Fredric Brown
- Papá, ¿los
seres humanos son reales?
- Maldita sea,
hijo, ¿no te enseñan esas cosas en la clase de Ashtaroth? Si no lo hacen, ¿para
qué les pago diez B.T.U. al semestre?
- Ashtaroth
habla de eso, papá. Pero no comprendo bien lo que dice.
- Ashtaroth es
un poco... Bueno, ¿qué dice?
- Dice que
ellos lo son y que nosotros no; que nosotros existimos sólo porque ellos creen
en nosotros, que somos qui... qui... algo.
- ¿Quimeras?
- Eso es, papá.
Dice que nosotros somos quimeras.
- Bueno, ¿cuál
es la dificultad? ¿no responde eso a tu pregunta?
- Pero, papá,
si no somos reales, ¿por qué estamos aquí? Quiero decir, ¿cómo es posible
que...?
- De acuerdo,
niño, supongo que más vale que me ocupe de explicártelo. Pero, en primer lugar,
no te preocupes por estas cosas. Son académicas.
- ¿Qué quiere
decir «académicas»?
- Algo que
realmente no importa. Algo que tienes que aprender para no ser ignorante como
una dríada tonta. Las lecciones reales, las que debes estudiar en serio, son
las que recibes en las clases de Lebalome y de Marduk.
- ¿Te refieres
a la magia roja, la posesión y...?
- Sí, ese tipo
de cosas. Sobre todo a la magia roja: ése es tu campo en tanto perteneces al
elemento fuego, ¿comprendes? Pero volvamos a este asunto de la realidad. Existen
dos tipos de... eh... bueno, de componentes: mente y materia. ¿Te aclaras?
- Sí, papá.
- Bueno, la
mente es superior la materia, ¿no? Un plano superior de la existencia. Ahora
bien, las cosas como rocas y... eh... como rocas, son materia pura; ése es el
tipo más bajo de existencia. Los seres humanos son una especie de confluencia
entre mente y materia. Poseen los dos componentes. Sus cuerpos son materia, al
igual que las rocas, pero tienen mentes que los dirigen. Ello hace que se
encuentren a mitad de camino en la escala, ¿comprendes?
- Supongo que
sí, papá, pero...
- No me
interrumpas. La tercera y más elevada forma de existencia es... bueno...,
nosotros. Los correspondientes a los elementos, los dioses y los mitos de todo
tipo... los duendes, las sirenas, las hadas, los loups-garou y... bueno, todos
y todo lo que ves por aquí. Nosotros somos superiores.
- Pero si no
somos reales, ¿cómo...?
- Shhh. Somos
superiores porque somos pensamiento puro. ¿Comprendes? Somos pura cepa mental,
niño. Del mismo modo que los humanos evolucionaron a partir de la materia no
pensante, nosotros lo hicimos a partir de ella. Nos concibieron, ¿has
comprendido?
- Supongo que
sí, papá. ¿Pero qué ocurrirá si dejan de creer en nosotros.
- Nunca lo
harán... totalmente. Siempre habrá algunos que crean y eso es suficiente. Desde
luego, cuantos más crean en nosotros, más fuertes somos individualmente. Piensa
ahora en algunos de los mozos más viejos, como Amón-Ra y Bel-Marduk...
Últimamente parecen algo débiles e insignificantes porque no cuentan con
verdaderos seguidores. Solían ser importantes aquí, niño. Recuerdo que
Bel-Marduk era capaz de superar a cualquiera en Harpies. Míralo hoy: camina,
con un bastón. Y Thor... chico, tendrías que haberle oído en un jaleo hace unos
pocos siglos.
- Pero, papá,
¿qué ocurrirá si nadie de allí arriba cree en ellos? ¿Se mueren?
- Teóricamente,
sí. Pero hay algo que nos salva. Existen algunos humanos que creen en todo, o,
mejor dicho, no dejan de creer realmente en nada. Ese grupo es una especie de
núcleo que mantiene unidas las cosas. Por muy desacreditada que esté una
creencia, ellos persisten dudando un poco.
- Pero, papá,
¿qué ocurrirá si conciben un nuevo ser mitológico? ¿Tendría existencia aquí
abajo?
- Por supuesto,
niño. Así es como todos hemos venido aquí en un momento u otro. Por ejemplo,
piensa en los espíritus chocantes. Son unos recién llegados. Y el ectoplasma
que ves flotar y meterse en todas partes también es nuevo. Y... bueno, como ese
muchachón de Paul Bunyan, sólo lleva aquí alrededor de un siglo y no es mucho
mayor que tú. Y hay muchos más. Desde luego, tienen que ser invocados antes de
aparecer, pero tarde o temprano eso siempre ocurre.
- Caray,
gracias, papá. A ti te entiendo mucho más que a Ashtaroth. Él usa palabras
imponentes como «transmogrificación», «superactualización» y no sé cuántas más.
- De acuerdo,
niño, ahora vete a jugar. Y no traigas al volver a ninguno de esos malditos
niños de elemento agua. El lugar se llena tanto de vapor que me resulta
imposible ver. Además, está al caer un personaje muy importante.
- ¿Quién, papá?
- Darveth, el
principal demonio del fuego. El jefazo. Por eso quiero que te vayas.
- Caray, papá,
¿no puedo...?
- No. Quiere
hablarme de algo importante. Tiene completamente dominado a un ser humano y se
trata de un asunto delicado.
