Capítulo VI

 

Llego ahora a la parte crucial y más difícil de mi narración, aún más difícil porque no estoy seguro del todo de que sea realidad. A veces me siento incómodamente convencido de que ni soñé ni sufrí alucinaciones; y es este sentimiento -en vista de las tremendas implicaciones que supondría la verdad objetiva de mi experiencia- el que me impulsa a escribir estas páginas.

 

Mi hijo, el experto psicólogo que mejor y con más cariño conocía los detalles de mi caso, será el que primero enjuicie lo que voy a decir.

 

Antes que nada, permítanme que bosqueje los aspectos externos del asunto, tal como los conocieron los miembros del campamento: en la noche del 17 al 18 de julio, tras un día ventoso, me retiré temprano, pero no pude dormir. Me levanté poco antes de las once, dominado como siempre por aquella extraña sensación relacionada con el terreno del noreste, y partí para uno de mis típicos paseos nocturnos, saludando, al salir del campamento, a un minero australiano llamado Tupper.

 

La luna, iniciado apenas su cuarto menguante, lucía en un cielo despejado y empapaba las antiguas arenas col, una luz lechosa y blancuzca que, para mí, rezumaba maldad infinita. No corría el aire, ni lo hizo durante casi cinco horas, como atestiguaría después Tupper y quienes me vieron caminar con rapidez por las pálidas y misteriosas dunas, en dirección noreste.

 

Alrededor de las 3.30 de la madrugada sopló un viento huracanado que despertó a todo el campamento tres de las tiendas. El cielo aparecía sin nubes y el desierto relucía aún con el lechoso resplandor lunar. Aunque se examinaron las tiendas, mi ausencia, pese a ser advertida, no alarmó a nadie, dada mi costumbre de pasear por el desierto a altas horas de la noche. Sin embargo, tres hombres cuando menos, todos australianos, presintieron algo siniestro en el ambiente.

 

Mackenzie explicó al profesor Freeborn que esto se debía al miedo existente en el folclore de los indígenas, quienes habían entretejido un curioso y maligno mito en torno a los fuertes vientos que, a largos intervalos, barrían los arenales en días de cielo despejado. Tales vientos, se murmuraba, tenían su origen en las grandes chozas de piedra subterráneas, en las que habían sucedido cosas horribles, y jamás se producían excepto en los lugares donde están esparcidas las grandes piedras labradas. Cerca de las cuatro, el huracán amainó tan de repente como comenzara, dejando las dunas con una forma nueva y poco familiar.

 

Eran poco más de las cinco, con la blanquecina y lechosa luna cayendo hacia poniente, cuando entré tambaleándome en el campamento, sin sombrero, con el rostro y las manos arañados y ensangrentados, extraviada la linterna eléctrica. La mayor parte de los hombres se habían vuelto a acostar, pero el profesor Dyer estaba fumando una pipa a la puerta de su tienda. Al verme sin respiración y en un estado de gran frenesí, llamó al doctor Boyle, y entre los dos me instalaron en mi litera. Mi hijo, despertado por el ruido, pronto se les unió, y todos trataron de obligarme a yacer inmóvil y a procurar dormir.

 

Pero no podía conciliar el sueño. Mi estado psicológico era muy extraordinario, distinto de cualquier otro que, hubiera experimentado con anterioridad. Al cabo de cierto tiempo insistí en hablar, explicando nerviosa y trabajosamente lo ocurrido.

 

Les dije que me sentí fatigado y que me tumbé en la arena para dar una cabezada. Tuve sueños más terribles que de ordinario, y cuando el vendaval me despertó de improviso, mis nervios sobrecargados cedieron. Huí presa del pánico, cayéndome repetidas veces al tropezar con las semienterradas piedras, arañándome y magullándome hasta el punto en que me vieron legar. Debí de haber dormido mucho, lo que explicaba las largas horas de ausencia.

