Capítulo VIII

 

Que me sobrepusiera al miedo demuestra el profundo arraigo de mi extraño sentido compulsivo. Ningún motivo racional me hubiera obligado a proseguir después de ver aquella horrenda sugerencia de huellas y sentir la evocación de pesadillas agobiantes que éstas despertaban. No obstante, mi mano derecha, aunque continuara temblando de miedo, seguía contrayéndose al compás rítmico en su ansiedad por manipular la cerradura que yo esperaba encontrar. Antes casi de darme cuenta, había dejado atrás el montón de cajas últimamente caídas y corría de puntillas por los pasillos cubiertos de polvo virgen hacia un punto que parecía conocer mórbida y terriblemente bien.

 

Mi mente se hacía preguntas sobre cuyo origen e importancia comenzaba a tener una vaga noción. ¿Llegaría un cuerpo humano a alcanzar la estantería? ¿Podría una mano humana repetir los antiquísimos movimientos necesarios para abrir la cerradura? ¿Estaría la cerradura en condiciones de funcionamiento? ¿Y qué haría, qué me atravería a hacer, con lo que, como ahora comenzaba a comprender, a la vez esperaba y temía encontrar? ¿Demostraría la impresionante y demencial verdad de una pasada concepción extranormal, o probaría sólo que yo estaba soñando?

 

Me di cuenta de que había dejado de correr de puntillas y estaba ahora inmóvil, mirando con fijeza a una fila enervantemente familiar de estanterías con jeroglíficos. Su estado de conservación era casi perfecto, y sólo tres puertas de las más próximas estaban abiertas.

 

Me resulta imposible describir cuáles eran mis sentimientos hacia aquellas estanterías; tan honda y persistente era la certeza de que las conocía de antaño. Miré a la última fila, cerca del techo, fuera por completo de mi alcance, mientras me preguntaba cómo podría trepar mejor hasta alcanzarla. Una puerta abierta a cuatro filas de la parte baja me serviría de ayuda, y las cerraduras de las puertas me proporcionarían posibles asideros a manos y pies. Sujetaría la linterna con los dientes, como ya hice en otros lugares donde necesité ambas manos. Pero, por encima de todo, no debía hacer el menor ruido.

 

Resultaría difícil bajar cargado con lo que quería llevarme, pero quizá pudiera enganchar su cierre móvil en el cuello de mi americana y cargar con él como si fuese una mochila. Volví a preguntarme si la cerradura estaría intacta. No me cabía la menor duda de que podría repetir cada familiar movimiento preciso para abrir. Pero esperaba que la puerta no chirriase ni emitiese el menor chasquido y que mi mano lograse manejarla de forma adecuada.

 

Incluso mientras pensaba en todos estos detalles había cogido la linterna con la boca e iniciado la ascensión. Las cerraduras resultaban precarios puntos de apoyo; pero, como esperaba, la estantería abierta me fue de gran ayuda. Empleé a la vez la puerta batiente y el borde mismo de la abertura para iniciar el ascenso, y logré evitar todo crujido fuerte y audible.

 

En equilibrio sobre el borde de la puerta e inclinándome todo lo posible a la derecha, pude alcanzar por poco margen la cerradura buscada. Mis dedos, entumecidos

 

la escalada, se mostraron torpes al principio; pero pronto vi que, anatómicamente, eran apropiados para la manipulación. Y el ritmo mnemónico era bien recordado por ellos.

 

Surgiendo de los desconocidos abismos del tiempo, los complicados y secretos movimientos habían llegado de alguna forma a mi cerebro con todo detalle y corrección, porque apenas tras cinco minutos de intentarlo percibí el chasquido cuya familiaridad resultó más asombrosa dado el hecho de que no lo había previsto de manera consciente. Un instante después, la puerta metálica se abría despacio con tan sólo un leve rechinar.

