     civilización cósmica que pudiera prestarme ayuda. Pero era un desierto
     estelar completo, que todas las naves evitaban por ser un terreno
     excepcionalmente peligroso, puesto que se encontraban en él unos remolinos
     de gravitación, tan enigmáticos como amenazadores, en la cantidad de 147,
     cuya existencia tratan de aclarar seis teorías astrofísicas, cada una de
     modo diferente.
     El calendario cosmonáutico advertía a los viajeros sobre las consecuencias
     imprevisibles de los efectos relativísticos que pueden tener el paso por
     un remolino, sobre todo si la nave desarrolla una gran velocidad.
     A mí estas advertencias no me servían, ya que no tenía control de mi nave.
     Calculé solamente que chocaría con el borde del primer remolino a eso de
     las once, así que me di prisa en la preparación del desayuno, para no
     tener que enfrentarme con el peligro en ayunas. Estaba secando el último
     plato cuando el cohete empezó a dar tumbos y sacudidas tan fuertes, que
     los objetos votaban de una pared a otra. Me arrastré a duras penas hasta
     la butaca, a la cual logré atarme. Mientras las sacudidas se hacían cada
     vez más fuertes, vislumbré al lado opuesto del habitáculo una especie de
     neblina lila, y en medio de ella, entre la pica y la cocina, una confusa
     silueta humana con delantal, vertiendo huevos batidos en la sartén La
     aparición me miró con atención, pero sin ninguna señal de asombro, después
     de lo cual se desdibujó y desapareció. Me froté los ojos. Como mi soledad
     era un hecho irrefutable, atribuí aquella imagen a un aturdimiento
     momentáneo.
     Sentado en mi butaca, o, mejor dicho, saltando junto con ella, comprendí
     en un momento de clarividencia que no fue una alucinación. Justo entonces
     pasaba cerca de mí un grueso volumen de la Teoría General de la
     Relatividad. Probé atraparlo al vuelo, lo que conseguí al cuarto intento.
     No era nada fácil hojear el pesado libro en aquellas condiciones - las
     fuerzas que hacían dar tumbos de borracho a la nave eran terribles -, pero
     encontré por fin el párrafo que me interesaba. Se hablaba en él de los
     fenómenos del llamado lazo temporal, o sea, la inflexión de la dirección
     del fluir del tiempo dentro del área de los campos gravitacionales de
     tremenda fuerza, que pueden provocar incluso un cambio de la dirección tan
     radical que ocurre lo que se llama la duplicación del presente. El
     remolino que acababa de atravesar no era de los más potentes. Sabía que si
     pudiera desviar un poquito la proa de la nave hacia el polo de la Galaxia,
     cortaría el llamado Vórtex Gravitatiosus Pinckenbachii, donde fueron
     observados repetidas veces los fenómenos de la duplicación y hasta
     triplicación del presente.
     Me llegué a la cámara de los motores y, a pesar de la inmovilización de
     mis timones, manipulé tan asiduamente los aparatos, que conseguí una
     ligera desviación de mi trayectoria hacia el polo galáctico, operación que
     exigió varias horas de trabajo. Su resultado sobrepasó mis previsiones. La
     nave alcanzó el centro del remolino a medianoche, temblándole y gimiendo
     toda la estructura, hasta tal punto que temí por mi integridad, pero salió
     indemne de la prueba. Cuando nos rodeó de nuevo la paz cósmica habitual,
     abandoné la cámara de los motores, para verme a mí mismo en la cama,
     sumido en profundo sueño. Comprendí al instante que era el yo del día
     anterior, o sea, de la noche del lunes. Sin reflexionar en el lado
     filosófico de aquel fenómeno más bien fuera de serie, me puse a sacudir al
     dormido por el hombro, gritándole que se levantara en seguida, ya que
     sabía cuánto tiempo duraría su existencia del lunes en la mía del martes.
     El arreglo de los timones era urgente y había que aprovechar la existencia
     simultánea de ambos, sin pérdida de tiempo.
     Pero el dormido abrió solamente un ojo y dijo que no deseaba que le
     tuteara, y que yo no era más que una fantasmagoría del sueño. En vano le
     di tirones y más tirones, en vano traté de levantarle por la fuerza. Se
     resistía a todos mis intentos, repitiendo tercamente que estaba soñando
     conmigo. Impasible ante mis juramentos y palabrotas, me explicó con mucha
     lógica que unos tornillos apretados en sueños no aguantarían el timón
     durante la vigilia. Ni bajo mi palabra de honor pude convencerle de que se
     equivocaba; mis súplicas e insultos le dejaron impávido, igual que la
     demostración de mis verrugas. No quiso creerme y no me creyó, Se dio la
     vuelta en la cama y se puso a roncar.
