Fredric Brown
Estoy muy
asustado. No porque mañana sea el gran día, el día en que he de atravesar una
pequeña puerta de color verde para recibir una lección de cómo huele el gas
cianuro. No se trata de eso en absoluto. Quiero morir. Pero...
Todo empezó
cuando conocí a Roscoe, pero antes de llegar permitidme hacer un rápido
bosquejo de lo que yo era A. R. (antes de Roscoe).
Era joven,
relativamente guapo de un modo tosco, relativamente inteligente y bastante
educado. Entonces me llamaba Bill Wheeler. Era aspirante a actor de televisión
o de cine; hacía cinco años que lo intentaba y no había logrado tener siquiera
la oportunidad de aparecer en un anuncio comercial local, menos aún de hacer de
figurante en una película de mala muerte. Comía porque realizaba el turno
nocturno, de seis de la tarde a dos de la madrugada, como encargado de un
puesto de hamburguesas en Santa Mónica.
En principio,
acepté ese trabajo porque tenía tiempo suficiente durante el día para coger el
autobús hasta Hollywood y recorrer las oficinas de los agentes y los estudios.
La tarde en que todo empezó, cuando mi suerte sufrió un viraje brusco, estaba a
punto de renunciar. Hacía casi una semana que no iba a Hollywood. Me había
dedicado a descansar, a conseguir un buen bronceado en la playa, a pensar en
serio con respecto a mi futuro, a tratar de averiguar para qué tipo de trabajo
podía ser apto y si sería capaz de conseguirlo y que pudiera conducirme a una
vida que tuviera, por lo menos, algunas satisfacciones. Hasta ese momento,
había sido la profesión de actor o nada; renunciar incluso a la esperanza de
ser actor algún día exigió bastantes readaptaciones de mi pensamiento.
Mi suerte
cambió a las seis en punto de una tarde, a la hora a la que habría tenido que
ir a trabajar si no hubiese sido mi día libre y ello tuvo lugar en Olympic
Boulevard, cerca de la Fourth Street, en Santa Mónica.
Encontré una
cartera. Sólo contenía treinta y cinco dólares en efectivo pero, además de
otras tarjetas de crédito, también incluía las del Diner’s Club, Carte Blanche
e International...
Me encaminé
hacia el bar más cercano para tomar un trago.., y pensar.
Nunca en mi
vida había hecho algo seriamente fraudulento, pero llegué a la conclusión de
que ese encuentro, en el nadir de mi vida hasta la fecha, era una señal de
Alguien o Algo en el sentido de que ésa sería la noche más grandiosa de mi vida
así como su hito decisivo.
Sabía que no
sería seguro utilizar indefinidamente las tarjetas, pero no correría riesgos
haciéndolo sólo una tarde o una noche. Tendría una buena cena, copas, un hotel
lujoso, una prostituta de las que hacen citas por teléfono, de todo. (Sí, ya sé
que las prostitutas que se contratan por teléfono no aceptan tarjetas de
crédito, pero podría utilizar las tarjetas contra talones al portador por todo
lo que pudiera llevarme en todos los lugares donde me detuviere, y me detendría
en tantos como pudiese antes de llegar a la fase de la puta por la noche.)
Con un poco de
suerte, terminaría con un buen premio. Utilizaría por última vez la tarjeta de
crédito por la mañana, para adquirir un billete de avión a fin de abandonar
este desesperante lugar y empezaría en otro, como si fuese otra persona.
Probaría cualquier cosa menos los platós. Eso nunca más... Por lo menos hasta
algún día, una vez desaparecido el amargo resabio del fracaso de los intentos
profesionales, en teatros de aficionados como pasatiempo.
Empecé a
esbozar cuidadosos planes, ya que el tiempo era esencial.
En principio,
pedí al camarero que me pidiera un taxi por teléfono. Me trasladé en él hasta
mi cuarto. Practiqué durante media hora la firma de las tarjetas hasta que pude
copiarla perfectamente y sin mirarla. Pedí otro taxi mientras preparaba las
maletas y estaba listo cuando llegó. Le ordené al taxista que me llevara a la
agencia de alquiler de coches más cercana.
Quería un
Cadillac y me sentí algo decepcionado al tener que conformarme con un Chrysler,
pero en realidad no tenía importancia ya que no era probable que alguien lo
viera salvo los encargados de los aparcamientos.
Le dije al
hombre - tal como pensaba decir a muchas otras personas antes de que terminara
la noche - que me había quedado sin efectivo y que si tenía un cheque en blanco
disponible, le agradecería que me lo hiciera efectivo por la cantidad que
pudiera entregarme cómodamente. Desde luego, tenía muchos otros elementos de
identificación, entre los que se incluía, gracias a Dios, un permiso de
conducir, documentos que coincidían con las tarjetas de crédito. El hombre
revisó la caja registradora, me hizo efectivo un cheque por cincuenta dólares y
así inicié mi carrera delictiva.
