Damon Knight
Los kanamitas
no eran muy atractivos, es cierto. Parecían un poco cerdos y un poco hombres, y
ésta no es una combinación agradable. Verlos por vez primera era un auténtico
shock; éste era su handicap. Cuando una cosa con el aspecto de una fiera viene
de las estrellas y te ofrece un regarlo, te sientes inclinado a no aceptarlo.
No sé cómo
esperábamos que fueran los visitantes interestelares..., es decir, los que
habíamos pensado alguna vez en ello. Quizá ángeles, o bien algo demasiado
extraño para ser realmente espantoso. Posiblemente fue por eso que nos
horrorizamos tanto y experimentamos tal repugnancia cuando aterrizaron en sus
grandes naves y vimos cómo eran en realidad.
Los kanamitas
eran bajos y muy peludos..., con pelos gruesos y erizados de un color
grismarrón en todo su cuerpo abominablemente rechoncho. Su nariz parecía una
trompa y tenían ojos pequeños, y manos muy gruesas de tres dedos cada una.
Llevaban tirantes de cuero verde y pantalones cortos, pero creo que los pantalones
eran una concesión a nuestras ideas sobre decencia pública. La ropa estaba
cortada a la última moda, con bolsillos verticales y medio cinturón en la parte
posterior. Sea como fuere, los kanamitas tenían sentido del humor.
Había tres de
ellos en aquella sesión de las N.U., y puedo asegurarles que su presencia en
una solemne Sesión Plenaria resultaba muy extraña..., tres rechonchas criaturas
con aspecto de cerdos, vestidas con tirantes verdes y pantalones cortos,
sentadas a la larga mesa de debajo de la tarima, rodeadas por los bancos
atestados de delegados procedentes de todas las naciones. Estaban correctamente
erguidos, y miraban cortésmente a todos los oradores. Sus orejas planas caían
por encima de los audífonos. Creo que más tarde aprendieron todos los idiomas
humanos, pero en aquella época sólo sabían francés e inglés.
Parecían
completamente a sus anchas... y esto, junto con su sentido del humor, fue algo
que me impulsó a experimentar cierta simpatía hacia ellos. Yo formaba parte de
la minoría; no creía que fueran a atacar el mundo. Habían explicado que lo
único que querían era ayudarnos y yo les creí. Como traductor de las N.U., mi
opinión no importaba, pero me pareció que su venida era lo mejor que había
ocurrido jamás a la Tierra.
El delegado de
Argentina se puso en pie y dijo que su Gobierno estaba interesado en la
demostración de una nueva y barata fuente de energía, que los kanamitas habían
realizado en la sesión precedente, pero que el Gobierno argentino no podía
comprometerse en cuanto a su política futura sin un examen mucho más
concienzudo.
Era lo que
decían todos los delegados, pero yo tuve que prestar particular atención al
señor Valdés, porque tenía cierta tendencia a tartamudear y su dicción era
mala. No tropecé con demasiadas dificultades en la traducción, y sólo tuve una
o dos vacilaciones, tras lo cual conecté la línea polaco-inglés para oír cómo
se las arreglaba Gregori con Janciewicz. Janciewicz era la cruz que Gregori
tenía que soportar, igual que Valdés era la mía.
Janciewicz repitió
las observaciones anteriores con unas cuantas variaciones ideológicas, y
entonces el secretario general cedió la palabra al delegado de Francia, que
presentó al doctor Denis Lévéque, el criminalista, y se procedió a introducir
una gran cantidad de complicados aparatos.
El doctor
Lévéque hizo hincapié en que la cuestión que preocupaba a mucha gente había
sido expresada por el delegado de la URSS en la sesión precedente, al inquirir:
«¿Cuál es el móvil de los kanamitas? ¿Qué se proponen al ofrecernos estos
regalos sin precedentes sin pedir nada a cambio?» A continuación, el doctor
dijo:
- A petición de
varios delegados y con el pleno consentimiento de nuestros huéspedes, los
kanamitas, mis compañeros y yo hemos elaborado una serie de pruebas con los aparatos
que ven ustedes aquí. Ahora las repetiremos.
Un murmullo
agitó la cámara. Hubo una descarga de flashes, y una de las cámaras de
televisión pasó a enfocar el cuadro de instrumentos del equipo del doctor. Al
mismo tiempo, la enorme pantalla de televisión que había detrás del podio se
encendió, y vimos las esferas de dos cuadrantes, con sus respectivas manecillas
en el cero, y una tira de papel con una aguja inmovilizada sobre ella, los
ayudantes del doctor estaban fijando unos alambres a las sienes de uno de los
kanamitas, anudando un tubo de goma envuelto en lona alrededor de su antebrazo,
y pegando algo a la palma de su mano derecha.
