Martin Heidegger
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HISTORIA DEL SER Y FILOSOFIA DE LA SUBJETIVIDAD

Ramón Rodríguez

NAVARRO CORDÓN, J. M., RODRÍGUEZ, R., (Compiladores) Heidegger o el final de la filosofía, Editorial Complutense, Madrid, 21997, pp. 191-205.

 

 

En la célebre entrevista que Rudolf Augstein y Georg Wolff hicieron a Heidegger para la revista Der Spiegel señalaba éste que la filosofía había llegado a su fin, pero no desaparecido, porque su presencia se hace permanente en el diálogo. «Todo mi trabajo -añadía- en los cursos y seminarios de los últimos treinta años sólo ha sido, en lo fundamental, interpretación de la filosofía occidental»[i]. Es precisamente la riqueza, el vigor y la profundidad de los análisis heideggerianos, pero sobre todo el modo como ha llevado a cabo ese retorno a las bases históricas del pensamiento, el tesón con que ha transformado lo obvio en problemático, lo incuestionado en cuestionable, lo que ha dejado una huella difícil de borrar en nuestra comprensión del pensamiento de que provenimos y, por ende, del mundo que nos rodea. Recientemente el propio Jürgen Habermas reconocía la contribución heideggeriana a la iluminación de las premisas ontológicas de la modernidad [ii]. Fascinante o irritante, la hermenéutica heideggeriana no descansa tan sólo en el talento individual de su autor, sino que responde, como no podía ser menos cuando de un filósofo se trata, a una determinada concepción de lo que es un pensamiento filosófico, de dónde y cómo hay que buscar sus tesis esenciales y a qué obedece su aparición. Y esto, a su vez, como el resultado de la elaboración, lenta y cuyos avances sustanciales no resulta fácil percibir, de lo que para Heidegger ha sido, de principio a fin de su vida intelectual, el único tema del pensamiento, la cuestión del ser.

Mi propósito en estas páginas es analizar la idea más decisiva de la hermenéutica heideggeriana a partir de los años treinta, la historia del ser, y mostrar su virtualidad en la interpretación quizá más esclarecedora y profunda de cuantas Heidegger ha realizado: la del pensamiento-tipo del mundo moderno, la filosofía de la subjetividad.

Como todo conocedor de Heidegger sabe, la idea de una «destrucción de la historia de la ontología», de un desmontaje crítico de la tradición, era ya un elemento esencial del proyecto sistemático de tratar la cuestión del ser que presentaba Ser y tiempo. Hoy sabemos, a través de la publicación de los cursos que Heidegger dio en la época de gestación de su gran libro, que un momento de crítica histórica formaba parte integrante del método fenomenológico -alejándose ciertamente de Husserl-, de forma que el sentido originario del parágrafo seis -«el cometido de una destrucción de la historia de la ontología»- es ser un momento del siete -«el método fenomenológico de la investigación»; así lo vemos explícitamente expresado en el curso «Los problemas fundamentales de la fenomenología», del semestre de invierno de 1927.[iii]

Si la fenomenología es la exigencia de que toda posible teoría se funde en una experiencia de las respectivas «cosas mismas», nada hay más opuesto al ideal fenomenológico que tomar el darse inmediato de un objeto y su puntual descripción como una vivencia de la cosa misma. Contra la conversión de la fenomenología en un intuitivismo ingenuo, Heidegger ha subrayado desde siempre que traer las cosas al estado de «mostrarse en sí mismas» es un arduo esfuerzo, que nada tiene que ver con un mirar boquiabierto. Ante todo porque la faz inmediata de las cosas no tiene por qué ser, ni habitualmente es, su cara original. La atenta mirada hacia lo presente no inicia nuestra relación con ello, no es la primera noticia que de ello tenemos, sino que se encuentra ya en una orientación que le es previa. Esa orientación, que proporciona las primeras, nociones de la cosa y de su descripción, es primordialmente el precipitado de un saber adquirido, de una tradición, que constituye la situación inmediata en que algo se encuentra. Si esta condición se cumple incluso en la percepción sensorial, es especialmente vigente cuando los objetos son productos del espíritu o comportamientos humanos.

Desde el punto de vista metodológico, Heidegger ha visto siempre, en esta inserción del conocimiento en una tradición, un efectivo encubrimiento, cuando no una deformación, de las cosas mismas. El repertorio de conceptos con el que comprendemos el objeto y que nos presenta la situación objetiva no son necesariamente una experiencia originaria de la cosa; su puro ser transmitidos no garantiza su validez ni su fidelidad. Su aceptación acrítica como algo obvio y natural, lejos de darnos el saber buscado, más bien oculta y tergiversa el objeto. De ahí que el examen crítico de esos conceptos no sea otra cosa que un desbrozar y preparar el camino para el efectivo darse de las cosas mismas; si «encubrimiento es el concepto opuesto a fenómeno» [iv], la crítica de las desfiguraciones o degeneraciones de lo que la tradición proporciona es un momento ineludible de la fenomenología. La idea de una crítica histórica, de un desmontaje o des-construcción de la tradición se abre así paso en el seno del modo fenomenológico de tratar los problemas.