Empezaba a
tener hambre, por lo que conduje desde Wilshire hasta Hollywood, entregué el
coche a un encargado del aparcamiento del Derby y entré. Todas las mesas
estaban ocupadas y el maitre d’hótel me dijo que tendría que esperar quince o
veinte minutos. Le respondí que no había problema, que cuando hubiera una mesa
disponible me encontraría en el bar y me encaminé hacia allí.
Ocupé el único
taburete que se hallaba desocupado junto a la barra y me encontré sentado al
lado de un hombre que también estaba evidentemente solo, pues al otro lado
había una pareja ocupada de sí misma y que no le incluía en la conversación.
Era un hombrecillo apuesto con una espesa pero rizosa melena de cabello blanco
casi puro y un prolijo bigotito blanco, aunque el color de rosa y la tersura de
su piel demostraban que era mucho más joven de la edad que le hacían aparentar
su cabello y su bigote blancos. Evidentemente, sólo llevaba uno o dos minutos
en la barra, dado que no tenía una copa delante.
En cierto
sentido, fue el camarero quien nos presentó. Supuso que estábamos juntos, tomó
y trajo juntos nuestros servicios y preguntó si queríamos una o dos cuentas. El
hombrecillo apuesto me ganó de mano, puesto que yo me disponía a hacer lo
mismo, al volverse hacía mí y preguntarme si le haría el honor de tomar mi copa
con él y a su cargo. Le di las gracias té; chocamos nuestras copas y empezamos
a charlar.
Tal como lo
recuerdo, evitamos usar el tiempo como gambito de apertura, pero nos
concentramos en el tema de conversación de mediados de verano en Los Ángeles
que ocupaba el segundo lugar: las posibilidades de los Dodgers de ganar el
campeonato.
En tanto actor
- o, mejor dicho, en tanto ex pretendiente a actor -, siempre me han interesado
los acentos y el suyo me desconcertó especialmente. Era inglés de Oxford con un
toque de libanés ocasionalmente salpicado por un hollywoodismo puro o un
fragmento de jerga cinematográfica. Cuando más tarde lo cite directamente, no intentaré
reproducir su acento.
Me cayó bien y
yo parecí caerle bien. Casi de inmediato, sin presentarnos formalmente, nos
llamamos por nuestros nombres le pila. Llámame Roscoe, me dijo. Y yo le
respondí que me llamara Jerry en lugar de Bill, dado que J. era la primera
inicial de J. R. Burger, el nombre que figuraba en las tarjetas de crédito; ya
había tomado la decisión de invitar a cenar a Roscoe si aún no lo había hecho.
En esas circunstancias, dos cenas no me costarían más que una.
Después del
béisbol, acerca del cual ninguno de los dos sabía demasiado, el cine fue
nuestro tema de conversación. Sí, me dijo que pertenecía a la industria
cinematográfica. En ese momento no estaba en activo, aunque había invertido en
varias producciones independientes y en dos espectáculos de televisión. Hasta
hacía tres años, había producido o dirigido una docena de películas, las
primeras en Londres y el resto aquí. Era yo actor? Pensaba que tenía el aspecto
y hablaba como si lo fuera.
No me
preguntéis por qué; de repente le conté toda la amarga verdad sobre mi fracaso
pero, extrañamente, no lo conté con amargura, sino alegremente, haciendo que
pareciera divertido. Más extraño aún, de pronto yo mismo lo vi divertido.
Estaba en plena charla cuando se acercó un camarero y preguntó si yo era el
caballero que esperaba una mesa. Respondí afirmativamente y pregunté a Roscoe
si quería ser mi invitado y él aceptó.
Pedimos la cena
y descubrí que era yo quien más hablaba mientras comíamos. Desde luego, tuve
que cambiar el final de mi historia para explicar mi relativa prosperidad en
ese momento, pero no fue difícil; me limité a inventar una pequeña herencia
dejada por un tío. Expliqué que había aprendido la lección y que no la
derrocharía en la misma ratonera en que lo había hecho los últimos cinco años
de mi vida. Pensaba volver a mi ciudad natal y conseguir un trabajo sensato.
El camarero
vino y nos dejó la cuenta. La di vuelta para colocar una generosa propina y
encima dejé una tarjeta de crédito.
Me alegré de
que Roscoe no intentara pagar ni compartir gastos. Quería demostrar que tenía
crédito para tratar de hacer efectivo un cheque. Más que nada para plantear un
tema de conversación, comenté con Roscoe que estaba corto de efectivo y le
pregunté si sabía de qué cantidad me cambiaría un cheque el Derby.
