Martin Heidegger
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EUGENIO TRÍAS
Vigencia de Heidegger

En HEIDEGGER, M., Interpretaciones sobre la poesía de Hölderlin, Barcelona, Ariel, 1983, pp. 8-22.

[...]

1. El contexto filosófico de la filosofía de Heidegger

Eugenio Trías«Hacia las cosas mismas»: con esta célebre divisa de Edmund Husserl parece inaugurarse la filosofía contemporánea, el modo y estilo de pensar que dominará, hegemónico, desde comienzos del presente siglo y que tendrá su expansión en la fenomenología, en la analítica existencial y también, aunque de modo bien diferenciado, en el nuevo positivismo vienés y angloamericano. Existe, en todo caso, una coincidencia notable en el frente filosófico que se rechaza y que, respecto a estas corrientes nuevas, aparece unificado con la significación de lo anticuado y lo obsoleto. Eso que se rechaza tiene un nombre de pila: psicologismo. Y una intencionalidad básica, que es desenmascarada por las nuevas corrientes que exigen ir y acceder a las cosas mismas, a saber, la reducción de cosas y objetos a meros hechos de consciencia.

Se trata, por lo que respecta a la fenomenología, pero asimismo a otras corrientes que le son coetáneas o que la prolongan de modo libre, de rebasar una concepción de las cosas en la que éstas se agoten en su significación psicológica, como si el mero conocimiento de las leyes del psiquismo, las célebres leyes asociativas, nos diera ya todas las pautas accesibles para resolver el atávico problema del conocimiento; como si la cuestión epistemológica tuviera que diluirse y dilucidarse en el terreno de las leyes que regulan el funcionamiento de las representaciones psíquicas y que determinan el tráfico entre ellas y los afectos que las sustentan.

La fenomenología husserliana intenta, en este sentido, trascender lo psicológico con el fin de alcanzar criterios de validez que permitan salvar el escollo del escepticismo, en el cual se estrellaba el psicologismo (en general todo empirismo desde Hume hasta Stuart Mill). Igualmente el nuevo empirismo vienés, el positivismo fundado en principios de lógica formal, intenta salvar criterios de objetividad frente al callejón sin salida epistemológico a donde abocaba el viejo empirismo escéptico.

En este nudo problemático se sitúa el arranque de la filosofía contemporánea. Es importante, por consiguiente, tener bien presente ese momento coincidente en el que, tanto desde áreas anglosajonas, a partir de una búsqueda de soportes objetivos en el «sentido común» y en los «hechos atómicos», como en áreas germánicas, a partir de una elucidación de la consciencia trascendental que parece reeditar la superación kantiana del escepticismo psicologista de Hume, puede advertirse una orientación todavía común y convergente en la búsqueda de criterios de validez objetivos frente a toda reducción del conocimiento a lo meramente psicológico. Con la divisa «volver a las cosas mismas» parece inaugurarse, pues, el Novecentismo filosófico.

Se ha sostenido en los últimos años, con razón y con insistencia, que Wittgenstein implica la asunción de un paradigma reflexivo y problemático kantiano respecto al empirismo lógico, una concepción del espacio lógico y de la conexión de los acontecimientos mundanos y de sus «representaciones pictóricas» que presupone la suscripción del trascendentalismo kantiano, convenientemente refinado y purificado a través de los avances característicos de la nueva lógica y de la nueva matemática. En este sentido sería interesante y esclarecedor pensar las coincidencias y divergencias entre estas resurrecciones kantianas y aquellas que tienen por ámbito de expansión la fenomenología husserliana y la analítica existencial heideggeriana. Pensar este haz problemático con sobriedad y sin espíritu competitivo es una tarea todavía por hacer. No es desde luego el objetivo de este texto.

En él voy a limitarme a perseguir la filosofía de Heidegger, la cual tiene en la fenomenología husserliana y en la orientación marburguesa del neokantismo alguno de sus estímulos fundamentales. Aquí no pretendo rastrear fuentes y precedencias, influjos y estímulos historicofilosóficos, sino más bien abordar el sentido general de la filosofía heideggeriana. Pero es inevitable resaltar el paisaje filosófico en el cual dicha filosofía adquiere su peculiar relieve orográfico, a la vez que ciertas relaciones de vecindad imposibles de pasar por alto.

La extraordinaria dificultad y el carácter polisémico del lenguaje filosófico de Heidegger han determinado en gran medida la prevención y la suspensión de cualquier juicio precipitado respecto al valor global de su filosofía. Incluso, durante decenios, ésta y otras razones, especialmente de carácter moral y político, han ocasionado un relativo eclipse de su estrella en el firmamento de los valores filosóficos y de su cotización en la bolsa de los intereses y de las influencias efectivas. Pero de forma subterránea el discurso heideggeriano ha seguido actuando sobre las filosofías e ideologías dominantes, influyendo poderosamente en las generaciones filosóficas presentes, retando una y otra vez a seguidores y detractores. Sólo que esa filosofía ha sido apenas tomada en consideración globalmente, como objeto de reflexión y valoración. Cuando se ha intentado tratarla de modo crítico, la mayoría de las veces se ha propendido a una crítica extrínseca y demagógica. El paradigma de esa extrinsicidad y de esa demagogia que carece de pulso filosófico y de sensibilidad lo dio Carnap en su «mazazo» contra el lenguaje heideggeriano, que sólo ha redundado en desprestigio del propio positivismo lógico. Desde el punto de vista marxista ha habido mayor receptividad, si bien la aversión visceral que provoca Heidegger se deba, en ocasiones, a un cúmulo de motivaciones, sociopolíticas, pero también de rivalidad académica. Hay razones de fondo por las cuales puede explicarse el visceral repudio de Heidegger por parte de la Escuela de Frankfurt, especialmente por parte de Adorno y Bloch. Especialmente en lo que a éste se refiere, es evidente que una concepción orientada hacia la esperanza y la utopía tenga derecho en juzgar como pequeño burguesa la desolada concepción heideggeriana de la temporalidad y del futuro. En el caso de Lukács, la crítica a Heidegger es, a veces, pertinente, como en algunos pasajes de El asalto a la razón demuestra: su indicación de que Heidegger fracasa al querer sustentar su analítica de la temporalidad del Dasein en una concepción de la historia. En cualquier caso hay demasiada influencia mutua (de Heidegger en los frankfurtianos, especialmente en Bloch; de Heidegger y el joven Lukács de modo bastante equilibrado y compensado) como para pasar por alto la sospecha de que la Escuela de Frankfurt, a excepción de Walter Benjamin, cuya originalidad y cuya pureza filosófica le sitúan en lugar verdaderamente distante y diferenciado respecto a estas influencias (difícilmente lo situaría yo dentro de la llamada Escuela de Frankfurt), sea otra cosa que una hibridación hábil de temas marxistas y heideggerianos (lo que en Marcuse es una evidencia conscientemente asumida).