Pero la des-construcción histórica no es sólo una cautela metodológica que el fenomenólogo deba tomar. Si tal fuera, eso significaría que, a la postre, la tradición no es más que un elemento negativo, susceptible de ser orillado por la reflexión metódica, y que el auténtico saber se sustrae a ella. Pero no hay tal cosa. La última ratio de la crítica histórica es de orden ontológico -no metodológico- y no es otra que la condición histórica de la existencia humana (Dasein) [v].

Basándose en la fusión de los tres «éxtasis» temporales que constituyen el tiempo propio del Dasein, su «temporalidad» (Zeitlichkeit), Heidegger pudo establecer la historicidad como una dimensión interna -un Existenzial, en el lenguaje de Sein und Zeit- de la propia existencia humana. Con ella designaba la forma peculiar del hacerse humano, su irse gestando, que es histórico en un sentido mucho más constitutivo y radical que los hechos o gestas que llamamos «históricos». Pues, efectivamente, el Dasein es en la forma de un proyecto arrojado, es decir, de un constante volver, desde las posibilidades a las que sin cesar está abierto, a lo que en cada caso ya es. Su ser-ya resulta permanentemente asumido en las posibilidades que proyecta en un doble sentido: primero, porque el terreno de lo posible está limitado por la facticidad que ya se es, segundo, porque desde lo posible es como se comprende -y se asume- la facticidad dada. El pasado, ese «haber ya sido» que no podemos desalojar del factum de la existencia, no puede ser entendido como el conjunto de acontecimientos de nuestra vida anteriores a un ahora, y que, como tales, ya han pasado, sino como algo que está presente en la propia proyección de lo posible, que vive en ella. Ese vivir en la apertura hacia lo posible (futuro) es la forma de ser del pasado: ontológicamente «haber ya sido» y «tener que ser» mientan la misma cosa. De esta forma, la existencia humana, en el hecho mismo de verterse hacia el futuro, asume su pasado, se hereda a sí misma y, mediante esta constante autotransmisión, gesta su propio ser, realiza su vida.

Esta estructura de transmisión es lo que Heidegger entiende por historicidad y constituye el sentido primario y fundante de todos los posibles significados del término «historia».

Lo que a nuestro propósito interesa aquí es que a la historicidad, como condición ontológica, no escapa ningún comportamiento humano, ni siquiera el científico-crítico. Todo acto humano de comprensión se inscribe en esta historicidad básica. Lo cual significa, lógicamente, que la tradición no puede representar un papel meramente negativo para el conocimiento filosófico, sino precisamente su condición de posibilidad. La teoría de la comprensión de Sein und Zeit es una buena muestra de que lo que hace posible el comprender humano es su Vorstruktur, su inserción en un marco previo de sentido, que no es puesto por el propio comprender. Esta idea, que conducirá a la rehabilitación hermenútica del prejuicio, hace de la tradición y de nuestro horizonte histórico una condición positiva del conocer; positiva, en el sentido de que, sin ella, no hay, para el hombre, conocimiento alguno.

La reflexión filosófica, que, como acto de intelección, sabe de su ineludible historicidad, ha de incorporar un discernimiento histórico, que se haga cargo del horizonte preciso en que se encuentra. Sólo así, «con la apropiación positiva del pasado» se pone un interrogar científico «en la plena posesión de sus más propias posibilidades de preguntar» [vi].

Pero si bien la historicidad ontológica hace necesaria una reflexión histórica que asuma conscientemente lo que somos, tal necesidad se ve reforzada por la convicción, a la que antes aludía, de que la estructura de transmisión no garantiza la inteligibilidad de lo transmitido, sino que más bien nos lo entrega como un contenido opaco, que actúa sin mostrar su propio poder. De esta forma encubre, más que descubre [vii]. Es el aspecto negativo de la tradición, que se encuentra en la base de las cautelas metodológicas. Toda la consideración heideggeriana del pasado se encuentra, en Ser y Tiempo, transida de esa doble conciencia: que posibilita nuestra comprensión del mundo, siendo a la vez la fuente de su encubrimiento.[viii]

Es este último aspecto el que presta a la reflexión histórica el carácter de una destrucción, de una Abbau. Pero tal vocablo, cargado de matices predominantemente negativos, no expresa adecuadamente lo que con él se quiere decir. Pues se trata de lograr «un regreso fecundado al pasado en el sentido de una creadora apropiación de él». El reconstruir la experiencia en que se alumbra el sentido original de conceptos tradicionales en los que estamos inmersos responde a la máxima fenomenológica de la exención de prejuicios: al comprender su génesis, liberamos la mirada para entender sin deformaciones los datos presentes y podemos críticamente enjuiciar su aptitud para hacerse cargo de ellos. «Sólo mediante la destrucción puede la ontología asegurarse enteramente de la autenticidad fenomenológica de sus conceptos» [ix], decía rotundamente Heidegger.

