Capítulo V

 

Éste es el mundo del que mis sueños me traían cada noche ecos imprecisos y confusos. No creo poder expresar de manera aproximada el horror y temor contenido en tales ecos, porque esas sensaciones dependían principalmente de una cualidad del todo intangible, la aguda sensibilidad de la pseudomemoria.

 

Como ya he dicho, mis estudios me proporcionaron poco a poco una defensa contra estas sensaciones o sentimientos en forma de explicaciones psicológicas racionales; y esta influencia salvadora aumentó gracias al toque sutil que, con el transcurso del tiempo, produce el hábito. Sin embargo, pese a todo, el vago horror progresivo retornaba de vez en cuando. De cualquier forma, no me dominó como había hecho antes; y después de 1922, disfruté de una vida normal de trabajo y distracciones.

 

Con el paso de los años, comencé a sentir que mi experiencia -junto con la de los casos semejantes y el folclore correspondiente- debía resumirse y publicarse en beneficio de los estudiantes concienzudos; por tanto, preparé una serie de artículos que abarcaban con brevedad todo el asunto e ilustrados con toscos bocetos de algunas de las formas, escenas, motivos decorativos y jeroglíficos recordados de mis pesadillas.

 

Los artículos aparecieron en diversas fechas durante 1928 y 1929 en el Journal of the American Psychological Society, pero sin llamar mucho la atención. Mientras, yo continuaba anotando mis sueños con un cuidado minucioso, aunque el creciente montón de informes alcanzaba molestas proporciones.

 

El 10 de julio de 1934, la Psychological Society me remitió la carta que inició la fase culminante y más horrible de toda mi alucinante experiencia. Tenía matasellos de Pilbarra, Australia Occidental, e iba firmada por alguien que, según mis indagaciones, era un destacado ingeniero de minas. Se incluían unas cuantas fotografías muy curiosas. Reproduciré su texto completo para que ningún lector deje de comprender el tremendo efecto que carta y fotos me causaron.

 

Por algún tiempo me quedé anonadado y sin creer lo que tenía ante mí; porque, aunque a menudo pensaba que ciertas fases de las leyendas que coloreaban mis sueños debían de tener alguna base de veracidad, no estaba preparado para recibir una prueba tangible de la supervivencia de un mundo perdido que quedaba fuera de los límites de toda imaginación. Lo más devastador fueron las fotografías, porque en ellas, con un frío realismo incontrovertible, alzándose en medio de un paisaje de arenas desérticas, se veían unos bloques de piedra, maltrechos por los elementos, erosionados, cuyas partes superiores algo convexas y cuyas bases levemente cóncavas narraban una historia propia.

 

Y al examinarlos con una lupa pude distinguir por entre las huellas del tiempo los rastros de aquellos dibujos curvilíneos de los ocasionales jeroglíficos cuyo significado fuera para mí tan espeluznante. Pero he aquí la carta, cuya elocuencia es harto significativa:

 

 

           49 Dampier St.,

Pilbarra, W. Australia,

                     18 Mayo 1934

 

Prof. N. W Peaslee,

c/o Am. Psychological Society,

30 E. 41st St.,

Nueva York, E.U.A.

 

Muy señor mío:

 

Una reciente conversación con el doctor E. M. Boyle, de Perth, y algunas revistas con sus artículos que dicho doctor acaba de enviarme, me impulsan a comunicarle haber visto ciertas cosas en el campo aurífero que poseemos en la zona oeste del Gran Desierto Arenoso. Dadas las peculiares leyendas referentes a viejas ciudades con ingentes edificaciones de piedra y extraños dibujos y jeroglíficos, parece ser que he tropezado con algo muy importante.

 

Los nativos siempre han hablado de «grandes piedras cubiertas de señales», mostrando siempre un miedo terrible a tales rocas. En cierto modo las relacionaban con sus leyendas raciales comunes acerca de Buddai, el viejo gigante que duerme desde hace siglos bajo tierra, con la cabeza recostada en su brazo, y que algún día despertará y devorará el mundo.

 

Existen antiquísimos y semiolvidados relatos de enormes chozas subterráneas hechas con grandes piedras, con pasadizos que bajan y bajan, en las cuales han sucedido cosas horribles. Los indígenas afirman que, hace mucho, algunos guerreros, huyendo tras una batalla, bajaron por uno de esos pasadizos y no regresaron nu  nca, pero que en cuanto los guerreros bajaron, comenzaron a soplar vientos terribles procedentes de aquel lugar. Sin embargo, los relatos de los nativos no son dignos de gran confianza.

