Capítulo VII

 

Desde ese punto en adelante mis impresiones apenas son de fiar, es más, todavía albergo una final y desesperada esperanza de que todo haya formado parte de alguna pesadilla demoníaca o una fantástica ilusión fruto del delirio febril. Y es que en mi cerebro ardía la fiebre y cada cosa se me aparecía en medio de una especie de bruma, aunque en ocasiones esta bruma fuese intermitente.

 

Los rayos de mi linterna apenas perforaban la oscuridad reinante, revelándome destellos fantasmales de paredes y bajorrelieves familiares; todo ello acusaba el deterioro del tiempo. Había un lugar donde se amontonaban los restos del abovedado que había caído, por lo que tuve que trepar por el montículo de piedras que casi llegaba al rasgado techo de grotescas estalactitas.

 

Me hallaba en la cumbre máxima de la pesadilla, con el empeoramiento de la fuerza compulsiva de las pseudomemonas. Sólo una cosa dejaba de serme familiar, y era mi tamaño en relación con la monstruosa edificación. Me notaba oprimido por una sensación de insólita pequeñez, como si la vista de estas elevadas paredes desde un simple cuerpo humano me resultara algo totalmente nuevo y anormal. Una y otra vez me miraba a mí mismo, vagamente turbado por la forma humana que poseía.

 

Salté, tropecé y me tambaleé siguiendo hacia delante a través de la negrura abismal, cayendo y magullándome con frecuencia, y en una ocasión casi rompí mi linterna. Cada piedra y rincón de aquel diabólico pasaje me eran conocidos, y en múltiples puntos me detuve para proyectar rayos de luz por las arcadas obturadas, en ruinas, pero familiares.

 

Algunas salas se habían desplomado por entero; otras estaban desnudas, aunque tras unos instantes de marcha tuve que detenerme ante una abierta e irregular grieta abismal cuyo punto más estrecho no debía de ser menor de metro y medio. Por allí se había desplomado par-te de la sillería, revelando una incalculable y negrísima profundidad.

 

Estaba seguro de la existencia de dos pisos subterráneos más en este edificio titánico, y temblaba con un pánico nuevo al recordar la trampilla cerrada con flejes metálicos de la planta más baja. Ahora no habría centinelas junto a ella, porque los seres que construyeron todo esto hacía tiempo que vivieron su ocaso y llegaron a su extinción. Lo mismo que las entidades recluidas tras las trampillas cerradas, aunque éstas, cuando apareciera la raza coleóptera posthumana, habrían muerto del todo. Y, sin embargo, temblé de nuevo al acordarme de las leyendas indígenas.

 

Necesité de un terrible esfuerzo para franquear aquel abierto abismo, puesto que los escombros del suelo impedían tomar impulso mediante una simple carrerilla, pero me impulsó la locura. Elegí un lugar cerca de la pared de la izquierda, donde la grieta era menos ancha y el lado opuesto aparecía razonablemente libre de escombros peligrosos, y tras un momento de frenes!, llegué a la otra parte sin novedad.

 

Por fin, ya en el nivel más profundo, pasé por delante de la arcada de la sala de máquinas, dentro de la cual se adivinaban fantásticas ruinas de metal semienterradas por la desplomada bóveda. Todo se hallaba donde yo sabía que debería estar, así que trepé confiado por los escombros que cerraban la entrada de un vasto corredor transversal. Comprendí que ese corredor me llevaría hasta los archivos centrales, cruzando por debajo de la ciudad.

 

Infinidad de épocas parecían desplegarse mientras avanzaba dando tumbos, saltando y arrastrándome a lo largo del pasadizo repleto de ruinas. De vez en cuando distinguía los bajorrelieves de las antiquísimas paredes; algunos me resultaban familiares, otros evidentemente añadidos desde el período de mis sueños. Puesto que ésta era una carretera subterránea que conectaba diversas edificaciones, no cruzaba por delante de portalones excepto cuando el camino pasaba a través de los pisos inferiores de algunas estructuras.

 

En unas pocas de estas intersecciones me desvié lo suficiente como para echar un vistazo a alguna de las salas que recordaba con cierta claridad. Sólo dos veces encontré cambios radicales en comparación con lo que había soñado, y en uno de estos casos todavía pude seguir los contornos ocluidos de la arcada que yo recordaba.