Este modelo de acercamiento al pasado filosófico sufre variaciones sensibles al implantarse la idea de historia del ser, hilo conductor de la hermenéutica que Heidegger practicará desde mediados de los años treinta. En tal cambio, como en general en el «viraje» (Kehre) del pensamiento de Heidegger, juega un papel decisivo el arquetipo de filosofía moderna, la metafísica de la subjetividad. Pues el alejamiento crítico de ella, presente ya en el proyecto y en el lenguaje de Ser y Tiempo, logra, con la idea de historia del ser, expresar su entera y definitiva disolución. La filosofía de la subjetividad se encuentra así, a modo de contramodelo, en la génesis de la idea misma de historia del ser y resulta, a su vez, definitivamente comprendida en su esencia cuando el pensamiento se ha instalado en la atalaya crítica que la historia del ser le brinda.

Es indiscutible que la tendencia constante de Ser y Tiempo es someter a crítica la idea misma de sujeto. La ausencia, constantemente mantenida, de todos los términos clásicos de las filosofías del sujeto -conciencia, representación, vivencia, yo, objeto, etc.- es un indicio claro de ello. Y, sobre todo, ni la idea esencial de «apertura» o «estado de abierto» (Erschlossenheit), ni ninguno de los «existenciales» pueden seriamente entenderse como actividades o propiedades de un sujeto. No obstante es preciso reconocer que el significado global de la obra no está libre de un cierto sujetivismo de base: Ser y Tiempo es en cierto modo una filosofía trascendental que muestra la constitución de toda realidad mediante la retroferencia a un «subiectum», el Dasein, que no es ya un mero sujeto epistemológico, sino la existencia humana en su facticidad histórica. Pero el análisis que de ella ofrece Ser y Tiempo la presenta justamente como incapaz de cumplir hasta el final con «su» papel de sujeto trascendental: su constitutiva finitud, su negatividad básica, hacen imposible entenderla como un fundamento último e irrebasable, como el origen absoluto de toda inteligibilidad. No obstante, la apertura (Erschlossenheit) de la existencia humana sigue siendo el «fenómeno originario de la verdad», la condición de toda desvelación, sin que aparezca aún ningún ámbito más originario en que el propio Dasein se encuentre radicado. El modelo trascendental resulta, así, internamente socavado, pero no superado, ni, menos aún, reemplazado por otro modo de pensamiento.

La deconstrucción posterior de la metafísica de la subjetividad no será, pues, el producto de una crítica meramente exterior, sino de un haber realizado la experiencia del proyecto subjetivo-trascendental, experiencia que ha comprendido desde dentro su radical limitación.

El pensamiento tardío de Heidegger es, en lo esencial, el intento de consumar el abandono del modo de pensar y las categorías de la filosofía de la subjetividad, que Ser y Tiempo no había podido expresar. Tal absoluto abandono se consigue cuando aparece con entera claridad que la cuestión fundamental de la verdad del ser, es decir -son palabras del prólogo a la edición francesa de Qué es metafísica-, «de la desvelación como tal, desvelación en razón de la cual venimos a encontrarnos previamente y en general en una realidad manifestada» [x], es netamente diferente de la cuestión de cuál sea la estructura y el fundamento de esa realidad manifiesta. Todos los ensayos filosóficos de fundamentación, y muy especialmente el de la metafísica moderna de la subjetividad, responden a esta segunda cuestión, pero dejan intacta la primera, de la que ni siquiera tienen conciencia de su necesidad. Pensar la relación entre la desvelación -el ámbito previo a partir del cual el mundo aparece de determinada manera- y lo desvelado -el mundo- entraña una paradoja insuperable, que ha ocupado todos los esfuerzos del Heidegger maduro. Pues es el caso que el hecho mismo de la aparición de un mundo implica la no aparición, la retracción de la instancia que lo deja ser o aparecer y, por tanto, el propio hecho del desvelarse, del venir a la presencia a partir de ella, queda oculto. Tal paradoja no puede ser tratada mediante los conceptos de la tradición filosófica, acuñados todos ellos para la comprensión de lo ya desvelado.

La historia del ser es el modo de pensar el acontecer histórico cuando el pensamiento trata de hacerse cargo del hecho del desvelamiento. Lo que se retrae en todo des-ocultamiento es pensado por Heidegger mediante la palabra «ser», «palabra que viene de muy antiguo, equívoca y hoy ya gastada» [xi]. «Historia del ser significa envío (destino) del ser, en cuyos envíos tanto al enviar, como lo que envía se retraen en la notificación de sí mismo» [xii]. La idea de una historia del ser es la invitación a pensar lo histórico no a partir de un proceso que transcurre, sino de este enviarse (Sichzuschicken) y sustraerse (Sichentziehen) del ser. De ahí que el concepto histórico de época miente, desde este punto de vista, no un determinado corte en la sucesión de los hechos históricos, sino el aparecer de una figura del mundo a partir de la epojé, de la abstención o retraimiento del ser.

Ese retraimiento no puede entenderse como el desconocimiento que una época histórica tiene de sus condiciones antecedentes, como el origen, datable en otro momento anterior, pero que permanece oculto para la conciencia de una época: no se trata de la idea de la generación de una época histórica a partir de otra, con lo que no haríamos otra cosa que enviar hacia atrás, sucesivamente, la paradoja del proceso de iluminación: el retraimiento es constitutivo, lo que quiere decir que cada época es como es a partir de un ocultarse, de un no darse.