- ¿Para qué
molestarles, muchacho? - preguntó -. Siempre llevo encima bastante efectivo.
¿Quinientos te parece suficiente? Intenté no mostrarme entusiasmado cuando le
respondí que suficiente. Suponía que el restaurante sólo me cambiaría una
fracción de esa cantidad; probablemente correrían algunos riesgos con un
cliente que paga con tarjeta de crédito, pero no demasiados. Cuando el camarero
llegó a recoger la cuenta y la tarjeta le pedí que me trajera un cheque en
blanco y lo hizo en el acto. Mientras escribía el nombre de un banco en la
parte superior y rellenaba el cheque, Roscoe sacó una pinza de oro para llevar
dinero que sólo parecía sujetar billetes de cien, al menos una docena, y conté
cinco.
Me los entregó
mientras yo le daba el cheque. Lo miró y arqueó ligeramente las cejas.
- Jerry - dijo
-, pensaba invitarte a mi casa a charlar, pero ahora tengo un doble motivo. Al
parecer, tenemos el mismo nombre. ¿O por casualidad encontraste la cartera que
perdí esta tarde en Santa Mónica?
Santo cielo,
Santo cielo, Santo cielo. Sí, ahora sé que fue algo más que una coincidencia...
Tenía que ser en una ciudad del tamaño de Los Ángeles, pero ¿qué otra cosa
podía pensar entonces? Ni siquiera fue como si me hubiese seguido hasta el
Derby, pues estaba allí antes de que yo llegara.
Durante un
momento de delirio, pensé escapar por sorpresa... al fin y al cabo no conocía
mi verdadero nombre y si lograba escapar limpiamente estaría a salvo. Pero si
empezaba a correr y él gritaba «¡Detengan al ladrón!», media docena de
camareros tendrían la posibilidad de sujetarme o tenderme una zancadilla.
Él seguía
hablando con absoluta serenidad:
- J. R.
significa Joshua Roscoe, de modo que puedes comprender por qué elegí el menor
de los males. Ahora no seas tonto. Tal vez pueda hacerte una propuesta
interesante. ¿Estás preparado?
Se puso de pie;
yo asentí estúpidamente y también me levanté, al tiempo que pensaba qué
demonios de propuesta se le podía ocurrir. No parecía marica, aunque si de eso
se trataba podría arreglármelas.
Le seguí hasta
el exterior y, obviamente, fue una coincidencia que hubiera un coche patrulla
con dos polis en el interior aparcado más allá de la zona de carga. Le dio un
pavo al portero - guardaba el cambio en un bolsillo y sólo los billetes grandes
en la pinza - y pidió un taxi. Casi abrí la boca para decir que en el
aparcamiento tenía un coche, pero decidí cerrar el pico y ver lo que ocurría.
Subimos al taxi
y él dio unas señas de La Ciénaga. No habló durante el viaje y yo me dediqué a
hacer cálculos mentales. Podía devolver el dinero, tenía lo justo. Me refiero a
mis veinticinco pavos. La cuenta del restaurante había ascendido, propina
incluida, a doce dólares. Y si devolvía inmediatamente el Chrysler, sólo
pagaría alrededor de treinta kilómetros y dos o tres horas y podría utilizar
los mismos cincuenta que había conseguido con el cheque sableado para
recuperarlo. Si él me lo permitía, reconocería con franqueza la cuestión y la
manejaría de ese modo.
El taxi se
detuvo delante de un edificio de apartamentos de aspecto próspero. ¿Fue una
coincidencia que otro coche patrulla estuviese aparcado al otro lado de la
calle? De todos modos ya había decidido escucharle y plantear luego mi posición
y sólo intentaría largarme si todo fracasaba.
Fuimos en
ascensor hasta el cuarto piso y él utilizó una llave para abrir la puerta que
daba al salón de un agradable apartamento de soltero. De seis habitaciones,
supe más tarde, pero no había servicio de limpieza pues a él le gustaba la
intimidad. Me señaló un sofá y fue hacia un pequeño bar situado en un ángulo.
- ¿Un coñac?
Asentí y luego
comencé a hablar, a pronunciar mi discurso sobre la devolución mientras él
servía coñac en dos copitas. Se acercó y me entregó una.
- Evítame los
detalles sórdidos, Jer... Ah, ¿ése es tu verdadero nombre de pila o lo elegiste
para que coincidiera con la primera inicial de las tarjetas?
- Soy Bill - repliqué -. William Trent.
No estaba
dispuesto a darle mi verdadero apellido hasta que supiera que no corría
riesgos, pero no tenía nada que perder con el nombre de pila.
