Continué, no obstante, llevando un cuidadoso registro de los «otros» sueños que continuaban acosándome tan densa y vívidamente. Ese registro, argüía, era de un valor genuino como documento psicológico. Los atisbos seguían conservando su condenado parecido con los recuerdos, aunque luché por reprimir esta impresión con bastante éxito.
Al escribir, trataba las cosas fantasmales como si las hubiera visto; pero en todos los demás momentos procuraba apartarlas de mí al catalogarlas como nimias ilusiones nacidas en la noche. En conversación normal, nunca mencioné tales materias; aunque algunos informes acerca de ellas, filtrándose como suele suceder en casos parecidos, provocaron vanos rumores concernientes a mi salud mental. Resulta chocante pensar que tales rumores quedaban reducidos a personas vulgares, legos en la materia, sin que los acogiera ningún médico o psicólogo.
De mis visiones posteriores a 1914 mencionaré poco, puesto que informes más completos e historiales clínicos quedan a disposición del estudiante concienzudo. Es evidente que, con el tiempo, las curiosas inhibiciones se difuminaron en cierto modo, porque el alcance de mis visiones se incrementó considerablemente. Sin embargo, éstas nunca llegaron a ser nada más que fragmentos descoyuntados sin clara motivación aparente.
Dentro de los sueños, parecía que yo adquiría una libertad de movimiento cada vez mayor. Flotaba por muchos edificios extraños de piedra, yendo de uno a otro por los largos y colosales pasadizos subterráneos que parecían constituir las vías de tránsito comunes. A veces me tropezaba con aquellas gigantescas trampillas cerradas sitas en la planta más baja y de las que parecía emanar un aura de prohibición y miedo.
Vi enormes piscinas o estanques cuadrados y salas con curiosos e inexplicables utensilios de infinidad de formas y dimensiones. Había luego las colosales cavernas de complicada maquinaria cuyo contorno y propósito eran del todo extraños para mí y cuyo sonido se manifestó sólo al cabo de muchos años de soñar. Debo resaltar aquí que la vista y el oído fueron los únicos sentidos de los que me valía en el mundo de las visiones.
El verdadero horror comenzó en mayo de 1915, cuando vi por primera vez las cosas vivientes. Eso fue antes de que mis estudios me hubieran enseñado lo que, en vista de los mitos y de los casos históricos, podía esperar. Teniendo bajadas mis barreras mentales, contemplé grandes masas de fino vapor en varias partes del edificio y abajo, en las calles.
Los vapores se fueron haciendo más sólidos y distintos, hasta que, por último, pude distinguir sus contornos monstruosos con incómoda facilidad. Parecían enormes conos indiscentes, de unos tres metros de altura y otros tres de ancho en la base, hechos de una materia rugosa, escamosa, semielástica. De sus cimas se proyectaban cuatro miembros cilíndricos flexibles, de unos treinta centímetros de grosor cada uno, de la misma materia rugosa que los conos.
Estos miembros aparecían a veces contraídos casi hasta la nada y en otras se extendían, llegando a alcanzar una longitud de tres metros. En la punta de dos de ellos había enormes zarpas o pinzas. Un tercero finalizaba con cuatro apéndices rojos en forma de trompeta. El cuarto terminaba en un globo amarillento, irregular, de unos sesenta centímetros de diámetro, con tres grandes ojos oscuros dispuestos a lo largo de su circunferencia, digamos, ecuatorial.
Culminando la cabeza destacaban cuatro pedúnculos esbeltos, de color gris, con apéndices semejantes a flores, mientras que en su parte inferior colgaban ocho verdosas antenas o tentáculos. La gran base del cono central estaba rebordeada por una sustancia gris, gomosa, que movía a todo el ser mediante su expansión y contracción.
Sus acciones -aunque inofensivas- me horrorizaban más que su aspecto, porque no resultaba satisfactorio ver a objetos monstruosos realizando lo que uno sólo ha visto hacer a seres humanos. Esos objetos se movían con inteligencia por las grandes salas, tomando libros de las estanterías y llevándolos a las enormes mesas, o viceversa, y a veces escribiendo con una peculiar barra o varilla aferrada entre los tentáculos verdosos de la cabeza. Las colosales pinzas se empleaban para el transporte de los libros y en la conversación; el habla se componía de una especie de chasquidos.