Pero precisamente mediante su epojé el ser se da también, se ofrece. Es el momento positivo de la desvelación. Y se ofrece como el espacio de juego temporal (Zeit-Spiel-Raum) en cuyo interior el ente, las cosas, el mundo pueden aparecer con el aspecto determinado que tienen. Es en este segundo sentido -ser como ser para el ente- en el que puede decirse que el ser aparece, bien que indirectamente, en los entes. Pero el ser que así aparece lo hace, como se nos dice en Identidad y Diferencia, en una impronta destinal (geschichtliche Prägung), es decir, como la forma o carácter impreso por un enviar que retrae su envío [xiii]. Este ser el sello impreso a partir de un destinar que desaparece es el hilo conductor de toda la hermenéutica de las formas epocales de ser que Heidegger ha tematizado (sustancialidad, objetividad, subjetividad, voluntad de poder, etcétera).

El hecho del desvelamiento -históricamente, el destinar que se sustrae- es un acontecer. La retirada del ser acontece (geschieht), nos dice la meditación sobre el nihilismo europeo del segundo tomo del Nietzsche, y acontece desde el momento en que las cosas aparecen siendo esto o lo otro, desde el momento en que, en general, algo aparece. «Sólo cuando el ente mismo es expresamente elevado y mantenido en su estar desvelado, sólo cuando este mantener es concebido desde la pregunta por el ente en su totalidad, comienza la historia» [xiv]. El hombre es histórico allí donde empieza a imperar un destinar del ser, que establece para el hombre una forma determinada de configurarse la realidad como un todo, a la cual se sabe referido. El destinar que se sustrae (Geschick) abre el ámbito de la historia, pero justo por ello es anterior a toda historia, es literalmente pre-histórico, es una especie de protosuceso, inconmensurable por la cronología histórica, aunque su presencia empieza a imperar cuando surge la pregunta por el ente en cuanto tal y en su totalidad, es decir, cuando surge la metafísica. Esta y la sucesión de sus épocas son históricas, pero en la medida en que descansan en la epojé del ser, están constitutivamente referidas a un instante que se sustrae a la representación del acontecer histórico.

Desde esta óptica, el pensamiento humano no puede ser más que la respuesta a una apelación que proviene del retraimiento del ser. Las formas en que el ser aparece en las filosofías (por ejemplo, la voluntad de poder) no son doctrinas que el pensamiento pudiera libremente idear, representando más o menos fielmente una realidad constituida. Es un corresponder a un destinar en virtud del cual la realidad se constituye. Pero la figura determinada del ser que resulta de ese destino y la realidad constituida a partir de él no advienen propiamente, no son más que a través del pensar. El pensar de la filosofía pertenece al hecho fundamental del destinar, pero el destinar del ser necesita del hombre y del pensamiento para su configuración y manifestación epocal. De ahí que la metafísica sea ella misma «historia acontecida del ser», incluso historia del ser mismo, en el modo de su ausencia o retraimiento. Sólo en ella puede leerse el sentido de ser imperante en cada caso.

A partir de esta estructura teórica Heidegger elabora su interpretación de las filosofías del pasado, su peculiar rememoración (Andenken). De tal hermenéutica es necesario destacar, en el presente contexto, los siguientes tres elementos implicados por la idea de historia del ser:

 

1. La institución de un pensamiento filosófico, de una metafísica, está determinada por ese destinar que se sustrae en un sentido originario, esencial, anterior a sus diversas épocas. Pues e1 hecho mismo de la desvelación, en el que algo se oculta constitutivamente para que algo aparezca, determina una primacía de lo presente, de lo manifiesto, primacía que es recogida por el pensamiento, como no podía ser de otro modo. La primacía de la presencia que, como es sabido, es el sentido de ser en que se mueve toda la tradición occidental, es un momento de la estructura misma de la desvelación, de la ?l¯yeia. La presencia es así el primer y fundamental modo de darse el ser, su primer don o regalo destinal. Todas las demás formas epocales en que el ser aparece en las filosofías se basan en ella. Por ello el movimiento fundacional del pensamiento metafísico, atenerse a lo dado y presente, investigar su estructura y fundamento, dejando en la penumbra su originación a partir de un ocultamiento, tiene su raíz en el envío del ser mismo. La metafísica no es responsable de ser como es.

2. Una perspectiva de totalidad, en un doble sentido, se impone inevitablemente. En primer lugar, porque la clave interpretativa es única: la retración (Entzug) del ser, que no puede, como hemos visto, ser tematizada por el pensar metafísico de cada época. El «olvido del ser», reflejo de esa retracción, determina el lugar y el sentido de cada filosofía. La posesión de esta clave da a la sucesión de las épocas una esencial continuidad: la del progresivo no atender al ocultamiento originario. Aparece así una lógica de la consumación que, en el horizonte de la presencia, preside toda la serie de figuras del ser, desde la idea platónica hasta su final en la civilización técnica.