Hasta donde alcanza mi documentación, el único intento serio y profundo de efectuar una genuina crítica interna de la ontología heideggeriana es el excursus, desgraciadamente apenas conocido, o apenas tomado en consideración, de nuestro compatriota Zubiri en su obra Sobre la esencia. El desprestigio y la mala prensa que, en las generaciones jóvenes, ha caído sobre esta figura y esta obra, por razones muy explicables, no dice mucho a favor, a la larga, respecto a nuestros «jóvenes filósofos». Pero de ello son responsables en parte quienes, pertenecientes a la generación inmediatamente posterior a Zubiri, siendo sus discípulos inmediatos han hecho de la mediocridad su divisa y se han cerrado al curso de la historia. Cerrazón de la que es responsable el propio Zubiri, cuyo espléndido aislamiento no es justificable y que redunda en perjuicio de su propio discurso, cada vez más asfixiante.

Esto no quita que, superados los escollos, que son reales, urja enfrentarse con esta momia hispánica con espíritu sobrio y penetrante. En el texto citado de Zubiri se halla, en mi opinión, a modo de perla escondida en medio de caparazones escolásticos tardíos, una muy sustancial e importante crítica de la ontología heideggeriana.[i]

 

2. Consciencia ingenua y consciencia filosófica

Eso que, según Heidegger, hace fracasar a Husserl su orientación «hacia las cosas mismas», orientación que el propio Heidegger hace suya en Ser y tiempo, es el hecho de haber tomado como pauta trascendental de comparecencia de esas cosas mismas la consciencia trascendental kantiana. Por mucho que Husserl pretendiera purificar esa consciencia de toda contaminación empirista y psicologista, por mucho que eliminara los residuos antropologizantes de Kant y su recurso a «potencias del alma» o «facultades», la consciencia trascendental aparece, para Heidegger, como un residuo avejentado fantasmal que no se aviene con una correcta y detallada descripción del lugar en el cual se produce el desvelamiento del sentido. No es una «consciencia sin mundo. la que debe ponerse frente a frente a un objeto que está «a la vista», o que puede irisar el área de lo visible (produciéndose esa confrontación a través de una absoluta des-realización de residuos de empiricidad y mundo en el sujeto y en la cosa), sino un factum más radical e insoslayable que será, para Heidegger, el Dasein, el ser-en-el-mundo. Los contenidos eidéticos desprenden sentido en la medida en que, para Husserl, quedan atrapados en lo que Heidegger llamará irónicamente «la jaula de la consciencia». Parece entonces que el rodeo para un adecuado acceso a las cosas mismas exige la artificiosa negación de su realidad primera, o más exactamente la suspensión de todo juicio de realidad sobre ellas y sobre su correlato subjetivo. A través de esa operación que Heidegger no duda en calificar de «intelectualista» (con la implicación de artificiosidad metódica innecesaria y parásita) parece abrirse para Husserl el circuito del sentido y la promoción de una pauta absoluta de verdad para el conocimiento. En este sentido Heidegger propende a una interpretación del desideratum fenomenológico husserliano que, sin desviarse de la orientación y del designio de su maestro, evite esos artificios y esos prejuicios intelectualistas. Para ello debe dejar que sea el fenómeno en su radical modo de presentarse el que desvele, sin epojés artificiosas, su propia orientación hacia un ámbito u horizonte en el que se desvele como lógos. Sólo que ese desvelamiento no requerirá el pasaje a una consciencia filosófica hipostasiada sobre o por encima de la consciencia ingenua (corriente y de término medio), sino que, en buena interpretación de la lección fenomenológica hegeliana, será ésta la que, desde ella misma sin ser forzada o violentada desde fuera por la consciencia del filósofo, la que explaye y evidencie su propia pauta de verdad, así como aquel lugar o situación «en el mundo» en la que dicha pauta comparece. Será entonces la epojé un movimiento espontáneo del propio modo de ser del Dasein, modo de ser que lo recorre por entero, en su comprensión y en su pasión, y no tan sólo en el acto intelectual. Inclusive será un modo de padecer o de encontrarse el que desvele la posición a través de la cual puede el Dasein acceder a sus propias estructuras ontológicas, embozadas en el tráfico común y cotidiano con los entes intramundanos: será la angustia ese pathos promotor de lógos y revelador de sentido y de verdad.