En la pantalla,
vimos que la tira de papel empezaba a moverse y la aguja trazaba un lento
zigzag a lo largo de ella. Una de las manecillas empezó a saltar rítmicamente;
la otra dio una sacudida y se detuvo, oscilando ligeramente.
- Estos son los
instrumentos habituales para comprobar la verdad de una afirmación - dijo el
doctor Lévéque -. Nuestro primer objetivo, puesto que la fisiología de los
kanamitas es desconocida para nosotros, fue determinar si reaccionaban o no a
estas pruebas del mismo modo que los humanos. Ahora repetiremos uno de los
muchos experimentos que fueron realizados con el fin de averiguarlo.
Señaló hacia la
primera esfera.
- Este
instrumento registra el latido cardíaco del sujeto. Muestra la conductividad
eléctrica de la piel en la palma de su mano, una medida de transpiración, que
aumenta con el esfuerzo. Y éste - señalando hacia la tira de papel y la aguja -
muestra el tipo de intensidad de las ondas eléctricas que emanan de su cerebro.
Se ha demostrado, con sujetos humanos, que todas estas lecturas varían
sensiblemente si el sujeto dice la verdad o no.
Cogió dos
cartulinas, una roja y una negra. La roja era un cuadrado de un metro de lado
aproximadamente; la negra era un rectángulo de un metro y medio de largo. Se
volvió hacia el kanamita.
- ¿Cuál de los
dos es el más largo?
- El rojo -
dijo el kanamita.
Las dos agujas
saltaron violentamente, al igual que la línea trazada sobre el papel.
- Repetiré la
pregunta - dijo el doctor -. ¿Cuál de los dos es el más largo?
- El negro -
contestó la criatura.
Esta vez los
instrumentos continuaron su ritmo normal.
- ¿Cómo
llegaron a este planeta? - preguntó el doctor.
- Andando -
repuso el kanamita.
Los
instrumentos volvieron a reaccionar, y un coro de risas ahogadas invadió la
cámara.
- Una vez más -
dijo el doctor -, ¿cómo llegaron a este planeta?
- En una nave
espacial - contestó el kanamita, y los instrumentos no saltaron.
El doctor se
enfrentó de nuevo con los delegados.
- Se realizaron
muchos de estos experimentos - dijo -, y mis colegas y yo mismo estamos
convencidos de que los mecanismos son efectivos. Ahora - se volvió hacia el
kanamita - pediré a nuestro distinguido huésped que conteste a la pregunta
formulada en la última sesión por el delegado de la URSS, es decir, ¿cuál es el
motivo de que los kanamitas ofrezcan estos regalos a los habitantes de la
Tierra?
El kanamita se
levantó. En inglés, dijo:
- En mi planeta
hay un proverbio: «Hay más misterios en una piedra que en la cabeza de un
científico.» Los fines de los seres inteligentes, aunque a veces parezcan
oscuros, son muy sencillos si se comparan con las complejidades del universo
natural. Por lo tanto, espero que los habitantes de la Tierra me comprendan y
me crean si les digo que nuestra misión en su planeta es simplemente ésta:
traerles la paz y muchas cosas que nosotros mismos disfrutamos, y que en el
pasado hemos llevado a otras razas esparcidas por toda la galaxia. Cuando su
mundo deje de tener hambre, cuando deje de haber guerras y sufrimientos
innecesarios, nos consideraremos recompensados.
Y las agujas no
saltaron ni una sola vez.
El delegado de
Ucrania se puso en pie de un salto, solicitando que se le cediera la palabra,
pero el tiempo había finalizado y el secretario general cerró la sesión.
Encontré a
Gregori cuando salíamos de la cámara de las N.U. Su rostro estaba encarnado de
excitación.
- ¿Quién ha
promovido este circo? - preguntó.
- Las pruebas
me han parecido veraces - le dije.
- ¡Un circo! -
exclamó con vehemencia - ¡Una farsa de segundo orden! Si eran veraces, Peter,
¿por qué se ha suprimido el debate?
- Seguramente
mañana habrá tiempo para el debate.
- Mañana el
doctor y sus instrumentos estarán de vuelta en París. Pueden ocurrir muchas
cosas antes de mañana. En nombre del cielo, ¿cómo es posible que alguien confíe
en unos seres que parecen alimentarse de niños?
Me sentí un
poco molesto. Repuse:
- ¿Estás seguro
de que no te preocupa más su política que su aspecto?
El repuso,
«Bah», y se alejó.
Al día
siguiente empezaron a llegar informes de todos los laboratorios gubernamentales
del mundo donde la fuente energética de los kanamitas estaba siendo verificada.