 

No insinué absolutamente nada de lo que de extraño viera o experimentara, poniendo en práctica todo el dominio sobre mí mismo del que pude hacer acopio. Pero les hablé de un cambio de opinión con respecto al trabajo de la expedición, y les apremié para que cesasen todas las excavaciones en dirección noroeste.

 

Mis razonamientos eran con toda evidencia débiles, porque argüí que en esa zona escaseaban los bloques, añadiendo mi deseo de no ofender a los supersticiosos mineros, una falta de fondos por parte de la universidad y otras cosas inciertas o ¡lógicas. Como es natural, nadie hizo el menor caso a mis nuevos deseos, ni siquiera mi hijo, cuyo interés por mi salud era evidente.

 

Al día siguiente me levanté y recorrí el campamento, pero no tomé parte en las excavaciones. Decidí volver a casa lo antes posible en bien de mis nervios, y mi hijo prometió llevarme a Perth en el aeroplano, unos mil seiscientos kilómetros al suroeste, en cuanto hubiera sobrevolado la región que yo queda que dejaran en paz.

 

Reflexioné que si la cosa que yo había visto seguía visible, podría intentar darles un aviso específico incluso a costa de quedar en ridículo. Era de esperar que los mineros, que conocían el folclore local, me respaldaran. Siguiéndome la corriente, mi hijo efectuó el vuelo aquella tarde, realizando pasadas por toda la zona de mis paseos. Sin embargo, no quedaba a la vista nada de lo que yo había encontrado.

 

Se repetía el caso de los anómalos bloques de basalto; las arenas habían borrado todo rastro. Durante un instante, medio lamenté haber perdido en mi ciega huida cierto objeto impresionante; pero ahora sé que la pérdida fue providencial. Aún creo que mi experiencia fue una ilusión, especialmente si, como confío de todo corazón, ese abismo infernal nunca llega a descubrirse.

 

Wingate me llevó a Perth el 20 de julio, aunque se negó a abandonar la expedición y regresar a casa. Se quedó conmigo hasta el 25, día en que zarpó el barco con rumbo a Liverpool. Ahora, en el camarote del Empress, he meditado largo y tendido sobre todo el asunto, y he decidido que mi hijo, cuando menos, reciba la información. De él dependerá que los hechos alcancen una más amplia difusión.

 

He preparado este resumen general con el fin de poder afrontar cualquier eventualidad, aunque sean cosas que los demás ya conocen de una manera más o menos directa, y ahora narraré con la mayor brevedad posible lo que pareció suceder durante mi ausencia del campamento aquella azarosa noche.

 

Con los nervios de punta y acuciado por una especie de perversa ansiedad originada por aquel inexplicable impulso mnemónico preñado de terTores que me inspiraba la región del noreste, caminé bajo la brillante y siniestra luna. De vez en cuando veía, medio enterrados por la arena, los primitivos bloques ciclópeos abandonados desde indecibles y olvidados eones.

 

La edad incalculable y el horror inmanente a esta inmensidad comenzaron a agobiarme como nunca lo hicieran con anterioridad, y no pude evitar pensar en mis enloquecedoras pesadillas, en las terribles leyendas que las respaldaban y en los presentes temores de nativos y mineros referentes al desierto y sus piedras labradas.

 

Y, no obstante, seguí caminando como para acudir a alguna ignota cita, cada vez más abrumado por mis desconcertantes fantasías, impulsos y pseudorrecuerdos. Pensé en algunos de los posibles contornos de las filas de piedras tal como las viera mi hijo desde el aire, y me pregunté por qué me parecían a la vez ominosas y familiares. Algo se agitaba tratando de abrir el pestillo de mi recuerdo, mientras que otra fuerza desconocida pugnaba por mantener cerrado el portalón.

 

Ni una brisa se agitaba en la noche, y la pálida arena se ondulaba como si fuese un mar cuyo oleaje hubiera quedado petrificado. No tenía meta alguna, pero seguí adelante como si me dejara guiar por el destino. Mis sueños irrurnpían en el mundo consciente, de forma que cada megalito enterrado por la arena parecía formar parte de las infinitas salas y corredores de arquitectura prehumana, labrados y adornados con los símbolos jeroglíficos que yo conocía tan bien tras largos años de contemplarlos siendo una mente cautiva de la Gran Raza.