En segundo lugar, la figura del ser que se da en una época domina su pensamiento y todas sus manifestaciones históricas. «Se trata, ante todo y siempre, -nos dice La época de la imagen del mundo- de captar la esencia de una época a partir de la verdad del ser que en ella impera» [xv] No sólo el pensamiento filosófico, sino las formas de vida, las relaciones sociales, los movimientos políticos responden a la figura imperante del ser. Las interpretaciones heideggerianas de la modernidad y de la técnica no dejan lugar a dudas sobre esta esencial unidad de todos los fenómenos epocales.

La conjunción de ambas perspectivas de totalidad introduce insensiblemente en la historia del ser un cierto fatalismo. Ciertamente es difícil saber qué tipo de lazo de unión existe entre las etapas de la serie. Heidegger señala que no es una seriación necesaria, ni tampoco contingente, ni desde luego dialéctica, sin duda porque al acudir a estos adjetivos hacemos uso de las formas metafísicas habituales de representar la relación entre los momentos de una sucesión. Se trata más bien de una secuencia «libre»; libre, suponemos, en cuanto proviene de un desconocido destinar. La imagen del surgimiento de una época es para Heidegger más bien el de un súbito brotar, como el capullo de una flor. Pero ex post, el pensar reconoce una esencial continuidad, que se patentiza en la idea de consumación. Si no resulta del todo justificado hablar de un fatalismo del ser, sí me parece posible hablar de un fatalismo del hombre, pues su colaboración al advenimiento de una nueva época -su lugar en el proceso de iluminación- permanece en una fundamental oscuridad; es, sin embargo, claro que la figura imperante del ser precede y conduce toda su acción y su pensar. «La historia del ser soporta y determina toda condición y situación humana» [xvi].

3. La interpretación de un pensamiento filosófico implica la necesidad de saltar fuera de él, fuera de su propia autocomprension y sobre todo, fuera de su instrumentación conceptual. Pues, toda metafísica -y no olvidemos que, desde la historia del ser, toda filosofía es metafísica-, de acuerdo con su natural atenerse a la realidad dada y manifiesta, sólo puede llegar hasta la figura del ser que en esa realidad impera, pero entendiéndolo como el ser de esa realidad, como su estructura y su fundamento, sin experimentarlo en su proveniencia de un enviar que se retrae. Entre un pensamiento filosófico y la óptica de la historia del ser no hay continuidad, sino ruptura. Nunca una filosofía puede desde sí misma llegar a experimentar su verdadera esencia, su auténtico significado, ni tampoco, a la inversa, puede, permaneciendo en sí misma, abrirse a la perspectiva de la historia del ser. Esta implica un salto (Sprung), una opción por lo otro que la metafísica y tal salto excluye todas las formas de pensar típicamente filosóficas. Al abandonar en ese salto el modo de conceptuar de toda metafísica en cualquiera de sus épocas, no la dejamos de lado, sino, señala Heidegger, nos la apropiamos de una manera originaria y nueva, es decir, la comprendemos realmente. Esta consideración implica que la raíz de toda filosofía, lo que verdaderamente merece la pena pensarse, yace impensado, está por pensar. Lo cual supone una paradójica situación hermenéutica: en lo ya pensado hay signos que remiten a lo no pensado, pero a su vez esos signos sólo significan, sólo son signos, si estamos ya previamente en la clave interpretativa del Geschick del ser.

A la luz de la historia del ser, la filosofía de la subjetividad sólo puede verse como un paso decisivo en el olvido de ese retraerse del ser que está en la base de toda posición filosófica. Con ese hilo conductor, Heidegger realiza una de las más profundas interpretaciones del trasfondo ontológico de una época que haya salido de su pluma.

Los rasgos esenciales de la hermenéutica heideggeriana de la filosofía moderna son bien conocidas. Lo que pone en marcha el movimiento que conduce a la tesis moderna de la subjetividad es la transformación de la verdad en certeza. El anhelo cartesiano de un fundamento absolutamente incontrovertible de verdad (fundamentum absolutum inconcussum veritatis) lejos de ser una inocente búsqueda de conocimiento, es un deseo grávido de consecuencias decisivas. Ante todo transforma el hecho mismo del pensamiento: éste se convierte en un puro representar (Vorstellen), cuya esencia no consiste, como la palabra española da a entender, en producir copias o imágenes de las cosas, sino en traer ante sí, poner delante, lo pensado para pasarlo por la criba de la certeza, para ponerlo como seguro, para asentarlo inconmoviblemente. La certeza es el epicentro del pensar, que pasa a ser un cálculo que inspecciona el orbe de lo pensable y contabiliza lo puesto en garantía. Un tal cálculo necesita inevitablemente disponer de un «método», esto es, de un proceder preciso y fijo que asegure permanentemente cómo es cada representación y qué coeficiente de verdad contiene.