Eran tremendamente entusiásticos. Yo no entiendo de estas cuestiones, pero
parecía que aquellas pequeñas cajas de metal proporcionarían más energía
eléctrica que una pila atómica, por casi nada y para casi siempre. Y se decía
que eran tan baratas de fabricar que todo el mundo podría tener una. A primeras
horas de la tarde se sabía que diecisiete países ya habían empezado a edificar
fábricas para elaborarlas.
Al día
siguiente, los kanamitas mostraron los planos y muestras de un aparato que
incrementaría la fertilidad de cualquier terreno cultivable de un sesenta a un
ciento por ciento. Aceleraba la formación de nitratos en el subsuelo, o algo
parecido. Ya no se hablaba de otra cosa más que de los kanamitas. Al día
siguiente de esto, lanzaron su bomba.
- Ahora ya
disponen de energía potencialmente ilimitada y mayor suministro alimenticio -
dijo uno de ellos. Señaló con su mano de tres dedos hacia un instrumento que se
encontraba sobre la mesa que había junto a él. Era una caja colocada encima de
un trípode, con un reflector parabólico en la parte anterior -. Hoy les
ofrecemos un tercer regalo que, por lo menos, es tan importante como los dos
primeros.
Hizo señas a
los cámaras de la televisión para que tomaran un primer plano del aparato en
cuestión. Entonces cogió una gran cartulina cubierta de dibujos y rótulos en
inglés. Nosotros lo vimos en la pantalla de encima del podio; todo era
claramente legible.
- Nos han
informado de que esta emisión se transmite a todo su mundo - dijo el kanamita
-. Deseo que todos los que tengan equipo apropiado para tomar fotografías de la
pantalla de televisión, lo utilicen.
El secretario
general se inclinó hacia delante y formuló vivamente una pregunta, que el
kanamita ignoró.
- Este aparato
- dijo - proyecta un campo en el cual ningún explosivo, sea de la naturaleza
que fuere, puede estallar.
Reinó un
silencio expectante.
El kanamita
dijo:
- Ya no puede
ser suprimido. Si una nación lo tiene, todas deben tenerlo.
Como nadie
pareciera comprender, explicó bruscamente:
- No habrá más
guerras.
Esta fue la
mayor novedad del milenio, y resultó perfectamente cierta. Sucedió que los
explosivos a los que se refiriera el kanamita incluían las explosiones de
gasolina y diesel. Hicieron simplemente imposible que se armara o equipara un
ejército moderno.
Naturalmente,
hubiéramos podido volver a los arcos y flechas, pero esto no habría satisfecho
a los militares. Y mucho menos después de tener bombas atómicas y todo el
resto. Además, no habría ninguna razón para hacer la guerra. Todas las naciones
tendrían pronto de todo.
Nadie volvió a
dedicar otro pensamiento a los experimentos con el detector de mentiras, ni
preguntó a los kanamitas cuál era su política. Gregori se sintió desconcertado;
no tenía nada con qué probar sus sospechas.
Abandoné mi
empleo en las N.U. unos meses después, porque preví que de todos modos tendría
que acabar haciéndolo. En aquel momento, las N.U. estaban en auge, pero al cabo
de uno o dos años no tendría nada que hacer. Todas las naciones de la Tierra
estaban en camino de bastarse a sí mismas; no iban a necesitar mucho arbitraje.
Acepté un
puesto de traductor en la Embajada kanamita, y fue allí donde volví a
tropezarme con Gregori. Me alegré de verle, pero no pude imaginarme lo que
estaba haciendo allí.
- Pensaba que
estabas en la oposición - le dije -. No irás a decirme que te has convencido de
la bondad de los kanamitas.
Me pareció
avergonzado.
- Sea como
fuere, no eran lo que yo creía - dijo.
Viniendo de él,
esto era una verdadera concesión, y le invité a bajar al bar de la embajada
para tomar una copa. Era un lugar muy íntimo, y él se puso confidencial al
segundo daiquiri.
- Me fascinan -
dijo -. Aún detesto instintivamente su aspecto..., esto no ha cambiado, pero me
sobrepongo. Evidentemente, tú tenías razón; no querían hacernos más que bien.
Pero ¿sabes? - se inclinó por encima de la mesa -, la pregunta del delegado
soviético no fue contestada.
Me temo que
solté una carcajada.
- No, hablo en
serio - prosiguió -. Nos contaron lo que querían hacer... «traerles la paz y
muchas cosas que nosotros mismos disfrutamos». Pero no dijeron por qué.
- ¿Por qué los
misioneros...?
- ¡Tonterías! -
exclamó airadamente -. Los misioneros tienen un motivo religioso. Si estas
criaturas tienen una religión, nunca han hablado de ella. Te diré aún más, no
enviaron a un grupo de misioneros, sino a una delegación diplomática... a un
grupo que representaba la voluntad y política de todo su pueblo. Ahora bien,
¿qué tienen que ganar los kanamitas, como pueblo o como nación, con nuestro
bienestar?