Se trata, pues, antes que nada, de documentar el detalle de este modo heideggeriano de enfoque y resolución del problema filosófico fundamental, tal como aparece en su obra clave y matriz Ser y tiempo.

 

3. La recreación heideggeriana de la fenomenología

¿Qué paso decisivo da Heidegger en el terreno fenomenológico explorado por su maestro Husserl? ¿En qué sentido puede decirse que culmina y prolonga una reflexión incoada por un maestro? ¿Y hasta qué punto esa culminación modifica radicalmente las mismas premisas en que se halla sustentada la fenomenología husserliana, el circuito cerrado de la consciencia trascendental y de su correlato eidético? Heidegger, en cierto modo, es un seguidor riguroso y consecuente de la fenomenología husserliana. Sólo que plantea a ésta una cuestión para la cual no se hallaba preparada, al menos en los términos en que dispuso Husserl su concepción de la verdad y del sentido.

Heidegger pregunta por aquello que hace posible que la unidad de contenido eidético, correlativa a la consciencia trascendental, comparezca como tal unidad de sentido, a modo de presencia ante la consciencia (siendo ésta simple intencionalidad cuya actividad se agota en la revelación de la presencia). ¿Basta este circuito entre la consciencia y eso que ante ella se revela como presencia para asegurar, en su radical primordialidad, la posibilidad de sentido objetivo y de verdad? ¿O es preciso retrotraerse a algo previo y fundante que hace posible, a modo de condición insoslayable, que esa presencia pueda ser presencia?

Podría decirse, pues, que Heidegger indaga el movimiento mediante el cual la presencia se constituye como tal presencia, el presentarse mismo de la presencia, en lo que tiene de infinitivo verbal. Heidegger busca ese infinitivo verbal ausente en la concepción todavía sustantivista de Husserl. Busca, pues, el presentarse de la presencia, que es prae-essentia, esencia que comparece, que es ahí. Y con ello indaga, por lo tanto, el esenciarse de la esencia. Heidegger trata de tematizar esa actividad originaria previa en virtud de la cual se constituye la esencia cono tal esencia, como presencia, par-ousía. Se trata, pues, de remontarse hasta un núcleo trascendental previo y antecedente respecto a la todavía estática y «enjaulada», amén que intelectualista, consciencia trascendental husserliana.

Ahora bien, para que dicho ámbito se desvele no exige Heidegger la operación artificiosa, intelectualista e impostada de la epojé husserliana Se presupone, por el contrario, que ese ámbito u horizonte trascendental del sentido se halla ya desvelado. Se presupone que ahí, en el modo mismo en que «se encuentra» el ser ahí, ya está inauguralmente abierto el horizonte del sentido. Se parte, pues, de lo espontáneo, de la «consciencia espontánea», si queremos decirlo en terminología hegeliana. Es la propia facticidad del ser-ahí, del Dasein, la que se toma o adopta como lugar y patrón para la revelación del sentido del ser, sin que sea necesario remontarse a una operación propia de la consciencia filosófica o del filósofo profesional para acceder a ese sentido. Y es en la elucidación de esa consciencia espontánea donde emergerá la situación señalada, el pathos destacado, en razón del cual pueda producirse la remoción del Dasein hacia la raíz ontológica que, sin embargo, no le es ajena ni le está ausente, aun cuando, en condiciones cotidianas, se halle, por término medio, embozada. Remoción que no se produce, por lo demás, ante la consciencia sino, preeminentemente, en el modo mismo de encontrarse el Dasein en el mundo, en el modo de apertura sensible y pasional en que se accede a registrar el «encontrarse» mismo del Dasein.

Para que el ser se manifieste en tanto que ser (y no tan sólo absorbido en entes) se precisa, pues, una modificación del Dasein, correlativa a la epojé, pero que no posee carácter intelectualista (sino afectivo, patético) y que no se halla impostada a la espontaneidad del ser-ahí, sino que brota de modo espontáneo en éste. Dicha disposición es la angustia, en la cual se le hace al Dasein patente el ser: se le revela el ser purificado de entes, se la hace evidente el ser sin ente. La nada a la que accede la angustia es nada de entes. La respuesta a la pregunta: ¿de qué se angustia la angustia? Esa respuesta es, como se sabe desde Kierkegaard: nada, nada particular, ningún ente determinado; en ello se diferencia la angustia del miedo, el cual tiene siempre por razón y fundamento, por causa y finalidad, un objeto, inconcreto e indeterminado, pero que amenaza al aproximarse, al acercarse. En cualquier caso el miedo apunta a un objeto, objeto que al aproximarse lentamente genera temor, y al acercarse rápidamente, terror (al aproximarse como inminente, como casi presente). Si el objeto emerge súbitamente y es recognoscible y familiar, genera espanto. Pero si no es objeto de ninguna especie y se limita a ser algo (igual a nada) que amenaza y cuya inminencia queda indeterminada, entonces produce angustia. En la angustia se revela y se documenta, pues, el fundamento -de ser- del ente, fundamento que aparece bajo el velo de la nada respecto al ente, nada que será conceptuada por Heidegger «velo del ser».

De este modo logra Heidegger una profundización radical en el experimento husserliano de la reducción eidética y de la suspensión del juicio, reconduciendo la fenomenología por una vía que nunca debió abandonar, la vía hegeliana que arranca de la espontaneidad de la consciencia. Pero que accede, en Heidegger, a una subjetividad más radical que la «consciencia» al concebir el ser mismo del Dasein, su facticidad, como radicalmente abierto a la cuestión ontológica, y no tan sólo a través de la razón o lógos, ya que dicha apertura se produce, ante y sobre todo, en el orden pasional, en el modo en que el Dasein se encuentra y «es en el mundo», en su modo primero de ser en, en sus disposiciones, tales como el miedo o la angustia.