Me alegré al
ver que se sentaba en un sillón frente a mi, en vez de hacerlo a mi lado en el
sofá.
- No es
característico - comentó -. Con tu cabellera pelirroja, ¿qué te parece Brick? Brick Brannon. ¿Te gusta?
Asentí. Me gustó
bastante y, además, podía darme el nombre que quisiese mientras no llamase a la
policía o hiciera insinuaciones.
- A tu salud,
Brick - dijo y levantó la copa -. Ahora hablemos de la historia que me
contaste. ¿Hasta qué punto es verdad?
- Hasta la
última palabra - respondí -, si cambias la herencia de un tío por el hallazgo
de una cartera.
Dejó su copa,
atravesó la sala hasta un pequeño escritorio sacó de un cajón un guión
cinematográfico fotocopiado. Buscó una parte del guión mientras volvía a cruzar
la sala y me lo entregó abierto.
- Lee la parte
de Filipo en esta página y media. Es un leñador tosco y analfabeto, con acento
canadiense. Profundamente enamorado de su esposa pero furioso con ella en esta
escena de la discusión. Primero léelo para ti y luego en voz alta. Haz una
pausa en las frases que correspondan.
Lo leí para mí
y después en voz alta. Él me dijo que pasara una docena de páginas hasta
encontrar otra escena y que leyera el papel de otro de los personajes, y más
tarde el de un tercero. En cada ocasión me explicó quién era el personaje, cómo
hablaba y cuál era su relación con los demás personajes que aparecían en escena
o que se mencionaban.
Cuando concluí
la tercera lectura, él asintió y me dijo que dejara el manuscrito y cogiera mi
coñac.
Roscoe bebió un
largo trago de su copa.
- De acuerdo -
afirmó -, eres un actor. No has tenido una oportunidad. Puedo convertirte en
una estrella en dos años si me permites ser tu administrador.
- ¿No hay
truco? - inquirí y me pregunté si estaba loco.
- El diez por
ciento - respondió -. Pero tendrá que salir del total... y bajo cuerda. Verás,
Bill, no soy agente diplomado, y necesitarás uno al que tendrás que pagarle
otro diez por ciento para que se ocupe de los detalles, redacte contratos y
cosas por el estilo. Lo que yo haga será entre bastidores.
- Yo estoy de
acuerdo, pero aún no he logrado que un agente respetable me contrate - dije -.
¿Qué hago en este sentido?
- Me ocuparé de
ello. También tendrás que pagarle el diez por ciento del total porque no debe
saber, nadie debe saber nada sobre tu acuerdo conmigo. Su diez por ciento
podrás deducirlo normalmente de los impuestos pero el mío no porque será
extraoficial. ¿Aceptado?
- Aceptado -
respondí y hablaba en serio. Desesperado, a menudo había pensado en tratar de
sobornar a un agente para que me contratara ofreciéndole el veinte o incluso el
cincuenta por ciento si me promocionaba realmente; a decir verdad, lo intenté
con varios a los que logré ver y me rechazaron de plano -. ¿Alguna otra
condición?
- Sólo una.
Puesto que entre nosotros no habrá nada escrito, espero que por tu honor no
permitirás que yo te cree y luego intentarás excluirme. Por lo tanto, lo
definiremos así. Cualquiera de los dos puede cancelar este acuerdo durante el
primer año. Pero si durante ese primer año, en el que yo operaré entre
bastidores y en el que tú podrás o no reconocer mi fina mano italiana en lo que
sucede, tus ingresos brutos ascienden a veinticinco mil dólares o más, el
acuerdo entre nosotros se torna permanente e irrevocable. ¿Aceptado?
- Aceptado -
respondí. Como actor, no había ganado cien dólares en mi vida; veinticinco mil
parecía una cifra imposible. Aunque él estuviera loco yo no tenía nada que
perder y, a más, no me haría arrestar. Eso me recordó la situación, por que saqué
la cartera y agregué -: Ahora bien, con respecto la devolución...
Roscoe suspiró.
- Está bien -
dijo -. Detesto los detalles, así que quitémoslos de en medio. Cuéntame todo lo
que hiciste desde que encontraste la cartera.
Procedí a
explicarlo y dejé la cartera sobre la mesa.
Cogió la
cartera, extrajo todo el dinero que contenía y se la guardó en el bolsillo.
- Bien - dijo
-. Quinientos treinta y cinco son míos. Quédatelos como préstamo. Podrás
devolvérmelos dentro de un mes. Devuelve el coche alquilado y recupera el
cheque de cincuenta dólares. Olvida la cuenta que firmaste con mi nombre en el
Derby; la cena corrió a mi cargo. No regreses al puesto de hamburguesas.