 

Pero tengo que contarle algo más. Hace dos años, cuando estaba buscando nuevas vetas de mineral a unos ochocientos kilómetros al este en el desierto, llegué hasta un grupo de raras piedras labradas de un tamaño aproximado de un metro de alto por unos sesenta centímetros de ancho y otros tantos de grosor, muy afectadas por su exposición a los elementos.

 

Al principio no vi ninguna de las marcas que los nativos indicaran, pero cuando las examiné con mayor detenimiento pude distinguir algunas líneas profundas cinceladas en sus superficies, discernibles aún pese a la intensa erosión. Había peculiares curvas, como las que describieron los indígenas. Calculo que en total habría unos treinta o cuarenta bloques, algunos casi enterrados en la arena, y todos dentro de un círculo de quizá medio kilómetro de diámetro.

 

Tras descubrir los primeros, busqué más, efectuando un minucioso reconocimiento del terreno con mis instrumentos. También tomé fotos de diez o doce de los bloques más característicos, de las cuales le adjunto copias.

 

Entregué un informe ilustrado con fotografías a las autoridades de Perth, pero hasta la fecha no se ha hecho nada con respecto al asunto.

 

Entonces conocí al doctor Boyle, que había leído sus artículos en el Joumal of the American Psychological Society, y cierto día mencioné las piedras. Se mostró enormemente interesado y se emocionó mucho cuando le enseñé las fotografías, afirmando el buen doctor que las piedras y las señales eran idénticas a las piezas de cantería que vio usted en sus sueños y que aparecían descritas en las leyendas.

 

Su intención era escribirle, pero diversos retrasos se lo han impedido. Mientras, me envió la mayor parte de las revistas que contienen los artículos de usted, y de inmediato vi, gracias a los dibujos y descripciones, que mis piedras son de la especie por usted mencionada. Puede comprobarlo si examina las fotos incluidas. Posteriormente tendrá noticias directas gracias al doctor Boyle.

 

Comprendo ahora lo importante que será para usted todo esto. Sin duda nos enfrentamos a los restos de una civilización desconocida más vieja de lo que cualquiera hubiese podido imaginar, una civilización que sirve de base a sus leyendas.

 

Como ingeniero de minas poseo algunos conocimientos de geología y puedo asegurarle que esos bloques son tan antiguos que hasta me asustan. En su mayoría están compuestos por granito y piedra arenisca, aunque hay uno que, estoy casi seguro, ha sido fabricado con una rara especie de cemento u hormigón.

 

Presentan señales de erosión por las aguas, como si esta parte del mundo hubiera estado sumergida y hubiera vuelto a salir a la superficie tras largos siglos; es decir, después de que fabricaran y usaran los bloques debió de producirse el cataclismo y la posterior inundación. Todo en cuestión de centenares de millares de años.... únicamente el cielo sabrá cuantos con exactitud. No me agrada pensar en ese detalle.

 

En vista de su diligente trabajo anterior al seguir el rastro de las leyendas y de todo lo relacionado con ellas, no dudo de que querrá dirigir una expedición por el desierto en la que efectuar excavaciones arqueológicas. Tanto el doctor Boyle como yo estamos dispuestos a cooperar en esa expedición si usted --o cualquier organización que usted conozca- consigue los fondos necesarios.

 

Puedo proporcionar una docena de mineros para el trabajo más pesado de la excavación, los nativos de nada servirían porque he descubierto que tienen un miedo casi cerval a este lugar en particular. Boyle y yo no hemos contado nada a nadie, porque es lógico que tenga usted preferencia en cualquier descubrimiento y en los honores consiguientes.

 

Se puede llegar hasta donde hallé las ruinas desde Pilbarra en unos cuatro días de viaje en camión remolque, que necesitaremos para el transporte de nuestros aparatos. Se encuentra al suroeste de la ruta que estableciera Warburton en 1873 y a unos ciento sesenta kilómetros al sureste de Joanna Spring. Podríamos también enviar el equipo en barcazas que remontaran el río De Grey, en vez de empezar desde Pilbarra, pero eso ya lo discutiremos más tarde.

 

Poco más o menos, las piedras se encuentran en un punto sito a 22º Y 14" de latitud sur y 125º 0' 39" de longitud este. El clima es tropical, y las condiciones de vida en el desierto son agotadoras.

 

Agradeceré sus comentarios sobre este asunto y le reitero mi gran interés por ayudarle en cualquier plan que pueda usted concebir. Después de estudiar sus artículos me siento muy impresionado por el profundo significado de todo este asunto. El doctor Boyle le escribirá más tarde. En caso de desear establecer conmigo una comunicación rápida, puede enviar un cablegrama a Perth, donde me lo retransmitirían por radio.