     Me senté en la butaca para aquilatar con calma la situación. La estaba
     viviendo por segunda vez: la primera, el lunes, fui yo quien dormía, y
     ahora, el martes, el que despertaba al dormido sin resultado. El yo del
     lunes no creía en la realidad del fenómeno de la duplicación pero el yo
     del martes ya lo conocía. Era lo más simple del mundo, un lazo temporal.
     ¿Qué se debía hacer, pues, para reparar los timones? Puesto que el del
     lunes seguía durmiendo y que yo recordaba que no me había despertado
     aquella noche hasta la mañana siguiente, comprendí que no valía la pena
     continuar mis esfuerzos de sacarle del sueño. Según el mapa, nos esperaban
     todavía grandes remolinos gravitacionales, así que podía contar con otra
     duplicación del presente en el transcurso de próximos días. Quise
     escribirme una carta a mí mismo y prenderla con un alfiler a la almohada,
     para que el yo del lunes, al despertarse, pudiera convencerse de manera
     palpable de que el supuesto sueño era una realidad.
     Pero, cuando me hube sentado a la mesa con una pluma en la mano, oí un
     ruido sospechoso en los motores, me fui, pues, allá y regué con agua la
     pila atómica sobrecalentada hasta el alba, mientras el yo del lunes dormía
     profundamente, lamiéndose los labios de vez en cuando, lo que me ponía
     bastante nervioso. Sin haber cerrado un ojo, hambriento y cansado, me
     preparé el desayuno; estaba secando los platos cuando el cohete irrumpió
     en un nuevo remolino gravitacional. Me veía a mí mismo del lunes mirándome
     estupefacto, atado a la butaca, mientras el yo del martes freía una
     tortilla. Una sacudida muy fuerte me hizo perder el equilibrio, me caí y
     perdí un instante el conocimiento. Cuando volví en mí, en el suelo,
     rodeado de trozos de porcelana, vi junto a mi cara los pies de un hombre.
     - Arriba - dijo, ayudándome a levantarme -. ¿Te has hecho daño?
     - No - contesté, apoyando las manos en el suelo, porque la cabeza me daba
     vueltas -. ¿De qué día de la semana eres?
     - Del miércoles - repuso -. Vamos rápidamente a arreglar el timón, no
     perdamos tiempo.
     - ¿Y dónde está el del lunes? - pregunté. - Ya no está, o tal vez lo seas
     tú.
     - ¿Por qué yo?
     - Sí, porque el del lunes se convirtió en el del martes durante la noche
     del lunes a martes, etc.
     - ¡No entiendo!
     - No importa, es falta de costumbre. ¡Ven, date prisa!
     - Ya voy - dije, sin moverme del suelo. Hoy es martes. Si tú eres del
     miércoles y el miércoles los timones no están arreglados, sabemos, por
     deducción, que algo nos impedirá la reparación, ya que, en el caso
     contrario tú, el miércoles no me apremiarías para que los arreglara
     contigo el martes. Tal vez fuera mejor, pues, no arriesgar la salida
     afuera.
     - ¡Estás divagando! - exclamó -. Piensa un poco, hombre. Yo soy el
     miércoles y tú eres el martes; en cuanto al cohete, supongo que es, si se
     puede decir, abigarrado. Tendrá sitios donde es martes, en otros será
     miércoles, incluso puede haber un poco de jueves. El tiempo se mezcló como
     cartas de una baraja al atravesar aquellos remolinos, pero a nosotros,
     ¿qué nos importa si somos dos y, gracias a ello, tenemos la posibilidad de
     reparar el timón?
     - ¡No, no tienes razón! - contesté -. Si el miércoles, en el cual tú
     estás, habiendo vivido y dejado atrás todo el martes, si el miércoles,
     repito, los timones no están reparados, por consiguiente no lo fueron el
     martes, ya que ahora es martes y si tuviéramos que arreglarlos dentro de
     un rato entonces este rato sería para ti el pasado y no habría nada por
     arreglar. Por ende...
     - ¡Por ende eres cabezota como un asno! - gruñó -. ¡Lamentarás tu
     estulticia. La única satisfacción que tengo es que rabiarás contra tu
     terquedad obtusa, como yo ahora, cuando llegues a miércoles.