Yo dije:
- Cultura...
- ¡Qué cultura ni
qué bobadas! No, es algo menos evidente, algo oscuro que pertenece a su
psicología y no a la nuestra. Pero confía en mí, Peter, no existe una cosa tal
como el altruismo completamente desinteresado. De una forma u otra, tienen algo
que ganar...
- Y ésa es la
razón de que estés aquí - dije -, intentar averiguarlo, ¿verdad?
- Exacto.
Quería formar parte de uno de sus grupos de intercambio con destino a su
planeta natal, pero no pude; el cupo estaba lleno una semana después de que
hicieran el anuncio. En lugar de eso, estoy estudiando su idioma, y ya sabes
que el idioma refleja las características básicas de las personas que lo
utilizan. Ya domino bastante bien su jerga lingüística. No es muy difícil, la
verdad, y me está proporcionando algunos indicios. Algunas expresiones son muy
parecidas a las nuestras. Estoy seguro de que no tardaré en encontrar la
solución.
- Todo es
cuestión de estudio - dije, y volvimos a trabajar.
A partir de
entonces vi a Gregori con frecuencia, y me mantuvo informado de sus progresos.
Un mes después de aquella primera entrevista lo encontré enormemente excitado;
dijo que había conseguido obtener un libro de los kanamitas y que estaba
intentando descifrarlo. Escribían en ideogramas, peores que los chinos, pero
estaba decidido a desentrañarlo aunque le costara años. Quería que yo le
ayudara.
Bueno, me
interesó a pesar mío, pues sabía que sería una larga tarea. Pasamos algunas
tardes juntos, trabajando con material extraído de los tablones de anuncios
kanamitas y sitios por el estilo, así como del diccionario inglés-kanamita
extremadamente limitado que proporcionaban al personal. Al principio me
remordía la conciencia acerca del libro robado, pero gradualmente fui
sintiéndome absorbido por el problema. Al fin y al cabo, los idiomas son mi
fuerte. No pude evitar sentirme fascinado.
Desciframos el
título a las pocas semanas. Era Cómo servir al hombre, evidentemente un manual
que distribuían entre los nuevos miembros kanamitas del personal de la
embajada. Ahora llegaban continuamente, un cargamento una vez al mes; estaban
abriendo toda clase de laboratorios de investigación, clínicas y así
sucesivamente. Si en la Tierra había alguien que desconfiaba de ellos aparte de
Gregori, debía encontrarse en el Tíbet.
Era asombroso
ver los cambios que se habían forjado en menos de un año. Ya no había ejércitos
permanentes, ni escasez, ni desempleo. Cuando cogías un periódico no veías las
palabras «BOMBA H» o «V-2»; las noticias siempre eran buenas. resultaba difícil
acostumbrarse a ello. Los kanamitas estaban trabajando en bioquímica humana, y
en nuestra embajada corría la voz de que estaban a punto de anunciar métodos
para hacer nuestra raza más alta, más fuerte y más sana -prácticamente una raza
de superhombres- y ya tenían una cura potencial para las enfermedades cardíacas
y el cáncer.
Estuve quince
días sin ver a Gregori después de haber descifrado el título del libro; me fui
de vacaciones a Canadá. Al volver, me quedé impresionado al observar el cambio
que había experimentado.
- ¿Qué ha
pasado, Gregori? - le pregunté -. Pareces el demonio en persona.
- Bajemos al
bar.
Fui con él, y
se tomó un escocés de un solo trago como si lo necesitara.
- Vamos,
hombre, ¿qué es lo que pasa? - apremié.
- Los kanamitas
me han incluido en la lista de pasajeros de la próxima nave de intercambio -
dijo -. A ti también, de lo contrario no estaría hablando contigo.
- Bueno - dije
-, pero...
- No son
altruistas.
Intenté razonar
con él. Le hice notar que habían convertido la Tierra en un paraíso
comparándola con lo que era antes. El se limitó a menear la cabeza.
Entonces le
pregunté:
- Bueno, ¿qué
hay de las pruebas realizadas con el detector de mentiras?
- Una farsa -
replicó, sin calor -. Ya te lo dije en su momento. Sin embargo, en aquella
ocasión dijeron la verdad.
- ¿Y el libro?
- pregunté, molesto -. ¿Qué hay de ese... Cómo servir al hombre? Eso no te lo
dieron para que lo leyeras. Está escrito en serio. ¿Cómo puedes explicarlo?
- He leído el
primer párrafo de ese libro - dijo -. ¿Por qué crees que llevo una semana sin
dormir?
- ¿Por qué? -
inquirí yo, y él esbozó una extraña sonrisa.
- Es un libro
de cocina - repuso.
FIN
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Sadrac 2000