 

4. Deuda, fundamento y posibilidad

Una de las rectificaciones categoriales que caracterizan la ontología heideggeriana atañe a la noción de fundamento. Heidegger piensa un fundamento (Grund) que es, a la vez, abismo (Ab-grund). Podría decirse que infecta de nihilidad a la idea de fundamento. De este modo la noción queda ganada para la ontología fundamental, que es fundamental en la medida misma en que queda des-teologizada. Frente a la idea tradicional de fundamento o causa (causa primera o causa sui), Heidegger piensa un fundamento aquejado de «falta» o «culpa». Ya en la analítica del Dasein piensa Heidegger en la culpa y en la deuda (Schuld) como en un «ser que es fundamento de un no ser». De hecho la reflexión sobre el fundamento eleva al plano ontológico la investigación analítica de la existencia (en particular el análisis de la «deuda»), que, sin embargo, ya es, en sí, hilo conductor para la ontología.

Corolario necesario de esta rectificación de la idea de fundamento es la entronización, como categoría modal fundamental, de la idea de posibilidad. Este es uno de los puntos más importantes de toda la subversión categorial heideggeriana, que en este punto se inspira en sugerencias explícitas de Kierkegaard (y a mi modo de ver también en la noción, profundamente entendida, de «voluntad de poder» de Nietzsche). Porque el fundamento está determinado por una falta de ser, la existencia no se infiere de él de modo determinista, como en la relación entre la causa y los modos finitos en Spinoza, sino que queda arrojada y abocada a sus propias posibilidades.

Hay posibilidad, para Heidegger, en la medida en que el efecto no deriva del fundamento de un modo unívoco y ya especificado. El fundamento al que la posibilidad remite deja indeterminado lo que funda. Lo cual significa que es un fundamento sui generis, un fundamento infundado, un fundamento al que algo le falta, un fundamento-abismo, afectado de no-ser.

El Dasein no se halla predeterminado ni diseñado previamente por el fundamento, a modo de posibilidad previa al acto existencial (por vía de creación) o al modo de existencia esencial que subsiste en el regazo de la matriz sustancial (como en Spinoza), sino que es propiamente despedido por el fundamento, arrojado a sus propias posibilidades. Y la posibilidad propia del Dasein consiste en la resolución de sí respecto a su más radical «ser deudor», es decir, respecto a su propio fundamento infundado: tal es la característica del «estado de resuelto» en Ser y tiempo.

El Dasein está, pues, a la vez, remitido a un fundamento afectado de no ser y a un poder-ser que no deriva unívocamente del fundamento. El Dasein es ahí, yecto, arrojado y abocado a ser. Ese ahí no remite a una causa que dé razón de su existir sino a un fundamento infundado que catapulta el Dasein a sus propias posibilidades. El ex del ex-sistere hace referencia a ese fundamento, que sin embargo es también abismo: menta la causa, y el ex nihilo como momento interno de la idea misma de causa.

Ser arrojado a sus propias posibilidades equivale a comprender. Sólo aquello que puede ser es comprensible. Sólo aquello que no se halla causalmente predeterminado y preformado, de modo mecanicista o instintivo (o especificado de antemano por el diseño físico u orgánico de la causa), sólo, pues, aquello que abre un plexo de posibilidades indeterminadas deja filtrar, en el entresijo de la multiplicidad que así se abre, la luz natural de la inteligencia, el lógos. El cual se anuda intrínsecamente con el «poder ser» y con la «pro-yección», Ent-wurf. Porque el Dasein está abocado a posibilidades, se revuelve de ser carácter yecto y se arroja al haz de ofertas que se le abren. Ent-wurf sugiere pro-yecto, pero de hecho el término alemán sugiere des-arrojar, ent-werfen, romper el cordón umbilical que hunde al Dasein en lo intramundano en donde yace caído y «levantarse» hacia una apertura de horizontes temporales, futuros, en los que su facilidad se arroja en brazos de posibilidades que se le abren como proyectos posibles, diseños de su propia existencia. Proyecto, posibilidad y comprensión quedan, así, intrínsecamente unidos. El Dasein es, pues, el animal proyectante-yecto, el ente que gravita en torno a posibilidades, el animal que posee lógos, el animal que comprende. Porque se abre a posibilidades, puede comprender; porque comprende, puede proyectar y proyectarse; porque se proyecta y proyecta, se le abren posibilidades susceptibles de comprensión.

En este anudamiento de conexiones, que obvia toda cuestión de prioridad respecto a la «teoría» o a la «praxis» y que remite el conocimiento a una fundación ontológica del mismo en la prioridad modal de la categoría de posibilidad, se halla uno de los aspectos más profundos y originales de la ontología fundamental de Heidegger.