 

Turbado, miré la fila de cajas grisáceas así expuestas y experimenté la tremenda oleada de una explicable emoción. Al alcance de mi mano derecha había una caja cuyos curvos jeroglíficos me hicieron temblar con un ramalazo infinitamente más complejo que el del simple miedo. Temblando todavía, logré extraerla en medio de una lluvia de copos arenosos y tiré de ella hacia mí sin ningún ruido violento.

 

Como la otra caja que manipulara, medía cincuenta por veinticinco centímetros, con dibujos curvilíneos matemáticos en bajorrelieve. Su grosor apenas excedía los siete centímetros.

 

Sujetándola precariamente entre mi cuerpo y la superficie de la estantería a la que me había encaramado, manipulé el cierre y logré soltar el gancho. Alcé la tapa, coloqué a mi espalda el pesado objeto y prendí el gancho en el cuello de mi americana. Con las manos ahora libres, descendí torpemente hasta el polvoriento suelo y me preparé para examinar mi trofeo.

 

Arrodillado en el polvo, di la vuelta a la caja y la coloqué ante mí. Me temblaban las manos y temía sacar el libro casi tanto como lo deseaba y me veía impulsado a hacerlo. Poco a poco iba haciéndose la luz dentro de mí acerca de lo que encontraría, y esta comprensión estuvo a punto de paralizar mis facultades.

 

Si la cosa estaba allí dentro -y si yo no soñaba-, las implicaciones quedarían por completo más allá de la facultad de resistencia del alma humana. Lo que más me atormentaba era mi actual incapacidad de sentir que cuanto me rodeaba pertenecía a un sueño. La sensación de realidad era horrible, y se repite cuando evoco la escena.

 

Por último, tembloroso, saqué el libro de su estuche y miré fascinado los conocidísimos jeroglíficos de su cubierta. Parecía en perfecto estado de conservación, y las letras curvilíneas del título me mantuvieron casi tan hipnotizado como si pudiera leerlas. Es más, no podría jurar el no haberlas leído en algún fugaz y terrible acceso de memoria anormal.

 

Ignoro cuánto tiempo pasó hasta que me atreví a levantar la delgada cubierta metálica. Me entretuve con banales excusas. Me quité la linterna de la boca y la apagué para ahorrar pilas. Luego, en la oscuridad, hice acopio de valor, y finalmente levanté la tapa sin encender la luz. Por último, proyecté un destello de la linterna sobre la página descubierta, previniéndome por anticipado para reprimir cualquier sonido que me hiciese emitir lo que viera en ella.

 

Miré un instante y me desplomé. Apretando los dientes, sin embargo, guardé silencio. Me hundí totalmente en el polvo y me llevé la mano a la frente en medio de la total oscuridad circundante. Allí estaba lo que temía y esperaba. 0 bien estaba soñando, o el espacio y el tiempo se habían convertido en una cruel burla.

 

Tenía que estar soñando, pero pondría a prueba el horror llevándome aquella cosa y enseñándosela a mi hijo, si es que el objeto tenla existencia real. La cabeza me daba vueltas de forma espeluznante, aún cuando no hubiera objetos visibles, dentro de la inmensa oscuridad, que me sirvieran de puntos de referencia. Ideas e imágenes del más desnudo terror -provocadas por las cosas que viera en mi fugaz atisbo- comenzaron a condensarse en mí, nublándome los sentidos.

 

Pensé en aquellas posibles pisadas en el polvo y el sonido de mi respiración me provocó temblores. De nuevo lancé un destello de luz sobre la página, mirándola como la víctima de la serpiente debe mirar a los colmillos y los ojos del enemigo que va a destruirle.

 

Luego, con dedos torpes, en la oscuridad, cerré el libro, volví a meterlo en su estuche y bajé la tapa, accionando el curioso cierre de gancho. Esto era lo que tenía que llevar al mundo exterior, si es que tenía existencia real -si todo el abismo existía-, y si tanto yo como el mundo existíamos en verdad.

