Me llamo Nathaniel Wingate
Peaslee, y quienes recuerden los relatos periodísticos de hace una generación o
las cartas y artículos aparecidos en las revistas de psicología hace seis o
siete años, sabrán quién y qué soy. En la prensa se dieron abundantes detalles
de mi extraña amnesia de 1908-1913, y se aprovecharon de las tradiciones de
horror, locura y brujería inmanentes al antiguo pueblo de Massachussetts que
entonces y ahora es mi lugar de residencia. Sin embargo, me gustaría que se
supiera que no hay nada de loco o siniestro ni en mi herencia ni en mis
primeros años de vida. Esto es de suma importancia con respecto a la sombra que
cayó sobre mí tan de repente y que procedía de fuentes externas.
Puede ser que siglos de sombría
meditación hayan comenzado a desintegrarse, dando al supersticioso Arkham una
peculiar vulnerabilidad en lo tocante a dichas sombras, aunque parece dudoso
según los otros casos que más tarde estudié. Pero lo principal es que tanto mis
antecedentes hereditarios como el medio ambiente que me rodeaba fueron
absolutamente normales. Lo que vino, vino de «alguna otra parte»..., una parte
cuya localización dudo de precisar con palabras sencillas.
Soy hijo de Jonathan y Hannah Peaslee (mi madre, de soltera, se apellidaba Wingate), ambos de la vieja casta de Haverhill. Nací y me crié en Haverhill, en la antigua casa de la calle Boardrnan, cerca de Golden Hill.... y no fui a Arkham hasta que ingresé en la Universidad de Miskatonic en 1895, como instructor de economía política.
Durante quince años, mi vida
transcurrió monótona y feliz. Me casé con Alice Keezar, natural de Haverhill,
en 1896, y mis tres hijos, Robert, Wingate y Hannah, nacieron respectivamente
en 1898, 1900 y 1903. En 1898 pasé a ser profesor adjunto y en 1902 profesor
titular. Nunca sentí el menor interés por el ocultismo ni por la psicología de
las anormalidades.
Fue el jueves 14 de mayo de 1908
cuando se me presentó la extraña amnesia. Ocurrió de repente, aunque más tarde
comprendí que ciertas visiones vacilantes y breves sufridas varias horas antes,
visiones caóticas que me conturbaron mucho por su carencia de precedentes,
pudieron ser los síntomas premonitorios. Me dolía la cabeza y experimentaba la
extraña sensación, del todo nueva para mí, de que alguien trataba de adueñarse
de mis pensamientos.
El colapso se produjo sobre las
10.20 de la mañana, mientras daba una clase del sexto tema de Economía Política
-historia y tendencias actuales de la economía- ante un grupo de estudiantes de
primero y segundo. Comencé a ver formas extrañas ante mis ojos y a notar que me
hallaba en una habitación grotesca distinta del aula habitual.
Mis pensamientos y palabras se
separaron del tema, y los estudiantes advirtieron que algo grave sucedía. Luego
me desplomé, inconsciente, en mi silla, sumido en un estupor del que nadie pudo
hacerme salir. Mis facultades propias no volvieron a asomar a la luz del día de
nuestro mundo normal hasta pasados cinco años, cuatro meses y trece días.
Lo que sigue, claro, lo he
averiguado a través de terceras personas. En un espacio de dieciséis horas y
media no mostré signos de consciencia, aunque me llevaron a mi casa, sita en el
número 27 de la calle Crane, y se me proporcionaron los mejores cuidados
médicos.
A las tres de la madrugada del 15
de mayo abrí los ojos y comencé a hablar, pero, al poco, el doctor y mi familia
se quedaron sorprendidos por las tendencias mostradas por mi forma de
expresarme y el lenguaje empleado. Resultaba claro que no recordaba ni mi
identidad ni mi pasado, aunque, por algún motivo, intentara ocultar esta falta
de conocimiento. Mis ojos contemplaban con extrañeza a las personas que me
rodeaban y las flexiones de mis músculos faciales eran del todo inhabituales.