Los objetos no iban vestidos, pero llevaban unas bolsas o mochilas colgadas de lo alto del tronco cónico. Por lo general llevaban la cabeza y su miembro soporte a la altura de la cima del cono, aunque era frecuente verla más alta o más baja.
Los otros tres grandes miembros tenían tendencia a caer descansando a los lados del cono, reducidos a la longitud de metro y medio, cuando no se utilizaban. Por su capacidad de lectura, escritura y manejo de las máquinas -las de las mesas parecían en cierto modo relacionadas con los pensamientos- deduje que su inteligencia era enormemente superior a la del hombre.
Después los vi por doquier, pululando por todas las grandes cámaras y corredores, atendiendo a monstruosas máquinas en criptas abovedadas y marchando raudos por las carreteras a bordo de gigantescos coches en forma. de barco. Dejé de tenerles miedo, porque parecían formar par-te natural de su medio ambiente.
Comencé a distinguir diferencias individuales entre ellos, y unos pocos parecían estar bajo alguna especie de restricción. Estos últimos, aunque no mostraban variación física, tenían una diversidad de gestos y hábitos que les destacaban no sólo de la mayoría, sino que sobre todo les daban carácter individual.
Escribían muchísimo en lo que para mi nublada visión parecía ser una enorme variedad de caracteres, nunca en los típicos jeroglíficos curvilíneos que utilizaba la mayoría. Advertí que unos cuantos empleaban nuestro alfabeto familiar. Casi la totalidad de estos individuos trabajaba más despacio que la masa en general de los seres.
Durante este tiempo, mi papel en los sueños parecía ser el de una consciencia incorpórea con un alcance de visión superior a lo normal, flotando libre por los alrededores, pero confinada a las avenidas y velocidades de tránsito comunes. Hasta agosto de 1915 no comenzaron a hostigarme las sugestiones de corporeidad. Digo hostigar porque la primera fase fue una pura asociación abstracta, aunque infinitamente terrible, de mis anteriores fobias hacia mi cuerpo con las escenas de mis visiones.
Hubo una temporada en la que mi interés principal durante los sueños era evitar mirarme, y recuerdo lo que me aliviaba la ausencia total de grandes espejos en las extrañas habitaciones. Pero me turbaba más que nada el hecho de que siempre veía las enormes mesas -cuya altura no podía ser menor de tres metros- desde un nivel no infenor al de sus superficies.
Y entonces la morbosa tentación de mirarme a mí mismo fue haciéndose cada vez mayor, hasta que una noche me fue imposible resistirla. Al principio mi mirada no reveló nada de particular. Un momento después percibí que esto ocurría porque mi cabeza se hallaba al extremo de un cuello flexible de enorme longitud. Contrayendo el cuello y mirando hacia abajo con más atención, vi la masa iridiscente, rugosa, escamosa, de un vasto cono de tres metros de altura y otros tres de ancho en la base. Fue entonces cuando desperté a medio Arkham con mi grito, mientras salía enloquecido de los abismos del sueño.
Sólo al cabo de semanas de horrenda repetición, casi me reconcilié con las visiones de mi persona bajo tan
monstruosa forma. En los sueños movía ahora mi cuerpo entre los otros seres desconocidos, leyendo terribles libros de las interminables estanterías y escribiendo horas y horas en las enormes mesas con una pluma dirigida por los tentáculos verdes que colgaban de mi cabeza.
Cruzan por mi memoria retazos de lo que leí y escribí. Estaban los horribles anales de otros mundos y otros universos, y la historia de unas entidades vivas sin forma en el exterior de todos los universos. Estaban los archivos de extrañas clases de seres que habían poblado el mundo en pasados ya olvidados, y espeluznantes, crónicas de inteligencias de cuerpo grotesco que lo habitarían dentro de millones de años, después de la muerte del último ser humano.
Estudié capítulos de la historia de la humanidad cuya existencia no ha sospechado jamás ningún universitario de hoy en día. La mayor parte de estos escritos estaban en lenguaje jeroglífico, que estudié de una manera rara con ayuda de máquinas zumbantes y que, sin duda, constituía un idioma aglutinante con raíces muy distintas a las que se hallan en los idiomas humanos.