Pero representar, así entendido, es siempre un representar ante alguien, que es quien considera lo representado. El yo, que hace acto de presencia en todo representar, cobra igualmente un sentido nuevo. No es ya el hecho, en sí inocuo, de que toda conciencia es cum-scientia, de que en todo darse cuenta de algo hay implícito un co-darse cuenta de sí mismo -por tanto, que todo representar es co-representación del yo. Se trata de algo más. Se trata de que ese yo, ahora y sólo ahora, aparece como el sujeto, como el fundamento, como lo que está debajo, hace posible y sostiene todo lo representable. Pues, efectivamente, ,quién sino él hace que las representaciones sean lo que son, un estar delante, un presentar algo, que, sin su carácter de representado, sería literalmente inconcebible? ¿quién sino él sienta las condiciones de verdad -de certeza- de toda representación, discrimina entre ellas y decide sobre su valor cognoscitivo? El yo, que sabe de sí mismo y de sus representaciones, se sabe también aquél, cuya capacidad incondicionada de convertir para sí todo en objeto le concede un poder sin igual. Corno agudamente ha observado Heidegger, la restricción de la palabra sujeto -como sustancia, antaño extensible a las piedras, los animales y las plantas- al yo humano significa que todos los demás seres se tornan objetos para él [xvii]. Tal es la obra de Descartes y la filosofía moderna.

De este modo, la totalidad de lo que es y la noción misma de «ser» reciben un sentido nuevo: «En adelante, la realidad de lo real se determina como objetividad, como aquello que es concebido, por y para el sujeto, como lo arrojado y mantenido frente a él» [xviii]. La subjetividad pone los límites y las condiciones en que algo puede venir a la objetividad, en que algo viene, sencillamente, a ser. Lo real -y posible- es concebido a la medida del hombre que, tácita o explícitamente, se halla situado en el centro decisorio. El «humanismo», al que la filosofía de la subjetividad abre paso, no es simplemente una actitud moral o una ideología, es la metafísica de la época moderna. «Asegurar el supremo e incondicionado autodesarrollo de todas las capacidades de la humanidad para el incondicionado dominio sobre la tierra entera es el secreto aguijón que espolea al hombre moderno hacia siempre nuevas empresas» [xix].

Como es lógico, en el ámbito de la metafísica de la subjetividad no hay lugar para un ocultamiento intrínseco, para un retraimiento constitutivo. La noción misma de objetividad excluye que en el aparecer de las cosas, lo mismo que en su existencia o en su entidad, haya algún hueco que quede fuera del movimiento de objetivación que el sujeto impone; lo oculto es lo todavía-no-descubierto, pero que puede, por esencia, serlo. Lo que no es ni puede ser objeto no puede ser pensado; la posibilidad, por tanto, de un «lugar» inobjetivo más originario que la subjetividad absoluta, el «yo pienso» o la auto-conciencia, no es que el pensamiento no pueda afrontarlo por falta de instrumentos, es que no puede tan siquiera plantearse. El olvido del ser, su total obnubilamiento, es absoluto; tan absoluto, que no aparece como tal, que no es sentido como ausencia, como vacío.

Las filosofías de la voluntad, en apariencia una subversión del racionalismo de la metafísica de la subjetividad, son una vuelta más de tornillo en la misma dirección de la incondicionada objetividad de toda forma de ser. En ellas sale a plena luz lo que era la vida interna del sujeto, su secreto motor. Como ya quedaba insinuado en la unidad intrínseca de appetitus y perceptio de la mónada leibniziana, es un hacer del sujeto lo que establece las ideas o representaciones y no una iniciativa de la realidad dada. En y tras la conciencia representativa del sujeto está su propia fuerza y actividad, su propia decisión de poner las condiciones a que ha de someterse la objetividad posible: la voluntad es la vida de la subjetividad.

En este punto, la gran virtud de Nietzsche es, para Heidegger, haber sacado totalmente a la luz el carácter último de la filosofía moderna al pensar ese hacer de la subjetividad como voluntad de poder. La interpretación heideggeriana del pensamiento de Niezsche, que contempla la metafísica de la voluntad de poder, no como una ruptura con las filosofías del sujeto, sino como su consumación, es posible porque ambas son avistadas desde el protosuceso del destinar del ser y su consiguiente olvido en las metafísicas. Es esta idea directriz la que permite ver la fundamental continuidad entre ambas épocas del ser -ser como objetividad, ser como voluntad de poder- y lo que permite que aparezca por primera vez la voluntad de imposición, de sometimiento y de dominio que yace en el fondo de todo el subjetivismo moderno.

Que, para Nietzsche, el impulso que rige todas las manifestaciones de la subjetividad sea un querer ser más, un querer crecer, nada cambia en la estructura básica del pensamiento moderno: la voluntad del poder cumple el papel del sujeto o sustancia que define el ámbito de la objetividad posible. Sólo que ahora, al ser la voluntad -y no la conciencia representativa- la esencia de la subjetividad, son los «valores» los términos que se contraponen a ella como objetos. Que el mundo en el que nos movemos aparezca siempre revestido de «valor» -o disvalor- forma parte de la lógica de la voluntad de poder: pues ésta sienta los valores como «condiciones de conservación y aumento de la vida en su devenir», como algo necesario para su propio desarrollo, y, lo mismo que la conciencia, es el fundamento que los sostiene. El valor es la nueva forma de la objetividad y, como toda objetividad, dice una esencial relación a un sujeto, que ahora no es más que voluntad de poder. Esta universal conversión del ente en valor es una forma extrema del olvido del ser, pues, como señala Heidegger, «todo valorar hace valer al ente sólo como objeto del hacer de una voluntad» [xx]. No hay la menor posibilidad de que valores y voluntad de poder se vean radicados en un destinar que les es previo: la voluntad de poder asume íntegramente el hecho del desvelamiento; es la condición incondicionada de todo ser algo, de todo tener sentido, de todo «valer».