     - ¡Ah, ya está! ¿Quieres decir que yo, el miércoles, seré tú y trataré de
     convencerme a mí, del martes, como lo estás haciendo tú en este momento,
     sólo que todo será al revés, tú serás yo y yo tú? ¡Entiendo! ¡En esto
     consiste el lazo del tiempo! Espera, ya voy, voy en seguida, lo he
     comprendido todo...
     Pero, antes de que me hubiera levantado del suelo, caímos en otro remolino
     y una fuerza de gravitación descomunal nos aplastó contra el techo.
     Durante toda la noche de martes a miércoles no cejaron los terribles
     saltos y sacudidas. Cuando se hubo calmado todo un poco, la Teoría General
     de Relatividad me dio un golpe en la frente al cruzar la cabina, tan
     fuerte que perdí la conciencia. Al abrir los ojos, vi en el suelo
     fragmentos de la vajilla y, entre ellos, un hombre inmóvil. Me levanté en
     un salto y, levantándole, exclamé:
     - ¡Arriba! ¿Te has hecho daño?
     - No - contestó abriendo los ojos -. ¿De qué día de la semana eres?
     - Del miércoles - repuse -. Vamos rápidamente a arreglar el timón, no
     perdamos tiempo.
     - ¿Y dónde está el del lunes? - preguntó, sentándose. Tenía un ojo a la
     funerala.
     - Ya no está, o, tal vez, lo seas tú.
     - ¿Por qué yo?
     - Sí, porque el del lunes se convirtió en el del martes durante la noche
     del lunes a martes, etc.
     - ¡No entiendo!
     - No importa, es falta de costumbre. ¡Ven, date prisa!
     Mientras decía esto, ya estaba buscando las herramientas.
     - Ya voy - dijo lentamente, sin mover ni un dedo -. Hoy es martes. Si tú
     eres del miércoles, y el miércoles los timones no están arreglados,
     sabemos, por deducción, que algo nos impedirá la reparación, ya que, en el
     caso contrario, tú, el del miércoles no me apremiarías para que los
     arreglara contigo el martes. Tal vez fuera mejor, pues, no arriesgar la
     salida afuera.
     - ¡Estás divagando! - chillé enfadadísimo -. Piensa un poco hombre. Yo soy
     del miércoles y tú eres del martes...
     Empezamos a pelear, invertidos los papeles. Llegué a enfurecerme de veras
     porque no hubo manera de convencerle de que viniera conmigo a reparar los
     timones, ni siquiera insultándole ni comparándole con asnos cabezotas.
     Cuando por fin conseguí que cambiara de parecer caímos en el remolino
     gravitacional siguiente. Me cubrí de un sudor frío cuando pensé que desde
     entonces daríamos vueltas en círculo en aquel lazo temporal hasta la
     eternidad, pero, por suerte, no fue así. Al debilitarse la gravitación
     hasta el punto de poder levantarme, estaba otra vez en la cabina. Por lo
     visto el martes local que se mantenía en las cercanías desapareció,
     convirtiéndose en un pasado sin retorno. Me senté sin tardar a examinar el
     mapa, buscando algún remolino decente en el que pudiera introducir el
     cohete para provocar una nueva inflexión del tiempo que me proporcionaría
     a un ayudante.
     Efectivamente, encontré uno bastante prometedor y, maniobrando los
     motores, dirigí el cohete, con grandes esfuerzos de manera que pudiera
     entrar en su mismo centro. Hay que decir que la configuración de aquel
     remolino era, según el mapa, más bien desacostumbrada: tenía dos centros,
     uno al lado del otro. Pero yo, en mi desespero no hice caso de esa
     anomalía.
     Durante las horas de trabajo en la cámara de motores me ensucié mucho las
     manos: fui, pues, a lavármelas, sabiendo que tardaríamos todavía bastante
     en entrar en el remolino. El cuarto de baño estaba cerrado. Llegaban de él
     unos sonidos especiales. como si alguien hiciera gárgaras.
     - ¿Quién hay aquí? - grité, sorprendido. - Yo - contestó una voz desde
     dentro. -¿Quién es ese «yo»?
     - Ijon Tichy.
     - ¿De qué día?
     - Del viernes. ¿Qué quieres?
     - Quería lavarme los manos... - dije maquinalmente, pensando con
     intensidad al mismo tiempo; era miércoles noche, y él procedía del
     viernes; por tanto, el remolino gravitacional al que se acercaba el cohete
     inflexionaría el tiempo del viernes al miércoles, pero no podía
     representarme de ningún modo lo que iba a pasar luego dentro del remolino.