Alquila esta misma noche un cuarto o apartamento en Hollywood. El traje que
llevas no está mal, pero si es el mejor que tienes, cómprate mañana uno más
decente y también todos los accesorios que necesites. Ah, y una chaqueta de
cuero negro de ir en moto y tejanos, si no los tienes.
- ¿Una chaqueta
negra para ir en moto? - pregunté -. ¿Para qué?
- No te
preocupes. Espera - cogió la pinza de dinero, contó los billetes de cien
dólares que quedaban, ocho, y me los entregó. Me debes ochocientos dólares más.
Consigue un coche. Necesitarás algo para moverte. Tendrás que moverte por
Universal City, Culver City... la industria no está concentrada en Hollywood.
Quizá gastarás quinientos en uno usado. Pero en pocos meses lo cambiarás por un
coche nuevo. ¿Qué más? Ah, ¿Bill Trent es tu verdadero nombre?
- Mi verdadero
nombre es Bill Wheeler.
- Lo era. Ahora
es Brick Brannon. Esto es todo, pero telefonéame mañana a primera hora de la
tarde. Mi número figura en la guía. No olvidarás mi nombre puesto que
practicaste su falsificación.
Tuve una noche
ajetreada, aunque en nada parecida a la que había proyectado. Regresé al Derby
en taxi y cogí el Chrysler, lo devolví en Santa Mónica y recuperé mi cheque
contando la historia de que por error había girado en descubierto y conseguido
dinero en efectivo en otra parte. Por suerte, la agencia de alquiler de coches
estaba en la parte del Santa Mónica Boulevard que está repleta de negocios de
coches de ocasión que permanecen abiertos por la noche, de modo que dejé las
maletas en la agencia y salí a la búsqueda de un coche. En la segunda agencia
encontré lo que quería: un Rambler tasado en quinientos. Después de dar la
vuelta a la manzana, logré que lo rebajaran a cuatrocientos cincuenta sin
siquiera haber dado algo como pago y lo compré inmediatamente.
Recogí mis
maletas y volví a Hollywood. Aún era temprano y recorrí Sunset Strip en busca
de un apartamento de soltero, lo encontré y me mudé. Por ciento cincuenta
dólares mensuales, tenía un hogar, lugar para aparcar el Rambler, acceso a una
piscina e incluso servicio telefónico a través de una centralita. Y todavía era
temprano, horas antes de lo que habría puesto fin a la velada que originalmente
había planeado, pero de repente me sentí muy cansado y me acosté en cuanto
terminé de deshacer las maletas. Debía haber estado demasiado agitado para
poder dormir, pero me relajé y me dormí profundamente en cuanto me acosté.
Por la mañana
fui hasta Hollywood Boulevard, compré un buen traje, aunque de confección, y
algunas cosas más. Incluso una maldita chaqueta de cuero negro aunque no sabía
para qué. Tenía de antes varios pares de tejanos. Al volver a casa me di un
chapuzón en la piscina, crucé a comer al otro lado de la calle y luego
telefoneé a Roscoe.
- Querido, muy
bien - dijo -. ¿Conoces a un agente llamado Ray Ramspaugh?
- Sí, le
conozco - respondí.
Le conocía y lo
respetaba. Era el más importante de los traficantes de seres humanos que
operaban a nivel individual, el más importante y el mejor. Sólo se ocupaba de
unos pocos clientes selectos. Jamás había soñado siquiera con intentar verle.
- Tienes una
cita con él a las dos en punto. No faltes.
- Allí estaré -
repliqué -. ¿He de llamarte para informarte lo que ocurra?
- Ya sé lo que
ocurrirá - afirmó -. Brick, a partir de ahora sólo tendrás que llamarme cuando
recibas un cheque. Entonces me telefonearás para acordar una cita, aquí o en
cualquier otro sitio, y darme mi tajada.
Llegué a la
oficina de Ramspaugh, en South Vernon Drive, a la hora en punto y no tuve que
esperar ni un minuto. Su secretaria me hizo pasar en el acto.
Él fue directo
al grano y dijo:
- Roscoe dice
que eres bueno y creeré en su palabra. Aquí tienes un contrato listo para
firmar. Se trata de un contrato corriente, pero léelo antes de firmarlo. Vete
con él al despacho contiguo; mientras tanto, yo haré algunas llamadas
telefónicas.
Se trataba de
un contrato impreso y yo lo habría firmado de buena fe, pero evidentemente él
quería librarse de mí mientras hablaba por teléfono, por lo que lo llevé al
despacho de su secretaria y lo leí - hasta la letra más pequeña - y luego lo
firmé. Su secretaria habló por el intercomunicador y me dijo que Ramspaugh ya
podía volver a verme y regresé a su despacho.
