Martin Heidegger
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Heidegger
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FRANÇOISE DASTUR
HEIDEGGER

 
Publicado en Historia de la filosofía, siglo XXI

 

El centro alrededor del cual el pensamiento heideggeriano no ha dejado de desplegarse desde la aparición de Sein und Zeit en 1927 es el de la cuestión del ser en lo que concierne a su sentido y a su verdad, tal y como se expone a partir de las primeras páginas de esta primera obra. Se han formulado muchas preguntas acerca del origen de tal cuestión, de la que Heidegger afirma que no pertenece a la metafísica y cae así fuera de lo que Occidente ha denominado filosofía. Ciertamente, es posible hacer el inventario de las fuentes empíricas siguiendo las indicaciones que, no obstante ser poco pródigo en precisiones autobiográficas, facilita el mismo Heidegger en sus obras más recientes. En primer lugar, la lectura precoz de la disertación de Brentano sobre los Múltiples significados del ente en Aristóteles, que llevó al joven Heidegger a hacer suya la pregunta ön, qué es el ente, de la que dirá más tarde que fue y sigue siendo la única cuestión de su pensamiento; más adelante, el encuentro con la fenomenología y la lectura de las Investigaciones lógicas de Husserl, en las que Heidegger buscó una respuesta al problema planteado por Brentano. Así pues, hay que buscar en la fenomenología el punto de partida de la investigación heideggeriana: Sein und Zeit, que aparece en el «Jahrbuch für Philosophie und phänomenologische Forschung», parece estar integrado en el movimiento fenomenológico.

No obstante, la cuestión del ser no es una cuestión de la fenomenología: el viejo Husserl no se equivoca al desconfiar de Sein und Zeit. En efecto, para Heidegger la fenomenología no es ni una nueva filosofía ni una nueva dirección de la filosofía, sino simplemente un método. El retorno a las «cosas mismas» es el principio de un pensamiento que, rechazando tanto el psicologismo como el historicismo, quiere enraizarse en lo que le es dado originariamente. En este sentido, la fenomenología es una búsqueda del origen, ya que libera y presenta en estado puro el elemento en el que se mueve toda filosofía ya se le llame  «evidencia», «fenómeno» o  «presencia». De este modo abre la posibilidad de plantear la cuestión del ser, lo que no quiere decir que haya que quedarse en el nivel fenomenológico, y particularmente en el nivel de la fenomenología trascendental que basa la objetividad de los fenómenos en el yo absoluto y constituye así una vuelta a la tradición y al psicologismo. La cuestión del ser no concierne a los fenómenos, sino a la fenomenalidad misma, que como tal no nos es dada y de la que no se puede hacer ni una exposición ni una descripción. La cuestión  del ser es la única cuestión verdaderamente original: planteándola llevamos a la fenomenología a su verdadera realización a partir de sus posibilidades.

 

1. LA ONTOLOGÍA FUNDAMENTAL 

Se trata, dice Sein und Zeit, de repetir la cuestión del ser, pues desde hace tiempo ha dejado de ser un tema del pensamiento. Ya que, si desde siempre la filosofía ha pensado y nombrado al ser, sin embargo el ser nunca se ha elevado en ella a la dignidad de cuestión. Plantear la cuestión del ser significa propiamente problematizarlo en cuanto a su sentido y a su verdad, lo que jamás ha hecho la filosofía en su pura y simple postulación del ser. Ahora bien, en la captación de todo ente se da siempre una comprensión previa del ser, su sentido es en cierto modo accesible, aunque permanezca sin explicitar y sin esclarecer. Teniendo presente la explicitación del sentido del ser, se trata de interrogar a aquel de los seres que posee la comprensión del ser, es decir, al hombre mismo. Ya que sólo el hombre está abierto al ser y es a esta apertura, más que al ente por ella determinado, a lo que Heidegger da el nombre de Dasein, empleando este término en un sentido completamente distinto del que la tradición alemana le reconoce y para la que significa existencia. El Da-sein, el ser-ahí designa, en efecto, el ámbito esencial -el Da el ahí- en el que el hombre en cuanto ente se sitúa como relación al ser. Por ello hay que empezar por un análisis del ser-ahí para determinar el horizonte que hace posible una comprensión y una explicación del sentido del ser. No podría haber una interrogación sobre el ente, a la vista de su ser, que no pasara por la interrogación del Dasein: todas las ontologías regionales se basan en último término en él y por ello su análisis puede ser llamado «ontología fundamental».