     Lo que más me intrigaba era la cuestión de dónde podía estar el del
     jueves. Mientras tanto, el del viernes no me dejaba entrar en el baño, a
     pesar de mis llamadas.
     - ¡Déjate ya de gárgaras! - vociferé finalmente con impaciencia -. Cada
     momento perdido nos puede costar caro. ¡Sal inmediatamente y ayúdame con
     los timones!
     - Para eso no te hago ninguna falta - contestó con calma a través de la
     puerta -. Por ahí debe de andar el del jueves; llévatelo a él...
     - ¿Quién del jueves? Es imposible...
     - Supongo que sé si es posible o no, puesto que ya estoy en viernes, y he
     vivido tanto tu miércoles como el jueves de él...
     No muy seguro de mí mismo, giré en redondo al oír un ruido en la cabina:
     un hombre estaba sacando de debajo de la cama el pesado estuche de las
     herramientas.
     - ¿Tú eres del jueves? - exclamé, corriendo hacia él. - Exactamente -
     contestó -. Exactamente... Ayúdame...
     - ¿Conseguiremos arreglar ahora los timones? -le pregunté, mientras
     sacábamos la pesada bolsa.
     - No lo sé, el jueves no estaban reparados, pregunta al del viernes...
     - ¡Claro, qué cabeza la mía! - Volví rápidamente a la puerta del baño -.
     ¡Oyeme, el del viernes! ¿Están listos los timones?
     - Hoy viernes, no - repuso.
     - ¿Por qué no?
     - Por eso - dijo, abriendo la puerta. Tenia la cabeza envuelta en una
     toalla y apretaba contra la frente la hoja de un cuchillo, procurando
     frenar de este modo el crecimiento de un chichón grande como un huevo. El
     del jueves se acercó con las herramientas y estaba a mi lado, observando
     al accidentado con calma y atención. El del viernes dejó sobre una repisa
     la botella de agua bórica que tenía en la mano libre. Así que fue el
     gorgoteo del antiséptico lo que yo había tomado por gargarismos.
     - ¿Qué es lo que te lo hizo? - pregunté, compasivo.
     - No qué, sino quién - contestó -. Fue el del domingo.
     - ¿El del domingo? ¡Pero cómo..., no puede ser! - exclamé.
     - Es un poco largo de explicar...
     - ¡Dejadlo ahora! Corramos afuera, tal vez tengamos tiempo - me dijo el
     del jueves.
     - Pero si el cohete entrará en seguida en el remolino - respondí -. La
     sacudida puede tirarnos al vacío. Moriremos.
     - No digas tonterías - replicó el del jueves -. Si el del viernes está
     vivo, nada puede pasarnos. Hoy es sólo jueves.
     - No, miércoles - protesté.
     - Bueno, de acuerdo, da lo mismo. En cualquier caso, el viernes estaré
     vivo, y tú también.
     - Pero somos dos sólo en apariencia - apunté -; en realidad, estoy aquí
     únicamente yo, sólo que de varios días de la semana...
     - Bueno, bueno. Abre la válvula...
     Pero resultó que sólo teníamos una escafandra de vacío. No podíamos, pues,
     salir del cohete ambos a la vez, lo que terminó ese plan de la reparación
     de los timones.
     - ¡Maldita historia, demonios! - grité exasperado, tirando al suelo la
     bolsa de las herramientas -. Había que ponerse la escafandra y no
     quitársela para nada. Yo no pensé en ello, pero, puesto que eres del
     jueves, hubieras debido recordarlo!
     - El del viernes me quitó la escafandra - replicó.
     - ¿Cuándo? ¿Por qué?
     - No creo que valga la pena explicarlo - se encogió de hombros, se dio la
     vuelta y volvió a la cabina. El del viernes no estaba. Miré en el cuarto
     de baño, pero allí tampoco lo encontré.
     - ¿Dónde está el del viernes? - pregunté extrañado. El del jueves partía
     sistemáticamente los huevos con un cuchillo y soltaba su contenido sobre
     la grasa caliente.
     - En alguna parte, al lado de el del sábado - contestó con flema,
     mezclando rápidamente los huevos revueltos.
     - Lo siento mucho - protesté -; tú ya tuviste tu ración del miércoles y no
     tienes derecho a cenar otra vez el mismo día.
     - Las Provisiones son mías tanto como tuyas - dijo levantando
     tranquilamente con el cuchillo los bordes de la masa -. Yo soy tú y tú yo,
     así que viene a ser lo mismo.
     - ¡Qué sofística! ¡Deja de poner tanta mantequilla! ¿Te has vuelto loco?