 

Esperando impaciente sus noticias, queda de usted su seguro servidor.

 

ROBERT B. E MACKENZIE

 

 

De lo que ocurrió después de recibir la carta anterior cualquiera puede enterarse leyendo la prensa. Tuve la gran suerte de conseguir el respaldo de la Universidad de Miskatonic, y tanto el señor Mackenzie como el doctor Boyle resultaron insustituibles en la tarea de disponer lo necesario en Australia. No nos mostramos muy explícitos ante el público en lo referente a nuestros objetivos, puesto que el asunto sin duda habría sido tomado a broma por la prensa sensacionalista. Por tal razón, los informes publicados fueron escasos, aunque aparecieron los suficientes como para narrar nuestros preparativos de viaje a Australia con el propósito de examinar ciertas ruinas.

 

Junto con mi hijo Wingate, me acompañaron: el profesor William Dyer, del departamento de geología de la universidad (jefe de la expedición Miskatonic a la Antártida en 1930-1931); Ferdinand C. Ashley, del departamento de historia antigua, y Tyler M. Freeborn, del departamento de antropología.

 

Mi corresponsal, Mackenzie, vino a Arkham a principios de 1935 y nos ayudó en los últimos preparativos. Demostró poseer una tremenda competencia; era un hombre afable, cincuentón, muy culto y familiarizado con todos los sistemas de viaje por Australia.

 

Tenía tractores esperándonos en Pilbarra, y contratarnos un vapor lo bastante pequeño como para que nos subiera río arriba hasta aquel punto. íbamos preparados para realizar excavaciones con el máximo cuidado científico, tamizando cada grano de arena y sin alterar nada de lo que pudiera parecer que estuviere en su situación original.

 

Zarpamos de Boston en el achacoso Lexington el 28 de marzo de 1935, y realizamos un tranquilo viaje por el Atlántico y el Mediterráneo, pasando por el canal de Suez, bajando por el mar Rojo y cruzando el océano índico hasta nuestra meta final. No es preciso que cuente lo que me deprimió ver la baja y arenosa costa de Australia Occidental, ni cuanta antipatía experimenté hacia la tosca ciudad minera y los lóbregos campos auríferos donde los tractores tenían que recoger los últimos cargamentos.

 

El doctor Boyle, que salió a recibirnos, resultó ser un hombre mayor, agradable e inteligente, y sus conocimientos de psicología le permitieron entablar larguísimas discusiones conmigo y con mi hijo.

 

La inquietud y la expectación constituían una mezcolanza singular en la mayoría de nosotros cuando, al fin, el grupito de dieciocho personas inició la marcha para cubrir kilómetros y kilómetros de arena y roca. El viernes 31 de mayo vadeamos un afluente del río De Grey y entramos en el reino de la más absoluta desolación. Dentro de mí creció un verdadero terror al acercarnos al emplazamiento actual del antiguo mundo origen de las leyendas, un terror, claro, reforzado por el hecho de que todavía me acosaban con fuerza constante los sueños y las pseudomemorias.

 

Fue el lunes 3 de junio cuando vimos el primero de los semienterrados bloques. No puedo describir las emociones que sentí al tocar materialmente -en la más objetiva de las realidades- un fragmento de cantería ciclópea igual en todos sus aspectos a los bloques de las paredes que tenían los edificios de mis pesadillas. Se advertía un rastro claro de cincelado, y mis manos temblaron al reconocer parte de un esquema decorativo curvilíneo que me resultaba infernal tras tantos años de anonadadoras investigaciones y de atormentadores sueños.

 

Un mes de excavaciones dio como resultado el hallazgo de 1.250 bloques en diversas etapas de desgaste y desintegración. La mayoría eran megalitos labrados con partes altas y bases curvas. Una minoría eran más pequeños, planos, de superficies lisas y corte cuadrado u octogonal -como los de los suelos y pavimentos de mis sueños-, mientras que otros pocos eran singularmente macizos y curvados u oblicuos, como sugiriendo su uso en bóvedas o techados góticos, o como parte de arcadas o marcos de ventanas redondas.

 

Cuanto más hondo excavábamos -y cuanto más al norte y al este- más bloques encontrábamos, pese a que no logramos descubrir rastro alguno de asociación ordenada entre ellos. El profesor Dyer se sentía abrumado por la inconmensurable edad de los fragmentos, y Freeborn halló rastros de símbolos que encajaban de forma oscura con ciertas leyendas papúes y polinesias de infinita antigüedad. El estado y la separación de los bloques eran un mudo relato de ciclos vertiginosos de tiempo y de seísmos geológicos de un salvajismo cósmico.