- ¿Qué
significa que tiene a un ser humano totalmente dominado? ¿Qué quiere hacer con
él?
- Obviamente,
que encienda fuego allí arriba. Lo que Darveth piensa hacer con este muchacho
será bueno. Dice que será mejor que lo que hizo con Nerón o con la vaca de la
señora O’Leary. Esta vez se trata de algo grande.
- Jolín, ¿no
puedo mirar?
- Quizá más
tarde. Aún no hay nada que mirar. Ese muchacho sólo es un bebé. Pero Darveth es
previsor. Opina que hay que tomarlos jóvenes. Pasarán años antes de que
funcione pero será algo caliente cuando ocurra.
- ¿Entonces
podré mirar?
- Claro, niño.
Pero ahora vete a jugar. Y no te acerques a esos gigantes helados.
- Sí, papá.
Tardó veintidós
años en poseerlo. Durante ese tiempo él lo rechazó y después... paf.
Bueno, había
estado allí en todo momento, desde que Wally Smith era un bebé; desde que...
bueno, estaba allí desde ante de que tuviera memoria. Desde que se las había
ingeniado para erguirse en sus piernecitas gruesas y combadas cuando era un
bebé, aferrado a dos de los barrotes del parque, y visto que su padre cogía un
trozo de madera, lo frotaba contra la suela del zapato y luego lo acercaba a la
pipa.
Las nubes de
humo que surgían de esa pipa eran divertidas. Estaban y no estaban allí, como
fantasmas grises. Pero fue interesante de un modo fugaz.
Lo que atrajo
sus ojos, sus ojos redondos, grandes y azorados, fue la llama.
La cosa que
danzaba en el extremo del palo. La cosa resplandecía allí, cambiando siempre de
forma. Un asombro amarillo-rojo-azul, belleza mágica.
Una de sus
manos regordetas se aferró al barrote del parque y la otra se estiró hacia la
llama. Suya; la quería. Suya.
Y su padre, que
la mantuvo fuera de su alcance, le sonrió con orgullosa y ciega paternidad.
Jamás lo imaginó.
- Bonita, ¿no,
hijito? Pero no debes tocarla. El fuego quema.
- Sí, Wally, el
fuego quema.
Wally Smith
sabía mucho acerca del fuego cuando empezó a ir a la escuela. Sabía que el
fuego quema. Lo sabía por experiencia, y había sido una experiencia dolorosa
pero no amarga. La cicatriz del antebrazo se lo recordaba. La cicatriz blanca y
manchada que siempre estaría en su brazo cuando se arremangara.
También lo
había marcado en otro sentido. Sus ojos.
Eso también se había producido pronto. El
sol, el glorioso sol, el sol asesino. También lo había mirado cuando su madre
trasladó el parque al patio. Lo observó con jadeante fascinación hasta que le
dolieron los ojos, volvió a mirarlo en cuanto pudo y estiró sus bracitos hacia
él. Sabía que era fuego, llama, de algún modo semejante a las cosas que
bailaban en el extremo de los palitos que acercaba su padre a la pipa.
Fuego. Él lo
adoraba.
Y por eso,
desde muy pequeño, usó gafas. Toda su vida sería miope y tendría que usar gafas
gruesas.
La junta de
reclutamiento echó un vistazo al espesor de sus lentes y ni siquiera le envió a
que le hicieran un examen físico. Debido al espesor de los lentes, le eximieron
del servicio militar y le dijeron que volviera a su casa.
Eso fue duro,
pues él quería incorporarse a filas. Había visto un noticiero filmado en el que
aparecían los nuevos lanzallamas. Si lograra conseguir una de esas cosas y
hacerla funcionar...
Pero ese deseo
era subconsciente; ni siquiera sabía que formaba buena parte del motivo por el
cual había querido vestir uniforme. Eso sucedió en otoño del cuarenta y uno y
todavía no estábamos en guerra. Posteriormente, después de diciembre, aún
formaba parte del motivo por el cual quería incorporarse pero no era el motivo
principal. Wally Smith era un buen norteamericano, lo cual era aún más
importante que ser un buen pirómano.
De todos modos,
había superado la piromanía. O creía haberla superado. Si estaba allí, se
encontraba enterrada en lo profundo, donde la mayor parte del tiempo podía
evitar pensar en ella, y en un canal de su mente se alzaba un cartel «Hasta
aquí, no más lejos».
Ese anhelo del
lanzallamas le preocupaba un poco. Luego sobrevino el bombardeo de Pearl Harbor
y Wally Smith las pasó canutas consigo mismo para averiguar si era sólo
patriotismo lo que le hacía sentir deseos de matar japoneses, o si intervenía
su deseo de manejar un lanzallamas.
Mientras
reflexionaba, la situación se puso candente en Filipinas; los japoneses bajaron
a Singapur, en Malasia, donde había submarinos alemanes en la costa y empezó a
parecer que su país le necesitaba. Anidó en Wally una fiebre combativa que le
dijo que no tenía importancia si era o no pirómano, que lo que le impulsaba a
la acción era el patriotismo... y que más adelante se preocuparía por la
psiquiatría.
Probó en tres
puestos de reclutamiento y los tres le rechazaron. Después la fábrica donde
trabajaba cambió de... un momento, nos estamos adelantando a los
acontecimientos.
