Desde ese punto en adelante mis
impresiones apenas son de fiar, es más, todavía albergo una final y desesperada
esperanza de que todo haya formado parte de alguna pesadilla demoníaca o una
fantástica ilusión fruto del delirio febril. Y es que en mi cerebro ardía la
fiebre y cada cosa se me aparecía en medio de una especie de bruma, aunque en
ocasiones esta bruma fuese intermitente.
Los rayos de mi linterna apenas
perforaban la oscuridad reinante, revelándome destellos fantasmales de paredes
y bajorrelieves familiares; todo ello acusaba el deterioro del tiempo. Había un
lugar donde se amontonaban los restos del abovedado que había caído, por lo que
tuve que trepar por el montículo de piedras que casi llegaba al rasgado techo
de grotescas estalactitas.
Me hallaba en la cumbre máxima de
la pesadilla, con el empeoramiento de la fuerza compulsiva de las
pseudomemonas. Sólo una cosa dejaba de serme familiar, y era mi tamaño en
relación con la monstruosa edificación. Me notaba oprimido por una sensación de
insólita pequeñez, como si la vista de estas elevadas paredes desde un simple
cuerpo humano me resultara algo totalmente nuevo y anormal. Una y otra vez me
miraba a mí mismo, vagamente turbado por la forma humana que poseía.
Salté, tropecé y me tambaleé
siguiendo hacia delante a través de la negrura abismal, cayendo y magullándome
con frecuencia, y en una ocasión casi rompí mi linterna. Cada piedra y rincón
de aquel diabólico pasaje me eran conocidos, y en múltiples puntos me detuve
para proyectar rayos de luz por las arcadas obturadas, en ruinas, pero
familiares.
Algunas salas se habían
desplomado por entero; otras estaban desnudas, aunque tras unos instantes de
marcha tuve que detenerme ante una abierta e irregular grieta abismal cuyo
punto más estrecho no debía de ser menor de metro y medio. Por allí se había
desplomado par-te de la sillería, revelando una incalculable y negrísima
profundidad.
Estaba seguro de la existencia de
dos pisos subterráneos más en este edificio titánico, y temblaba con un pánico nuevo
al recordar la trampilla cerrada con flejes metálicos de la planta más baja.
Ahora no habría centinelas junto a ella, porque los seres que construyeron todo
esto hacía tiempo que vivieron su ocaso y llegaron a su extinción. Lo mismo que
las entidades recluidas tras las trampillas cerradas, aunque éstas, cuando
apareciera la raza coleóptera posthumana, habrían muerto del todo. Y, sin
embargo, temblé de nuevo al acordarme de las leyendas indígenas.
Necesité de un terrible esfuerzo
para franquear aquel abierto abismo, puesto que los escombros del suelo
impedían tomar impulso mediante una simple carrerilla, pero me impulsó la
locura. Elegí un lugar cerca de la pared de la izquierda, donde la grieta era
menos ancha y el lado opuesto aparecía razonablemente libre de escombros
peligrosos, y tras un momento de frenes!, llegué a la otra parte sin novedad.
Por fin, ya en el nivel más
profundo, pasé por delante de la arcada de la sala de máquinas, dentro de la
cual se adivinaban fantásticas ruinas de metal semienterradas por la desplomada
bóveda. Todo se hallaba donde yo sabía que debería estar, así que trepé
confiado por los escombros que cerraban la entrada de un vasto corredor
transversal. Comprendí que ese corredor me llevaría hasta los archivos
centrales, cruzando por debajo de la ciudad.
Infinidad de épocas parecían
desplegarse mientras avanzaba dando tumbos, saltando y arrastrándome a lo largo
del pasadizo repleto de ruinas. De vez en cuando distinguía los bajorrelieves
de las antiquísimas paredes; algunos me resultaban familiares, otros
evidentemente añadidos desde el período de mis sueños. Puesto que ésta era una
carretera subterránea que conectaba diversas edificaciones, no cruzaba por
delante de portalones excepto cuando el camino pasaba a través de los pisos
inferiores de algunas estructuras.
En unas pocas de estas
intersecciones me desvié lo suficiente como para echar un vistazo a alguna de
las salas que recordaba con cierta claridad. Sólo dos veces encontré cambios
radicales en comparación con lo que había soñado, y en uno de estos casos
todavía pude seguir los contornos ocluidos de la arcada que yo recordaba.