Otros volúmenes aparecían escritos en lenguas desconocidas que aprendí de la misma singular manera. Pocos pertenecían a los idiomas que ya conocía. Ilustraciones en extremo ingeniosas, tanto insertas en los libros como formando colecciones separadas, me ayudaron inmensamente. Y todo el tiempo parecía que lo dedicaba a escribir en inglés una historia de mi propia época. Al despertar, recordaba tan sólo retazos mínimos e inconexos de lenguas desconocidas que mi yo del sueño había dominado, aunque ,conservara frases enteras de lo relatado.
Aprendí -incluso antes de que mi yo hubiera estudiado en estado de vigilia los casos paralelos o los viejos mitos, fuente indudable de los sueños- que los seres de mi alrededor eran la mayor raza del mundo, que habían conquistado el tiempo y enviado intelectos exploradores a cada época. Supe, también, que me habían arrebatado de mi propia era, mientras otro empleaba mi cuerpo en mi presente habitual, y que unas cuantas de las demás formas vivientes albergaban mentes capturadas de forma similar. Creía hablar, en una rara lengua de chasquidos de las zarpas, con los intelectos exiliados procedentes de todos los rincones del sistema solar.
Había una mente del planeta que nosotros llamamos Venus que viviría dentro de incalculables época futuras, y otra, procedente de una de las lunas de Júpiter, que existió hace seis millones de años. De entre los intelectos terTestres había unos cuantos pertenecientes a la raza antártida palafítica, gente alada, con cabeza estrellada, semivegetal; otro individuo procedía del pueblo reptil de la fabulosa Valusia; tres, de los peludos y abominables Tcho-Tchos; dos, de los arácnidos habitantes de la última era terrestre; cinco, de las duras especies coleópteras que siguieron inmediatamente a la humanidad, a cuyos cuerpos, algún día, la Gran Raza trasladaría en masa a sus individuos más inteligentes en vista del horrible peligro que se les avecinaba; y varios de diferentes ramas de la humanidad.
Hablé con el intelecto de Yiang-Li, filósofo del cruel imperio de Tsan-Chan, que sobrevendrá en el año 5000 de la Era Cristiana; con el de un general del pueblo pardo de grandes cabezas que dominó África del Sur en el año 50000 a. C.; con un monje florentino del siglo xii, llamado Bartolomeo Corsi; con el de un rey de Lomar que gobernó esa terrible tierra polar cien mil años antes de que los amarillentos y achaparrados inutos vinieran del oeste para sojuzgarles.
Hablé con la mente de Nug-Soth, un mago de los oscuros conquistadores del año 16000 d.C.; con la de un romano, llamado Titus Sempronius Blaesus, que fue cuestor en la época de Sulla; con la de Kefnes, un egipcio de la XIV dinastía, que me contó el horrible secreto de Nyarlathotep; con la de un sacerdote del reinado medio de la Atlántida; con la de un caballero de SuffoIk, de la época de Cromwell, un tal James Woodville; con un astrónomo de la corte preincaica del Perú; con la de Theodotides, un personaje greco-bactriano del año 200 a. C.; con el médico australiano Nevel Kingston-Brown, que morirá en el 2518; con una archiimagen de un desaparecido yhe del Pacífico; con la mente de un viejo francés de la época de Luis XIII, llamado Pierre-Louis Montagny; con la de Crom-Ya, un reyezuelo cimmeriano del año 15000 a. C.; y con muchas otras que ni¡ cerebro no recuerda, como tampoco recuerdo los sorprendes secretos y anonadadoras maravillas que conocí gracias a ellos.
Cada mañana despertaba con fiebre, a veces tratando frenéticamente de comprobar o desacreditar tales Informaciones dentro de cuanto cabe en la extensión del conocimiento humano. Los hechos tradicionales adquirían huevos y dudosos aspectos, y yo me maravillaba ante las fantasías que el sueño podía inventar como apéndices sorprendentes a la historia y a la ciencia.
Los misterios que el pasado podía ocultar me produdan escalofríos, y temblaba ante las amenazas que podría deparar el futuro. Lo que se insinuaba en la manera de hablar de las entidades posthumanas acerca del destino de la humanidad me causaba un efecto tal que ni aún ahora me atrevo a describirlo en las presentes líneas.