 

Temblé con violencia y experimenté una curiosa oleada de debilidad cuando, a toda prisa y de mala gana, atravesé la cripta de una de aquellas ruinosas torres sin ventanas cuya extraña sillería basáltica era mudo recordatorio de su horrible origen.

 

Esta primitiva bóveda era redonda, con un diámetro de más de setenta metros, sin ningún bajorrelieve que adornara las negras piedras. El piso aquí estaba libre de todo lo que no fuera polvo y arena, y pude distinguir las aberturas que conducían a las zonas superior e inferior. No había escaleras, ni rampas; es más, en mis sueños veía aquellas torres de superior antigüedad completamente intactas, sin que las hubiera alterado la fabulosa Gran Raza. Con toda evidencia, quienes las construyeron no necesitaban ni escaleras ni rampas.

 

En mis pesadillas, la abertura que daba acceso a otras partes inferiores estaba herméticamente cerrada y con una vigilancia ininterrumpida. Ahora aparecía abierta, negra y amenazadora, dando paso a una fuerte corriente de aire fresco y húmedo. No me he permitido nunca pensar o imaginar qué clase de ¡limitadas cavernas de eterna noche podían ocupar sus profundidades.

 

Más tarde, tras abrirme paso por una Parte del corredor muy castigada por los desprendimientos, llegué a un lugar donde todo el techado se había derrumbado. Los escombros se alzaban como una montaña y tuve que trepar sobre ellos, pasando por un vasto espacio vacío en el que mi linterna no revelaba la existencia de muros ni de bóvedas. Reflexioné que aquello debía de ser el sótano de la casa de los suministradores de metal, situada frente a la tercera plaza, no lejos de los archivos. Me fue imposible conjeturar lo que había sucedido.

 

Volví a hallar el corredor pasada la montaña de escombros y piedras, pero al poco lo encontré completamente obstruido, con la desplomada bóveda casi rozando el peligroso e inestable techado. Ignoro de qué forma logré arrancar y apartar los bloques suficientes como para crear un pasadizo, y cómo me atreví a perturbar el inestable equilibrio de los fragmentos cuando el cambio más insignificante pudo haber hecho que toneladas y toneladas de sillería cayeran sobre mí y me sepultaran para toda la eternidad.

 

Fue la pura locura lo que me impulsaba y me guiaba; siempre y cuando, como espero y confío, toda aquella aventura subterránea no fuese una fase o ilusión infernal dentro de mis pesadillas. Pero conseguí -o creo que conseguí- practicar un pasadizo por el que seguir adelante. Mientras esforzaba mi cuerpo en la estrecha abertura para franquear el montículo -con la linterna encendida y sujeta con la boca- noté cómo las fantásticas estalactitas del rasgado techo agujereaban y laceraban mi piel y mis ropas.

 

Me hallaba cerca ya de la gran estructura subterránea de los archivos que parecía ser la meta final de mi viaje. Deslizándome y resbalando por el otro lado de la barrera, orientándome gracias a los restos reconocibles del corredor, encendiendo y apagando de modo intermitente mi linterna, llegué por último a una cripta baja y circular con arcos que se abrían en todos los lados y que se encontraban en un maravilloso estado de conservación.

 

Las paredes, o las partes que quedaban al alcance de la luz de mi linterna, estaban casi por completo cubiertas de jeroglíficos y cinceladas con los típicos símbolos curvilíneos, algunos añadidos después del período de mis sueños.

 

Comprendí que había llegado a mi destino y penetré por un arco familiar que se abría a la izquierda. Apenas dudaba que encontraría un pasaje despejado que, partiendo de la rampa, conduciría a todos los pisos restantes. Este vasto albergue de los anales del sistema solar había sido construido con una pericia sobrenatural, que le proporcionaba resistencia para durar tanto como el propio sistema.

 

Bloques de ingente tamaño, colados con genio matemático y unidos con cementos de increíble dureza, se habían combinado para formar una masa tan firme como el núcleo rocoso del planeta. Aquí, tras épocas más prodigiosas que lo que podía aceptar mi cordura, su mole enterTada se alzaba con todos sus detalles esenciales, con los vastos suelos polvorientos apenas sembrados de los pequeños escombros que, en las demás dependencias, eran la nota dominante.