Cuando el
pequeño Wally Smith tenía siete años, le llevaron a la consulta de un
psiquiatra.
- Sí - dijo el
psiquiatra -, piromanía. O, en todo caso, una fuerte tendencia a la piromanía.
- Y... ¿a qué
se debe, doctor?
Habéis visto a
ese psiquiatra infinidad de veces. En anuncios de levadura. Identificado, es
probable que correctamente, con un famoso especialista vienés. ¿Recordáis
cuando existía aquella larga serie de famosos especialistas vieneses que
abogaban por la ingestión de levadura para cualquier mal, desde la vileza moral
hasta los uñeros de los pies? Aquello ocurría, naturalmente, antes de que la
apisonadora nazi atravesara Austria y empezara a manar la sangre como wein.
Bien, si lográis reproducir mentalmente la imagen de la dinastía vienesa de la
levadura, sabréis lo impresionante que era aquel psiquiatra.
- Y... ¿a qué
se debe, doctor?
- Inestabilidad
emocional, señor Smith. Quiero que comprenda que la piromanía no es locura. No
en tanto permanezca... bueno... bajo control. Se trata de una neurosis
compulsiva originada en la inestabilidad emocional. En cuanto a por qué la
neurosis escogió ese canal específico de expresión, en algún momento de su
infancia debió de producirse un trauma psíquico que...
- ¿Un qué,
doctor?
- Un trauma.
Una herida psíquica, en la mente. En el caso de la piromanía, posiblemente el
sufrimiento provocado por una grave quemadura. Conocerá el antiguo dicho, señor
Smith: «Niño quemado detesta el fuego».
El psiquiatra
sonrió condescendientemente y agitó su varita mágica... mejor dicho sus
quevedos, que colgaban de una cinta de seda negra, en un gesto de exorcismo.
- La verdad es
lo contrario, naturalmente. El niño quemado adora el fuego. ¿Se quemó alguna
vez Wally, señor Smith?
- Si, doctor.
Cuando tenía cuatro años cogió unas cerillas y... tiene la cicatriz
perfectamente visible en el brazo, doctor. ¿No se dio cuenta? Y es evidente que
un niño quemado adora el fuego: de lo contrario no se habría quemado.
El psiquiatra
no le hizo preguntas sobre los síntomas anteriores a aquella quemadura... claro
que los habría desechado en el caso de que el señor Smith se hubiera acordado de
comunicárselos. Le habría asegurado que semejante atracción por las llamas era
normal y que no había alcanzado proporciones anormales hasta después del
episodio de la quemadura. En cuanto un psiquiatra ingresa en la pista del
trauma, es capaz de explicar tan insignificantes discrepancias casi sin
intentarlo.
Por ende, una
vez que encontró la causa, el psiquiatra le curó. Punto.
- ¿Ahora,
Darveth?
- No, esperaré.
- Pero sería
divertido ver esa escuela en llamas. El fuego prendería fácilmente y las escaleras
de incendios no tienen capacidad suficiente.
- Sí, sí...
Pero esperaré.
- ¿Quieres
decir que intentará dar el golpe a algo más grande cuando pase el tiempo?
- Ésa es la
idea.
- ¿Pero estás
seguro de que no se te escapará de las manos?
- Él no.
- Es hora de
que te levantes, Wally.
- Está bien,
mamá. - Se sentó en la cama, con el pelo revuelto, y se puso las gafas para
poder verla -. Mamá, anoche tuve otra vez uno de esos sueños. La cosa estaba
toda encendida y otra igual pero diferente y no tan grande le hablaba.
Conversaban sobre la escuela y...
- Wally, el
doctor te dijo que no debes hablar de esos sueños, excepto cuando él te lo
pregunte. Si los mencionas se grabarán en tu mente y los recordarás y pensarás
en ellos y eso te hará volver a soñarlos. ¿Comprendes, Wally?
- Comprendo,
pero ¿por qué no puedo contarte...?
- Porque el
doctor dijo que no debes hacerlo, Wally. Ahora cuéntame lo que hiciste ayer en
la escuela. ¿Te han puesto otra vez un cien en aritmética?
Naturalmente,
el psiquiatra mostraba un profundo interés por esos sueños: eran su capital.
Pero los encontraba confusos, carentes de sentido. No podemos culparlo: ¿habéis
oído alguna vez a un niño de siete años tratando de contar el argumento de una
película que ha visto?
La forma en que
Wally recordaba sus sueños y los contaba era un embrollo:
- ...y después
esa enorme cosa amarilla, una especie de... bueno, creo que entonces no es
mucho lo que hizo. Y después la grande, la que era más alta que la otra y más
roja, decía no sé qué de que cuando lo pescara no se le escaparía de las manos
y...
Sentado en el
borde del sillón, Wally miraba al psiquiatra a través de los gruesos cristales
de sus gafas, con las mano fuertemente entrelazadas y los ojos desorbitados.
Hablaba en un galimatías.
- Esta noche,
cuando te duermas, pequeño, trata de pensar en algo agradable. Algo que te
guste mucho, como...
- ¿Como una
fogata, doctor?
- ¡No! Me
refiero a algo así como jugar al béisbol o ir a patinar.