La historia del ser como modo de comprensión de una época y de sus filosofías ofrece al pensamiento que intenta seguirla algunas dificultades importantes tanto en su, digamos, estructura básica, conceptual, cuanto en su práctica interpretativa de las épocas históricas. Quisiera, para terminar, referirme brevemente a alguna de ellas.

La más decisiva es, a mi entender, la imposibilidad de comprender qué es, en el seno de la historia del ser, lo propiamente histórico. Con ello no apunto a la crítica habitual que suele hacerse al pensamiento de Heidegger, de que en él desaparecen, en favor de una historia sublimizada, las concretas condiciones de vida, esenciales para el devenir histórico. Me refiero más bien a que ese momento fundamental de lo genuinamente histórico que es la gestación, la generación de lo nuevo, resulta básicamente ininteligible. Al comienzo de su carrera filosófica, en 1924, Heidegger decía que el gran mérito de Dilthey no era haber elaborado una teoría de las ciencias de la Historia, sino «la tendencia a llevar ante la mirada la realidad de lo histórico, para, desde ella, hacer patente la forma y la posibilidad de la interpretación» [xxi]. Justamente esa cuestión, la realidad o el ser de lo histórico, es la que ahora se difumina. Pues al fundar la Geschichte, la historia, en el Geschick, el destinar el ser, cuyo momento esencial es esa epojé o contención de sí mismo, el tiempo implícito en el acontecer histórico, e imprescindible para comprenderlo, es también suspendido, retraído por la epojé y de esta forma se escapa. «La esencia epocal del ser pertenece al oculto carácter temporal de éste y designa la esencia del tiempo pensada en el ser» [xxii]. Con ello la gestación, el advenimiento y la sucesión de las épocas, en una palabra su carácter histórico, descansan en esa temporalidad constitutivamente oculta y todo intento de acercarse a ella resulta vano, pues no disponemos de ningún fenómeno en el que leer el sentido de ese tiempo.

La radical oposición a las filosofías de la subjetividad que late en la historia del ser hace que no podamos acoger aquí la historicidad del Dasein que Ser y Tiempo exponía. Mirada desde la epojé del ser, tal historicidad aparece demasiado ligada al acontecer propio de la existencia humana, que podría así convertirse insensiblemente en sujeto histórico. Pero con ello se pierde la luz que la fusión de los tres «éxtasis» temporales y la estructura de autotransmisión de la existencia proporcionaba para la comprensión de lo histórico. La posibilidad de tal comprensión no descansará ya en la temporalidad del Dasein, sino en la absoluta destrucción de los conceptos-clave de la tradición ontológica.

Pero con ello aparece, a mi modo de ver, una clara diferencia, respecto de la apropiación del pasado, entre la destrucción fenomenología del Ser y Tiempo y la rememoración de la historia del ser. Para aquélla el trabajo deconstructivo debía, en virtud de la historicidad del comprender, taladrar los conceptos ontológicos hacia las experiencias en que se fraguaron para captar su genuino sentido y así liberar la mirada fenomenológica de malos entendidos, recibiendo al par, indicaciones positivas para la elaboración de la cuestión el ser y para la comprensión de nuestra situación fáctica. Por el contrario, la hermenéutica de la historia del ser, que ha comprendido el necesario olvido del ser en todo pensamiento filosófico y la insalvable distancia de éste con el otro pensar -el de la verdad del ser-, tiene un tono fundamentalmente negativo, en la medida en que incluye todo pensamiento en un estadio de ese olvido y, por tanto, no puede proporcionarnos elementos para pensar lo impensado ni para entender la época de su consumación, la sociedad tecnológica. La tradición filosófica, en cualquiera de sus etapas, no nos sirve para realizar la experiencia de nuestra época ni nos deja escuchar el envío del ser que en ella se columbra. Como Gadamer ha subrayado [xxiii], la consideración de Platón, Aristóteles o Kant no es la misma antes y después del viraje que conduce a la historia del ser.