 

El camino relativamente fácil a partir de este punto se me subió a la cabeza de manera curiosa. Toda la frenética impaciencia hasta entonces frustrada por los obstáculos se transformó en una especie de febril velocidad y, de forma

 

literal, corrí a lo largo de los monstruosos pasillos, cuyo bajo techado tan bien recordaba, alejándome de la arcada que les servía de acceso.

 

La familiaridad de cuanto veía había dejado ya de asombrarme. A cada lado, las grandes puertas de las estanterías metálicas adornadas con jeroglíficos se cernían monstruosas; algunas permanecían en su sitio, otras estaban abiertas, y otras más aparecían dobladas y combadas a causa de pasadas tensiones geológicas que no fueron lo bastante fuertes, sin embargo, para destruir la titánica sillería.

 

De trecho en trecho, un montón de escombros cubierto de polvo bajo alguna abierta y vacía estantería parecía indicar dónde cayeron las cajas por causa de los temblores de tierra. En las columnas, de vez en cuando, se distinguían grandes símbolos y letreros anunciando clases y subclases de volúmenes.

 

Durante un momento me detuve ante una bóveda abierta, en cuyo interior vi alguna de las acostumbradas cajas de metal todavía en su sitio, en medio del omnipresente polvo arenoso. Extendiendo el brazo, saqué con cierta dificultad uno de los volúmenes más delgados y lo puse en el suelo para inspeccionarlo. Estaba titulado en los abundantes jeroglíficos curvilíneos, aunque había algo en la disposición de los caracteres sutilmente inusual.

 

Me era bien conocido el viejo mecanismo del cierre curvo, de gancho, y abrí la tapa todavía brillante, sacando el libro del interior. Como esperaba, el tomo medía unos cincuenta centímetros de alto, veinticinco de ancho y cinco de grueso; las finas tapas de metal se abrían por la parte superior.

 

Las páginas de fuerte celulosa no parecían afectadas por la miríada de ciclos de tiempo que habían soportado, así que estudié las letras del texto, hechas a pincel, con un trazo singular -símbolos diferentes a los usuales jeroglíficos curvilíneos y a cualquier alfabeto conocido por los humanos-, en medio de un semidespertar de mis recuerdos.

 

Comprendí que aquel era el idioma empleado por una mente cautiva a la que conocí superficialmente en mis sueños, un intelecto originario de un gran asteroide en el que sobrevivió la mayor parte de la vida y de costumbres arcaicas de cierto primitivo planeta del que el asteroide fue un fragmento. Al mismo tiempo, recordé que este piso de los archivos estaba destinado a los volúmenes referentes a planetas extraterrestres.

 

Mientras dejaba de meditar en aquel increíble documento, advertí que flaqueaba la luz de mi linterna, y rápidamente le puse las pilas de recambio que siempre llevaba conmigo. Luego, provisto de mayor caudal luminoso, reanudé mi febril carrera por el infinito laberinto de pasillos y corredores, reconociendo de vez en cuando alguna estantería familiar, y vagamente molesto por las condiciones acústicas que producían un eco, incongruente para estas catacumbas, del sonido de mis pisadas.

 

Hasta las huellas de mis zapatos, impresas a mi espalda sobre el milenario polvo jamás hollado, me hacían estremecer. Nunca con anterioridad, si mis locos sueños contenían algo de verdad, un pie humano había pisado tan inmemoriales pavimentos.

 

Mi mente consciente no tenía ni el menor atisbo acerca de la identidad de lo que parecía ser meta final de mi febril carrera. Sin embargo, existía alguna fuerza de maligna potencia que empujaba a mi turbada voluntad, sacando a la luz los soterrados recuerdos, y que hacía que sintiera de forma vaga que no marchaba sin rumbo fijo, que no caminaba al azar.