Le vigilaban
atentamente. En especial lo mantenían alejado de las cerillas y del fuego. Sus
padres cambiaron el hornillo de gas por uno eléctrico, aunque en realidad no
podían permitirse ese lujo. Pero en virtud del peligro que significaban las
cerillas, el padre de Wally dejó de fumar y lo que ahorró en tabaco sirvió para
pagar el hornillo.
Sí, Wally
estaba perfectamente curado. El psiquiatra se llevó el mérito... y también el
dinero. Por lo menos desaparecieron los síntomas exteriores más peligrosos. El
fuego seguía fascinándole, pero ¿a qué niño no le gusta perseguir coches de
bomberos?
Creció y se
convirtió en un joven bastante fornido. Alto, aunque un poco desgarbado.
Aproximadamente la estructura ideal de un jugador de baloncesto, pero no veía
lo suficiente para poder jugar.
No fumaba y -
después de una o dos experiencias - decidió que tampoco bebería. La bebida
tendía a debilitar en él esa barrera que cruzaba el pasaje bloqueado de su
mente, y decía: «Hasta aquí, no más lejos». Aquella noche casi había prendido
fuego a la fábrica en la que trabajaba como agente de embarque. Casi, pero no
lo hizo.
- ¿Ahora,
Darveth?
- Todavía no.
- ¿Por qué
esperar más? Se trata de un enorme y destartalado edificio de madera, donde
producen artículos de celuloide. El celuloide... ¿has visto alguna vez cómo se
quema el celuloide, Darveth?
- Sí, es un
espectáculo hermoso, pero...
- ¿Crees que se
presentará una posibilidad mejor?
- ¿Si lo creo?
Sé que existe.
A la mañana
siguiente, Wally Smith despertó con una horrible resaca y descubrió que tenía
una caja de cerillas en el bolsillo. No estaban allí cuando había empezado a
beber la noche anterior y no recordaba cuándo ni dónde la había recogido.
Pero se
horrorizó al pensar que la había recogido. Y se estremeció al tratar de
recordar en qué estaría pensando cuando se había metido esa caja de cerillas en
el bolsillo. Sabía que había estado en el confuso borde de algo y tenía una
aterradora idea de lo que había sido ese algo.
En cualquier
caso, hizo una promesa. Decidió que jamás, bajo ninguna circunstancia, volvería
a beber. Consideró que podía confiar en sí mismo siempre que no bebiera.
Mientras podía controlar su mente consciente, no era un pirómano. El psiquiatra
le había curado cuando era niño, ¿verdad?. ¡Claro que sí!
Pero lo mismo
sus ojos adquirieron una mirada obsesiva. Afortunadamente no se notaba mucho a
través de sus gafas. Dot lo percibió vagamente. Dot Wendler era la chica que
salía con él.
Aunque Dot lo
ignoraba, aquella noche significó otra tragedia en la vida de Wally, ya que
éste había estado a punto de proponerle el matrimonio, pero ahora...
¿Era justo, se
preguntaba Wally, pedirle a una chica como Dot que se casara con él cuando ya
no estaba seguro de sí mismo? Estuvo en un tris de decidir abandonarla para no
torturarse volviéndola a ver. Pero eso era demasiado: acordó consigo mismo que
seguiría saliendo con ella pero no plantearía esta cuestión. Algo así como un
hombre que no se atreve a comer pero contempla los escaparates de las golosinas
siempre que puede.
Era el 7 de
diciembre de 1941 y la mañana del día 9 había intentado alistarse en tres
puestos de reclutamiento y había sido rechazado en los tres.
Dot trató de
consolarle... aunque en lo más íntimo estaba contenta.
- Pero Wally,
estoy segura de que la fábrica donde trabajas se dedicará a colaborar en la
defensa. Todas se están volcando a lo mismo. Y tú serás igualmente útil. El
país necesita armas y... y municiones y cosas de ésas igual que soldados. Y...
- y tendría la oportunidad de tomarse las cosas en serio y casarse con ella,
quisiera haber dicho pero no lo dijo, naturalmente.
A principios de
enero quedaron confirmadas las palabras de Dot. Wally quedó sin trabajo durante
un período provisional, mientras la fábrica modificaba sus instalaciones.
Fueron dos semanas; la primera de ellas unas dichosas vacaciones, porque Dot
también se tomó la semana libre en su trabajo y salieron juntos todos los días.
Dot pidió la semana libre sin goce de sueldo, sólo para estar con él, pero no
se lo dijo.
Al cabo de dos
semanas, llamaron a Wally de la fábrica. Habían hecho los cambios rápidamente,
ya que una fábrica que trabaja con productos químicos no necesita tantas
modificaciones como una que opera con metales.
Pasarían a
trabajar con nitrato de tolueno. Después que el tolueno era tratado lo llamaban
trinitrotolueno, si tenían tiempo. Cuando el tiempo no les alcanzaba para
pronunciar tantas sílabas, lo describían como TNT.
- ¿Ahora,
Darveth?
- ¡Ahora!
Un mediodía,
Wally Smith ignoraba lo que le ocurría, pero sabía que no se sentía del todo
bien mentalmente. Algo le estaba ocurriendo y empeoraba minuto a minuto.
Salió al andén
de carga que daba al ramal corto para almorzar. En la vía férrea había una
docena de vagones y durante la hora del almuerzo unos diez hombres se dedicaron
a descargar uno de ellos. Un material aparentemente pesado, metido en sacos.
- ¿Qué es eso?
- le preguntó Wally a uno de los obreros.