Incluso mi manera de hablar
sonaba torpe y extraña. Utilizaba mis órganos vocales grosera y tentativamente,
y mi dicción poseía una cierta vacilación, como si hubiese aprendido el inglés
en los libros. La pronunciación sonaba en extremo extranjera, mientras que el
idioma parecía incluir tanto retazos de curiosos arcaísmos como expresiones de
una textura del todo incomprensible.
Esto último, en particular una de
aquellas construcciones sintácticas, sería recordada, incluso con espanto, por
los médicos más jóvenes veinte años después. Ya que en ese período posterior
fue cuando tal frase comenzó a tener una circulación actual -primero en
Inglaterra y luego en Estados Unidos- y pese a su complejidad y su indiscutible
novedad, reproducía hasta en el menor detalle las enigmáticas palabras del
extraño paciente de Arkham de 1908.
Recuperé la fuerza física casi de
inmediato, aunque necesité de una rara reeducación para poder volver a usar mis
manos, piernas y órganos corporales en general. Por esta causa y por otras
peculiaridades inherentes a mi lapso mnemónico, se me mantuvo algún tiempo bajo
vigilancia médica.
Cuando me di cuenta de que habían
fracasado mis intentos de ocultar ese lapso, lo admití sin reparo y me mostré
ansioso por conseguir toda clase de información. Es más, los doctores llegaron
a pensar que había perdido interés en mi propia personalidad tan pronto como vi
que se aceptaba mi caso de amnesia como algo natural.
Advirtieron que centraba mis
esfuerzos en dominar ciertos puntos de la historia, la ciencia, el arte, el
idioma y el folclore -parte de estos esfuerzos fueron tremendamente abstrusos y
parte de una infantil simplicidad-, puntos que quedaban al margen de mi
consciencia, lo que resultaba singular en muchos aspectos.
Al mismo tiempo observaron que
poseía un dominio inexplicable de conocimientos casi desconocidos, dominio que
parecía más propenso a ocultar que a exhibir. Inadvertidamente hacía referencia
con una casual seguridad a acontecimientos específicos de las épocas oscuras al
margen de la historia aceptada... para, al advertir la sorpresa producida por
mis palabras, tratar de disimularlos dándoles un tono de broma. Y mi modo de
hablar del futuro en un par o tres de ocasiones provocó el temor de quienes me
escuchaban.
Estos singulares destellos no
tardaron en desaparecer, aunque algunos observadores achacaron su desaparición
a cierta precaución furtiva por mi parte con el fin de evitar la alarma que
producía el extraño conocimiento que había en su trasfondo. En verdad, me
mostraba anormalmente ávido de asimilar la forma de hablar, las costumbres y
puntos de vista de la época en la que me encontraba; como si fuese un viajero
estudioso llegado de un lejano país extranjero.
En cuanto se me permitió, empecé
a visitar a todas horas la biblioteca de la universidad; y, al poco, comencé a
prepararme para efectuar los singulares viajes y asistir a los cursos
especiales en universidades europeas y americanas que tantos comentarios
despertaron durante los pocos años siguientes.
En ningún momento me faltaron
contactos con personas doctas, porque mi caso había adquirido una cierta
celebridad entre los psicólogos de la época. Se dieron conferencias
presentándome como un ejemplo típico de personalidad secundaria, aun cuando
parecía desconcertar a los conferenciantes, en ocasiones, con síntomas
caprichosos o con algún rastro raro de velada ironía.
Sin embargo, encontré escasamente
verdaderos amigos. Algo en mi aspecto y en mi forma de hablar parecía incitar
vagos temores y aversiones en todos aquellos que me conocían, como si yo
estuviera a infinita distancia de todo lo que es normal y saludable. Esta idea
de oculto horror negro, sumada a las incalculables lagunas de un cierto
«distanciamiento», tuvo una difusión y persistencia excepcionales.
