Éste es el mundo del que mis
sueños me traían cada noche ecos imprecisos y confusos. No creo poder expresar
de manera aproximada el horror y temor contenido en tales ecos, porque esas
sensaciones dependían principalmente de una cualidad del todo intangible, la
aguda sensibilidad de la pseudomemoria.
Como ya he dicho, mis estudios me
proporcionaron poco a poco una defensa contra estas sensaciones o sentimientos
en forma de explicaciones psicológicas racionales; y esta influencia salvadora
aumentó gracias al toque sutil que, con el transcurso del tiempo, produce el
hábito. Sin embargo, pese a todo, el vago horror progresivo retornaba de vez en
cuando. De cualquier forma, no me dominó como había hecho antes; y después de
1922, disfruté de una vida normal de trabajo y distracciones.
Con el paso de los años, comencé
a sentir que mi experiencia -junto con la de los casos semejantes y el folclore
correspondiente- debía resumirse y publicarse en beneficio de los estudiantes
concienzudos; por tanto, preparé una serie de artículos que abarcaban con brevedad
todo el asunto e ilustrados con toscos bocetos de algunas de las formas,
escenas, motivos decorativos y jeroglíficos recordados de mis pesadillas.
Los artículos aparecieron en diversas fechas durante 1928
y 1929 en el Journal of the American Psychological Society, pero sin llamar
mucho la atención. Mientras, yo continuaba anotando mis sueños con un cuidado minucioso,
aunque el creciente montón de informes alcanzaba molestas proporciones.
El 10 de julio de 1934, la Psychological Society me
remitió la carta que inició la fase culminante y más horrible de toda mi
alucinante experiencia. Tenía matasellos de Pilbarra, Australia Occidental, e
iba firmada por alguien que, según mis indagaciones, era un destacado ingeniero
de minas. Se incluían unas cuantas fotografías muy curiosas. Reproduciré su
texto completo para que ningún lector deje de comprender el tremendo efecto que
carta y fotos me causaron.
Por algún tiempo me quedé anonadado y sin creer lo que
tenía ante mí; porque, aunque a menudo pensaba que ciertas fases de las
leyendas que coloreaban mis sueños debían de tener alguna base de veracidad, no
estaba preparado para recibir una prueba tangible de la supervivencia de un
mundo perdido que quedaba fuera de los límites de toda imaginación. Lo más
devastador fueron las fotografías, porque en ellas, con un frío realismo
incontrovertible, alzándose en medio de un paisaje de arenas desérticas, se
veían unos bloques de piedra, maltrechos por los elementos, erosionados, cuyas
partes superiores algo convexas y cuyas bases levemente cóncavas narraban una
historia propia.
Y al examinarlos con una lupa pude distinguir por entre las huellas del tiempo los rastros de aquellos dibujos curvilíneos de los ocasionales jeroglíficos cuyo significado fuera para mí tan espeluznante. Pero he aquí la carta, cuya elocuencia es harto significativa:
49 Dampier St.,
Pilbarra, W.
Australia,
18 Mayo 1934
Prof.
N. W Peaslee,
c/o
Am. Psychological Society,
30 E.
41st St.,
Nueva York, E.U.A.
Muy señor mío:
Una reciente conversación con el doctor E. M. Boyle, de
Perth, y algunas revistas con sus artículos que dicho doctor acaba de enviarme,
me impulsan a comunicarle haber visto ciertas cosas en el campo aurífero que
poseemos en la zona oeste del Gran Desierto Arenoso. Dadas las peculiares
leyendas referentes a viejas ciudades con ingentes edificaciones de piedra y
extraños dibujos y jeroglíficos, parece ser que he tropezado con algo muy
importante.
Los nativos siempre han hablado de «grandes piedras
cubiertas de señales», mostrando siempre un miedo terrible a tales rocas. En
cierto modo las relacionaban con sus leyendas raciales comunes acerca de
Buddai, el viejo gigante que duerme desde hace siglos bajo tierra, con la
cabeza recostada en su brazo, y que algún día despertará y devorará el mundo.
Existen antiquísimos y semiolvidados relatos de enormes
chozas subterráneas hechas con grandes piedras, con pasadizos que bajan y
bajan, en las cuales han sucedido cosas horribles. Los indígenas afirman que,
hace mucho, algunos guerreros, huyendo tras una batalla, bajaron por uno de
esos pasadizos y no regresaron nu nca,
pero que en cuanto los guerreros bajaron, comenzaron a soplar vientos terribles
procedentes de aquel lugar. Sin embargo, los relatos de los nativos no son
dignos de gran confianza.