     ¡No tengo provisiones para tanta gente!
     La sartén se le escapó de la mano, yo reboté contra la pared: habíamos
     entrado en el remolino. La nave volvió a temblar como si tuviera una
     crisis de paludismo, pero yo pensaba tan sólo en salir al pasillo donde
     estaba colgada la escafandra, y ponérmela, fuera como fuese. Así, cuando
     después del miércoles viniera el jueves, yo, convertido en el del jueves
     (éste era mi razonamiento), llevaría ya la escafandra encima, y si no me
     la quitaba un solo instante (lo que me proponía firmemente) la llevaría
     puesta también el viernes. Gracias a esta estrategia, tanto yo del jueves
     como yo del viernes tendríamos nuestras escafandras y, al encontrarnos en
     el mismo presente, podríamos por fin reparar los malditos timones. El
     aumento de las fuerzas de gravitación me aturdió un poco; cuando volví a
     abrir los ojos, me di cuenta de que estaba echado a la derecha del jueves,
     y no a la izquierda, como antes. No me fue difícil idear todo el plan con
     la escafandra, pero sí lo era realizarlo porque la gravitación, que iba en
     aumento, apenas me permitía volverme. Cuando disminuía un poquito, me
     arrastraba por el suelo milímetro a milímetro hacia la puerta del pasillo.
     Observé, mientras tanto, que el del jueves hacía exactamente lo mismo.
     Finalmente, al cabo de una hora, ya que el remolino era muy extenso, nos
     encontramos aplastados en el suelo junto al umbral de aquella puerta.
     Pensé que, en el fondo, mis esfuerzos no eran imprescindibles; podía dejar
     que la abriera el del jueves. Sin embargo, empecé a recordar varios
     detalles que me hacían comprender que ya era yo el del jueves, y no él.
     - ¿De qué día eres? - pregunté, para estar seguro. Con la barbilla
     apretada contra el suelo, le miraba de cerca a los ojos. Abrió la boca con
     dificultad.
     - Del jue... ves - masculló.
     Era muy extraño. ¿Continuaría yo, a pesar de todo, siendo del miércoles?
     Ordené un poco en la cabeza las reminiscencias de los últimos hechos y
     llegué a la conclusión de que no era posible. El tenía que ser ya el
     viernes. Ya que antes se me adelantaba un día, seguía seguramente igual.
     Esperé a que abriera la puerta, pero tuve la impresión de que él se
     proponía que lo hiciera yo. La gravitación se debilitó notablemente, así
     que me levanté y salí corriendo al pasillo. Cuando cogí la escafandra, él
     me echó la zancadilla y me la arrancó de las manos. Me caí cuan largo era.
     - ¡Canalla, cerdo! - grité -. ¡Hacerse esto a sí mismo! ¡Qué animalada!
     Pero él se ponía la escafandra sin hacerme caso. Verdaderamente, se pasaba
     de canalla. De repente, una fuerza extraña le expulsó fuera de la
     escafandra, en la cual, por lo visto, estaba ya alguien metido. Todo esto
     me desconcertó un poco: ya no sabía quién era quién.
     - ¡Eh, tú, el del miércoles - gritó el hombre de la escafandra -. ¡Agarra
     al del jueves, ayúdame!
     En efecto, el del jueves procuraba despojar al otro de la escafandra,
     forcejeando con él y vociferando:
     - ¡Suelta esto!
     - ¡Vete al cuerno! ¿No ves que me toca a mí y no a ti! - gritó a su vez el
     otro.
     - ¡No sé por qué!
     - ¡Porque, imbécil, yo estoy más cerca del sábado que tú, y el sábado los
     dos tendremos escafandras!
     - ¡Eso son ganas de decir tonterías! - intervine yo en su pelea -. En el
     mejor de los casos, el sábado sólo tú tendrás la escafandra y no podrás
     hacer nada, idiota. Dámela a mí; si me la pongo ahora, la tendrás el
     viernes como el del viernes, y yo también el sábado, como el del sábado,
     lo que quiere decir que en este caso, seremos dos con dos escafandras...
     ¡El del jueves, échame una mano!
     - Déjate de historias - protestó el del viernes, defendiéndose, ya que le
     quise despojar de la preciada prenda por la fuerza -. Primero, no tienes a
     quien llamar «el del jueves», porque ya pasó la medianoche y ahora mismo
     tú eres el del jueves; segundo, será mejor que yo me quede con la
     escafandra, a ti no te servirá de nada...
     - ¿Por qué? Si me la pongo hoy, la llevaré también mañana.