Ramspaugh dijo:
- Creo que
tengo algo preparado. Un pequeño papel, pero al principio tendrás que hacer
algunas cosas pequeñas para darte a conocer. Un papel para una sola toma en una
nueva serie que han empezado a filmar en Revue. Ya tenían el reparto, pero el
chico al que contrataron esta mañana sufrió un accidente automovilístico. Te
necesitan con urgencia. ¿Podrás estar allí a las tres?
Asentí con la
cabeza, pues me había quedado sin habla.
- De acuerdo.
Pregunta por Ted Crowther. Ah, ganarás tiempo si vas disfrazado. Harás el papel
de un joven recio, uno de esos que intentan actuar como Brando en El salvaje.
¿Tienes una chaqueta de cuero negro y tejanos?
Tragué saliva y
volví a asentir.
- Cámbiate
mientras vas hacia allí. Y vete volando, querido. Vamos a hacer grandes cosas.
Así de difícil
fue para mí conseguir la primera oportunidad de actuar y durante mucho tiempo
estuve demasiado ocupado para preguntarme cómo pudo saber Roscoe, la noche
anterior, que al día siguiente me ayudaría para mi primer papel contar con una
chaqueta de cuero negro para ir en moto. En cuanto al momento en que hizo la
sugerencia, el accidente automovilístico que incapacitó al joven contratado
para ese papel aún no había ocurrido.
Pero creo saber
por qué me mencionó la chaqueta. Al margen de hacerme contratar de inmediato y
sin vacilación por uno de los más relevantes agentes - un milagro en sí mismo
-, «la fina mano italiana» de Roscoe rara vez fue visible. Todos mis papeles
llegaron a través de Ramspaugh y pude suponer que él y yo lo hacíamos todo por
nuestra cuenta. Aquella primera vez, con el fin de demostrarme algo, Roscoe
había querido que su mano se notara. Había querido darme algo en lo que pensar.
Pero no tuve
mucho tiempo para pensar y, a decir verdad, tampoco el suficiente para
asustarme. Estaba demasiado ocupado. Al principio pequeños papeles, algunos
sólo fragmentos, pero tantos como podía interpretar. Y a finales de año había
crecido o me habían ascendido a papeles subordinados importantes y de
responsabilidad. Probablemente pude ganar más dinero, pero a veces Ramspaugh
rechazaba por mí papeles mejor pagados a favor de los peor pagados. En primer
lugar, quería impedir que me encasillaran. Además, tampoco me permitía aceptar
un papel permanente en una serie en la que me pondrían bajo contrato para hacer
lo mismo una y otra vez.
Incluso así,
ese año alcancé una ganancia bruta de poco más de cincuenta mil dólares, el
doble de la cifra que habría vuelto irrevocable mi acuerdo con Roscoe, por lo
que irrevocable se volvió. Después de restados los dos porcentajes del diez por
ciento - uno de ellos deducible de los impuestos y el otro no - y los impuestos
propiamente dichos, aún me quedaban más de quinientos dólares semanales de paga
líquida, además de un Jaguar, un guardarropa realmente fino y un apartamento
realmente bonito.
Durante el
segundo año dupliqué esa cifra. Quiero decir que dupliqué mi ganancia neta a
mil semanales, lo que significaba que debido a que me colocaron en un grupo de
impuestos superior, había más que duplicado la ganancia bruta. Ahora
interpretaba cada vez más papeles subordinados en las películas; mi nombre era
bastante conocido, de modo que mis apariciones en las series de televisión lo
eran como «estrella invitada» e hice papeles de primer actor en varios
espectáculos especiales.
Sin embargo,
ese año sucedió algo que me recordó la presencia de Roscoe, si de eso se
trataba, y mostró una nueva faceta de nuestra relación que yo no imaginaba que
él pensara que existiera.
No es éste el
episodio, pero tengo que contarlo como preliminar: pasé una semana en Las Vegas
mientras rodábamos una película. Normalmente no soy jugador, pero una noche
entré en uno de los casinos, compré fichas por valor de mil dólares y me dirigí
a una de las mesas de dados. Empecé por apostar cien dólares, di con una buena
racha y poco después apostaba el máximo de quinientos dólares por jugada. Gané
poco más de veinte mil y después empecé a perder. Cuando quedé con once mil -
una ganancia de diez de los grandes -, me retiré. Al regresar, vi a Roscoe para
entregarle sus ingresos del total desde que le había visto por última vez. Los
contó y luego pidió mil más, al tiempo que me recordaba los diez mil ganados en
Las Vegas. Le entregué esos mil pavos sin vacilar. No había intentado
guardármelos; simplemente no había comprendido que al decir el diez por ciento
de todo él se refería a todo. No era un misterio el modo en que se enteró de mi
racha de buena suerte, ya que varios miembros de la compañía cinematográfica
habían compartido la mesa conmigo.