Pero tengo que contarle algo más. Hace dos años, cuando
estaba buscando nuevas vetas de mineral a unos ochocientos kilómetros al este
en el desierto, llegué hasta un grupo de raras piedras labradas de un tamaño
aproximado de un metro de alto por unos sesenta centímetros de ancho y otros
tantos de grosor, muy afectadas por su exposición a los elementos.
Al principio no vi ninguna de las marcas que los
nativos indicaran, pero cuando las examiné con mayor detenimiento pude distinguir
algunas líneas profundas cinceladas en sus superficies, discernibles aún pese a
la intensa erosión. Había peculiares curvas, como las que describieron los
indígenas. Calculo que en total habría unos treinta o cuarenta bloques, algunos
casi enterrados en la arena, y todos dentro de un círculo de quizá medio
kilómetro de diámetro.
Tras descubrir los primeros, busqué más, efectuando un
minucioso reconocimiento del terreno con mis instrumentos. También tomé fotos
de diez o doce de los bloques más característicos, de las cuales le adjunto
copias.
Entregué un informe ilustrado con fotografías a las
autoridades de Perth, pero hasta la fecha no se ha hecho nada con respecto al
asunto.
Entonces conocí al doctor Boyle, que había leído sus
artículos en el Joumal of the American Psychological Society, y cierto día
mencioné las piedras. Se mostró enormemente interesado y se emocionó mucho
cuando le enseñé las fotografías, afirmando el buen doctor que las piedras y
las señales eran idénticas a las piezas de cantería que vio usted en sus sueños
y que aparecían descritas en las leyendas.
Su intención era escribirle, pero diversos retrasos se
lo han impedido. Mientras, me envió la mayor parte de las revistas que
contienen los artículos de usted, y de inmediato vi, gracias a los dibujos y
descripciones, que mis piedras son de la especie por usted mencionada. Puede
comprobarlo si examina las fotos incluidas. Posteriormente tendrá noticias
directas gracias al doctor Boyle.
Comprendo ahora lo importante que será para usted todo
esto. Sin duda nos enfrentamos a los restos de una civilización desconocida más
vieja de lo que cualquiera hubiese podido imaginar, una civilización que sirve
de base a sus leyendas.
Como ingeniero de minas poseo algunos conocimientos de
geología y puedo asegurarle que esos bloques son tan antiguos que hasta me
asustan. En su mayoría están compuestos por granito y piedra arenisca, aunque
hay uno que, estoy casi seguro, ha sido fabricado con una rara especie de
cemento u hormigón.
Presentan señales de erosión por las aguas, como si
esta parte del mundo hubiera estado sumergida y hubiera vuelto a salir a la
superficie tras largos siglos; es decir, después de que fabricaran y usaran los
bloques debió de producirse el cataclismo y la posterior inundación. Todo en
cuestión de centenares de millares de años.... únicamente el cielo sabrá
cuantos con exactitud. No me agrada pensar en ese detalle.
En vista de su diligente trabajo anterior al seguir el
rastro de las leyendas y de todo lo relacionado con ellas, no dudo de que
querrá dirigir una expedición por el desierto en la que efectuar excavaciones
arqueológicas. Tanto el doctor Boyle como yo estamos dispuestos a cooperar en
esa expedición si usted --o cualquier organización que usted conozca- consigue
los fondos necesarios.
Puedo proporcionar una docena de mineros para el trabajo
más pesado de la excavación, los nativos de nada servirían porque he
descubierto que tienen un miedo casi cerval a este lugar en particular. Boyle y
yo no hemos contado nada a nadie, porque es lógico que tenga usted preferencia
en cualquier descubrimiento y en los honores consiguientes.
Se puede llegar hasta donde hallé las ruinas desde
Pilbarra en unos cuatro días de viaje en camión remolque, que necesitaremos
para el transporte de nuestros aparatos. Se encuentra al suroeste de la ruta
que estableciera Warburton en 1873 y a unos ciento sesenta kilómetros al
sureste de Joanna Spring. Podríamos también enviar el equipo en barcazas que
remontaran el río De Grey, en vez de empezar desde Pilbarra, pero eso ya lo
discutiremos más tarde.
Poco más o menos, las piedras se encuentran en un punto
sito a 22º Y 14" de latitud sur y 125º 0' 39" de longitud este. El
clima es tropical, y las condiciones de vida en el desierto son agotadoras.
Agradeceré sus comentarios sobre este asunto y le
reitero mi gran interés por ayudarle en cualquier plan que pueda usted
concebir. Después de estudiar sus artículos me siento muy impresionado por el
profundo significado de todo este asunto. El doctor Boyle le escribirá más
tarde. En caso de desear establecer conmigo una comunicación rápida, puede
enviar un cablegrama a Perth, donde me lo retransmitirían por radio.