- Cemento. Para
lograr la incombustión.
- Ah - dijo Wally -. ¿Cuándo empiezan con eso?
El hombre dejó
su saco y se pasó el dorso de la mano sucia por la frente.
- Mañana.
¿Quieres saber cómo lo harán? - sonrió -. Echan abajo una pared por vez y
levantan otra de cemento, mientras todo sigue funcionando a plena potencia.
- ¡Caray! -
exclamó Wally -. ¿Todos esos vagones están llenos de cemento?
- No, sólo
éste. Los demás son sustancias químicas y otros materiales. Te aseguro que me
sentiré mucho mejor cuando todo esto esté en condiciones. Ahora... si algo
fallara esta semana, esto sería peor que la noche negra de la guerra anterior.
El contenido de los vagones, solo, extendería el fuego hasta las plantas de
manipulación de hidrocarburos que están al otro lado de las vías. ¿Y sabes lo
que hay más allá?
- Lo sé -
replicó Wally -. Claro que tienen montones de guardias y todo lo demás pero...
- Pero -
repitió el otro -. Necesitamos municiones de prisa, de acuerdo, pero por aquí
los materiales están demasiado concentrados. De todas formas, éste no es lugar
adecuado para trabajar con trinitro. Está demasiado cerca de otros materiales.
Si esta planta estallara a pesar de todas las precauciones que toman,
desencadenaría una serie de... - Observó a Wally Smith con los ojos
entrecerrados -. Oye, estamos hablando. No repitas fuera de la fábrica nada de
lo que hemos dicho.
Wally asintió
muy seriamente. El operario que conversaba con él empezó a levantar nuevamente
su saco pero pareció cambiar de idea y prosiguió:
- Si, están
tomando precauciones, pero si aquí se colara el maldito espía, prácticamente
podría hacernos perder la guerra. Si tuviera suerte. Quiero decir si el fuego
se expandiera cerca hay suficiente material para... para desnivelar el
Pacífico, muchacho.
- Supongo que
en ese caso moriría mucha gente - sugirió Wally.
- Montones de
gente. Probablemente un millar, ¿pero qué importa? En el frente ruso muere la
misma cantidad todos los días. Más aún. Pero, Wally... ¡Diablos, hablo
demasiado!
Cargó el saco
de cemento sobre sus hombros y entro en el edificio.
Wally terminó
de comer en actitud meditativa, dobló la bolsa de papel que contenía su
almuerzo y la dejó en el cubo de basura de metal a prueba de fuego. Miró la
hora en su reloj de pulsera y vio que le sobraban diez minutos. Volvió a
sentarse en el borde de la plataforma.
Sabía lo que
debía hacer. Marcharse. Aunque existiera una posibilidad entre un millón de
que... Pero no existía una posibilidad, ni siquiera en un millón. Maldición -
dijo para sus adentros -, me habían curado. Estaba perfectamente sano y le
necesitaban aquí; aunque modesto, su trabajo era importante.
Pero oye..,
sólo por las dudas... ¿si consultaras al psiquiatra que te atendió cuando eras
niño? El tipo seguía en la ciudad. Cuéntale toda la historia y pídele consejo;
si opina que debes renunciar...
Podía llamarle
ahora mismo, desde el teléfono de la oficina y fijar una cita para la noche.
No, desde el teléfono de la oficina no, pero en el vestíbulo había un teléfono
que funcionaba con monedas de cinco centavos. ¿Tendría alguna suelta? Sí,
recordó, tenía una moneda de cinco centavos.
Se levantó y
metió la mano en el bolsillo para sacar la moneda. Cuatro centavos. Los observó
con curiosidad. ¿Cómo demonios tenía esas monedas? Recordaba una de cinco...
Buscó en el
otro bolsillo y sintió que su mano se helaba. Sus dedos habían tocado cartón,
cartón en forma de carterita de cerillas de papel. Apenas se atrevió a respirar
mientras sus dedos exploraban el extraño objeto encontrado en el bolsillo. Sin
duda alguna, era una carterita de fósforos de seguridad, llena, y había otra
debajo. ¿No se vendían esas cerillas a dos carteritas por un centavo... el
centavo que faltaba de su moneda de cinco ahora convertida en cuatro de un
centavo?
Pero él no las
había puesto allí. Nunca compraba ni llevaba cerillas. Él no había...
¿O sí?
Porque entonces
recordó algo extraño que le había ocurrido aquella mañana camino de la fábrica.
Esa extraña sensación que tuvo cuando, con cierta sorpresa, se encontró en la
esquina de Grant y Wheeler, a una manzana de distancia de su ruta acostumbrada.
A una manzana de su camino habitual... una manzana que no recordaba haber
andado.
Me estoy
volviendo distraído, se dijo a sí mismo. Sueño despierto. Pero en aquella
manzana había tiendas, tiendas que vendían cerillas.
Uno puede soñar
despierto y alejarse una travesía de su camino. ¿Pero puede hacer una compra -
con terribles connotaciones - sin darse cuenta?
Y si podía comprar
cerillas sin intervención de su voluntad consciente, ¿no podría también
usar...?
Sacó las dos
carteritas de fósforos del bolsillo y las metió en la ranura del cubo de basura
a prueba de fuego.
De inmediato,
caminando rápidamente, con el rostro blanco y decidido, entró otra vez en el
edificio y bajó de prisa el largo pasillo que llevaba a la oficina de
embarques.