 

No estoy seguro de cuándo me puse en pie e inicié el camino de regreso. Me viene singularmente ahora a la memoria –como medida de mi sentido de separación del mundo normal- que ni en una sola ocasión durante aquellas abominables horas pasadas en el subterráneo miré mi reloj

 

Empuñando la linterna y con la ominosa caja bajo el brazo, me descubrí caminando de puntillas en una especie de silencioso pánico más allá del abismo del que brotaba la corriente de aire frío y en cuyas proximidades aparecían las amenazadoras sugerencias de pisadas. Relajé mis precauciones mientras ascendía por las interminables rampas, pero no pude sacudirme de encima la sombra de la aprensión que no había sentido durante mi periplo descendente.

 

Temía tener que volver a cruzar la cripta de basalto negro más vieja que la propia ciudad, donde se acumulaban frías corrientes de aire nacidas en insólitas profundidades. Pensé en lo que había temido la Gran Raza y que todavía podía estar al acecho -aunque débil y moribundo- allá abajo. Pensé en los cinco circulitos de cada huella y en lo que me revelaron mis sueños acerca de estas pisadas, junto con los extraños vientos y ruidos sibilantes asociados a ellas. Y pensé en los relatos de los indígenas actuales, henchidos de horror hacia los grandes vientos y las innominadas ruinas.

 

Por un símbolo labrado en la pared supe cuál era el piso por el que tenía que pasar y, por último, tras dejar atrás el otro libro que examinara con anterioridad, llegué al gran espacio circular con arcadas radiales. A mi derecha, reconocible de inmediato, estaba la arcada por la que había llegado. Entré, consciente de que el resto de mi ruta sería más difícil por culpa del ruinoso estado de la sillería exterior al edificio de los archivos. La pesadez de la caja metálica me agobiaba, y a cada paso encontraba mayores dificultades para no hacer ruido mientras iba dando tumbos por entre escombros y fragmentos de todas clases.

 

Luego alcancé el montículo de ruinas que llegaba hasta el techo y a cuyo través me labrara un precario pasadizo. Mis temores al retorcerme para franquearlo de nuevo eran infinitos, porque la primera vez hice bastante ruido y ahora -tras ver aquellas posibles pisadas- el temor de causar cualquier sonido lo superaba todo. La caja también aumentaba el problema de cruzar la estrecha grieta.

 

Pero remonté la barrera lo mejor que pude y empujé la caja metiéndola por la abertura. Luego, con la linterna entre los dientes, trepé y pasé yo mismo, hiriéndome en la espalda, como antes, con las estalactitas.

 

Al tratar de recoger la caja, cayó por la pendiente de los escombros a cierta distancia delante de mí, produciendo un perturbador estrépito cuyos ecos hicieron que mi cuerpo se cubriese de frío sudor. Salté a por ella de inmediato y la recuperé sin más ruidos.... pero un instante después los bloques resbalaron bajo mis pies causando un súbito e imprevisto estrépito.

 

Ese estrépito me resultó fatal. Porque, fuera falso o no, me pareció oír una especie de respuesta terrible procedente de los corredores que había dejado atrás. Creí percibir un sonido sibilante agudo, nada parecido a lo que se escucha en la Tierra y fuera de toda posible descripción. En tal caso, lo que siguió tiene una amarga ironía pues, a no ser por el pánico a esa cosa, lo que ocurrió después nunca hu_ biera sucedido.

 

De todas formas, mi frenesí era absoluto e irreprimible. Tomando la linterna en la mano y aferrando débilmente la caja, salté y brinqué frenéticamente sin otra idea en mi cerebro que el loco deseo de escapar corriendo de aquellas ruinas de pesadilla y verme en el mundo del desierto bañado por la luna que tan lejos quedaba encima de mí.

 

Apenas recuerdo cuándo llegué a la montaña de escombros que se alzaba hasta la vasta negrura de más allá del desplomado techo, y me magullé y me herí repetidas veces mientras trepaba por la escarpada ladera de puntiagudos bloques y fragmentos.