 

Llegué hasta una rampa descendente y la seguí hasta sus profundas entrañas. Las plantas quedaron atrás y arriba mientras seguía corriendo, pero no me detuve a explorar ninguna de ellas. En mi atorbellinado cerebro había comenzado a sonar cierto ritmo que hizo que mi mano derecha se contrajera siguiendo el compás. Deseaba abrir algo, y me daba cuenta de que conocía todos los complicados giros y presiones necesarios para conseguirlo. Se parecía a una moderna caja fuerte con cerradura de combinación.

 

Sueño o no, lo aprendí antaño y seguía sabiéndolo. No traté de explicarme cómo ningún sueño o retazo de leyenda asimilado inconscientemente podía haberme enseñado un detalle tan minucioso, tan intrincado y tan complejo. Me encontraba más allá de todo pensamiento coherente. ¿Porque acaso esta experiencia, esta sorprendente familiaridad con una serie de desconocidas ruinas, y esta exacta identidad de todo lo que tenía ante mí con lo que sólo podían haberme sugerido los sueños y los mitos, no era un horror que superaba todo raciocinio?

 

Lo más probable es que mi convicción básica fuera entonces -como lo es ahora, durante mis momentos de mayor cordura- la certeza de no estar despierto en absoluto, y de que toda la ciudad enterrada era un fragmento de febril alucinación.

 

Al poco tiempo llegué al nivel inferior y me desvié hacia la derecha de la rampa. Por algún oscuro motivo traté de pisar con más suavidad, aunque al hacerlo así mi velocidad disminuyera. Había un espacio en este último y más profundo piso que me daba miedo atravesar.

 

Al acercarme a él recordé qué era la cosa que temía en aquel lugar. Se trataba sencillamente de una de las trampillas barradas y vigiladas día y noche. Ahora no habría centinelas y por esa razón temblé y caminé de puntillas como hiciera al pasar a través de la bóveda de negro basalto donde permanecía abierta una trampilla similar.

 

Noté una corriente de aire frío, como sintiera en la citada trampilla anterior, y deseé que mi trayectoria me hubiese llevado en otras direcciones. Ignoraba por qué tomé aquel camino en particular.

 

Cuando llegué al espacio temido vi que la trampilla estaba también abierta de par en par. Delante comenzaba de nuevo la serie de estanterías y advertí en el suelo, frente a una de ellas, un montón de escombros con una leve capa de polvo, donde habían caído hacía poco algunas de las cajas. Al mismo tiempo, una nueva oleada de pánico se apoderó de mí, aunque pasó algún tiempo antes de que descubriera el motivo.

 

No era raro encontrarse con montones de cajas caídas, porque en el transcurso de los eones aquel oscuro laberinto se había visto sacudido por temblores de tierra y, a intervalos, acogió en mil ecos el estrépito ensordecedor de objetos al caer. Fue sólo cuando casi había cruzado el espacio que comprendí el motivo de mis violentos temblores.

 

No se trataba del montón de escombros, sino de algo que había en el polvo del suelo. Eso era lo que me perturbaba. A la luz de la linterna me pareció que el polvo no estaba tan igualmente repartido como debiera, en algunos sitios parecía más fina la capa, como si la hubieran alterado no muchos meses atrás. No estaba seguro, porque incluso en esos lugares el polvo era abundante; sin embargo, resultaba inquietante experimentar sospechas acerca de la posible irregularidad en la masa de polvo.

 

Cuando enfoqué con la linterna uno de esos lugares, lo que el rayo de luz me mostró me hizo sentir enormemente turbado, porque la ilusión de regularidad había sido muy grande. Había allí una serie de líneas regulares de impresiones o huellas compuestas, impresiones que iban de tres en tres, cada una sobrepasando un poco el espacio de un palmo cuadrado, y compuestas por cinco huellas casi circulares de unos ocho centímetros.

 

Estas posibles líneas de huellas parecían tomar dos direcciones, como si algo hubiera ido y venido a alguna parte. Como es lógico, aparecían muy débiles y quizá pudieron ser casuales o simples imaginaciones mías; pero constituían un elemento de impreciso y acechante terror en el camino que yo creí que seguían. Porque en uno de los extremos de la serie de impresiones había un montón de cajas que debieron caer no hacía mucho tiempo, mientras que el otro extremo conducía a la ominosa trampilla abierta con el aire frío brotando de abismos inimaginables.