- Señor Davis,
me despido - dijo.
El hombre calvo
que estaba sentado ante el escritorio levantó la vista, con dulce sorpresa en
su dulce rostro.
- ¿Qué ocurre,
Wally? ¿Ha sucedido algo o... te sientes bien?.
Wally trató de
acomodar su expresión de manera que pareciera natural.
- Yo... me
marcho, señor Davis. No puedo explicárselo.
Se volvió para
salir.
- Pero, Wally,
no puedes. Estamos escasos de personal. Tú conoces tu trabajo, Wally. Supondría
semanas enteras preparar a un hombre para que ocupara tu lugar. Para plantear
algo semejante tendrías que darnos un preaviso. Como mínimo una semana, para
que podamos...
- No. Me marcho
ahora mismo. Tengo que...
- Pero...
¡diablos, Wally, eso es desertar! Eres necesario aquí. Esto es tan importante
como... como el frente de batalla. Esta fábrica es tan importante como toda una
flota del Pacífico. Es... tú sabes bien lo que hacemos aquí. Además... ¿por qué
renuncias?
- Yo... me voy,
eso es todo.
El calvo del
escritorio se irguió y su rostro había perdido la dulzura. Medía poco más de un
metro cincuenta y dos pero en ese momento parecía superar en estatura a Wally,
con su metro ochenta y tres.
- ¡Me dirás lo
que hay detrás de esto o te...! - Rodeó el escritorio mientras hablaba, con los
puños apretados.
Wally dio un
paso atrás y dijo:
- Escuche,
señor Davis, usted no lo comprende. Yo no quiero irme. Tengo que...
- ¿Dónde está
Darveth? ¡Que se presente Darveth de inmediato!
- Está
discutiendo con Apolo. El griego intenta disuadirlo de esta cuestión porque
Grecia está del lado de los norteamericanos y quiere que ganen, pero Apolo... y
el resto de ellos... ya no son lo bastante fuertes para...
- Calla. ¡Eh,
Darveth!
- ¿Qué?
- Ese pirómano
tuyo está a punto de hablar. Si lo hace le encerrarán y no podrá...
- Cállate,
comprendo.
- ¡De prisa!
Perderás...
- Calla para
que pueda concentrarme. Ah, ya lo tengo.
- Escuche,
señor Davis, yo... no quise decir eso. Tengo un dolor de cabeza tan
enloquecedor que me impide pensar correctamente y no sabía lo que decía. Dije
cualquier cosa para salir de aquí, para poder ir...
- Ah, eso es
diferente, Wally. ¿Pero renunciar a tu trabajo sólo por un dolor de cabeza?
Puedes irte ahora y hacerte ver por tu médico. Pero vuelve... hoy, o mañana, o
la semana próxima, vuelve cuando quieras. No es necesario que abandones tu
puesto definitivamente para poder ir a tu casa si te sientes mal.
- De acuerdo,
señor Davis, lamento haberle causado esa impresión. No podía pensar
correctamente. Volveré en cuanto pueda. Tal vez hoy mismo.
Muy bien,
Wally, ahora le has engañado. Dile que irás a ver a un médico y eso te servirá
de excusa para salir un rato. Eso te permitirá comprar más cerillas, ya que no
puedes recuperar las que tiraste en el cubo de la basura, sin llamar la
atención.
Saldrás a
conseguir más cerillas y ya sabes lo que harás con ellas, ¿verdad, Wally? Se
perderán un millar de vidas, varios miles de millones de dólares en materiales
y cantidades incalculables de tiempo valioso del programa armamentista, pero
será un incendio maravilloso, Wally. El cielo entero será rojo, rojo como la
sangre, Wally.
Dile...
- Escuche,
señor Davis, ya he tenido antes dolores de cabeza como éste. Son penetrantes y
terribles mientras duran, pero se me pasan en unas pocas horas. Le diré lo que
haré: volveré a las cinco y trabajaré cuatro horas para compensar mi ausencia
de esta tarde. ¿Le parece bien?
-
Naturalmente... si a esa hora te sientes bien y estás seguro de que no te hará
daño. De hecho estamos retrasados y cada hora que puedas trabajar cuenta.
- Gracias,
señor Davis. Estoy seguro de que puedo. Hasta luego.
- Hiciste un
buen trabajo para sacarle de allí, Darveth. De todos modos, por la noche será
mejor.
- La noche
siempre es mejor.
- ¡Muchacho! No
te quepa la menor duda de que me quedaré por aquí para observarlo todo.
¿Recuerdas Chicago? ¿Y la noche negra? ¿Y Roma?
- Esto lo
superará todo.
- Pero esos
griegos, Hermes y Ulises, y toda la pandilla. ¿No se reunirán e intentarán
impedirlo? Y algunas de las leyendas de otros países de ese bando pueden unirse
a ellos. ¿Estás dispuesto a enfrentarte con problemas, Darveth?
- ¿Problemas?
Ya nadie cree lo suficiente en esos mequetrefes como para que tengan algún
poder. Sólo con mi dedo meñique puedo aplastarlos a todos. Y ya sabes quiénes
nos ayudarían si nos plantearan dificultades. Sigfrido y Sugimoto y toda esa
banda.
- Y los
romanos.
- ¿Los romanos?