 

5. Síntesis de Ser y tiempo

Ser y tiempo podría sintetizarse del siguiente modo: el Dasein es el ente «al que le va su ser» y que «en cada caso soy yo mismo». Ese yo mismo debe concebirse en el sentido del sum: Heidegger subraya la preeminencia del sum respecto al cogito en el cogito sum cartesiano. Porque soy en el modo del Dasein, como ser en el mundo, abierto al mundo, por esa razón comprendo. Pero la comprensión brota de mi propio ser (no éste de un pensamiento que lo antecede). El Dasein es el ente que es en el mundo, referido a entes intramundanos que le son próximos y los tiene a mano y con los que se relaciona a través del manejo. Dichos entes componen plexos y sistemas de útiles que, al estropearse, al tornarse obsoletos y al desaparecer del horizonte visual y del trato cotidiano, o bien al cruzarse intempestivamente se revelan im-pertinentes y, por vez primera, saltan a la vista, se elevan del puro ser a la mano a la condición ob-jetiva de seres a la vista y se tornan problemáticos y susceptibles de cuestionamiento y teorización. Algunos de estos objetos orientan la ob-jetividad desvelada por deterioros y estropicios, conduciendo al Dasein que se des-pista por sitios y parajes familiares: esos entes son las señales. A través de esa determinación de sitios enmarcados en parajes se delinean direcciones, arriba, abajo, delante de la casa, detrás de la casa, paisajes y caminos vecinales, mojones que separan las comarcas familiares; de esta suerte se esboza el espacio como lugar en donde el Dasein habita y hace próximos el territorio y sus pertenencias. La actividad espacial del Dasein consiste en des-alejar, en tornar próximo y familiar, cotidiano, lo más distante, proveyéndose para ello de todos los recursos, incluidos los medios de comunicación de masas y los conocimientos científicos. De este modo se vuelve hogareño el globo terráqueo y hasta el cosmos. Pero con todo ello no se ha abierto al Dasein el mundo como tal, tan sólo le ha surgido y se le ha cruzado lo intramundano. Para que esa revelación del mundo como mundo se produzca es preciso que, en cierto modo, se ponga en suspenso aquello que el horizonte nos deja aquende, próximo a nosotros; es preciso, pues, que lo familiar se vuelva inhóspito para que se dibuje en su espesor de realidad la línea misma del horizonte y lo que ese horizonte insinúa más allá de si.

El Dasein es ya en el mundo, se encuentra en él, sin haberlo elegido ni pensado. Está ya en su casa y en esa condición prístina primera se descubre. En ese «encontrarse», el mundo «cae sobre él», a modo de pesada carga o espíritu de gravedad y pesantez que cae sobre sus hombros. Su ser en el mundo se le impone con toda la fuerza de la gravedad, a modo de un peso físico imposible de soslayar. Y el registro del Dasein de ese mundo que le cae sobre sí abre el espectro de los «estados de ánimo». De hecho lo anímico, los afectos y los hábitos pasionales, son, ni más ni menos, modos a través de los cuales el Dasein «se encuentra», de ahí que respondan todos ellos a la pregunta: «¿Cómo te encuentras, qué tal te encuentras?». En la respuesta a esta pregunta se dibujan los estados de ánimo, alegre, triste, melancólico, nostálgico, iracundo, desesperado, temeroso, aterrorizado, angustiado. En lo anímico se desvela el ser ya en el mundo, anticipándose así una de las estructuras de la fórmula entera del Dasein, que se desvela en la cura (pre-ser-se, ya-en, como ser-cabe). Así mismo se anticipa también el éxtasis temporal, originariamente entendido, del ser-sido (el pasado), en el que se desvela el sentido del ser «ya en el mundo».

Pero el Dasein dispone de un «señalado encontrarse» que sirve de engarce entre lo anímico y lo racional, entre «encontrarse» y «comprender», a saber, la angustia, la cual, como ya se ha sugerido, no se angustia de ningún ente, no tiene por motivo ni razón de angustia nada que sea ni a la mano ni a la vista, nada que sea espacialmente pertinente ni propio, hogareño ni familiar, nada intramundano. Por el contrario, la angustia atraviesa todo el mundo circundante y familiar hasta señalar ademanes en dirección al horizonte de Poniente en donde se dibuja el ocaso de lo hogareño. En la angustia, pues, el horizonte del mundo como tal mundo se hace patente y con él también se alumbra el barrunto de un «más allá» del horizonte. En la angustia se revela el nudo ser en el mundo, que es lo que «cae sobre» el Dasein en la angustia y le abruma y acogota, produciéndole síntomas físicos de asfixia y suspensión de respiración. Se difumina el ente intramundano y resplandece por vez primera el ser sin ente. Se revela la carga del ser ahí, yecto, arrojado, condenado a «cargar» con un ser que ni ha producido ni ha elegido, del cual se ve exigido a responder y al cual se ve abocado a cuidar y proveer en el modo de la cura y de la procura. La angustia, asimismo, revela una situación de suspensión en la que se «abre» al Dasein la trascendencia respecto al encontrarse puro y simple, trascendencia que se dibuja como haz de posibilidades que al Dasein se le abren respecto a su propio conducirse en el mundo. Esa revelación abre la dimensión proyectiva y comprensora del Dasein, su dimensión «lógica», el logos, de la cual ya hemos hablado en páginas anteriores.

El Dasein se siente en la angustia arrojado al mundo. Queda por dilucidar «de dónde» ha sido arrojado y «a dónde» se orienta a través de la proyección de su ser. Queda, pues, por dilucidar la cuestión relativa al «fundamento» y a la «finalidad» del Dasein.

El Dasein está colgado de su propio ser-posible, abocado a sus posibilidades, yecto a ellas, de ahí que sea el ente proyectante-yecto, cuya facticidad es existencia. Pero esas posibilidades han de mantenerse como tales posibilidades, sin que se cierren ni se realicen. El hombre, en este sentido, no se realiza nunca. A diferencia del ser vivo, que, según la tradición, de Aristóteles a Hegel, alcanza su ser al realizarse como acto energético y como entelequia, al alcanzar y reposar en su finalidad colmada, cumplida y, madura, cuando la semilla ha desplegado el árbol con todo su esplendor, en el Dasein esa realización, perfeccionamiento o cumplimiento de su proyecto, esquema o diseño de ser, determina el paso de lo posible a lo imposible, del ser al no ser, de la existencia a la muerte. Luego al Dasein debe faltarle siempre algo para su realización si quiere mantenerse en la condición de Dasein. Cuando deja de faltarle algo, condición de proyección y de posibilidad, deja el Dasein de ser Dasein. Se mantiene, pues, en la medida en que algo le falta.