Fue la
continuación de ese episodio lo que ahora me preocupa y más tarde veréis por
qué. Una semana después regresamos a Las Vegas para repetir algunas tomas.
Volví a apostar - ¿por qué no hacerlo, dado que aún iba a la cabeza? - y esta
vez perdí cuatro mil. Debido a que no tuve rachas de suerte no permanecí largo
rato en ningún sitio. Recorrí toda la zona y visité una docena de casinos. No
me acompañaba nadie y nadie pudo conocer el total de mis pérdidas. Sin embargo,
cuando volví a ver a Roscoe para entregarle el dinero, me devolvió
cuatrocientos dólares. Bastante justo; si reducía mis ganancias, ¿por qué no
mis pérdidas? Pero, ¿cómo pudo enterarse?
No obstante,
hubo otra pista acerca de lo que quería decir con el diez por ciento de todo.
La cuestión realmente problemática surgió cuando me casé. Sí, lo habéis
adivinado pero tengo que explicar cómo se produjo.
A principios
del tercer año, firmé el contrato de mi primer papel estelar en una película
importante, a razón de cinco de los grandes por semana. Mejor dicho,
co-estelar; mi estrella compañera era una joven y bella actriz en camino de la
fama llamada Lorna Howard. Durante una sesión informativa antes de iniciar el
rodaje, Lorna y yo estábamos en el despacho del productor que súbitamente dijo:
- Oídme,
chicos, sólo se trata de una idea, pero los dos sois libres y sois solteros. Si
os casarais, quiero decir entre vosotros, podríamos hacer un gran montaje
publicitario. Bueno para la película y para vuestras carreras - sonrió -. Por
supuesto, sería un matrimonio de conveniencia.
Levanté una
ceja y miré a Lorna.
- ¿Lo sería? -
le pregunté.
Ella me
devolvió el levantamiento de ceja.
- Podría serlo,
señor, según qué quiera decir con eso de conveniencia.
Y por eso nos
casamos.
Al recordarlo,
me resulta difícil comprender y menos aún explicar por qué me aproveché tan
poco de las crecientes oportunidades que mi ascenso meteórico durante esos
primeros dos años me había dado con las mujeres. Bueno, desde luego había
tenido algunas aventurillas, pero fueron relativamente escasas y sin
importancia. Claro que había estado condenadamente ocupado y al final de un día
arduo solía sentirme muy fatigado y temeroso ante la idea de tener que madrugar
a la mañana siguiente para otro día semejante. A veces ni siquiera pensaba en
mujer durante varias semanas seguidas.
Pero el
matrimonio me apartó de todo eso. Lorna y yo no estábamos enamorados, pero ella
era tan concupiscente como hermosa y la boda resultó más que conveniente.
Durante un tiempo nos divertimos de la cabeza a los pies, a veces literalmente.
Sobre la base de que cada uno de nosotros era moralmente libre y de que, puesto
que no había amor, tampoco debían surgir los celos. No me aproveché de ese
acuerdo pero poco después comprendí que, evidentemente, yo no era suficiente
para ella y que Lorna tenía una aventura por otra parte. El diez por ciento del
tiempo, estaba convencido, después de enterarme por casualidad de quién era
amante.
No tenía motivos
morales para quejarme, pero le quitó belleza a las cosas. Ella lo percibió y
nos separamos. Después de estrenada la película, ella fue a Reno para obtener
un divorcio discreto. Dicho sea de paso, a mí no me costó nada; Lorna tenía más
capital que yo y los mismos ingresos. Tengo la corazonada de que si hubiese
tenido que pagar el divorcio o pensión de alimentos, me habría sido reembolsado
el diez por ciento de ese gasto.
En ese momento
había firmado contrato para otro papel estelar, en esta ocasión por una cifra
realmente astronómica, y de repente comprendí algo: más allá de determinado
nivel de ingresos, empezaba a perder dinero al ganar más. La mayoría de las
personas no lo comprenden y, a decir verdad, yo no me había dado cuenta, pero
cuando la parte de tus ingresos sujeta a impuestos supera los doscientos mil,
en el caso de un hombre solo, debes pagar el noventa y uno por ciento de todo
lo que está por encima de esa cantidad, lo que te deja el nueve por ciento...
menos, desde luego, el impuesto estatal sobre ingresos. Por lo tanto, dado que
el diez por ciento de mis ganancia brutas iban a Roscoe bajo cuerda y, en
consecuencia, no era deducibles, perdí dinero con todo lo que gané por encima
de los doscientos mil. Si alguna vez obtenía una ganancia bruta de medio millón
en un año, iría a la ruina. Jamás podría convertirme en una estrella máxima.