No, ellos no están interesados en esta guerra. No les gusta mucho Mussolini.
No, no habrá problemas. Uno solo de mis diablillos podría hacer bailar a toda
la pandilla al son que yo toco.
- Resérvame
asiento en un palco, Darveth.
Había algo
extraño en la noche. A las siete, después de dos horas de trabajo, empezó a
oscurecer. A Wally Smith le pareció que la oscuridad misma era extraña.
Con un fragmento de su mente sabía que estaba
trabajando, como siempre. Sabía que conversaba y bromeaba con los demás hombres
del turno. Hombres que conocía bien porque a menudo había trabajado horas
extraordinarias y coincidido con el turno de la noche.
Su cuerpo
trabajaba sin intervención de la voluntad. Wally levantaba cosas que debían ser
levantadas, las ponía donde debían ser puestas, rellenaba tarjetas, archivaba
memorándums y partes de embarque. Era como si sus manos trabajaran por sí
mismas y su voz hablara por su propia cuenta.
Había otra
porción de Wally Smith que debía de ser la parte real. Parecía mantenerse a
distancia y observar cómo trabajaba su cuerpo, cómo hablaba su voz. Un Wally
Smith que permanecía impotente al borde de un abismo de horror. Que ahora
sabía. Caído el muro de contención, lo sabía todo. Todo acerca de Darveth.
Y sabía que a
las nueve en punto, al salir del edificio, pasaría junto a aquel cuarto en
esquina donde había acumulado cuidadosamente la pila de desperdicios.
Desperdicios altamente inflamables; materiales que se encenderían con una sola
cerilla y llamearían en lo alto, prendiendo fuego a la pared de atrás antes de
que nadie se enterara siquiera de que había fuego. Y más atrás de esa pared...
Sólo dos cosas
le quedaban por hacer. Dar vuelta a la manivela que cortaba el sistema de
rociadura automática. Encender una cerilla...
Una cerilla de
llama amarilla y luego el infierno rojo del fuego arrollador. El holocausto. Un
fuego imposible de detener una vez iniciado. Edificio tras edificio convertido
en roja llamarada; cuerpo tras cuerpo carbonizado mientras los hombres, muertos
o anonadados por las explosiones, se cocían en fulgurante infierno.
La mente de Wally
Smith era una extraña confusión. Visiones de pesadilla que le resultaban
familiares porque las había visto en sus sueños infantiles. Fantásticos seres
que no había sabido describir ni identificar cuando era niño. Pero ahora sabía,
por lo menos vagamente, quiénes y qué eran. Cosas de mitos y leyendas. Cosas
que no existían.
Pero estaban en
ese mundo de pesadilla.
Incluso las
oía... no sus voces, sino sus pensamientos expresados sin lenguaje. Y a veces
nombres, nombres que eran iguales en cualquier idioma. Repetidas veces el
nombre de Darveth y por alguna razón era algo de fuego, llamado Darveth, lo que
le incitaba a hacer lo que estaba haciendo y lo que haría.
Veía, oía y
sentía - con aversión y horror -, mientras sus manos preparaban talones de
embarque y su voz articulaba bromas con los hombres que le rodeaban.
Miró la hora.
Faltaba un minuto para las nueve. Wally Smith bostezó.
- Bueno - dijo
-, creo que ya es hora. Hasta pronto, muchachos.
Se acercó al
reloj registrador, puso su tarjeta en la ranura y picó la hora de salida.
Se puso el
sombrero y el abrigo. Salió al pasillo.
Entonces quedó
fuera de la vista de los otros y todavía no al alcance de la vista del guardia
de la puerta; repentinamente sus movimientos se hicieron furtivos. Se movía
como una pantera cuando giró en la puerta del almacén desierto, el lugar donde
todo estaba dispuesto.
Ya llega. Tiene
la cerilla en la mano, la mano enciende la cerilla. La llama. Igual que la
primera llama que había visto danzar en el extremo de la cerilla que su padre
tenía en la mano. Mientras los dedos regordetes de Wally se habían estirado,
tantos años atrás, hacia eso que estaba en el extremo del palo. La cosa que
resplandecía allí, cambiando siempre de forma; un asombroso amarillo-rojo-azul,
belleza mágica. La llama. Espera hasta que también se haya encendido el palo,
espera a verlo arder para que al inclinarlo no se apague. Una llama es algo muy
tierno, al principio.
- ¡No! - gritó
otra parte de su mente -. ¡No! Wally, no lo... Pero no puedes detenerte ahora,
Wally, no puedes «no hacerlo» porque Darveth, el demonio del fuego, dirige la
operación. Es más fuerte que tú, Wally; es más fuerte que cualquiera de los
otros del mundo de pesadilla al que estás asomado. Grita para pedir socorro,
Wally, no te servirá de nada.
Grita llamando
a cualquiera de ellos. Llama al viejo Moloch: no te prestará atención. También
él disfrutará con esto. Casi todos ellos gozarán. Aunque no todos. Thor está en
pie a un lado y no se siente especialmente dichoso por lo que va a ocurrir, porque
aunque es un luchador no es lo bastante grande para habérselas con Darveth.
Ninguno lo es allí arriba.
El rey del
fuego y todos los elementos de fuego bailan una danza salvaje. Otros observan.
Allí está un Zeus de barba blanca y alguien con una cabeza semejante a la de un
cocodrilo a su lado. Y Dagon montando a Escila... todas las criaturas que los
hombres han concebido y conciben...