Tras el hombre se desarrollaría una potente civilización de escarabajos, en cuyos cuerpos se albergarían los miembros de la élite de la Gran Raza cuando la monstruosa destrucción alcanzase a su mundo más antiguo. Posteriormente, cuando se cerrara el ciclo vital de la Tierra, las mentes transferidas volverían a emigrar por el tiempo y el espacio hasta otro lugar de estancia en los cuerpos de las entidades bulbosas de Mercurio. Pero tras ellos habría otras razas, aferrándose de manera patética a este viejo y frío -planeta y albergándose en madrigueras excavadas en el corazón del globo terráqueo, hasta que llegase el definitivo final.
Mientras, en mis sueños, escribía interminablemente en aquella historia de mi propia época que preparaba, en parte voluntariamente y en parte por las promesas de aumentar las oportunidades de viajar y consultar bibliotecas, con destino a los archivos centrales de la Gran Raza. Estos archivos se encontraban en una colosal estructura subterránea próxima al centro de la ciudad, estructura que llegué a conocer bien gracias a mis frecuentes trabajos y consultas. Destinado a durar tanto como la raza y a resistir las más tremendas convulsiones telúricas, este depósito titánico superaba a todos los demás edificios la sólida firmeza de su construcción.
Los legajos, escritos o impresos en grandes láminas de un curioso e indestructible tejido celulósico, estaban encuadernados en forma de libros que se abrían por su parte superior y que se guardaban en estuches individuales de un extraño y ligerísimo metal grisáceo e inoxidable, decorados con dibujos geométricos y ostentando el título escrito en los jeroglíficos curvilíneos de la Gran Raza.
Estos estuches se almacenaban en filas y filas de bóvedas rectangulares -semejantes a estanterías- hechas del mismo metal inoxidable y cerradas con pomos de intrincado diseño. A mi historia se le asignó un lugar determinado en las bóvedas del nivel más bajo, destinado a los vertebrados, en toda una sección dedicada a las culturas de la humanidad y de las razas peludas y reptilescas que la siguieron en el dominio terrestre.
Pero ninguno de los sueños me proporcionó una imagen completa de la vida cotidiana. Todo se componía de los más mínimos y brumosos fragmentos inconexos y estoy seguro, además, de que esos fragmentos n se desplegaban en el orden adecuado. Por ejemplo, tengo una idea muy imperfecta de mi manera de vivir y alojarme en el mundo de mis pesadillas; aunque parece ser que poseía para mí solo una gran habitación de piedra. Gradualmente desaparecieron mis restricciones como prisionero, así que algunas de las visiones incluían vívidos viajes por las ingentes carreteras de la jungla, estancias en ciudades desconocidas y exploraciones de algunas de las vastas y oscuras ruinas de torres sin ventana,: que provocaban un curioso temor a los miembros de la Gran Raza. Hubo también largos viajes marítimos en enormes navíos de infinidad de cubiertas y de increíble rapidez, y excursiones sobre regiones salvajes en proyectiles cerTados, singulares aeronaves movidas por la repulsión eléctrica.
Más allá del amplio y cálido océano, se alzaban otras ciudades de la Gran Raza, y en un lejano continente vi los toscos poblados de las aladas criaturas de negros hocicos que evolucionarían como género dominante luego que la Gran Raza hubiera enviado a sus mentes más destacadas hacia el futuro con el fin de escapar al horror que lentamente se aproximaba. La nota dominante en la escena venía dada por las llanuras y la exuberante vida vegetal. Las montañas eran bajas y escasas, y en general mostraban señales de vulcanismo.
Podría escribir tomos y tomos acerca de los animales que vi. Todos salvajes; porque la agricultura mecanizada de la Gran Raza hacía tiempo que prescindió de los animales domésticos, puesto que la alimentación era totalmente vegetariana o sintética. Torpes reptiles de gran corpachón se revolcaban en los humeantes cenagales, aleteaban por el brumoso aire o lanzaban chorros borboteantes de agua mientras nadaban en mares y lagos; y entre ellos creí reconocer vagamente prototipos arcaicos e inferiores de múltiples especies -dinosaurios, pterodáctilos, ictiosaurios, laberintodontes, plesiosaurios, etcétera- cuyas figuras me resultaban familiares gracias a la paleontología. No pude descubrir, sin embargo, ningún pájaro ni mamífero.