 

Luego vino el gran desastre. Mientras cruzaba a ciegas la cumbre, sin estar preparado para la repentina pendiente que seguía, mis pies resbalaron por completo, y me encontré envuelto en una avalancha de escombros cuyo descomunal estruendo hendió el negro aire de la caverna en una serie ensordecedora de atronadoras reverberaciones.

 

No recuerdo mi salida de aquel caos, pero un momentáneo fragmento de consciencia me muestra cayendo y arrastrándome a lo largo del corredor en medio del estruendo, llevando todavía caja y linterna.

 

Luego, al acercarme a la primitiva cripta de basalto, la locura absoluta que tanto temiera me sobrevino. Porque mientras se iban apagando los ecos de la avalancha, se hizo audible una repetición de aquel silbido extraterrestre que creí haber oído antes. Esta vez no cabía la menor duda y, todavía peor, no procedía de ningún punto a mi espalda, sino de delante de mí.

 

Lo más probable es que entonces gritara. Tengo una borrosa imagen de mí mismo corriendo por la infernal bóveda basáltica construida por los seres más antiguos y escuchando el diabólico silbido que salía por la abierta puerta que era uno de los accesos a la negrura ¡limitada de la nada, de aquel universo dentro del planeta en el que la Gran Raza confinó a los seres semietéreos. También había viento, no una simple corriente húmeda y fría, sino una ráfaga violenta y decidida, soplando salvaje y fría desde aquel abominable abismo del que también procedía el siniestro silbido.

 

Recuerdo haber saltado y rodeado obstáculos de todas clases, con ese viento torrencial, y el penetrante sonido que crecía a cada instante y que parecía seguir de forma deliberada mis pasos mientras semejaba surgir perversamente de todos los lugares de debajo de mí y a mi espalda.

 

Aunque soplando por detrás, el viento tenía la singular propiedad de dificultar mi marcha, en vez de facilitarla; actuando como un lazo que me hubieran arrojado, rodeándome. Sin reparar en el ruido que yo hacía, atravesé una gran barrera de bloques y me encontré de nuevo en la estructura que conducía a la superficie.

 

Recuerdo haber tenido un atisbo de la arcada de la sala de máquinas, y que casi grité cuando vi la rampa que conducía a una de aquellas profanas trampillas que debía de estar abierta dos plantas más abajo. Pero en vez de lanzar un chillido, murmuré repetidas veces para mí que todo esto era un sueño del que pronto despertaría. Quizá me encontraba en el campamento quizá en mi casa de Arkham. Con todas estas vanas esperanzas reforzando mi cordura, abordé la rampa que llevaba al piso superior.

 

Sabía, por supuesto, que tenía que volver a atravesar la hendidura de metro y medio; sin embargo, hasta no estar sobre ella, abrumado por otros temores, no comprendí el horror que comportaba tan difícil salto. Durante el descenso el brinco no tuvo dificultades, pero ¿podría franquear la brecha yendo cuesta arriba y agobiado por el miedo, el cansancio, el peso de la caja metálica y el anómalo tirón hacia atrás de aquel viento demoníaco? Pensé en todas estas cosas en el último momento, y pensé también en las indecibles entidades que podían estar al acecho dentro de los negros abismos que quedaban bajo la grieta.

 

La luz de la linterna se debilitaba, pero por algún ignoto recuerdo pude saber cuándo me encontraba cerca de la hendidura. Las frías ráfagas de viento y los nauseabundos y agudos silbidos de detrás de mí sir-vieron de momentáneo lenitivo, entorpeciendo mi imaginación de modo que no captara todo el horror que emanaba de la abierta brecha que tenía delante. Y entonces me di cuenta de las nuevas ráfagas y de los nuevos silbidos que venían de la grieta, oleadas de abominación que subían de profundidades inimaginadas e inimaginables.

