Capítulo II

 

Mi reincorporación a la vida normal fue un proceso doloroso y difícil. La pérdida de casi cinco años crea más complicaciones de lo que uno podría imaginar y, en mi caso, era necesario ajustar infinidad de asuntos.

 

Lo que me contaron de mis actos realizados desde 1908 me asombró y me perturbó, pero traté de tomármelo lo más filosóficamente que pude. Por último, tras recobrar la custodia de Wingate, mi segundo hijo, me instalé con él en la casa de la calle Crane y me dispuse a reanudar mi labor docente: la universidad tuvo la gentileza de ofrecerme mi antigua cátedra.

 

Comencé a trabajar en febrero, con el curso de 1914, y así seguí todo un año. Para entonces comprendía ya la impresión que me había causado la experiencia vivida. Aunque completamente cuerdo -eso creo- y sin secuelas en mi personalidad original, carecía de la energía nerviosa de los viejos tiempos. Continuamente me acosaban vagos sueños e ideas singulares y, cuando el estallido de la Guerra Mundial hizo que mi mente enfocara su atención hacia la historia, me encontré pensando en períodos y acontecimientos de la manera más rara posible.

 

Mi concepto del tiempo -mi habilidad para distinguir entre consecutividad y simultaneidad- parecía sutilmente alterado; así que me formaba nociones quiméricas acerca de vivir en una época y proyectar la mente por toda la eternidad para obtener el conocimiento de épocas pasadas y futuras.

 

La guerra me causó impresiones extrañas, como si recordara algunas de sus remotas consecuencias: era como si conociera su resultado y pudiese recapacitar acerca de él a la luz de la información futura. Alcanzaba todos estos casi recuerdos con mucha dificultad y con la sensación de que ante ellos se alzaba alguna barrera psicológica artificial.

 

Cuando insinué desconfiado mis impresiones a los demás, las respuestas fueron variadas. Algunas personas me miraban incómodas, pero los miembros del departamento de matemáticas hablaban de nuevos desarrollos en aquellas teorías de la relatividad -discutidas por entonces sólo en círculos doctos- que más tarde se harían famosas. Decían que el doctor Albert Einstein estaba reduciendo rápidamente el tiempo a la categoría de una mera dimensión.

 

Pero los sueños y las sensaciones perturbadoras se apoderaban de mí, y así tuve que abandonar mi trabajo habitual en 1915. Ciertas impresiones tomaban una forma enojosa, proporcionándome la noción persistente de que mi amnesia había originado alguna clase de intercambio maligno; que la personalidad secundaria fue en verdad una fuerza procedente de regiones desconocidas y que mi propia personalidad quedó desplazada por la intrusión.

 

Así me vi arrastrado a vagas y temibles especulaciones concernientes al paradero de mi yo durante los años en que aquel otro estuvo en posesión de mi cuerpo. El conocimiento curioso y la extraña conducta de aquel indeseado inquilino me turbaban cada vez más a medida que ampliaba detalles gracias a las personas, los periódicos y las revistas.

 

La singularidad que confundió a los demás parecía armonizar terriblemente con cierto transfondo de negro conocimiento que pululaba en el caos de mi subconsciente. Inicié una febril búsqueda de retazos de información referentes a los estudios y viajes efectuados por aquel otro ser durante los años oscuros.

 

Pero no todas mis dificultades tenían este carácter semiabstracto. Estaba lo de los sueños, y dichos sueños parecían aumentar en vividez y concreción. Dándome cuenta de la acogida que les iban a dispensar la mayor parte de mis oyentes, raras veces los mencionaba, excepto a mi hijo o a alguno de los psicólogos de confianza, pero en aquel tiempo inicié un estudio científico de otros casos con el fin de ver si tales visiones eran o no típicas entre las víctimas de amnesia.

 

Mis resultados, obtenidos con la ayuda de psicólogos, historiadores, antropólogos y especialistas mentales de amplia experiencia, y con el estudio de los casos de esquizofrenia correspondientes a los días en que se creó la leyenda de las posesiones demoníacas y que comprendían desde ese remoto período hasta nuestro presente médicamente realista, al principio me inquietaron más que me sirvieron de consuelo.

 

No tardé en descubrir que mis sueños carecían de contrapartida en la abrumadora masa de casos de verdadera amnesia. Sin embargo, quedaba un cierto residuo de relatos que durante años me asombró y sorprendió por su paralelismo con respecto a mi experiencia. Algunos de estos casos correspondían a fragmentos del folclore antiguo; otros eran casos que hacían historia en los anales de la medicina; uno o dos constituían anécdotas oscuramente enterradas en las historias corrientes.