Temblé con violencia y
experimenté una curiosa oleada de debilidad cuando, a toda prisa y de mala
gana, atravesé la cripta de una de aquellas ruinosas torres sin ventanas cuya
extraña sillería basáltica era mudo recordatorio de su horrible origen.
Esta primitiva bóveda era
redonda, con un diámetro de más de setenta metros, sin ningún bajorrelieve que
adornara las negras piedras. El piso aquí estaba libre de todo lo que no fuera
polvo y arena, y pude distinguir las aberturas que conducían a las zonas
superior e inferior. No había escaleras, ni rampas; es más, en mis sueños veía
aquellas torres de superior antigüedad completamente intactas, sin que las
hubiera alterado la fabulosa Gran Raza. Con toda evidencia, quienes las construyeron
no necesitaban ni escaleras ni rampas.
En mis pesadillas, la abertura
que daba acceso a otras partes inferiores estaba herméticamente cerrada y con
una vigilancia ininterrumpida. Ahora aparecía abierta, negra y amenazadora,
dando paso a una fuerte corriente de aire fresco y húmedo. No me he permitido
nunca pensar o imaginar qué clase de ¡limitadas cavernas de eterna noche podían
ocupar sus profundidades.
Más tarde, tras abrirme paso por
una Parte del corredor muy castigada por los desprendimientos, llegué a un
lugar donde todo el techado se había derrumbado. Los escombros se alzaban como
una montaña y tuve que trepar sobre ellos, pasando por un vasto espacio vacío
en el que mi linterna no revelaba la existencia de muros ni de bóvedas. Reflexioné
que aquello debía de ser el sótano de la casa de los suministradores de metal,
situada frente a la tercera plaza, no lejos de los archivos. Me fue imposible
conjeturar lo que había sucedido.
Volví a hallar el corredor pasada
la montaña de escombros y piedras, pero al poco lo encontré completamente
obstruido, con la desplomada bóveda casi rozando el peligroso e inestable
techado. Ignoro de qué forma logré arrancar y apartar los bloques suficientes
como para crear un pasadizo, y cómo me atreví a perturbar el inestable
equilibrio de los fragmentos cuando el cambio más insignificante pudo haber
hecho que toneladas y toneladas de sillería cayeran sobre mí y me sepultaran
para toda la eternidad.
Fue la pura locura lo que me
impulsaba y me guiaba; siempre y cuando, como espero y confío, toda aquella
aventura subterránea no fuese una fase o ilusión infernal dentro de mis
pesadillas. Pero conseguí -o creo que conseguí- practicar un pasadizo por el
que seguir adelante. Mientras esforzaba mi cuerpo en la estrecha abertura para
franquear el montículo -con la linterna encendida y sujeta con la boca- noté
cómo las fantásticas estalactitas del rasgado techo agujereaban y laceraban mi
piel y mis ropas.
Me hallaba cerca ya de la gran estructura subterránea de los archivos que parecía ser la meta final de mi viaje. Deslizándome y resbalando por el otro lado de la barrera, orientándome gracias a los restos reconocibles del corredor, encendiendo y apagando de modo intermitente mi linterna, llegué por último a una cripta baja y circular con arcos que se abrían en todos los lados y que se encontraban en un maravilloso estado de conservación.
Las paredes, o las partes que
quedaban al alcance de la luz de mi linterna, estaban casi por completo
cubiertas de jeroglíficos y cinceladas con los típicos símbolos curvilíneos,
algunos añadidos después del período de mis sueños.
Comprendí que había llegado a mi
destino y penetré por un arco familiar que se abría a la izquierda. Apenas
dudaba que encontraría un pasaje despejado que, partiendo de la rampa,
conduciría a todos los pisos restantes. Este vasto albergue de los anales del
sistema solar había sido construido con una pericia sobrenatural, que le
proporcionaba resistencia para durar tanto como el propio sistema.
Bloques de ingente tamaño,
colados con genio matemático y unidos con cementos de increíble dureza, se
habían combinado para formar una masa tan firme como el núcleo rocoso del
planeta. Aquí, tras épocas más prodigiosas que lo que podía aceptar mi cordura,
su mole enterTada se alzaba con todos sus detalles esenciales, con los vastos
suelos polvorientos apenas sembrados de los pequeños escombros que, en las
demás dependencias, eran la nota dominante.