 

Llevábamos un aeroplano con nosotros, y mi hijo Wingate se elevaba con frecuencia en él a diferentes alturas para explorar la inmensidad de arena y roca, en busca de indicios imprecisos de gigantescos contornos, o bien de diferencias de nivel o huellas de bloques esparcidos. Sus resultados fueron virtualmente negativos; porque cuando, algún día, llegaba a creer que había entrevisto un detalle significativo, en su siguiente viaje encontraba aquella impresión sustituida por otra igualmente vaga, resultado del cambio incesante de la arena a impulsos del viento.

 

Uno o dos de estos efímeros indicios, sin embargo, me afectaron de manera extraña y desagradable. Parecían, en cierto modo, concordar terriblemente con algo que soñé o leí, pero que no me era posible recordar. En ellas había una horrenda familiaridad, que me hacía mirar con gesto furtivo, y lleno de aprensiones a aquel terreno estéril y aborrecible.

 

En la primera semana de julio se habían desarrollado en mí una serie de emociones confusas referentes en general a aquella región del noreste. Había horror y curiosidad, pero, más todavía, surgió una persistente y abrumadora ,ilusión de recuerdos.

 

Probé toda clase de procedimientos psicológicos para quitarme esas nociones de la cabeza, pero sin éxito. El insomnio también se apoderaba de mí, pero casi lo agradecía porque acortaba sobremanera la duración de mis pesadillas. Adquirí la costumbre de dar largos y solitarios

 

paseos nocturnos por el desierto, por regla general hacia el norte o noreste, direcciones hacia las que parecían impulsarme mis extrañas y nuevas tendencias.

 

  A veces, en estos paseos me tropezaba con fragmentos semienterrados de antigua cantería. Aunque había menos bloques visibles aquí que donde comenzamos, estaba sede que bajo la superficie los encontraríamos en abundancia. El terreno era menos llano que en nuestro campamento, y los fuertes vientos predominantes amontonaban  arena en efímeras colinas, descubriendo nuevas huellas piedras antiguas y tapando a su vez los restos que anteriormente dejaran al descubierto.

 

Me sentía impaciente por extender las excavaciones _`hasta este territorio, aunque, al mismo tiempo, temía lo `que pudiera descubrir. Era evidente que mi estado era cada vez peor, pero lo más grave de todo era que no encontraba explicación al empeoramiento.

 

Una muestra de mi mal estado nervioso lo atestigua en mi actitud ante un singular descubrimiento que realicé durante uno de mis paseos nocturnos. Fue la noche del 11 de Julio, cuando la luna inundaba de curiosa palidez la masa ondulada y misteriosa de las dunas.

 

Vagando más allá de mis límites de lo ordinario, me tropecé con una gran piedra que difería señaladamente de cualquiera de las que habíamos encontrado. Estaba casi totalmente enterrada, pero me agaché y aparté la arena con las manos, estudiando el objeto después con máximo cuidado y aumentando la luz de la luna con el rayo luminoso de mi linterna eléctrica.

 

A diferencia de las otras piedras grandes, esta era perfectamente cuadrada, sin superficie alguna cóncava o convexa. También parecía ser de una sustancia oscura, basáltica, del todo diferente al granito y piedra arenisca o cemento de los fragmentos que ya nos eran familiares.

 

De pronto, me levanté, di media vuelta y corrí a toda velocidad hacia el campamento. Fue un gesto de huida completamente irracional, y sólo cuando estuve cerca de mi tienda comprendí por qué había con-ido. Entonces lo supe. La singular piedra oscura era algo que había soñado y leído, relacionado con los máximos horrores de las leyendas antiquísimas.

 

Era uno de los bloques de aquella cantería basáltica más vieja que despertaba tanto temor a la fabulosa Gran Raza, las altas ruinas sin ventanas dejadas por aquellas cosas extraterrestres, meditativas, semimateriales, que anidaban en los profundos abismos del planeta y contra cuyas fuerzas tormentosas e invisibles se habían colocado trampillas herméticamente cerradas y centinelas que nunca dejaban de vigilarlas.

 

Permanecí despierto toda la noche, pero al amanecer comprendí lo estúpido que había sido al dejar que me transtornase la sombra de un mito. En vez de asustarme, debí haber experimentado el entusiasmo propio del descubridor.

 

A la tarde siguiente conté a los demás mi descubrimiento, y Dyer, Freeborn, Boyle, mi hijo y yo partimos para reconocer el bloque anómalo. Sin embargo, nos esperaba un fracaso. No tenía una idea precisa de la localización exacta de la piedra, y el viento había alterado las dunas que hubieran podido servirme de puntos de referencia.