     - Ya te convencerás tú mismo... ¿No ves que yo ya era tú el jueves? Mi
     jueves ya pasó, así que sé muy bien...
     - ¡Hablas demasiado! ¡Suéltala ahora mismo! -gruñí con rabia. Pero él se
     me escapó y tuve que perseguirle, primero por la cámara de motores y luego
     por la cabina. Efectivamente, en el cohete no había nadie más que nosotros
     dos. Entendí entonces por qué el del jueves me habla dicho que el del
     viernes le había quitado la escafandra: ahora yo era el del jueves y el
     del viernes me la estaba quitando a mí. Pero decidí no rendirme tan
     fácilmente. Espera y verás con quién tratas, pensé. Me fui corriendo a la
     cámara de motores donde antes había visto en el suelo un fuerte palo que
     servía para remover la pila atómica, lo agarré y volví a la carrera a la
     cabina con mi arma. El otro todavía no había tenido tiempo de ponerse el
     casco.
     - ¡Quítate la escafandra! - le espeté, apretando con fuerza el palo.
     - ¡Ni soñar!
     - ¡Quítatela, te digo!
     Dudé un momento si debía pegarle. Me desconcertaba un poco que no tuviera
     el ojo amoratado ni el chichón en la frente como el del viernes que
     descubrí en el cuarto de baño, pero de pronto me di cuenta que así tenía
     que ser. El del viernes era ya seguramente del sábado, acercándose ya tal
     vez al domingo, mientras el del viernes presente, el que llevaba la
     escafandra, era hasta hace poco el del jueves, en el cual yo me había
     convertido a medianoche, así que me estaba acercando por la curva del lazo
     temporal al sitio en el que el del viernes de antes de la paliza se
     convertiría en el del viernes apaleado. Pero él me había dicho antes que
     le arregló así el del domingo, del cual no había ni rastro: en la cabina
     estábamos sólo él y yo. De pronto, una luz deslumbrante me esclareció los
     hechos.
     - ¡Quítate la escafandra! - grité, amenazador.
     - ¡Vete a la porra, el del Jueves! exclamó.
     - ¡No soy del Jueves! ¡Soy del DOMINGO! - vociferé, acometiéndole. Quiso
     darme una patada, pero los zapatos de la escafandra pesan mucho; antes de
     que tuviera tiempo de levantar el pie, le di con el palo en la cabeza. No
     con demasiada fuerza, evidentemente, ya que ya tenía bastante práctica
     para saber que, a mi vez, recibiría el golpe cuando pasara a ser del
     viernes y, con franqueza, no quería partirme el cráneo en dos. El del
     viernes cayó gimiendo, las manos en la cabeza; le despojé brutalmente de
     la escafandra y, cuando se marchaba hacia el baño farfullando: «algodón,
     agua bórica ... », empecé a ponerme aquel traje para el vacío, objeto de
     tanta lucha. Mientras me estaba vistiendo, vi de repente un pie humano que
     asomaba debajo de la cama. Me arrodillé y miré. Debajo de la cama había un
     hombre que, procurando no hacer ruido, tragaba vorazmente la última
     tableta de chocolate con leche que había guardado en la maleta para algún
     caso de emergencia galáctica. El ladrón se daba tanta prisa que devoraba
     el chocolate junto con jirones de papel de plata, que se le pegaban a los
     labios.
     - ¡Deja ese chocolate! - grité a todo pulmón, tirándole de la pierna -
     ¿Quién eres? ¿El del jueves...? - dije bajando la voz, súbitamente
     inquieto, pensando que yo tal vez era ya del viernes, lo que significaría
     que me esperaba la paliza, aplicada por mí al del viernes.
     - Soy el del domingo - contestó con la boca llena.
     Me sentí un poco raro. O mentía, y entonces la cosa no tenía importancia,
     o decía la verdad, lo que me amenazaba irremediablemente con chichones, ya
     que fue el del domingo quien pegó al del viernes, tal como el del viernes
     me había dicho, y yo, haciéndome pasar luego por el del domingo, le di en
     la cabeza con el palo. En cualquier caso, pensé, aunque mintiera que era
     del domingo, era probablemente más adelantado que yo y, siendo más
     adelantado, recordaba todas las cosas anteriores, sabiendo ya que yo había
     mentido al del viernes. En estas circunstancias, podía hacerme una treta
     análoga puesto que lo que fue mi artimaña táctica constituía para él un
     recuerdo, fácil de aplicar. Mientras yo, indeciso, pensaba en lo que debía
     hacer, tragó el último trozo de chocolate y salió de debajo de la cama.