 

Había momentos en los que me parecía ver a aquellos horrores omniscientes circulando en ¡das y venidas, como correspondía a sus tareas habituales, y hasta temía mirarme por miedo de ver que tenía su mismo aspecto. Sin embargo, todo el rato, mientras veía los bloques semicubiertos de arena, contemplaba al mismo tiempo las habitaciones y corredores; la maligna y brillante luna se transformaba para mí en las lámparas de luminoso cristal; el inacabable desierto se trocaba en los bosques de ondulantes helechos que se distinguían desde las ventanas. Estaba despierto y soñando al mismo tiempo.

 

No sé cuán lejos o cuánto tiempo transcurrió o anduve, ni en qué dirección, hasta que hallé el montón de bloques descubiertos por el viento durante el día. Se trataba del mayor grupo visto en un solo lugar, y me impresionó tanto que las visiones de lejanos eones se disiparon de repente de mi espíritu.

 

De nuevo tenía allí únicamente el desierto y la maligna luna y las huellas de un inimaginable pasado. Me acerqué y me detuve, proyectando la luz de mi linterna sobre el montón de escombros. El viento se había llevado una duna, dejando una masa baja e irregular de megalitos y fragmentos más pequeños de unos trece metros de parte a parte y una altura que oscilaba entre los sesenta centímetros y los dos metros y medio.

 

Por su disposición comprendí que aquellas piedras tenían una cualidad sin precedente. No se trataba tan sólo de su número, sin parangón posible con otros hallazgos, sino que había algo en la disposición de sus erosionados restos que me impresionó mientras los examinaba a la doble luz de la luna y la linterna.

 

Y tampoco es que difirieran en esencia de las muestras anteriores que habíamos hallado. Era algo mucho más sutil. La impresión no se producía cuando miraba tan sólo a un bloque, sino cuando pasaba la vista por varios casi simultáneamente.

 

Luego, por último, comprendí la verdad. Los dibujos curvilíneos de la mayoría de aquellos bloques estaban estrechamente emparentados, formando parte de un vasto concepto decorativo. Por primera vez en esta inmensidad desértica milenaria me había tropezado con una masa de sillería que conservaba su antigua posición, ruinosa y fragmentaria, es cierto, pero guardando un sentido o un propósito realmente definido.

 

Subiendo a una piedra poco alta, trepé con dificultad hasta la cumbre; apartando de trecho en trecho la arena con las manos y esforzándome constantemente en interpretar variedades de tamaño, forma y estilo y correlaciones de dibujo, pasé ignoro si horas o minutos.

 

Al cabo de un tiempo pude deducir de manera vaga la naturaleza de la arcaica estructura y, hasta reconstruir los dibujos que antaño se extendieron por las vastas superficies de sillería. La perfecta identidad del conjunto con algunos de mis sueños me dejó abrumado y sin apenas fuerzas.

 

Esto había sido otrora un ciclópeo corredor de diez metros de anchura y otros diez de alto, pavimentado con bloques octogonales y un techo de sólida bóveda pétrea. Abriéndose a la derecha hubo habitaciones y, en el extremo opuesto, uno de aquellos extraños planos inclinados permitia el acceso a las plantas inferiores.

 

Me sobresalté con violencia al ocurrírseme estos conceptos, porque en ellos había más de lo que sugerían los bloques. ¿Cómo sabía que aquella planta debió estar situada muy por debajo del nivel del suelo? ¿Cómo sabía que la rampa que llevaba al piso superior debía estar situada detrás de mí? ¿Cómo sabía que el largo pasadizo subterráneo que terminaba en la plaza de las Columnas tenía que hallarse a la izquierda, en el piso superior?