Mi familia no fue la excepción
que confirma la regla. Desde el mismo instante de mi extraño despertar, mi
mujer me miró con el máximo horror y repugnancia, jurando que yo era otro ser
que había usurpado el cuerpo de su marido. Obtuvo el divorcio en 1910, y no
quiso siquiera acceder a verme después de mi vuelta a la normalidad en 1913. Mi
hijo mayor y mi hija pequeña compartieron estos sentimientos, y desde entonces
no los he visto.
Sólo Wingate, mi segundo hijo,
pareció capaz de superar el horror y la repulsión inspirados por mi cambio. Se
daba cuenta de que yo era un desconocido pero, pese a sus ocho años de edad, se
mantuvo aferrado a la esperanza de que volvería a recuperar mi verdadera
personalidad. Cuando así sucedió, me pidió que le reclamara, y los tribunales
no tardaron en concederme su custodia. En los años posteriores me ayudó en
todas sus posibilidades con los estudios hacia los que me sentía atraído y, hoy
en día, cumplidos los treinta y cinco años, es profesor de psicología en Miskatonic.
Pero no me extraña el horror que
provocaba, puesto que la mentalidad, la voz y la expresión facial del individuo
que despertó el 15 de mayo de 1908 no pertenecía Nathaniel Wingate Peaslee.
No entraré en detalles acerca de
mi vida desde 19 hasta 1913, puesto que los lectores -como hice yo mismo-
pueden obtener cuanta información les sea precisa recurriendo a los archivos de
los periódicos y de las revistas científicas de la época.
Se me devolvió la administración de mis bienes, y los fui gastando poco a poco y con prudencia en viajar y estudiar en diversos centros de enseñanza. Sin embargo, mis viajes fueron en extremo singulares, abarcando prolongadas visitas a lugares remotos y desolados.
En 1909 pasé un mes en el
Himalaya, y en 1911 llamó la atención el que realizara un viaje en camello por
los desiertos desconocidos de Arabia. Jamás he podido averiguar lo que ocurrió
en esos viajes.
Durante el verano de 1912 fleté
un barco y navegué por el Ártico, al norte de Spitsbergen, aunque después
mostré signos de desilusión.
Posteriormente, aquel mismo año,
pasé varias semanas solo más allá de los límites de anteriores y posteriores
exploraciones en el vasto sistema de cavernas calcáreas de Virginia occidental,
una serie de negros laberintos tan complejos que harían ilusorio el propósito
de reconstruir mis ¡das y venidas.
Mis estancias en las
universidades destacaron por una anormal y rápida asimilación, como si la
personalidad secundaria poseyese una inteligencia muy superior a la mía propia.
También he descubierto que mi capacidad de lectura y de estudio en solitario
era fenomenal. Podía dominar hasta el último detalle de un libro mirando sus
páginas mientras las iba pasando a la máxima velocidad posible; mi habilidad
para interpretar cifras complejas en un instante resultaba en verdad
impresionante.
De vez en cuando, aparecían
desagradables muestras de mi facultad de influir en los pensamientos y actos de
los demás, aunque parecía ser que cuidaba con esmero minimizar las exhibiciones
de esta facultad.
Otros informes aludían a mi
intimidad con dirigentes de grupos ocultistas y con estudiantes sospechosos de
estar en relación con indecibles bandas de repelentes y arcaicos hierofantes.
Estos rumores, aunque en su tiempo estuviesen faltos de pruebas, fueron
indudablemente fomentados por el conocimiento general de algunas de mis
lecturas: consultaba libros raros en las bibliotecas, y esto no permitía
conservar en secreto tales consultas.
Existe la prueba tangible, en
forma de notas marginales, de que estudié con minuciosidad libros como Cultes
des Goules del Conde d'Erlette, De Vermis Mysteriir de Ludvig Prinn,
Unaussprechlichen Kulten de Von Junzt, los fragrnentos que se consc. van del extraño
Libro de Eibon, y el temido Necronomicón del árabe loco Abdul Alhazred. También
es innegable que durante el período de mi singular mutación se apreció el
desarrollo de una nueva y siniestra actividad de los cultos clandestinos.