 

Parece ser que, si bien mi clase especial de afección era muy rara, casos semejantes se habían presentado a largos intervalos casi desde el principio de los anales del hombre. Había siglos conteniendo uno, dos o tres casos, otros siglos carecían de ellos o, por lo menos, ninguno había llegado hasta nuestros días.

 

La esencia era idéntica: una persona de mentalidad aguda se veía dominada por una vida secundaria extraña y gobernada durante un período más o menos largo por una existencia del todo ajena, tipificada al principio por una torpeza vocal y corporal y, más tarde, por una adquisición total de conocimiento científico, histórico, artístico y antropológico; adquisición llevada a cabo con ansia febril y con un poder de absorción en absoluto normal. Luego seguía un súbito retorno a la consciencia prístina, plagada siempre a intermitencias por vagos sueños ilocalizables que sugerían fragmentos de alguna memoria horrenda cuidadosamente confusa o anulada.

 

Y el estrecho parecido de aquellas pesadillas con las mías -incluso en sus mínimos detalles- me dejaba convencido de su naturaleza significativamente típica. Un caso o dos poseían un tono añadido de familiaridad débil y blasfema, como si hubiera tenido noticia anterior de ellos a través de algún canal cósmico demasiado mórbido y terrible de contemplar. En tres ejemplos se hacía mención específica de la máquina desconocida que estuvo en mi casa antes del segundo cambio.

 

Otro aspecto que me preocupó durante mi investigación fue la frecuencia, mayor en cierto modo, de casos en los que personas no afectadas de una amnesia bien definida sufrían algún breve y elusivo vislumbre de las pesadillas típicas.

 

En su inmensa mayoría, estas personas eran de mente mediocre o inferior, algunas con inteligencia tan primitiva que nadie las consideraría vehículos para la escolaridad anormal y las adquisiciones mentales preternaturales. Durante un instante se veían inflamadas por una fuerza ajena, luego venía un lapso de retroceso y un recuerdo nimio, que se desvanecía con rapidez, de horrores inhumanos.

 

Durante el pasado medio siglo se dieron cuando menos tres de esos casos, uno apenas quince años atrás. ¿Es que algo anduvo tanteando a ciegas por el transcurso del tiempo, algo que procedía de cualquier insospechado abismo de la naturaleza? ¿Serían estos casos imprecisos experimentos siniestros y monstruosos de alguna clase y autoridad más allá por completo de toda creencia lógica?

 

Había unas pocas especulaciones imprecisas de mis horas débiles, fantasías inducidas por mitos que descubrí en mis estudios. Porque no me cabía duda de que ciertas leyendas persistentes de antigüedad inmemorial, en apariencia desconocidas por las víctimas y los médicos relacionados con recientes casos de amnesia, formaban una sorprendente e impresionante concatenación de lapsos de memoria iguales que el mío.

 

Todavía temo casi hablar de la naturaleza de los sueños e impresiones que tan clamorosamente crecían. Parecía como si tuvieran un regusto a locura, y a veces creía que en verdad me estaba volviendo loco. ¿Había allí un tipo especíal de espejismo que afectaba a cuantos sufrieron lapsos de memoria? Resulta concebible que los esfuerzos de la mente subconsciente para llenar los desconcertantes espacios en blanco con pseudorrecuerdos pudieran dar paso a extrañas divagaciones imaginativas.

 

Ésta era en verdad la opinión de la mayor parte de los alienistas que me ayudaron en la búsqueda de casos paralelos y que compartían mi turbación ante los parecidos exactos que descubríamos algunas veces, aunque por último me pareció más plausible una teoría folclórica alternativa.

 

No consideraron ese estado como pura locura, sino que lo catalogaron entre los desórdenes neuróticos. Mi trayectoria en el intento de seguir su rastro y analizarlo, en vez de tratar vanamente de apartarlo de mis pensamientos u olvidarlo, fue considerada correcta por los científicos, puesto que concordaba con los más acreditados principios psicológicos. Di un valor particular al consejo de aquellos médicos que me habían estudiado durante el período en que estuve poseído por otra personalidad.

 

Mis primeras perturbaciones no fueron visuales sino referentes a las materias más abstractas que ya he mencionado. Había también la sensación de profundo e inexplicable horror referente a mí mismo. Nació en mí una rara repulsión a ver mi figura, como si mis ojos la encontraran de algún modo ajena e inconcebiblemente repelente.