 

¿Cómo sabía que la sala de máquinas y el túnel liacia la derecha, que conducía a los archivos centrales, debían estar dos pisos más abajo? ¿Cómo sabía que habría una de esas horribles trampillas, sellada con flejes de metal, en el mismísimo fondo, cuatro pisos más abajo? Desconcertado por esta intrusión del mundo de mis pesadillas, me puse a temblar, mientras todo mi cuerpo quedaba bañado por un sudor frío.

 

Luego, como un último e intolerable detalle, noté aquella débil e insidiosa corriente de aire fresco que ascendía desde una depresión cercana al centro del enorme montón de escombros. Al instante, como antes, mis visiones desaparecieron, y volví a ver de nuevo tan sólo la siniestra luz lunar, el inhóspito desierto y el extenso túmulo de aquella cantería paleolítica. Ahora me enfrentaba a algo real y tangible, fraguado, no obstante, con infinitas sugerencias de misterio nocturno. Porque la corriente de aire no podía significar más que una escondida sima insondable que existía debajo de los desordenados bloques de la superficie.

 

Mi primer pensamiento fue para las siniestras leyendas de los indígenas que hablaban de vastas salas subterráneas entre los megalitos, donde sucedían cosas horrorosas y nacían potentes vendavales. Luego volvieron los pensamientos basados en mis propios sueños, y sentí como los oscuros pseudorrecuerdos forcejeaban en mi mente. ¿Qué clase de lugar yacía debajo de mí? ¿Qué inconcebible y primitiva fuente creadora de ciclos mitológicos antiguos y de asediantes pesadillas estaba a punto de descubrir?

 

Dudé tan sólo un instante, porque algo más que la curiosidad o el celo científico me impulsaba a avanzar, superando el miedo creciente.

 

Parecía moverme de forma automática, como a merced de algún destino compulsivo. Me guardé la linterna en el bolsillo y, empleando una fuerza que nunca creí poseer, aparté primero un fragmento titánico de piedra y luego otro, hasta notar una fuerte corriente cuya humedad contrastaba de manera singular con el seco aire del desierto. Una negra hendidura comenzó a aparecer y, por fin, cuando hube apartado cada fragmento lo bastante pequeño como para poderlo mover, la lechosa luz lunar cayó sobre una abertura lo suficientemente ancha como para permitir mi paso.

 

Saqué la linterna y lancé su rayo al interior de la brecha. Por debajo se advertía un caos de sillares derrumbados, inclinados hacia el norte en un ángulo de unos cuarenta y cinco grados; con toda evidencia, resultado de algún desprendimiento originado en la superficie.

 

Entre su nivel y el del suelo había un abismo de impenetrable negrura en cuyo borde superior se veían signos de una gigantesca bóveda. Parecía que en aquel punto las arenas del desierto estaban posadas de manera directa sobre el piso de alguna estructura titánica edificada en la época joven de la Tierra, y ni siquiera me atreví a calcular cómo se había conservado tras el paso de eones de convulsiones geológicas. Es más, ni me atreví entonces, ni me atrevo ahora.

 

Recapacitando, la sola idea de un repentino descenso en solitario por tan hosco abismo -y en un tiempo en que todos ignoraban mi paradero- semejaba la cumbre de la más insensata locura. Quizá así fuera... No obstante, aquella noche emprendí el descenso sin la menor vacilación.

 

De nuevo se manifestaba aquella ansiosa y compulsiva fatalidad que parecía dirigir mis pasos durante toda mi estancia en Australia. Utilizando la linterna de manera intermitente para ahorrar pilas, inicié un alocado descenso por la siniestra y ciclópea pendiente que se insinuaba por debajo de la abertura, a veces marchando hacia delante, cuando encontraba puntos de apoyo para mis manos y pies, y en otras ocasiones haciéndolo de espaldas, encarado al montón de megalitos mientras me colgaba y tanteaba desde algún precario asidero.

 

A mi lado, en dos direcciones, se cernían, imprecisas, lejanas paredes de ruinosa sillería puestas precariamente al descubierto por los rayos de mi linterna. Delante, sin embargo, reinaba la oscuridad.