 

Ahora tenía sobre mí la esencia de la más pura pesadilla. Perdida toda cordura, e ignorándolo todo excepto el impulso animal de huir, me limité a forcejear y a correr por los restos de la rampa como si no existiera el abismo. Luego vi el borde del precipicio, salté frenéticamente, empleando hasta el último gramo de mis energías, y me vi de repente inmerso en un pandemonio vertiginoso de horrendo sonido y de profunda y tangible oscuridad.

 

Según lo que puedo recordar, ahí acaba mi experiencia. Todas las impresiones posteriores pertenecen por entero a los dominios del delirio fantasmagórico. Sueño, locura y recuerdos se funden anárquicos en una serie de fragmentarias ilusiones fantásticas que no pueden tener relación con nada real.

 

Hubo una odiosa caída por incalculables kilómetros de viscosa y repelente oscuridad, y una babel de ruidos profundamente extraños a todo lo que conocernos en la Tierra y su vida orgánica. Sentidos rudimentarios, dormidos, parecieron cobrar vitalidad dentro de mi, hablándome de fosos y vacíos poblados por horrores flotantes que conducían a océanos y simas sin sol y a populosas ciudades de torres basálticas sin ventanas y sobre las que nunca brilló ninguna luz.

 

Secretos del primitivo planeta y de sus inmemoriales eones destellaron en mi cerebro sin ayuda de la vista o del oído, y conocí entonces cosas que ni siquiera se sugirieron en los más salvajes de mis primeros sueños. Y durante todo el rato, fríos dedos de húmedo vapor me aferraban y me alzaban, y aquel condenado silbido arcaico chirriaba cruelmente por encima de todos los altibajos de babel y silencio en los torbellinos de la circundante oscuridad.

 

Después surgieron las visiones de la ciclópea ciudad de mis pesadillas, no en ruinas, sino tal como la viera en mis sueños. Volvía a encontrarme en mi cuerpo cónico inhumano, y me mezclaba con las multitudes de la Gran Raza y con las mentes cautivas que transportaban libros por los titánicos corredores y las vastas rampas.

 

Luego, sobreimpuestas a estas imágenes, aparecieron temibles y fugaces destellos de una consciencia no visual que entrañaba luchas desesperadas, un liberarse con retorcidos esfuerzos de aferrantes tentáculos de viento sibilante, un loco vuelo al estilo de los murciélagos a través de un aire semisólido, un febril excavar por entre una oscuridad barrida por los ciclones y un frenético caer y arrastrarse por encima de la desplomada sillería.

 

En una ocasión hubo un destello intruso y curioso de semivisión, una sospecha difusa y débil de azulada iluminación muy lejana, en las alturas. Luego vino un sueño de ascensión y de arrastrarse perseguido por el viento; un retorcerse en medio de una llamarada de sardónica luz lunar a través de una mezcolanza de escombros que resbalaban y me hacían caer de lleno en el centro de un mórbido huracán. Fue el maligno y monótono batir de aquella enloquecedora luz de luna lo que, por último, me hizo comprender que había vuelto a lo que fuera para mí el mundo objetivo de la vigilia.

 

Me encontraba arrastrándome por las arenas del desierto australiano, y a mi alrededor aullaba un aire tan tumultuoso como nunca conocí en la superficie de nuestro planeta. Mis ropas estaban hechas jirones y todo mi cuerpo era una masa de despellejaduras y arañazos.

 

Poco a poco recuperé la plena consciencia, y en ningún momento pude precisar dónde desapareció el sueño delirante y comenzó el verdadero recuerdo. Parecía ser que hubo un montículo de bloques titánicos y un abismo debajo, una monstruosa revelación del pasado y al final un horror de pesadilla.... pero ¿cuánto de esto era real?