El camino relativamente fácil a
partir de este punto se me subió a la cabeza de manera curiosa. Toda la
frenética impaciencia hasta entonces frustrada por los obstáculos se transformó
en una especie de febril velocidad y, de forma
literal, corrí a lo largo de los
monstruosos pasillos, cuyo bajo techado tan bien recordaba, alejándome de la
arcada que les servía de acceso.
La familiaridad de cuanto veía
había dejado ya de asombrarme. A cada lado, las grandes puertas de las
estanterías metálicas adornadas con jeroglíficos se cernían monstruosas;
algunas permanecían en su sitio, otras estaban abiertas, y otras más aparecían
dobladas y combadas a causa de pasadas tensiones geológicas que no fueron lo
bastante fuertes, sin embargo, para destruir la titánica sillería.
De trecho en trecho, un montón de
escombros cubierto de polvo bajo alguna abierta y vacía estantería parecía indicar
dónde cayeron las cajas por causa de los temblores de tierra. En las columnas,
de vez en cuando, se distinguían grandes símbolos y letreros anunciando clases
y subclases de volúmenes.
Durante un momento me detuve ante
una bóveda abierta, en cuyo interior vi alguna de las acostumbradas cajas de
metal todavía en su sitio, en medio del omnipresente polvo arenoso. Extendiendo
el brazo, saqué con cierta dificultad uno de los volúmenes más delgados y lo
puse en el suelo para inspeccionarlo. Estaba titulado en los abundantes
jeroglíficos curvilíneos, aunque había algo en la disposición de los caracteres
sutilmente inusual.
Me era bien conocido el viejo
mecanismo del cierre curvo, de gancho, y abrí la tapa todavía brillante,
sacando el libro del interior. Como esperaba, el tomo medía unos cincuenta
centímetros de alto, veinticinco de ancho y cinco de grueso; las finas tapas de
metal se abrían por la parte superior.
Las páginas de fuerte celulosa no
parecían afectadas por la miríada de ciclos de tiempo que habían soportado, así
que estudié las letras del texto, hechas a pincel, con un trazo singular
-símbolos diferentes a los usuales jeroglíficos curvilíneos y a cualquier
alfabeto conocido por los humanos-, en medio de un semidespertar de mis
recuerdos.
Comprendí que aquel era el idioma
empleado por una mente cautiva a la que conocí superficialmente en mis sueños,
un intelecto originario de un gran asteroide en el que sobrevivió la mayor
parte de la vida y de costumbres arcaicas de cierto primitivo planeta del que
el asteroide fue un fragmento. Al mismo tiempo, recordé que este piso de los
archivos estaba destinado a los volúmenes referentes a planetas extraterrestres.
Mientras dejaba de meditar en
aquel increíble documento, advertí que flaqueaba la luz de mi linterna, y
rápidamente le puse las pilas de recambio que siempre llevaba conmigo. Luego,
provisto de mayor caudal luminoso, reanudé mi febril carrera por el infinito
laberinto de pasillos y corredores, reconociendo de vez en cuando alguna
estantería familiar, y vagamente molesto por las condiciones acústicas que
producían un eco, incongruente para estas catacumbas, del sonido de mis
pisadas.
Hasta las huellas de mis zapatos,
impresas a mi espalda sobre el milenario polvo jamás hollado, me hacían
estremecer. Nunca con anterioridad, si mis locos sueños contenían algo de
verdad, un pie humano había pisado tan inmemoriales pavimentos.
Mi mente consciente no tenía ni
el menor atisbo acerca de la identidad de lo que parecía ser meta final de mi
febril carrera. Sin embargo, existía alguna fuerza de maligna potencia que
empujaba a mi turbada voluntad, sacando a la luz los soterrados recuerdos, y
que hacía que sintiera de forma vaga que no marchaba sin rumbo fijo, que no
caminaba al azar.