Pero eso que le falta, esa falta, evidenciada en lo que respecta a su fin, que es la muerte, se revela también como una falta en el origen, en la medida en que ha sido despedido de una raíz que lo deja indeterminado. La comprensión de esa falta de ser final constituye la comprensión de la muerte, que es condición de toda comprensión. La comprensión de esa falta de ser original (trasunto fenomenológico-existencial del pecado original) es la consciencia moral, consciencia de deuda o culpa, siendo ésta «un ser que es fundamento de un no ser».

Al retrotraerse al arjé, con su afección de falta y de no ser, el Dasein halla en él lo mismo que al anticipar y correr al encuentro del télos : la misma nada determinante de la precariedad de su ser. Pero en esa situación se alza la angustiada interrogación por el fundamento de su ser, de manera que esa nada aparece propedéuticamente como suscitadora de la pregunta fundamental, ontológica, la pregunta por el ser.

Con estos dispositivos puede ya afrontarse el análisis de la temporalidad finita radical, tiempo originario en donde se halla el sentido del ser del Dasein. El ser del Dasein, la cura, ha sido definido como pre-ser-se-ya-en-como-ser-cabe. En esa síntesis se dibuja ya, analíticamente, el triple éxtasis, anticipado por la proyección y por el preserse, del «correr al encuentro» de lo que «adviene a ser», del ser que se hace presente en el propio Dasein, el futuro, así como del ser-ya-en, corolario del «encontrarse» (en donde se anticipa el «ser sido», ese «pasado propio» en el que el Dasein «va siendo sido»). Por último, en el «ser cabe los entes» en donde cae el Dasein se anticipa, asimismo, eso que el advenir que va siendo sido va presentando, el presente propio. La existencia se temporaliza de modo impropio, en cambio, cuando se disipa en presentes que sólo «abren» pasado y futuro como lo que «ya no es presente» o lo que «todavía no es presente», determinando así el pasado impropio como olvido (lo que ya no es) y el futuro impropio como simple estar a la expectativa de lo que puede llegar a presentarse.

El Dasein, en conclusión, es temporal: adviene (su ser) presentando (posibilidades) a través de las cuales va siendo sido.

 

6. El sentido del ser del «Dasein»

La idea ontológica heideggeriana sobre el tiempo es, quizá, lo más notable e imperecedero de esta ontología, lo que le da mayor poder constructivo y disolvente. Provista de una idea revolucionaria acerca de la temporalidad, esta ontología se ve capaz de hacer estallar las bases inconscientes de la ontología postplatónica en uno de sus puntos neurálgicos, hasta el punto que la ontología histórica, de Platón a Nietzsche, queda, tras esta incisión crítica, realmente conmocionada y criticada. En este punto Heidegger muestra un poder comparable al que otras filosofías tienen respecto a su pasado y su presente, así por ejemplo la marxista. Desde un ángulo muy distinto, ambas filosofías, la de Marx y la de Heidegger, disponen del genial descubrimiento de una pauta a partir de la cual puede realmente medirse el embozamiento de la verdad en un terreno determinado; y puede asimismo revelarse hasta qué punto ese embozamiento en un terreno puede llegar a infectar todos los terrenos, comprometiendo seriamente al discurso filosófico que no accede a esa pauta de verdad. Marx, a través de su descubrimiento de la clave histórica de la lucha de clases como pauta desde la cual releer todos los discursos filosóficos, los cuales muestran, en la medida en que esa clave está embozada, su carácter ideológico, y Heidegger, a través del descubrimiento de una temporalidad originaria capaz de revelar la insuficiencia de toda ontología soportada en una concepción vulgar del tiempo, muestran la doble dimensión, destructiva y constructiva, revolucionaria y generadora de un nuevo régimen de verdad, característica de toda gran filosofía. Se trata, pues, de mostrar con claridad esa nueva concepción del tiempo, crítica respecto a lo que sobre el tiempo se ha sostenido desde Platón hasta Hegel, desde Parménides hasta Nietzsche, desde Aristóteles y San Agustín hasta el propio Kant (pionero, reconocido por Heidegger, de su orientación ontológico-fundamental).

En cierto modo podría decirse que en Heidegger la «flecha del tiempo» es concebida al revés de como la piensa el «sentido común». Para éste el tiempo es sucesión de ahoras, ahoras que o bien «ya no son» y en consecuencia están «pasados» o bien «aún no son» y en consecuencia «pueden ser» en un futuro. En Heidegger el tiempo es pensado a modo de advenimiento (futuro) de la presencia, presencia que debe ser entendida, etimológicamente como praeessentia, An-wesenheit, siendo el prefijo expresivo de ese advenimiento del ser ahí. Dicho advenimiento es concebido, por tanto, como fundamento del ente, fundamento capaz de reiterarse e insistir, a modo de repetición diferenciada de sí mismo. Y ese repetir diferenciado del advenimiento fundante configura el ser ahí como ser que «es sido» o que «va siendo sido», siendo esta dimensión del «ser sido» o del «ir siendo sido» lo que permite recrear, desde un concepto unitario y originario del tiempo, lo que vulgarmente se denomina «pasado». El tiempo es, según la célebre fórmula heideggeriana, un advenir presentando que va siendo sido, como reza la excelente traducción de Gaos. Un advenir (futuro) presentando (presente) que va siendo sido (pasado) en donde los tres éxtasis, el futuro, el presente y el pasado, son concebidos:

1) unitariamente, en síntesis intrínseca;

2) a partir de una privilegización del futuro, que se desvela como fundamento de la temporalidad y del ente;

3) a partir de una concepción en que la revelación del ser de la temporalidad se compenetra con la revelación de la estructura y sentido mismo del ser, de manera que la ontología se hace así equivalente a la elucidación de lo temporal, toda vez que el fundamento al que accede la reflexión ontológica, lo que fundamenta el ser, es ese ser-tiempo auroral que permite advenir al ser bajo el modo de la presencia o del ente. Subrayar esa diferencia entre lo fundado y el fundamento, entre el ser, ausente y previo, fundador de la presencia del ente, y este mismo ente, tal será el cometido heideggeriano posterior a Ser y tiempo y que se realiza en su concepción de la diferencia ontológica.

 

7. Concepciones del tiempo

Las concepciones del tiempo han sido, en filosofía, fundamentalmente de dos tipos. Unas han tendido a sustentarse en la física y han propendido a dar una versión objetivista del tiempo. Otras se han sustentado en la introspección y en el análisis psicológico y han dado una versión del tiempo como principio de la subjetividad. Ya en Aristóteles pueden advertirse dos doctrinas del tiempo, una física y otra psicológica: una doctrina, la más conocida, que define el tiempo cómo medida y número del movimiento respecto al «antes» y al «después» (quedando entonces por determinar el contenido, seguramente espacial, de ese antes y ese después, que son, a buen seguro, el punto de partida y el télos o punto de reposo del movimiento), y otra doctrina que determina el tiempo a partir de facultades o disposiciones anímicas, como son la memoria y la capacidad de expectativas. En esta orientación anímica se inscribe el célebre análisis de San Agustín del tiempo, desarrollado en las Confesiones, análisis que está muy presente en toda la reflexión heideggeriana sobre el tiempo. En la nueva ciencia y en la nueva filosofía, la ciencia y la filosofía de la modernidad, el tiempo, al igual que el espacio, tiende a presentarse como dato y premisa «objetiva y absoluta» desde y a partir de la cual pueden determinarse las leyes principales de la naturaleza concebida mecanicísticamente. Newton diferencia entre espacio y tiempo absolutos y objetivos y tiempo y espacio relativos al lugar y al movimiento. El tiempo, en cualquier caso, pierde su «relatividad» a un cuerpo y a su movimiento, deja de decirse de la cosa, de la sustancia, y asume el carácter de un hecho previo incuestionable desde y a partir del cual puede llegarse a conocer el funcionamiento y las leyes de la naturaleza. En Kant se asume la concepción newtoniana del espacio como contigüidad y del tiempo como sucesión de ahoras, pero considerando espacio y tiempo como formas a priori de la sensibilidad, formas, por consiguiente, localizables en el sujeto y que sólo desde el análisis de éste y de sus modos de aproximarse a las cosas puede llegar a determinarse en su objetividad. Y el tiempo en particular aparece, en Kant, como forma subjetiva de aprehensión sensible de los fenómenos, modo a través del cual éstos se presentan no ya como si fueran externos al sujeto, extensos y coexistentes o espaciales, sino a modo de fenómeno intensivo que totaliza puntualmente todo el espacio y lo co-presente en una contemporaneidad en la que el «punto» es rebasado en la sucesión numeral de los ahoras. Y esa sucesión permite captar, como hecho subjetivo, el fenómeno extenso, acomodándolo a la naturaleza misma del sujeto. El cual se desvela en su estructura íntima temporal, determinado y limitado por la sucesión temporal en que se resuelve.

En una dirección convergente pensará Hegel la dialéctica espacio y tiempo: en el punto parecen negadas las dimensiones espaciales y el instante es negación de negación, punto negado y rebasado. Lo que se establece en esa negación de la negación es la interioridad del sujeto, frente a la exterioridad extensa de los objetos de tres dimensiones. Ahora es otra dimensión la que se abre, dimensión propiamente subjetiva por sucesiva.