Pero ninguna de
ellas te ayudará, Wally. Estás solo. Y ahora te agachas, con la cerilla en la
mano. La proteges con la palma para que no se apague con la brisa que entra por
la puerta abierta.
¿Una tontería,
verdad, Wally, que te veas llevado a esto por algo que en realidad no está,
algo que sólo existe porque es pensado? Estás loco, Wally. Loco. ¿O no? ¿No es
el pensamiento algo tan real como cualquier otra cosa? ¿Qué eres tú si no
pensamiento unido a un pedazo de arcilla? ¿Qué son ellos sino pensamiento
desunido?
Grita y pide
ayuda, Wally. Tiene que haber ayuda en algún sitio. Grita, no con la garganta y
los labios que ahora no son tuyos, sino con la mente. Grita y pide socorro
donde sirva de algo, allá. A alguien que desbarate los planes de Darveth. A
alguien que esté de tu lado.
¡SI! ¡Eso es!
¡GRITA!
Wally nunca
pudo recordar cómo llegó a su casa, una hora más tarde. Sólo sabía que el cielo
estaba negro y tachonado de estrellas, que no era un cielo escarlata de
holocausto. Apenas sentía las quemaduras en el pulgar y el índice, donde se
había apagado la cerilla contra su piel.
La casera
estaba en su mecedora, en el frío porche. Al verle llegar le preguntó:
- ¿Tan temprano
de vuelta, Wally?
- ¿Temprano?
- ¿No dijiste
esta mañana que tenías una cita con tu chica? Pensé que habías comido en el
centro y habías ido directamente a su casa desde la fábrica.
Presa del
pánico al recordarlo, Wally corrió al teléfono. Un momento de frenesí hasta que
oyó la voz de Dot.
- ¿Qué ocurrió,
Wally? Te estoy esperando desde...
- Lo siento,
Dot... he tenido que trabajar hasta más tarde y no he podido telefonearte.
¿Puedo ir a verte ahora y te casarás conmigo?
- Si yo... ¿qué
has dicho, Wally?
- Todo está
bien ahora, querida. ¿Quieres casarte conmigo?
- Oye... ven a
verme y te lo diré personalmente, Wally. Pero... ¿qué quiere decir que ahora
está todo bien?
- Significa...
Iré a verte y hablaremos.
Pero Wally
recuperó la razón en las seis manzanas que tuvo que caminar y por supuesto no
le contó a Dot lo que había ocurrido. Inventó una historia para justificar lo
que había dicho... una historia que ella pudiera creer. De esa pasta están
hechos los buenos maridos y Wally Smith estaba decidido a ser un buen marido si
tenía la oportunidad. Y la tuvo.
- Papá.
- Calla, niño.
- ¿Por qué,
papá? ¿Y qué estás haciendo debajo de la cama?
- Shhh. Bueno,
está bien, pero habla en voz baja. Me parece que todavía anda por los
alrededores.
- ¿Quién, papá?
- El nuevo. El
que... Caray, hijo, ¿dormiste durante todo el revuelo de anoche? ¡La lucha más
terrible que hubo aquí en diecisiete siglos!
- ¡Caramba,
papá! ¿Quién ganó?
- El nuevo. De
una patada envió a Darveth tan lejos que todavía no ha vuelto; luego un grupo
de amigos de Darveth cayeron sobre él y pudo con todos. Ahora está paseando por
allí y...
- ¿Está
buscando a algún otro para darle una paliza, papá?
- No lo sé. No
buscó bronca con nadie y sólo respondió a los que se metieron con él, salvo en
el caso de Darveth. Supongo que la emprendió con él porque el ser humano en el
que Darveth estaba trabajando debió de acudir a él.
- ¿Por qué te
escondes tú, papá?
- Porque...
Bueno, hijo, yo soy un elemento de fuego, naturalmente, y el nuevo puede creer
que soy amigo de Darveth. No quiero correr ningún riesgo hasta que todo se
calme. ¿Comprendes? Una verdadera multitud debe creer en ese tío para tener
tanta fuerza. Lo que le hizo a Darveth...
- ¿Cómo se
llama, papá? ¿Es un mito, una leyenda, o qué?
- No lo sé,
niño. Yo no pienso ser el primero en preguntárselo.
- Espiaré a
través de la cortina, papá. Disminuiré mi destello hasta que sólo sea una tenue
luz.
- Eh, ven
aquí... bien, de acuerdo, pero ten cuidado. ¿Está a la vista?
- Sí, supongo
que es él. No parece peligroso, pero...
- Pero no
corras riesgos, hijo. Yo ni siquiera me acercaré a la ventana para mirar, soy
más brillante que tú y me vería. Oye, anoche, en medio de la oscuridad, no lo
vi bien. ¿Qué aspecto tiene de día?
- Su aspecto no
es peligroso, papá. Tiene una barba de chivo blanca, es alto y esbelto; lleva
unos pantalones a rayas rojas y blancas metidos en las botas. Usa chistera azul
con estrellas blancas. Rojo, blanco y azul. ¿Significa algo, papá?
- Por lo que
ocurrió anoche, tiene que significar algo. ¡Yo me quedaré debajo de la cama
hasta que otro le pregunte cómo se llama!
FIN
Edición electrónica de Gustavo Masso