En el verano de 1913 comencé a
mostrar signos de tedio y de disminución de mi interés y a insinuar a varios de
los que se relacionaban conmigo que podía esperarse pronto algún cambio en mí.
Hablaba de recuerdos que pertenecían a mi vida anterior, aunque la mayor parte
de quienes me escuchaban no me consideraban sincero, puesto que los detalles
que daba eran casuales y podía haberlos conocido estudiando mis documentos
particulares antiguos.
A mediados de agosto regresé a
Arkham y volví a abrir mi casa de la calle Crane, tanto tiempo cerrada. instalé
allí un mecanismo con el más curioso de los aspectos, construido pieza a pieza
por distintos fabricantes europeos y americanos de aparatos científicos, un
mecanismo que guardé celosamente de la vista de todo aquel con inteligencia suficiente
como para analizarlo.
Los que lo vieron, un mecánico,
una criada y la nueva ama de llaves, dicen que era una rara mezcla de palancas,
ruedas y espejos, aunque sólo midiera sesenta centímetros de alto, treinta de
ancho y otro tanto de profundidad. El espejo central era convexo y circular.
Todos estos detalles los he obtenido tras hablar con tantos fabricantes de sus
partes como me fue posible localizar.
En la tarde del viernes 26 de
septiembre concedí permiso al ama de llaves y a la doncella hasta el mediodía
siguiente. Las luces de la casa permanecieron encendidas hasta bien tarde y un
hombre delgado, moreno, de curioso aspecto extranjero, llegó en automóvil.
Sobre la una de la madrugada
fueron vistas las luces por última vez. A los dos y cuarto un policía notó que
en el edificio reinaba la oscuridad, pero el vehículo del extranje ro
permanecía estacionado Junto al bordillo de la acera. A las cuatro, el coche se
había ido ya.
A las seis de la madrugada una
voz extranjera, titubeante, pedía por teléfono al doctor Wilson que viniera a
mi casa y me asistiera, ya que sufría un ligero desvanecimiento. Esta llamada
-una conferencia- fue localizada más tarde como realizada desde una cabina
telefónica de la Estación del Norte, en Boston, pero sin poderse hallar rastro
alguno del comunicante extranjero.
Cuando el médico llegó, me
encontró inconsciente en una mecedora de la sala de estar, con una mesita
delante. Sobre el tablero de la mesita aparecían ciertos arañazos, indicadores
de que allí había estado colocado algún pesado objeto. La extraña máquina
faltaba y nunca se volvió a saber de ella. Sin duda, el extranjero delgado y
moreno debió llevársela consigo.
En la chimenea de la biblioteca
se veían abundantes cenizas, con toda evidencia restos de los papeles que
escribí desde que me sobrevino la amnesia. El doctor Wilson me encontró con una
respiración muy peculiar, pero después de inyectarme un sedante mi respiración
se hizo más normal.
A las 11. 15 de la mañana del 27
de septiembre, me agité con vigor, y la hasta entonces máscara facial que
parecía como congelar los músculos de mi rostro empezó a mostrar signos de
expresión. El doctor Wilson notó que dicha expresión no correspondía a mi
personalidad secundaria, sino que tenía mayor semejanza con la de mi
personalidad normal. Sobre las 11.30 murmuré sílabas curiosísimas, sílabas que
no parecían emparentadas con ningún idioma humano. Parecía también como si
luchara contra algo. Luego, alrededor del mediodía, cuando ya habían regresado
el ama de llaves y la doncella, empecé a musitar en inglés:
-De entre los economistas
ortodoxos del período, Jevons destaca una tendencia prevalente hacia la
correlación científica. Su intento de ligar el ciclo comercial de prosperidad y
depresión con el ciclo físico de las manchas solares es quizá la culminación
de...
Nathaniel Wingate Peaslee había regresado, un alma cuyo reloj marcaba todavía la mañana de aquel jueves de 1908, cuando tenía enfrente a los adormilados alumnos de la clase de Economía.