Pero una misma creencia fundamental atraviesa todas estas doctrinas clásicas, sean objetivistas o subjetivistas, respecto al tiempo, a saber, la concepción de éste como sucesión de «ahoras», sucesión de «presentes» referidos a un «antes», presente «que ya no es», y a un después, presente que «aún no es». El «ya no» ser del presente puede, sin embargo, insistir en la memorización, del mismo modo como el «aún no» ser del futuro se señala en la expectativa: memoria y expectativa documentan sobre el «ser» de eso que es en el modo del «ya no ser» o del «no ser todavía». Sobre esas bases se sustenta lo que, desde Heidegger, puede determinarse como concepción vulgar del tiempo, en la cual el tiempo se descoyunta en presentes sucesivos concatenados, siendo siempre el presente lo que determina y fundamenta la concepción del pasado y del futuro. Y ese presente es presente sin más, lo que ahí está presente, a modo de objeto a la vista o en presencia de un sujeto, consciencia o cogito que le capta en la contemporaneidad del ahora. De este modo, mostrará Heidegger, el tiempo pierde su dimensión fundamental, que es el futuro, el advenir, aquello desde donde, desde que, acontece la presencia. Pero con esta amputación es la propia ontología la que queda, así, deteriorada, en tanto pierde su fundamento en aquello (el ser) desde donde se produce la emergencia y el acontecer del ente, su presencia. De ahí que una ontología fundada en la concepción vulgar del tiempo tienda espontáneamente a diluir la especificidad del ser respecto al ente y a borrar la diferencia ontológica entre ser y ente. Y, en consecuencia, se impida la interrogación metafísica fundamental, que es la pregunta por el ser y por el sentido del ser. De hecho esa ontología, a la vez que, se funda inconscientemente en la concepción vulgar del tiempo, tiende a la vez, y por lo mismo (por efecto de su propia inconsciencia), a negar el carácter temporal del ser y a afirmar la a-temporalidad o eternidad del ser respecto al ente (finito y contingente). De ahí que convierta al ser en objeto separado, en objeto teológico, cruzando el proyecto ontológico con un proyecto teológico, o interpretando el metá de la metafísica como referencia a un ser supremo, eterno y absoluto, fuera del mundo y fuera de lo temporal, a saber, Dios, primer motor y sustancia primera y separada. En Heidegger, por el contrario, la asunción radical de la naturaleza temporal del ser, derivada de la naturaleza fundamental del advenir respecto al ente que se produce como prae-essentia, como presencia, exige una concepción ontológica radical purificada de toda hibridación de ontología y teología. La ontología de Heidegger es, por esta razón una ontología de la «muerte de Dios», una ontología que no permite una concepción de ningún ser purificado de referencias temporales, contingentes y finitas. En este sentido el proyecto ontológico heideggeriano parece conjurar el proyecto filosófico nietzscheano. De hecho la confrontación de Heidegger con Nietzsche es una constante en la obra heideggeriana. Este punto deberá ser, alguna vez, tratado con cierta profundidad.

 

8. Ontología de la finitud

En Heidegger se indaga el esenciarse de la esencia husserliana, la actividad originaria previa en virtud de la cual se constituye la esencia como tal esencia, como prae-essentia, par-ousía. Para que dicho horizonte trascendental previo se desvele no exige Heidegger la operación intelectualista husserliana de la epojé. Se presupone que ese horizonte se haya ya desvelado, verificado (en el sentido de la a-léthia) en la facticidad humana. En si el Dasein es en la verdad, habita en ella y se halla abierto a la comprensión de su propio fundamento. Fundamento que es, como hemos dicho, abismo, fundamento afectado de «no ser» que es comprendido por el Dasein a través de la consciencia de Schuld, deuda o culpa, la cual es «un ser que es fundamento de un no ser». Porque es culpable el Dasein es «despedido» del fundamento y arrojado a sus propias posibilidades y «llamado» a resolverse respecto a su propia raíz u origen, que se revela como falta. Falta respecto a nadie, respecto a ningún Ser (teológico) que comparezca como Acreedor de esa deuda fundamental. El desvelamiento de esa falta de ser, que afecta al origen (arjé) y al fin (télos) y que hace del Dasein un ser abocado a resolverse respecto a un fundamento infundado y a una «finalidad sin fin», colgado entre una misma falta desglosable en falta de origen (ser deudor) y falta de completud, realización o plenitud (ser para la muerte), ese desvelamiento tiene lugar en la angustia, en la cual, espontáneamente puede el Dasein acceder a la verdad de sí mismo. En la angustia se le hace patente al Dasein el ser sin ente, el fundamento (que aparece como velo, como nihilidad) al que remite la ausencia de objeto de la cual la angustia se angustia. En la angustia se abre la problemática del fundamento infundado, del ser diferenciado del ente, de la deuda y del ser relativamente a la muerte. Y a través de todo ello, la problemática en la que este haz de elementos reflexivos se soporta la temporalidad, concebida como finitud radical.

Esa finitud radical de la temporalidad viene asegurada y salvaguardada por el cimiento del fundamento-abismo, en su doble faz de arjé (deuda, falta de ser) y de télos (muerte, límite irrebasable de todas las posibilidades). Heidegger cifra en esta concepción de la temporalidad como radical finitud su proyecto ontológico más genuino toda vez que la exploración de la temporalidad constituye el eslabón principal de la exploración ontológica. El tiempo es definido como sentido del ser del Dasein. Pero ese sentido del ser del Dasein es, a su vez, indicación «fenomenológica» (en sentido hegeliano) del sentido del ser del ser, sentido que intenta ser desvelado en los textos posteriores a la célebre Kehre (cambio metódico que debe interpretarse, con todas las rectificaciones del caso, en sentido semejante al «giro» que produce Hegel en su pasaje de la Fenomenología a la Lógica).

De hecho esa finitud afecta radicalmente al ser, que es pensado en radical e intrínseca vinculación con la nada, toda vez que no es ya el ser sin tiempo de la ontoteología postplatónica sino el ser-tiempo cuyo carácter fundamental, en el sentido del fundamento antes explicitado, fundamento-abismo, despide el  ente como presencia, la cual presencia tiene en ese ser fundamental eso desde donde se constituye como tal presencia.

Esta vinculación intrínseca de tiempo finito y ser, esta concepción del ser-tiempo, permite que el tiempo sea concebido de modo «originario», como tiempo finito como tiempo que ad-viene a partir o desde un fundamento infundado que da razón del mismo, fundamento que es eso que da lugar al ente que se constituye en presencia, y que se abre a las «dimensiones» del advenir, del presentar y del «ser sido», raíz de una «cuarta dimensión», el lugar, tópos, el ahí donde el ente tiene lugar y acontece.

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Eugenio Trías



[i]  Al terminar este escrito he leído, en El País, un excelente artículo de Jacobo Muñoz sobre Zubiri que plenamente suscribo. Los límites de este escrito me impiden reflexionar sobre la confrontación Heidegger-Zubiri. 

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