     - Si eres del domingo, ¿dónde tienes la escafandra? - exclamé bajo el
     impulso de una idea nueva.
     - Ahora mismo la tendré... - dijo tranquilamente.
     De repente vi que tenía un palo en la mano... Advertí todavía un destello
     de luz, tan fuerte como una explosión de decenas de supernovas a la vez, y
     perdí la conciencia. Me desperté, sentado en el suelo del cuarto de baño,
     Alguien estaba aporreando la puerta. Empecé a curar mis morados y
     chichones, mientras el otro seguía llamando; resultó que era el del
     miércoles. Le enseñé finalmente mi cabeza llena de porrazos, él se fue con
     el del jueves a buscar las herramientas, luego sobrevino el jaleo y la
     lucha por la escafandra. Salí con vida de todo esto y, el sábado por la
     mañana, me metí debajo de la cama para ver si encontraba una tableta de
     chocolate en mi maletín. Alguien me cogió de las piernas mientras estaba
     comiendo la última que encontré debajo de las camisas; no sé quién era,
     pero le di por si acaso con un palo en la cabeza, le quité la escafandra y
     me la estaba poniendo cuando el cohete cayó en el remolino siguiente.
     Al volver en mí, vi la cabina llena de gente. Apenas era posible moverse
     en ella. Resultó que todos eran yo mismo, de distintos días, semanas y
     meses. Al parecer, había incluso uno del año próximo. Varias personas
     tenían ojos amoratados y chichones en la cabeza; cinco de los presentes
     llevaban escafandras. Pero, en vez de salir inmediatamente afuera para
     arreglar los desperfectos, empezaron a discutir, vociferar y pelearse. Se
     trataba de saber quién había pegado a quién, y cuándo. La situación se
     complicaba cada vez más, empezaron a aparecer los de la mañana y los de la
     tarde; temí que si las cosas seguían así, me fragmentaria en unos yos del
     minuto y del segundo. Por añadidura, la mayoría de los presentes mentían
     descaradamente, de tal suerte que, hasta hoy día no sé verdaderamente a
     quién pegué y quién me pegó a mí durante la trifulca del jueves, el del
     viernes y el del miércoles que fui sucesivamente. Tengo la impresión que,
     a causa de haber mentido al del viernes diciéndole que era del domingo,
     recibí una paliza más de las que resultaban de los cálculos según el
     calendario. Pero prefiero dejar ya en olvido aquellos momentos
     desagradables, visto que el hombre que durante una semana no hizo más que
     pegarse a sí mismo, no tiene de veras de qué enorgullecerse.
     Mientras tanto, las peleas continuaban. Era un desespero ver aquella
     actividad y pérdida de tiempo durante la loca carrera a ciegas del cohete,
     que le llevaba de vez en cuando a los remolinos del tiempo. Finalmente,
     los que tenían escafandra se pegaron con los que no las tenían. Traté de
     introducir un poco de orden en aquel caos y, finalmente, después de unos
     esfuerzos sobrehumanos, logré organizar una especie de asamblea, cuyo
     presidente fue proclamado por unanimidad el del año próximo, por ser el de
     más edad.
     Luego escogimos también una comisión escrutiñadora, una comisión de
     arbitraje y una comisión de mociones libres. Cuatro de los del mes próximo
     fueron encargados del servicio del orden. Sin embargo, durante esos
     trabajos organizativos pasamos por un remolino negativo que redujo nuestro
     número a la mitad, de modo que en la primera votación secreta faltó el
     quórum; no tuvimos, pues, más remedio que cambiar los estatutos antes de
     proceder a la elección de los candidatos a reparadores de los timones. El
     mapa anunciaba varios remolinos en nuestra trayectoria, que anulaban los
     logros obtenidos; a veces desaparecían los candidatos ya escogidos, o bien
     volvían el del martes y el del miércoles con la cabeza envuelta en la
     toalla, provocando escenas de mal gusto. Después de pasar un remolino
     positivo de gran fuerza, apenas cabíamos en la cabina y en el pasillo, y,
     por falta de sitio, no se podía ni soñar con abrir la válvula de salida.
     Lo peor era que las dimensiones de los desplazamientos en el tiempo
     crecían cada vez más, empezaba a aparecer gente con canas, de vez en
     cuando se veían entre la muchedumbre unas cabecitas infantiles que,
     evidentemente, también eran yo mismo en el período de la niñez.
