EL ABISMO EN EL TIEMPO

 

 

Después de veintidós años de pesadilla y terror, en los que tan sólo me salvó la convicción desesperada de que ciertas impresiones procedían de una fuente mítíca, todavía no me siento dispuesto a garantizar la verdad acerca de lo que creo que encontré en Australia Occidental la noche del 17 al 18 de julio de 1935. Hay motivos para creer que mi experiencia fue total o parcialmente una alucinación, para la cual, en verdad, existían causas en abundancia. Y, sin embargo, su realismo fue tan horrendo que, a veces, encuentro imposible toda esperanza.

 

Si «eso» ocurrió, entonces el hombre debe de estar preparado para aceptar conceptos del cosmos y de su propio lugar en el vértice vibrante del tiempo cuya mera mención es sobrecogedora. También el hombre debe ponerse en guardia contra un peligro acechante y específico que, pese a que nunca abarcará a toda la raza, puede imponer horrores monstruosos e inimaginables sobre ciertos infelices miembros de ella.

 

Por esta última razón apremio, con toda la fuerza de mi ser, para que se abandonen todos los intentos de desenterrar aquellos fragmentos de lo desconocido, cimientos primordiales que mi expedición se dispuso a investigar.

 

Dando por sentado que yo estuviera cuerdo y despierto, mi experiencia aquella noche fue tal como ningún hombre ha tenido nunca. Además, fue una temible confirmación de cuanto traté de descartar considerándolo mito y sueño. Piadosamente no hay pruebas, porque en mi miedo perdí el impresionante objeto que, de haberlo traído en realidad de aquel abismo nocivo, hubiera sido una evidencia irrefutable.

 

Cuando me tropecé con el horror estaba solo, y hasta hoy no he contado nada sobre él. Me fue imposible impedir que los demás excavaran en su dirección, pero la casualidad y las cambiantes arenas han impedido hasta ahora que lo encuentren. En este momento, tengo que formular una declaración definitiva, no sólo en beneficio de mi equilibrio mental, sino para advertir a cuantos puedan tomarse en serio lo escrito en estas líneas.

 

Las presentes páginas, cuyo principio resultará en su mayor parte familiar para los asiduos lectores de la prensa científica y de información general, están escritas en el camarote del barco que me devuelve a casa. Las entregaré a mi hijo, el profesor Wingate Peaslee, de la Universidad de Miskatonic, único miembro de mi familia que permaneció a mi lado tras la rara amnesia que sufrí hace mucho tiempo, y la persona mejor informada de los hechos íntimos de mi caso. De todos los seres vivos que existen, él es quien menos considerará ridículo lo que voy a contar de tan azarosa noche.

 

Antes de zarpar, no quise adelantarle nada de palabra, porque me parece que preferirá tener la revelación por escrito. Leyéndola y releyéndola con sosiego se formará una imagen más convincente que la que mi confusa lengua podría proporcionarle.

 

Que haga con este relato lo que crea más conveniente; enseñarlo, con el comentario adecuado, allá donde considere que puede causar más bien. En beneficio de aquellos lectores que no estén familiarizados con las primeras fases de mi caso, prologo la propia revelación con un extenso resumen de sus antecedentes y circunstancias.