 

No llevé control del tiempo durante mi apurado descenso. Mi mente se encontraba tan henchida de confusos atisbos e imágenes que todas las cuestiones objetivas parecían haberse retirado a distancias incalculables. La sensación física estaba muerta, e incluso el temor permanecía amenazándome como una desdeñosa, colérica e impotente gárgola incapaz de actividad alguna.

 

Llegué a una planta sembrada de bloques caídos, informes fragmentos de piedra, arena y escombros de todas clases. A cada lado, quizá separadas unos diez metros, se alzaban macizas paredes que culminaban en un enorme abovedado de aristas. Apenas podía percibir que estaban labradas, pero la naturaleza de aquellos bajorrelieves escapaba a mi percepción.

 

Lo que más me impresionaba era la abovedada parte superior. La luz de mi linterna no llegaba hasta el techo, pero las partes inferiores de los monstruosos arcos se destacaban con claridad. Y tan absoluta era su identidad con los que viera en mis incontables pesadillas del mundo antiguo que temblé de pies a cabeza por primera vez.

 

Detrás y muy por encima, un débil turbión luminoso me indicaba que fuera seguía existiendo el mundo bañado por la luna. Algún vago retazo de precaución me aconsejó que no lo perdiera de vista, para que me sirviese de guía durante mi regreso.

 

Avancé ahora hacia la pared de la derecha, donde los rastros de figuras esculpidas eran más claros. El suelo cubierto de escombros era tan difícil de cruzar como lo había sido el descenso por el montón de ruinas, pero logré abrirme paso, aunque con dificultades.

 

En un lugar tuve que hacer a un lado unos cuantos bloques y apartar con el pie las piedras o fragmentos pequeños para ver cómo era el suelo, y me estremecí ante la nefasta familiaridad de las grandes losas octogonales cuya combada superficie aún se mantenía unida.

 

Al llegar a una distancia prudencial de la pared, proyecté el rayo de mi linterna despacio y con cuidado por encima de los desgastados restos de sus bajorrelieves. El influjo de las aguas pasadas parecía haber erosionado la superficie de piedra arenisca, mientras que se apreciaban curiosas incrustaciones cuya presencia no me fue posible explicar.

 

En ciertos lugares la cantería estaba suelta y dislocada, y me pregunté cuántos eones más podría conservar sus actuales rasgos en medio de tantos y tan continuados movimientos sísmicos.

 

Pero lo que más me excitaba eran los bajorrelieves en sí. Pese a las profundas huellas que en ellos dejara el transcurso del tiempo, sus contornos resultaban bastante fáciles de seguir desde cerca; y la completa e íntima familiaridad de cada detalle casi anonadó mi imaginación. Quedaba dentro de los límites de la credibilidad normal el que los principales atributos de aquella antigua arquitectura me pareciesen conocidos.

 

Impresionando fuertemente a los urdidores de mitos, habían sido incorporados a las leyendas antiguas que, de alguna manera, llamándome la atención durante mi período de amnesia, habían evocado vívidas imágenes en mi subconsciente.

 

¿Pero cómo podía explicar la manera exacta y minuciosa en que cada línea y cada espiral de los extraños dibujos coincidía con lo que soñé durante tantos años? ¿Qué oscura y olvidada iconografía pudo haber reproducido tan sutil sombreado, tanta diversidad de trazos que de forma persistente, exacta e invariable asomaban a mi visión de durmiente noche tras noche?

 

Porque allí no existía casualidad ni parecido remoto. Absoluta y definitivamente, el milenario y oculto corredor en el que me hallaba era el original de algo que yo conocía en mis sueños tan bien como conocía mi casa en la calle Crane, en Arkham. Es cierto que aquel lugar aparecía en mis pesadillas intacto, en su estado original; pero la identidad seguía siendo real. Dentro del pasadizo me sentía perfectamente orientado.