Quisiera teminar poniendo un ejemplo de este cambio en el modo de considerar las filosofías, altamente sinificativo por tratarse de ese estilo de pensamiento en que se formó el propio Heidegger: la fenomenología. En unas lecciones que el joven Heidegger dio en 1919, el principio husserliano de todos los principios, aquel que hace de la evidencia originaria el fundamento legítimo del conocimiento, es visto como una actitud preteorética, que no impone necesariamente la distanciación objetivante, representativa, del esquema sujeto-objeto, puede así ofrecer posibilidades para la descripción del factum del vivir histórico: «es la actitud originaria del vivir y de la vida en cuanto tal, la absoluta simpatía con la vida, que se identifica con ella» [xxiv]. La visión que de ese principio nos da Das Ende der Philosophie und die Aufgabe des Denkens, al final del camino heidegeriano (1967) es harto diferente. Aquí se nos dice escuetamente: «el principio de todos los principios contiene la tesis de la primacía del método. Este principio decide acerca de qué cosas pueden satisfacer al método. El principio de todos los principios exige que la subjetividad absoluta sea el tema de la filosofía» [xxv]. Con ello la idea de experiencia originaria y la llamada fenomenológica ¡a las cosas mismas! son entregadas a la filosofía de la subjetividad, absorbidas enteramente en su paradigma. Y así, la posibilidad de pensar que la evidencia, en su sentido fenomenológico, no sea un ideal metódico al servicio de la certeza subjetiva, sino una vivencia que está ya ahí, en nuestra relación intencional con el mundo; o la posibilidad de que la vivencia de «la cosa misma» no suponga imposición alguna de un «sujeto», sino más bien lo contrario, un modo señalado de ser-en-el-mundo, de la apertura y ex-posición (Aussetzung) a lo que no es él, no son ahora ni tan siquiera consideradas; pues para un pensamiento que las ha incluido en el todo de la filosofía de la subjetividad y que ha comprendido la esencia epocal de ésta, tales posibilidades son, de entrada, una ingenuidad.

Parece, así, que en la hermenéutica de la historia del ser, con su opción por lo absolutamente otro y con su perspectiva de totalidad, se introduce una cierta clausura del horizonte interpretativo, una cierta exclusión de toda otra posibilidad de comprensión. Cualquier intento de interpretar un pensamiento que no resulte acorde con el dictamen de la historia del ser tiende a ser de antemano condenado como aún prisionero del pensar representativo de la metafísica, cuyo radio de acción es tan extenso como la misma filosofía. ¿Es ésta una consecuencia inevitable de la idea de «historia del ser»? ¿No es posible conciliar la hondura interpretativa de las bases ontológicas de nuestra época, que la historia del ser proporciona, con análisis discrepantes, que revelen posibilidades positivas en las filosofías que en ella conviven?

 


 

[i] M. HEIDEGGER: Escritos sobre la Universidad alemana, Madrid, Tecnos, 1989, p. 75.

[ii] J. HABERMAS: Heidegger. Werk und Weltanschauung. Prólogo a V. FARIAS: «Martin Heidegger und der Nationalsozialismus», Frankfurt, Fischer, 1989, p. 34. Trad. esp. en, Identidades nacionales y postnacionales, Madrid, Tecnos. 1990.

[iii] GA (Gesamtausgabe). 24, p. 26-32.

[iv] Sein und Zeit, p. 36.

[v] Para lo que sigue Cfr. Ramón RODRIGUEZ: Filosofía y conciencia histórica, Revista de Filosofía, 3.ª época, n.° 2, 1989, p. 5-29.

[vi] Sein und Zeit, p. 21.

[vii] «La tradición, que así viene a imperar, hace inmediata y regularmente lo que “transmite” tan poco accesible que más bien lo encubre. Considera lo tradicional como evidente (selbstver-ständlich) y obstruye el acceso a las “fuentes” originales de donde se extrajeron, en parte genuinamente, los conceptos y categorías transmitidos» (Sein und Zeit, p. 28).

[viii] Esta doble conciencia plantea no pocos problemas a la hermenéutica heideggeriana. Al menos estos dos me parecen ineludibles: a) cómo distinguir, en la estructura previa del comprender, lo que potencia de lo que deforma la comprensión: b) mostrar -lo que para una reflexión ontológica como la de Ser y Tiempo es indispensable- la condición ontológica de posibilidad del papel encubridor de la tradición. A lo segundo responde, en parte y no muy satisfactoriamente, la idea de la «caída» (Verfalll) y la distinción autenticidad- inautenticidad, pero al primer problema no encuentro respuesta clara.

[ix] GA, 24, p. 31.

[x] Qu’est-ce que la métaphysique? París, Gallimard, 1938, p. 7.

[xi] Entrevista con Der Spiegel, en: Escritos sobre la Universidad alemana, ed. cit., p. 72.

[xii] Zur Sache des Denkens, Tübingen, Max Niemeyer, 1969, p. 9.

[xiii] Identität und Different. Pfullingen, Neske, p. 58.

[xiv] Von Wesen der Wahrheit, GA, 9, p. 190.

[xv] Holzwege, GA, 5, p. 75.

[xvi] Brief über den Humanismus, GA, 9, p. 346.

[xvii] Nietzsche, Pfullingen, Neske, 1961, II, p. 68.

[xviii] O. C., p. 129.

[xix] O. C., p. 145.

[xx] Brief über den Humanismus, GA, 9, p. 349.

[xxi] GA, 20, p. 19.

[xxii] Holzwege, GA, 5, p. 338.

[xxiii] H. G. GADAMER: «Die Geschichte der Philosophie», en Heidegger Wege, Tübingen, J.C.B. Mohr, 1983, p. 134-135.

[xxiv] GA, 56-57, p. 109.

[xxv] Zur Sache des Denkes, p. 70.

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