Pero no fue eso
lo que me llevó a tomar la decisión de matar a Roscoe como única forma de
anular un contrato irrevocable. No estaba tan ansioso de dinero y de más fama
y, aunque no me alegraría hacerlo, podía hacer lo mismo que ya ponía en
práctica algunas estrellas: interpretar una sola película al año. A Ramspaugh
no le gustaría, pero podría soportarlo.
El factor
desencadenante fue que me enamoré. Repentina total y desenfrenadamente, por
primera vez en mi vida y, lo sabía, por única vez. Ella no era actriz y nunca
había deseado serlo; se llamaba Bessie Evans y era guionista en la Columbia. La
primera vez que nos vimos, se enamoró de mí tan totalmente como yo de ella.
Roscoe tenía
que largarse. Quería tener algo más que una aventura con ella; deseaba casarme
para siempre y mientras Roscoe viviera no podría hacerlo. O, mejor dicho, no lo
haría. Si él obtenía el diez por ciento de ese matrimonio, igual tendría que
matarle, de modo que daba lo mismo que fuese antes.
Por supuesto,
me era imposible explicar a Bessie por qué no podía casarme con ella de
inmediato; simplemente tuve que pedirle que confiara en mí y lo hizo. Mientras
hacía planes para liquidar a Roscoe y liberarme, la oculté bajo seudónimo en un
pequeño apartamento de Burbank. La veía tan poco como nuestro ardor lo permitía
y siempre tomé las máximas precauciones para que no me siguieran hasta allí.
No entraré en
detalles sobre mi plan para acabar con Roscoe. Baste decir que conseguí un arma
a la que era imposible seguir el rastro y una llave de su apartamento. Y vestí
un disfraz perfecto a fin de que si me veían en su edificio de apartamentos, o
en sus proximidades, nunca pudieran reconocerme ni identificarme posteriormente.
Una madrugada,
a las tres en punto, usé la llave. Con el arma en la mano, crucé en silencio la
sala y abrí la puerta del dormitorio. De afuera llegaba apenas luz suficiente
para ver que él se sentaba súbitamente al oír el sonido de la puerta que se
abría. Disparé seis veces y ya no estuvo sentado.
Me hubiera ido
de inmediato, pero en el súbito silencio posterior a los disparos oí que una
ventana se cerraba con suavidad, aparentemente la de la cocina, ventana que por
lo que recordaba daba a una escalera de incendios.
Una súbita y
horrible sospecha me obligó a encender la luz del dormitorio y la horrible
sospecha quedó justificada. No se había tratado de Roscoe, solo en la cama.
Había sido Bessie, que momentáneamente se encontraba sola allí. ¿Por qué jamás
se me ocurrió ni remotamente que el diez por ciento de todo no sólo se refería
al dinero o al matrimonio?
En cierto
sentido, morí allí y entonces. De todos modos, llegué a la conclusión de que
quería morir, y si en el arma hubiese quedado un cartucho, probablemente lo
habría disparado contra mi cabeza. Pero telefoneé a la policía. Cuando
llegaron, había llegado a la conclusión de que les dejaría hacer el trabajo en
mi lugar en la cámara de gas.
Me negué a
hablar con la policía por temor a que un abogado pudiera aprovechar mi historia
para preparar, incluso contra voluntad, un alegato de demencia. Con el fin de
evitarlo, cuando conseguí un abogado y hablé con él, le conté mentiras que le
llevaron a suponer que tenía la base de una buena defensa y le convencí de que
me llevara al banquillo a declarar. Entonces, deliberadamente, dejé que el
fiscal me hiciera papilla durante el interrogatorio a fin de que no quedaran
dudas de que me condenarían a la pena de muerte.
A Roscoe no se
le vio más y aún sigue desaparecido. Puesto que el crimen tuvo lugar en su
apartamento, la policía intentó encontrarlo para interrogarle, pero no lo
necesitaban para que reforzara sus afirmaciones ni buscaron demasiado.
Pero esté donde
esté, el acuerdo entre nosotros es «permanente e irrevocable» y eso es lo que
me tiene asustado. Tanto que las últimas noches no he dormido.
¿Cuál es el
diez por ciento de la muerte? ¿Seguiré vivo un diez por ciento, consciente un
diez por ciento a lo largo de una gris eternidad? ¿Regresaré para volver a
vivir y a sufrir un día de cada diez o un año de cada diez... y en qué forma?
Si Roscoe es quien sospecho que es, ¿qué haré con el diez por ciento de un
alma?
Sólo sé que
mañana lo averiguaré... y estoy asustado.
FIN
Enviado por JR