Llegué hasta una rampa
descendente y la seguí hasta sus profundas entrañas. Las plantas quedaron atrás
y arriba mientras seguía corriendo, pero no me detuve a explorar ninguna de
ellas. En mi atorbellinado cerebro había comenzado a sonar cierto ritmo que
hizo que mi mano derecha se contrajera siguiendo el compás. Deseaba abrir algo,
y me daba cuenta de que conocía todos los complicados giros y presiones
necesarios para conseguirlo. Se parecía a una moderna caja fuerte con cerradura
de combinación.
Sueño o no, lo aprendí antaño y
seguía sabiéndolo. No traté de explicarme cómo ningún sueño o retazo de leyenda
asimilado inconscientemente podía haberme enseñado un detalle tan minucioso,
tan intrincado y tan complejo. Me encontraba más allá de todo pensamiento
coherente. ¿Porque acaso esta experiencia, esta sorprendente familiaridad con
una serie de desconocidas ruinas, y esta exacta identidad de todo lo que tenía
ante mí con lo que sólo podían haberme sugerido los sueños y los mitos, no era
un horror que superaba todo raciocinio?
Lo más probable es que mi
convicción básica fuera entonces -como lo es ahora, durante mis momentos de
mayor cordura- la certeza de no estar despierto en absoluto, y de que toda la
ciudad enterrada era un fragmento de febril alucinación.
Al poco tiempo llegué al nivel
inferior y me desvié hacia la derecha de la rampa. Por algún oscuro motivo
traté de pisar con más suavidad, aunque al hacerlo así mi velocidad
disminuyera. Había un espacio en este último y más profundo piso que me daba
miedo atravesar.
Al acercarme a él recordé qué era
la cosa que temía en aquel lugar. Se trataba sencillamente de una de las
trampillas barradas y vigiladas día y noche. Ahora no habría centinelas y por
esa razón temblé y caminé de puntillas como hiciera al pasar a través de la
bóveda de negro basalto donde permanecía abierta una trampilla similar.
Noté una corriente de aire frío,
como sintiera en la citada trampilla anterior, y deseé que mi trayectoria me
hubiese llevado en otras direcciones. Ignoraba por qué tomé aquel camino en
particular.
Cuando llegué al espacio temido
vi que la trampilla estaba también abierta de par en par. Delante comenzaba de
nuevo la serie de estanterías y advertí en el suelo, frente a una de ellas, un
montón de escombros con una leve capa de polvo, donde habían caído hacía poco
algunas de las cajas. Al mismo tiempo, una nueva oleada de pánico se apoderó de
mí, aunque pasó algún tiempo antes de que descubriera el motivo.
No era raro encontrarse con
montones de cajas caídas, porque en el transcurso de los eones aquel oscuro
laberinto se había visto sacudido por temblores de tierra y, a intervalos,
acogió en mil ecos el estrépito ensordecedor de objetos al caer. Fue sólo
cuando casi había cruzado el espacio que comprendí el motivo de mis violentos
temblores.
No se trataba del montón de
escombros, sino de algo que había en el polvo del suelo. Eso era lo que me
perturbaba. A la luz de la linterna me pareció que el polvo no estaba tan
igualmente repartido como debiera, en algunos sitios parecía más fina la capa,
como si la hubieran alterado no muchos meses atrás. No estaba seguro, porque
incluso en esos lugares el polvo era abundante; sin embargo, resultaba
inquietante experimentar sospechas acerca de la posible irregularidad en la
masa de polvo.
Cuando enfoqué con la linterna
uno de esos lugares, lo que el rayo de luz me mostró me hizo sentir enormemente
turbado, porque la ilusión de regularidad había sido muy grande. Había allí una
serie de líneas regulares de impresiones o huellas compuestas, impresiones que
iban de tres en tres, cada una sobrepasando un poco el espacio de un palmo
cuadrado, y compuestas por cinco huellas casi circulares de unos ocho
centímetros.
Estas posibles líneas de huellas
parecían tomar dos direcciones, como si algo hubiera ido y venido a alguna
parte. Como es lógico, aparecían muy débiles y quizá pudieron ser casuales o
simples imaginaciones mías; pero constituían un elemento de impreciso y
acechante terror en el camino que yo creí que seguían. Porque en uno de los
extremos de la serie de impresiones había un montón de cajas que debieron caer
no hacía mucho tiempo, mientras que el otro extremo conducía a la ominosa
trampilla abierta con el aire frío brotando de abismos inimaginables.