Esperando impaciente sus noticias, queda de usted su
seguro servidor.
ROBERT B. E MACKENZIE
De lo que ocurrió después de recibir la carta anterior
cualquiera puede enterarse leyendo la prensa. Tuve la gran suerte de conseguir
el respaldo de la Universidad de Miskatonic, y tanto el señor Mackenzie como el
doctor Boyle resultaron insustituibles en la tarea de disponer lo necesario en
Australia. No nos mostramos muy explícitos ante el público en lo referente a
nuestros objetivos, puesto que el asunto sin duda habría sido tomado a broma
por la prensa sensacionalista. Por tal razón, los informes publicados fueron
escasos, aunque aparecieron los suficientes como para narrar nuestros
preparativos de viaje a Australia con el propósito de examinar ciertas ruinas.
Junto con mi hijo Wingate, me acompañaron: el profesor
William Dyer, del departamento de geología de la universidad (jefe de la
expedición Miskatonic a la Antártida en 1930-1931); Ferdinand C. Ashley, del
departamento de historia antigua, y Tyler M. Freeborn, del departamento de
antropología.
Mi corresponsal, Mackenzie, vino a Arkham a principios de
1935 y nos ayudó en los últimos preparativos. Demostró poseer una tremenda
competencia; era un hombre afable, cincuentón, muy culto y familiarizado con
todos los sistemas de viaje por Australia.
Tenía tractores esperándonos en Pilbarra, y contratarnos
un vapor lo bastante pequeño como para que nos subiera río arriba hasta aquel
punto. íbamos preparados para realizar excavaciones con el máximo cuidado
científico, tamizando cada grano de arena y sin alterar nada de lo que pudiera
parecer que estuviere en su situación original.
Zarpamos de Boston en el achacoso Lexington el 28 de marzo
de 1935, y realizamos un tranquilo viaje por el Atlántico y el Mediterráneo,
pasando por el canal de Suez, bajando por el mar Rojo y cruzando el océano
índico hasta nuestra meta final. No es preciso que cuente lo que me deprimió
ver la baja y arenosa costa de Australia Occidental, ni cuanta antipatía
experimenté hacia la tosca ciudad minera y los lóbregos campos auríferos donde
los tractores tenían que recoger los últimos cargamentos.
El doctor Boyle, que salió a recibirnos, resultó ser un
hombre mayor, agradable e inteligente, y sus conocimientos de psicología le
permitieron entablar larguísimas discusiones conmigo y con mi hijo.
La inquietud y la expectación constituían una mezcolanza
singular en la mayoría de nosotros cuando, al fin, el grupito de dieciocho
personas inició la marcha para cubrir kilómetros y kilómetros de arena y roca.
El viernes 31 de mayo vadeamos un afluente del río De Grey y entramos en el
reino de la más absoluta desolación. Dentro de mí creció un verdadero terror al
acercarnos al emplazamiento actual del antiguo mundo origen de las leyendas, un
terror, claro, reforzado por el hecho de que todavía me acosaban con fuerza
constante los sueños y las pseudomemorias.
Fue el lunes 3 de junio cuando vimos el primero de los
semienterrados bloques. No puedo describir las emociones que sentí al tocar
materialmente -en la más objetiva de las realidades- un fragmento de cantería
ciclópea igual en todos sus aspectos a los bloques de las paredes que tenían
los edificios de mis pesadillas. Se advertía un rastro claro de cincelado, y mis
manos temblaron al reconocer parte de un esquema decorativo curvilíneo que me resultaba
infernal tras tantos años de anonadadoras investigaciones y de atormentadores
sueños.
Un mes de excavaciones dio como resultado el hallazgo de
1.250 bloques en diversas etapas de desgaste y desintegración. La mayoría eran
megalitos labrados con partes altas y bases curvas. Una minoría eran más
pequeños, planos, de superficies lisas y corte cuadrado u octogonal -como los
de los suelos y pavimentos de mis sueños-, mientras que otros pocos eran
singularmente macizos y curvados u oblicuos, como sugiriendo su uso en bóvedas
o techados góticos, o como parte de arcadas o marcos de ventanas redondas.
Cuanto más hondo excavábamos -y cuanto más al norte y al
este- más bloques encontrábamos, pese a que no logramos descubrir rastro alguno
de asociación ordenada entre ellos. El profesor Dyer se sentía abrumado por la
inconmensurable edad de los fragmentos, y Freeborn halló rastros de símbolos
que encajaban de forma oscura con ciertas leyendas papúes y polinesias de
infinita antigüedad. El estado y la separación de los bloques eran un mudo
relato de ciclos vertiginosos de tiempo y de seísmos geológicos de un
salvajismo cósmico.