 

Había perdido la linterna y otro tanto me había sucedido con la caja metálica que descubriera. ¿Pero existió tal caja, o el abismo, o el montículo? Levanté la cabeza y miré hacia atrás, y vi tan sólo las estériles y onduladas arenas del desierto.

 

El viento demoníaco cesó, y la luna hinchada y lechosa se hundió enrojecida por el oeste. Me puse en pie y comencé a caminar dando tumbos en dirección suroeste, hacia el campamento. ¿Qué me había sucedido en realidad? ¿Me desplomé simplemente en la arena y arrastré luego mi cuerpo entre sueños durante kilómetros y kilómetros de desierto y de bloques enterrados? En caso negativo, ¿cómo podría soportar vivir por más tiempo?

 

Porque, en esta nueva duda, mi fe en la irrealidad de mis visiones, cuyo origen achacaba a los mitos, se disolvía una vez más en la infernal duda. Si el abismo era real, la Gran Raza también, y sus profanos sondeos y raptos en el vórtice de todo el cosmos no eran mitos ni pesadillas, sino una terrible y anonadadora realidad.

 

¿Me había visto de lleno, hecho horrendo, retrotraído a un mundo prehumano de hace ciento cincuenta millones de años, en aquellos días oscuros y desconcertantes de mi amnesia? ¿Acaso mi cuerpo actual fue el vehículo de alguna terrible consciencia extrahumana procedente de los abismos paleogénicos del tiempo?

 

¿Es que yo, como mente cautiva de aquellos deslizantes horrores, conocía realmente la maldita ciudad de piedra en su primitivo esplendor, y recorrí los corredores familiares bajo la forma repelente de mi captor? ¿Eran estos atormentadores sueños de hacía más de veinte años de antigüedad el retoño de recuerdos de monstruosa locura?

 

¿Había hablado de verdad con mentes de inalcanzables rincones del tiempo y el espacio, aprendiendo los secretos del universo, pasados y por venir, y escrito los anales de mi propio mundo para las cajas metálicas de los titánicos archivos? ¿Y estaban en realidad aquellos otros -las cosas sorprendentemente viejas de los vientos locos y silbidos demoníacos- rondando, esperando y debilitándose poco a poco en los negros abismos mientras diversas formas de vida recorrían sus multimilenarias rutas sobre la vieja superficie del planeta?

 

No lo sé. Si ese abismo y lo que contenía eran reales, no hay esperanza. Entonces, con toda certeza, se cierne sobre este mundo del hombre una burlona e increíble presencia venida del tiempo. Pero, piadosamente, no hay pruebas de que esas cosas no sean sino fases recientes de mis míticos sueños. Ni traje conmigo la caja metálica que hubiera constituido evidencia irrefutable, ni, hasta ahora, han sido encontrados los corredores subterráneos.

 

Si las leyes del universo son benévolas, nunca serán descubiertos. Pero tengo que contarle a mi hijo lo que vi o creí ver, y dejar que utilice su criterio como psicólogo para calibrar la realidad de mi experiencia y comunicar o no este relato a los demás.

He dicho que la terrible verdad que respalda mis torturados años de pesadillas depende por completo de la realidad de lo que creí ver en aquellas ruinas ciclópeas. Verdaderamente, ha sido muy duro para mí redactar esta revelación crucial, cosa que todos los lectores habrán adivinado. Claro que la verdad yace en ese libro del interior de la caja metálica, la que saqué de su cubil en medio del polvo de un millón de siglos.

 

Nadie había visto, ninguna mano había tocado aquel libro desde la aparición del hombre en este planeta. Y sin embargo, cuando le enfoqué la luz de la linterna dentro de aquel terrible abismo, vi las letras con su. pigmentación singular en las páginas de celulosa amarilleada por el transcurso de los eones, y advertí que no se trataba en realidad de ninguno de los innumerables jeroglíficos de la juventud de la Tierra. Antes al contrario, eran letras de nuestro alfabeto familiar, conformando palabras del idioma inglés... en mi propia caligrafía.