 

Cuando bajaba la vista y contemplaba la familiar forma humana con su traje azul o gris discreto, sentía siempre un curioso alivio, aunque para lograr tal alivio había tenido que superar un temor infinito. Evitaba los espejos en cuanto me era posible, y siempre acudía al barbero para afeitarme

 

Pasó mucho tiempo antes de que relacionara cualquiera de estas sensaciones desanimadoras con las fugaces impresiones visuales que comenzaron a desarrollarse. La primera correlación de esta especie se refería a la peculiar sensación de que en mi memoria había una barrera externa y artificial que restringía sus alcances.

 

Noté que los retazos de visión que yo experimentaba poseían un significado profundo y terrible y una relación acongojante conmigo mismo, pero que alguna influencia de definido propósito me impedía entender ese significado y su relación. Luego vino la singularidad referente al elemento tiempo, y con ella los esfuerzos desesperados por situar en su molde cronológico y espacial los fragmentarios atisbos obtenidos en los sueños.

 

En sí mismos, los atisbos eran al principio más extraños que horribles. Me parecía estar en una enorme cámara abovedada cuyas elevadas entrañas pétreas se perdían en las sombras de lo alto. Fuera cualquiera el tiempo o lugar de la escena, los principios del arco eran conocidos y empleados tan extensamente como en la época de los romanos.

 

Había colosales ventanas redondas y altas puertas arqueadas y pedestales o mesas cuya parte superior alcanzaba la altitud de una habitación corriente. Vastas estanterías de madera oscura cubrían las paredes, conteniendo lo que parecían ser volúmenes de inmenso tamaño con extraños jeroglíficos en sus lomos.

 

La sillería al descubierto tenía unas curiosas tallas esculpidas, siempre en diseños curvilíneos matemáticos, y se veían inscripciones a cincel con los mismos caracteres que mostraban los libros. La oscura albañilería en granito pertenecía a un monstruoso tipo megalítico, con filas de bloques convexos por su parte superior que encajaban en las estructuras de base cóncava que descansaban sobre ellos.

 

No había sillas, pero las superficies altas y planas de los enormes pedestales o taburetes estaban cubiertas de libros, papeles y lo que semejaban ser útiles para escribir, recipientes de singulares formas hechos con un metal purpúreo y varillas cuyas puntas estaban manchadas o tintadas. Pese a la altura de esos pedestales, a veces era capaz de verlos desde encima. Sobre algunos había grandes globos de cristal luminoso que hacían el papel de lámparas, y máquinas inexplicables compuestas por tubos vítreos y palancas de metal.

 

Las ventanas estaban acristaladas y entrecruzadas por barrotes de recia apariencia. Aunque no me atrevía a asomarme y mirar por ellas, desde donde estaba distinguía las ondulantes copas de singulares helechos arbóreos. El suelo estaba formado por enormes losas octogonales, mientras que se notaba una ausencia absoluta de alfombras y cortinajes.

 

Más tarde, tuve visiones en las que recorría corredores ciclópeos de piedra y subía y bajaba por gigantescos planos inclinados de la misma albañilería monstruosa. No había escaleras por ninguna parte, ni pasillos de menos de diez metros de anchura. Algunas de las construcciones por las que flotaba debían de elevarse centenares de metros en el cielo.

 

Debajo había una multitud de pisos de negras bóvedas y trampillas que nunca se abrían, cerradas con flejes metálicos y que contenían imprecisas sugerencias de algún peligro especial.

 

Parecía estar prisionero, y un horror impregnaba todo lo que estaba al alcance de mi vista. Presentí que los burlones jeroglíficos curvilíneos trazados en las paredes habrian desintegrado mi alma de no estar protegido por una piadosa ignorancia acerca de su significado.

 

Mis sueños posteriores incluían vistas desde las grandes ventanas redondas y desde el titánico techo o terraza superior plano, con sus curiosos jardines, amplia zona despejada y alta barandilla de piedra festoneada, techo o terraza al que conducían la mayor parte de los planos inclinados.

 

Se distinguían infinitos kilómetros de edificios gigantescos, cada uno con su jardín y bordeando carreteras pavimentadas de más de sesenta metros de anchura. Diferían mucho de su aspecto, pero se veían pocos que tuviesen menos de cincuenta metros de longitud en el lado de su base cuadrangular y que no llegaran a los trescientos metros de altura. La mayoría aparecían tan descomunales que su fachada podía superar el kilómetro de ancho, mientras que otros alcanzaban alturas montañosas en el cielo gris y cubierto de masas de vapor.

 

Principalmente parecían ser de piedra o cemento, y muchos mostraban el curioso tipo de albañilería curvilínea característica del edificio que me albergaba. Los tejados eran planos y ajardinados, con una tendencia a poseer barandillas festoneadas. A veces se distinguían terrazas y pisos más altos, con amplios espacios despejados entre los jardines. Las grandes carreteras ofrecían atisbos de movimiento, pero en las visiones iniciales me fue imposible concretar estas impresiones.