Llevábamos un aeroplano con nosotros, y mi hijo Wingate se
elevaba con frecuencia en él a diferentes alturas para explorar la inmensidad
de arena y roca, en busca de indicios imprecisos de gigantescos contornos, o
bien de diferencias de nivel o huellas de bloques esparcidos. Sus resultados
fueron virtualmente negativos; porque cuando, algún día, llegaba a creer que
había entrevisto un detalle significativo, en su siguiente viaje encontraba
aquella impresión sustituida por otra igualmente vaga, resultado del cambio
incesante de la arena a impulsos del viento.
Uno o dos de estos efímeros indicios, sin embargo, me
afectaron de manera extraña y desagradable. Parecían, en cierto modo, concordar
terriblemente con algo que soñé o leí, pero que no me era posible recordar. En
ellas había una horrenda familiaridad, que me hacía mirar con gesto furtivo, y
lleno de aprensiones a aquel terreno estéril y aborrecible.
En la primera semana de julio se habían desarrollado en mí
una serie de emociones confusas referentes en general a aquella región del
noreste. Había horror y curiosidad, pero, más todavía, surgió una persistente y
abrumadora ,ilusión de recuerdos.
Probé toda clase de procedimientos psicológicos para
quitarme esas nociones de la cabeza, pero sin éxito. El insomnio también se
apoderaba de mí, pero casi lo agradecía porque acortaba sobremanera la duración
de mis pesadillas. Adquirí la costumbre de dar largos y solitarios
paseos nocturnos por el desierto, por regla general hacia
el norte o noreste, direcciones hacia las que parecían impulsarme mis extrañas
y nuevas tendencias.
A veces, en estos
paseos me tropezaba con fragmentos semienterrados de antigua cantería. Aunque
había menos bloques visibles aquí que donde comenzamos, estaba sede que bajo la
superficie los encontraríamos en abundancia. El terreno era menos llano que en
nuestro campamento, y los fuertes vientos predominantes amontonaban arena en efímeras colinas, descubriendo
nuevas huellas piedras antiguas y tapando a su vez los restos que anteriormente
dejaran al descubierto.
Me sentía impaciente por extender las excavaciones _`hasta
este territorio, aunque, al mismo tiempo, temía lo `que pudiera descubrir. Era
evidente que mi estado era cada vez peor, pero lo más grave de todo era que no
encontraba explicación al empeoramiento.
Una muestra de mi mal estado nervioso lo atestigua en mi
actitud ante un singular descubrimiento que realicé durante uno de mis paseos
nocturnos. Fue la noche del 11 de Julio, cuando la luna inundaba de curiosa
palidez la masa ondulada y misteriosa de las dunas.
Vagando más allá de mis límites de lo ordinario, me
tropecé con una gran piedra que difería señaladamente de cualquiera de las que
habíamos encontrado. Estaba casi totalmente enterrada, pero me agaché y aparté
la arena con las manos, estudiando el objeto después con máximo cuidado y
aumentando la luz de la luna con el rayo luminoso de mi linterna eléctrica.
A diferencia de las otras piedras grandes, esta era
perfectamente cuadrada, sin superficie alguna cóncava o convexa. También
parecía ser de una sustancia oscura, basáltica, del todo diferente al granito y
piedra arenisca o cemento de los fragmentos que ya nos eran familiares.
De pronto, me levanté, di media vuelta y corrí a toda
velocidad hacia el campamento. Fue un gesto de huida completamente irracional,
y sólo cuando estuve cerca de mi tienda comprendí por qué había con-ido.
Entonces lo supe. La singular piedra oscura era algo que había soñado y leído,
relacionado con los máximos horrores de las leyendas antiquísimas.
Era uno de los bloques de aquella cantería basáltica más
vieja que despertaba tanto temor a la fabulosa Gran Raza, las altas ruinas sin
ventanas dejadas por aquellas cosas extraterrestres, meditativas,
semimateriales, que anidaban en los profundos abismos del planeta y contra
cuyas fuerzas tormentosas e invisibles se habían colocado trampillas
herméticamente cerradas y centinelas que nunca dejaban de vigilarlas.
Permanecí despierto toda la noche, pero al amanecer
comprendí lo estúpido que había sido al dejar que me transtornase la sombra de
un mito. En vez de asustarme, debí haber experimentado el entusiasmo propio del
descubridor.
A la tarde siguiente conté a los demás mi descubrimiento,
y Dyer, Freeborn, Boyle, mi hijo y yo partimos para reconocer el bloque
anómalo. Sin embargo, nos esperaba un fracaso. No tenía una idea precisa de la
localización exacta de la piedra, y el viento había alterado las dunas que
hubieran podido servirme de puntos de referencia.