El suelo y los pantanos se veían constantemente llenos de
serpientes, lagartos y cocodrilos, mientras que los insectos zumbaban sin cesar
por entre la lujuriante vegetación. Y, mar adentro, monstruos desconocidos
lanzaban montañosas columnas de espuma en el aire preñado de vapor de agua. En
una ocasión viajé bajo la superficie del mar en un gigantesco submarino con
potentes reflectores y pude distinguir horrores vivientes de impresionante magnitud.
Vi también las ruinas de increíbles ciudades hundidas y la riqueza
superabundante de vida ictínea, crinoide, braquiópoda y coralina.
Mis visiones conservaron escasos
detalles acerca de la fisiología, psicología, costumbres y aspectos de la historia
de la Gran Raza, y muchas de las cosas que aquí expongo las obtuve de mi
estudio de las antiguas leyendas y de otros casos más que de mis sueños.
Porque, evidentemente, con el
tiempo, mis lecturas e indagaciones alcanzaron y sobrepasaron en muchas fases a
los sueños, así que ciertos fragmentos de pesadilla quedaron explicados por
anticipado y constituyeron comprobaciones y confirmaciones de cuanto había
aprendido. Esto establecía de manera consoladora mi creencia de que las
lecturas e investigaciones realizadas por mi yo secundario crearon la fuente de
todo el terrible entramado de falsos recuerdos.
En apariencia, el período de mis
sueños abarcaba un pasado de al menos 150 millones de años, cuando la era
Paleozoica estaba dando paso a la Mesozoica. Los cuerpos ocupados por la Gran
Raza no representaban línea alguna superviviente, ni siquiera conocida por la
ciencia, de evolución terrestre, sino un tipo orgánico, en extremo homogéneo,
peculiar y altamente especializado, tan cerca del estado animal como del
vegetal.
La acción celular poseía una
cualidad única que casi excluía la fatiga y eliminaba por completo la necesidad
del sueño. La nutrición, asimilada a través de los apéndices rojos de uno de
los grandes miembros flexibles, era siempre semifluida y, en múltiples
aspectos, totalmente diferente al género de alimentación de los animales
existentes.
Los seres sólo tenían dos de los
sentidos corporales que conocemos nosotros: la vista y el oído, este último
centralizado en los apéndices semejantes a flores de tallos grises de la parte
superior de sus cabezas. Pero poseían otros muchos sentidos, aunque no
utilizables, sin embargo, por las mentes cautivas extrañas a su raza que
habitaban en sus cuerpos. Tenían situados sus tres ojos de forma que les daban
un campo de visión superior en amplitud al normal. La sangre era una especie de
espesísimo líquido seroso verde oscuro.
Carecían de sexo, pero se
reproducían mediante semillas o esporas que se apiñaban en sus bases y que sólo
podían germinar bajo el agua. Para criar a sus retoños disponían de grandes
tanques de poca profundidad, aunque en poco número dada la longevidad de los
individuos, que alcanzaban por lo común los cuatro o cinco mil años de vida.
Los individuos con marcados defectos
constitutivos eran sacrificados con presteza nada más manifestarse sus
anormalidades. A falta de sentido del tacto y de dolor físico, se
diagnosticaban las enfermedades y la proximidad de la muerte mediante síntomas
visuales.
Los difuntos se incineraban con
un solemne ceremonial. De vez en cuando, como ya mencioné antes, algún
intelecto agudo escapaba a la muerte gracias a la proyección en el tiempo; pero
tales casos no abundaban. Cuando se producía uno de estos casos, la mente
exiliada del futuro era tratada con la máxima amabilidad, hasta la disolución
de su poco normal «inquilinato».
La Gran Raza parecía formar una sola nación o liga, muy unida, con la mayoría de las instituciones en común, aunque hubiera cuatro divisiones o clases perfectamente definidas. El sistema político-económico de cada unidad era una especie de socialismo fascista, con la mayor parte de los recursos distribuidos de manera racional y con el poder delegado a una pequeña junta de gobierno elegida por los votos de quienes eran capaces de sobrepasar ciertas pruebas psicológicas y educacionales. La célula familiar no tenía un alcance desmesurado, aunque se reconocieran los lazos existentes entre personas de ascendencia común y los jóvenes fueran criados generalmente por sus padres.