 

 En ciertos lugares distinguí enormes torres cilíndricas, oscuras, cuya altura superaba la de cualquier otro edificio. Parecían poseer una naturaleza particular sin mostrar señales del paso de los años y de la erosión. Estaban construidas a base de un singular tipo de sillería basáltica de forma cúbica y con una leve conicidad más marcada al llegar a sus redondos remates superiores. En ninguna de ellas se veía rastro de ventanas u otras aberturas, excepto las enormes puertas de acceso. Me fijé también en algunos edificios más bajos -todos ruinosos por la huella climatológica de los eones transcurridos- que se parecían en su arquitectura básica a las mencionadas torres cilíndricas y oscuras. En tomo a todas estas aberrantes masas de albañilería cúbica pendía un aura inexplicable de amenaza y temor concentrados, como el que emanaba de las cerradas trampillas.

 

Los omnipresentes jardines casi causaban terror por su extrahumana configuración, puesto que mostraban singulares y desconocidas formas de vegetación oscilando sobre senderos bordeados por monolitos cubiertos de extraños bajorrelieves. Predominaban los helechos anormalmente grandes, algunos verdes y otros con una fantasmal palidez fungosa.

 

Entre ellos se alzaban grandes cosas espectrales parecidas a los cálamos, cuyos tallos o troncos semejantes al bambú alcanzaban una altura fabulosa. Estaban luego las formas amazorcadas, como si fueran umbelas fabulosas, y grotescos matorrales verdeoscuros y árboles de aspecto conífero.

 

Las flores eran pequeñas, incoloras e irreconocibles; florecían en macizos geométricos, en medio de una gran cantidad de verdor.

 

En unos cuantos jardines de ter-razas y tejados se distinguían floraciones mayores y más vívidas, de contornos casi ofensivos y aspecto que sugería cultivo artificial. Hongos de tamaño inconcebible, de raro y moteado color, salpicaban la escena con una regularidad de formaciones que presuponía la existencia de alguna desconocida pero reglamentada tradición hortícola. En los jardines mayores, el suelo parecía transpirar algún intento de conservar las irregularidades naturales, pero en los de los tejados y terrazas había más selectividad y pruebas más evidentes del arte de la jardinería.

 

El cielo aparecía casi siempre húmedo y nuboso, en ocasiones hasta pude presenciar tremendas lluvias. De vez en cuando, sin embargo, se podía distinguir con brevedad el sol -su tamaño parecía anormalmente grande- y también la luna, cuyas manchas grisáceas poseían una cierta diferencia con las normales que nunca logré comprender. Cuando, rarísimas veces, el cielo nocturno aparecía despejado, contemplaba constelaciones irreconocibles para mí. Contornos conocidos se aproximaban en ocasiones a los visibles, pero raramente se les podía igualar a los que formaban los agrupamientos estelares de aquel desconocido firmamento; y, por la posición de los pocos grupos que logré reconocer, creí estar en el hemisferio meridional terrestre, cerca del Trópico de Capricornio.

 

El horizonte aparecía siempre brumoso y confuso, pero pude distinguir las grandes junglas de criptógamas, cálarnos, lepidodendros y sigiliarias que se extendían a las afueras de la ciudad, con su fantástico follaje ondeando burlón bajo los vapores cambiantes. De cuando en cuando, se advertía algo de movimiento en el cielo, pero esas visiones imprecisas nunca concretaron su especie o calidad.

 

En el otoño de 1914 comencé a tener sueños infrecuentes de extraños vuelos sobre la ciudad y por las regiones circundantes. Vi interminables carreteras que cruzaban bosques de impresionante vegetación, de troncos aflautados, abigarrados y agrupados, y pasé por otras ciudades tan singulares como la que se me aparecía con persistencia.

 

Vi construcciones monstruosas de piedra negra o iridiscente en sotos y claros donde reinaba un perpetuo crepúsculo, y atravesé largas calzadas sobre pantanos tan oscuros que apenas pude distinguir algo de húmeda y crecida vegetación.

 

Una vez divisé una zona de innumerables kilómetros sembrada de antiguas ruinas cuya arquitectura original era la de las torres sin ventanas y de cima redondeada que se veían en la ciudad habitual dentro de mis pesadillas.

 

En otra ocasión vi el mar.. una ¡limitada extensión espumosa, más allá de los colosales muelles pétreos de una ingente ciudad de cúpulas y arcos. Grandes e informes sugestiones de sombra se movían por él y, de trecho en trecho, su superficie se veía rota por anómalos surtidores.