 

Conocía aquella estructura particular en cuyo interior estaba ahora. También conocía su situación en la terrible y antigua ciudad de mi sueño. Me di cuenta con una abominable e instintiva certeza que podía visitar sin equivocarme cualquier punto del edificio o de la ciudad que hubiese escapado a los cambios y devastaciones producidos por los incalculables años transcurridos. En nombre del cielo, ¿qué significado tenía todo aquello? ¿Cómo llegué a saber lo que sabía? ¿Y qué horrenda realidad podía yacer tras los antiguos relatos de los seres que habitaron este laberinto de piedras arcaicas?

 

Las palabras sólo pueden expresar de manera fraccionaria e incompleta la amalgama de miedo y confusión que corroía mi alma. Conocía este lugar. Sabía lo que quedaba por debajo de mí y lo que estuvo más arriba antes de que la miríada de elevados pisos se desplomara convirtiéndose en polvo y escombros fundidos con el desierto. Con un escalofrío pensé que ya no necesitaba conservar como guía aquel débil resplandor de luz lunar.

 

Luchaba entre un ansia de huir y una mezcla febril de ardiente curiosidad y fatalidad compulsiva. ¿Qué le había ocurrido a esta monstruosa megalópolis de la antigüedad en los millones de años transcurridos desde la época de mis pesadillas? ¿Cuántos de los laberintos subterráneos que minaban la ciudad y entrelazaban todas las torres titánicas habían sobrevivido a las convulsiones de la corteza terrestre?

 

¿Acababa de tropezarme con todo un soterrado mundo de profano arcaismo? ¿Podría hallar todavía la casa del maestro en escritura y la torre donde S'gg'ha, la mente cautiva de los carnívoros vegetales de la Antártida, los seres de cabeza estrellada, había cincelado ciertas figuras en el espacio libre de las paredes?

 

¿Acaso el pasadizo de la segunda planta, al final del vestíbulo de las mentes extrañas, seguiría abierto y transitable? En aquel vestíbulo o salón, una mente cautiva, la de cierta increíble entidad, habitante semiplástico del hueco interior de un desconocido planeta transplutoniano a dieciocho millones de años de distancia en el futuro, había guardado una cosa que modeló en arcilla.

 

Cerré los ojos y me llevé la mano a la cabeza en un vano y lastimero esfuerzo por arrancar de mi consciencia aquellos locos fragmentos de pesadilla. Luego, por primera vez, sentí con fuerza la frescura, el movimiento y la humedad del aire circundante. Con un estremecimiento, comprendí que una vasta cadena de negros abismos, muertos hacía muchos eones, debía de estar abierta en algún lugar más allá y debajo de mí.

 

Pensé en las terribles cámaras, corredores y rampas tal como los recordaba de mis sueños. ¿Seguiría abierto el camino a los archivos centrales? De nuevo la fatalidad compulsiva tiró con fuerza de mí desde el interior de mi cerebro mientras recordaba los impresionantes historiales que antaño se guardaban encerrados en las arcas rectangulares de metal inoxidable.

 

Allí, según los sueños y leyendas, había reposado la historia completa, pasada y futura, del continuo cósmico del espaciotiempo, escrita por mentes cautivas de cada orbe y cada era del sistema solar. Locura, claro, pero ¿acaso no me encontraba ahora inmerso en un mundo nocturno tan loco como yo?

 

Pensé en las cerradas estanterías metálicas y en los curiosos giros que había que someter a los pomos para abrir cada estante. El destinado a mí surgió con claridad en mi consciencia. ¡Con cuánta frecuencia había pasado por la rutina de las diversas vueltas y presiones en la sección de vertebrados terrestres del piso más bajo! Hasta el último detalle se me aparecía fresco y familiar.

 

Si existía allí una bóveda como la que yo soñara, podría abrirla en cosa de un momento. Fue entonces cuando la locura se apoderó por entero de mí. Un instante después estaba saltando y tropezando por entre los escombros rocosos en dirección a la bien recordada rampa que conducía a los niveles inferiores.