Los parecidos con actitudes e
instituciones humanas eran, por supuesto, más marcados en aquellos campos donde
se requería la existencia de elementos individuales o donde, por otra parte,
hubiera un predominio de los impulsos básicos y no especializados comunes a
toda clase de vida orgánica. Otros parecidos o similaridades procedían de la
adopción consciente efectuada por la Gran Raza que, al sondear el futuro,
copiaba lo que le interesaba.
La industria, muy mecanizada,
ocupaba poco tiempo del disponible por cada individuo; y los abundantes
espacios de ocio se llenaban con diversas clases de actividades intelectuales y
estéticas.
Las ciencias alcanzaron un
increíble nivel de desarrollo y el arte constituía una parte vital de la
existencia, aunque en el período de mis sueños había ya sobrepasado lo que
pudiera llamarse su «edad de oro». El constante forcejeo por la supervivencia y
el mantenimiento de la textura física de las grandes ciudades, amenazada por
los -prodigiosos seismos geológicos de aquella primitiva era terrestre, hizo
que la tecnología poseyera enormes estímulos.
El crimen era sorprendentemente
escaso y se reprimía gracias a una eficacísima policía. Los castigos iban desde
la privación de privilegios hasta la cadena perpetua o la extirpación de las
emociones mayores, y nunca se aplicaban sin un previo y concienzudo estudio de
las motivaciones del delincuente.
La guerra, principalmente civil
en los últimos milenios, aunque a veces se realizaba contra los Antiguos, seres
alados de cabeza estrellada que habitaban en el extremo antártico, no era
frecuente aunque sí infinitamente devastadora. Un numeroso ejército, empleando
armas semejantes a cámaras que producían tremendos efectos eléctricos, se
mantenía en pie con propósitos que raras veces se mencionaban, pero claramente
relacionados con el incesante miedo hacia las ruinas más antiguas, negras y sin
ventanas y con las cerradas trampillas existentes en los subterráneos más
profundos.
Este miedo a las ruinas de
basalto y a las trampillas era más que nada cuestión de sugestión... o, como
máximo, algo que se mencionaba en semisusurros. Todo lo que de forma específica
se refería a este asunto faltaba de modo significativo de los libros existentes
en las estanterías normales. Era la única materia tabú entre la Gran Raza, y
parecía relacionarse por igual con horribles contiendas pasadas y con ese
futuro peligro que algún día forzaría a la raza a enviar en masa hacia adelante
a sus mejores intelectos.
Por imperfectas y fragmentarias
que fueran las otras cosas aparecidas en los sueños y leyendas, este asunto
resultaba todavía más brumoso. Los vagos mitos de la antigüedad lo eludían, o
quizá, por algún motivo, habían sido expurgadas todas las alusiones. Y en mis
sueños o en los de otros, las insinuaciones eran singularmente escasas. Los
miembros de la Gran Raza nunca se referían al asunto de manera intencional y lo
que podía atisbarse procedía tan sólo de los intelectos cautivos más
observadores.
Según estos retazos de
información, la base del miedo la constituía una horrible raza antigua de seres
en extremo extraños, semipólipos, que vinieron cruzando el espacio desde
universos incalculablemente lejanos y que dominaron la Tierra y otros tres
planetas del sistema solar hacía unos seiscientos millones de años. Eran
parcialmente materiales, según comprendemos nosotros la materia, y su tipo de
consciencia y su percepción media diferían muchísimo de los demás organismos
terrestres. Por ejemplo, entre sus sentidos no estaba el de la vista, y su
mundo mental era un conjunto extraño de impresiones no visuales.
Sin embargo, eran lo
suficientemente materiales como para usar herramientas de materia normal cuando
las áreas cósmicas las contenían y necesitaban alojamiento, aunque de cierta
clase peculiar. Pese a que sus sentidos podían atravesar todas las barreras
materiales, su sustancia no; y ciertas formas de energía eléctrica lograban
destruirles. Poseían la facultad del movimiento aéreo, a pesar de la falta de
alas o de cualquier otro sistema visible de levitación. Sus mentes eran de una
textura tal que la Gran Raza no podía efectuar el menor intercambio.