     No me acuerdo, de veras, si yo seguía siendo del domingo o era ya del
     lunes. Por otra parte, esto no tenía importancia. Los niños lloraban,
     apretujados por el gentío, y llamaban a la mamá. El presidente, el Tichy
     del año próximo, soltaba tacos, porque el del miércoles, que se metió bajo
     la cama en una vana búsqueda del chocolate, le mordió en la pierna cuando
     le había pisado un dedo. Veía claramente que todo esto terminaría mal,
     tanto más que ya empezaban a aparecer entre nosotros algunas barbas
     blancas. Entre los remolinos 142 y 143 hice circular entre la gente una
     lista de presencias, pero entonces se descubrió que muchas personas
     mentían, presentando datos personales falsos. Sólo Dios sabe por qué lo
     hacían; tal vez fuera un desequilibrio mental, provocado por la atmósfera
     reinante en el lugar. El ruido era tal, que uno sólo se podía hacer
     entender gritando con todas sus fuerzas. De pronto uno de los Ijon del año
     pasado tuvo una idea, al parecer brillante: que el más viejo de nosotros
     contara la historia de su vida; gracias a esto, se tenía que aclarar por
     fin quién debía arreglar los timones, puesto que el de mayor edad contenía
     en su experiencia pasada todos los presentes de varios meses, días y años.
     Nos dirigimos con esta petición a un anciano de pelo blanco, quien,
     temblando ligeramente, se mantenía en un rincón, apoyado en la pared.
     Accedió con mucho gusto y procedió a narrarnos una larga y aburrida
     historia sobre sus hijos y nietos, pasando a continuación a sus viajes
     cósmicos, numerosísimos en su larga vida de noventa años. Del que se
     estaba efectuando en el presente, el único que nos interesaba, no se
     acordaba siquiera por lo avanzado de su esclerosis y por su emoción, pero
     era tan pagado de sí mismo que no quería confesarlo, contestando a las
     preguntas de manera evasiva y volviendo tercamente a sus altas relaciones,
     condecoraciones y nietecitos, así que finalmente tuvimos que gritarle que
     se callara. Dos remolinos siguientes hicieron una liquidación cruel entre
     los reunidos. Después del tercero no sólo hubo mucho sitio libre en el
     cohete, sino que desaparecieron todos los que llevaban escafandras. Quedó
     una, vacía, que la comisión especialmente designada al objeto colgó en el
     pasillo. Después de una nueva lucha por el preciado traje, vino otro
     remolino que vació la nave. Me encontré sentado en el suelo, con los ojos
     hinchados, entre objetos destrozados, jirones de ropa y libros rotos, El
     suelo estaba cubierto de papeletas de votación. El mapa me indicó que
     había atravesado ya toda la zona de remolinos gravitacionales. Al no poder
     contar con una duplicación y, por tanto, con una posible ayuda en el
     arreglo del defecto del cohete, caí en la depresión y en el desespero.
     Cuando una hora más tarde salí al pasillo, advertí, estupefacto la
     ausencia de la escafandra. Recordé entonces, como a través de una niebla,
     que, antes del último remolino dos pequeñajos hablan salido
     disimuladamente de la cabina. ¿Se habrán puesto los dos la única
     escafandra? Impelido por una idea súbita corrí a los timones.
     ¡Funcionaban! Así pues, los dos niños arreglaron la avería mientras
     nosotros nos enzarzábamos en disputas estériles. Supongo que uno de ellos
     puso los brazos en las mangas de la escafandra y, el otro, en sus
     perneras; de este modo, pudieron tener simultáneamente en las dos manos
     las dos llaves para atornillar las tuercas a ambos lados de los timones.
     Encontré la escafandra vacía en la cámara de presión, junto a la válvula.
     Me la llevé a la cabina como si fuera una reliquia, sintiendo mi corazón
     colmado de gratitud hacia aquellos valientes chiquillos, que eran yo,
     mucho tiempo atrás. Así terminó aquella aventura mía, tal vez una de las
     más extraordinarias de mi vida. Llegué felizmente al término de mi viaje
     gracias a la inteligencia y valor que manifesté en las personas de los dos
     niños.
     Se dijo después que inventé toda esta historia; los más malintencionados
     se permitieron insinuar que tengo una debilidad por el alcohol, bien
     disimulada en la Tierra, a la cual doy paso libre durante los largos años
     de viajes cósmicos. Sólo Dios sabe qué clase de chismorreos corrió sobre
     el tema; los hombres son así: más fácilmente dan fe a unos absurdos por
     inverosímiles que sean, que a los hechos auténticos que me permití
     presentar en estas líneas.
     
     FIN.