Cuando estas cosas vinieron a la
Tierra, construyeron poderosas ciudades de basalto compuestas por torres sin
ventanas, y cuantos seres encontraron fueron sus presas. Fue entonces cuando
las mentes de la Gran Raza cruzaron el vacío desde su oscuro mundo transgaláctico
conocido con el nombre de Yith en los discutidos y turbadores Élitros de
Eltdown.
Los recién llegados, con los
instrumentos que habían creado, hallaron fácil dominar a los entes depredadores
y obligarles a que se refugiaran en aquellas cavernas del interior del subsuelo
que ya constituían sus domicilios habitados.
Luego cerraron herméticamente las
entradas y les abandonaron a su suerte; después ocuparon la mayoría de sus
grandes ciudades y conservaron ciertos edificios importantes, más por motivos
supersticiosos que por inquietud científica, valentía o indiferencia.
Pero con el transcurso de los
eones se advirtieron siniestras y vagas manifestaciones que indicaban que
aquellas cosas antiguas se iban multiplicando y fortaleciendo en la zona interna
del planeta. Se produjeron irrupciones esporádicas de un tipo particularmente
abominable en algunas de las viejas urbes que no poblara la Gran Raza, lugares
donde los accesos a las cavernas inferiores no habían sido cerTados o vigilados
adecuadamente.
Después se tomaron mayores
precauciones y muchísimos de estos accesos fueron clausurados para siempre,
aunque se dejaron unos pocos dotados de trampillas herméticas para utilizarlos
de manera estratégica en la lucha contra las cosas antiguas, si llegaban a
irrumpir saliendo por sitios inesperados.
Las irrupciones de las cosas
antiguas debieron alcanzar un carácter de indescriptible sorpresa, puesto que
afectaron de forma permanente la psicología de la Gran Raza. Hasta tal punto
culminó el horror, que se prescindió de mencionar incluso el aspecto de las
criaturas. Nunca me fue posible obtener un atisbo claro que me indicara cómo
eran.
Se captaban veladas sugerencias
acerca de una plasticidad monstruosa y de lapsos temporales de visibilidad,
mientras que otros susurros fragmentarios se referían a su capacidad para
dominar y emplear militarmente los grandes inventos. Singulares ruidos
semejantes a silbidos y colosales pisadas compuestas de cinco huellas
circulares correspondientes a otros tantos dedos parecían tener alguna
asociación con las cosas antiguas.
Resultaba evidente que la próxima
destrucción tan ternida por la Gan Raza -la muerte que algún día les obligaría
a enviar millones de sus intelectos más brillantes por el abismo del tiempo
hasta encontrar el refugio de otros cuerpos que existían en un futuro menos
expuesto a los avatares del peligro- estaba relacionada con una irrupción final
y victoriosa de los seres antiguos.
Las proyecciones mentales a través de los siglos predecían ese
horror, y la Gran Raza había decidido que ninguno de los miembros que pudiera
escapar tendría que enfrentarse a la presentida catástrofe. Sabían, gracias a
su conocimientos de la historia futura del planeta, que la irrupción y el
pillaje posterior se deberían más a un impulso de venganza que a un intento de
recuperar el dominio del mundo exterior, puesto que sus proyecciones mentales
hacia el futuro les señalaban el nacimiento y el ocaso de muchas otras razas
posteriores, sin que en ningún caso los seres antiguos llegaran a molestarlas.
Quizá tales entes habían llegado a preferir las entrañas de la Tierra a la variable superficie, sujeta a tormentas y fenómenos meteorológicos, dado el hecho de que la luz nada significaba -a,. a ellos. Puede también que su despertar fuera lento y necesitara de eones para completarse. Más aún, la Gran Raza estaba convencida de que, para cuando apareciera la raza coleóptera posthumana, cuyos cuerpos servirían de alojamiento a los intelectos más destacados, las cosas antiguas habrían muerto por completo.
Entretanto, la Gran Raza mantenía una precavida vigilancia, teniendo constantemente preparadas armas potentísimas, pese a haber eliminado todo lo referente a esa materia no sólo de los archivos, sino también como motivo conversacional. Y así, la sombra de un indecible temor se cernía siempre encima y en torno a las cerradas trampillas y a las oscuras torres antiguas y sin ventanas.