El sentido y la finalidad de la analítica existencial del Dasein no fueron comprendidos por la mayoría de los primeros lectores y comentaristas de Heidegger, aquellos precisamente que mejor se percataron de la originalidad de su pensamiento. Así resultó que el destino de la obra y su fecundidad divergieron considerablemente de su intención. Se consideró El ser y el tiempo como el origen de una nueva corriente de pensamiento centrada en la existencia y su facticidad y así fue como se tomó la costumbre de asociar al nombre de Heidegger los de Kierkegaard y Jaspers, y más tarde el de Sartre. Ciertamente, podemos hallar varias razones -o excusas- de esta lectura unilateral de Sein und Zeit. Hemos de subrayar, en primer lugar, que la parte publicada de Sein und Zeit, ,que comprende las dos primeras secciones de la primera parte (la obra iba a tener dos partes), sólo concierne a la analítica existencial y a la temporalidad del ser-ahí, excepto el capítulo de introducción en que se expone el nexo entre la analítica del ser-ahí y la cuestión del ser. La tercera sección en la que, con el título de Zeit und Sein, debía esbozarse la inversión de la perspectiva, es decir, el momento de la explicitación del sentido del ser concebido como temporalidad, nunca fue publicada. Así pues, la tentación de no ocuparse de la cuestión del ser y no dedicarse más que a los análisis «concretos» de la existencia era muy grande. No obstante, la analítica existencial es susceptible de recibir un significado ético-existencial. Así, Merleau‑Ponty verá en Sein und Zeit la realización de la fenomenología en cuanto es la «explicitación del natürlicher Weltbegriff o de la Lebens-Welt que Husserl al final de su vida considera como el tema principal de la filosofía»; y los análisis de la Fenomenología de la percepción retornan e ilustran los del Dasein en cuanto esencialmente es ser-en-el-mundo (In-der-WeIt-Sein). Pero eso equivale a situar en el plano antropológico un pensamiento que trataba de ir más allá de la subjetividad. La interpretación ético-existencial del ser-en-el-mundo, de la preocupación, del sentimiento de la situación, si bien es posible, no consigue, sin embargo, en Zeit und Sein la profundidad que fundamentaba el propósito. Dicho esto, hay que reconocer que esta interpretación parece en ocasiones la única aceptable: es el caso de la Verfallen, la decadencia, que difícilmente podría ser pensada sin una última referencia al ámbito ético. Tales «bajones» en el texto de Sein und Zeit indican la ambigüedad de un pensamiento que aun tratando de salir de la metafísica, no puede pensar si no es empleado su lenguaje.

La interpretación ético-existencial de Sein und Zeit desconoce esencialmente lo que Heidegger entiende por Dasein y por existencia: la Carta sobre el humanismo (1947) está enteramente dedicada a disipar el malentendido. En ella, Heidegger recuerda que el Dasein no designa ni el sujeto ni el hombre, ni incluso para el hombre el hecho de encontrarse ahí, sino ese ámbito en el que el hombre mismo aparece como la zona de la iluminación del ser, designando el Da la apertura al ser, por la cual y en la cual solamente hay ser. Lo que no significa en absoluto que el ser sea puesto por el hombre, ni que sea un producto del hombre o el resultado de la actividad del sujeto, sino que Dasein y Sein, ser-ahí y ser se pertenecen mutuamente y no podrían darse por separado. Tal pensamiento cancela todos los dualismos al atacar a aquel en que todos se basan, el dualismo del objeto y del sujeto, para atenerse, más allá de esos términos, a lo único que los une y los hace aparecer, el Zwischen, el «entre» que los determina. Del mismo modo, es la apertura al ser lo que Heidegger designa con el término existencia, que a partir de entonces aparecerá escrito como «ek‑sistencia» para diferenciarla claramente de la existentia clásica: la ek-sistencia no es el simple hecho de existir válido para todos los entes, sino que, por el contrario, designa ese poder que tiene el Dasein de estar siempre fuera de sí, es decir, entregado, expuesto al ser y por ello susceptible de revelar el ser.

Sin embargó, la puesta a punto de la Carta sobre el humanismo es también una forma de dar por terminada la discusión. Después de esto, Heidegger ya no tratará de designar con los términos de Dasein y ek-sistencia lo que une el ser y el hombre, sin duda porque esos términos y los análisis correspondientes están todavía demasiado próximos a la antropología. También será dejado de lado el punto de vista de la temporalidad. Se abrirá paso una nueva interrogación más exigente, más hermética también en su intento de hablar «fuera de la metafísica». Se ha hablado a este respecto de Kehre, de «viraje» del pensamiento heideggeriano. Pero no habría que entender ese viraje como una ruptura en el pensamiento, un corte en la obra: por el contrario, ha de ser pensado como un sich kehren, un volverse hacia lo que ha determinado el pensamiento operante en Sein und Zeit. En efecto, Sein und Zeit sigue siendo, hasta los escritos más recientes, la referencia última, como si esa obra, principio del pensamiento, fuese también en cierto modo su origen Podemos, pues, leer los escritos posteriores a ella como otras tantas aclaraciones y profundizaciones de ese primer pensamiento. El viraje implica, sin embargo, el abandono del horizonte de Sein und Zeit y en primer lugar de la ontología fundamental: la cuestión del ser no es, por ello; la cuestión ontológica, ya que con el término «ontología» la tradición consagra la no distinción de lo óntico y de lo ontológico, de lo presente y de la presencia. Se trata; por el contrario, de entrar en la ambigüedad del ön y para ello de remontarse hasta el fundamento de la ontología misma. El camino de Heidegger se volverá propiamente genealógico. Se trata de realizar el Schritt zurück, el paso atrás, remontándose hasta el fundamento de la metafísica.

 

2. LOCALIZACIÓN DE LA METAFÍSICA 

La casi totalidad de los escritos posteriores a Sein und Zeit están consagrados a la elucidación de la tradición filosófica. Ya que la tradición no es el pasado, lo que ya no es, sino el Gewesene, lo que ha sido y como tal determina el presente vivo. Hacerse historiador del pensamiento es, pues, la tarea que tiene que realizar quien desee esclarecer su origen. No se trata de proponer una nueva filosofía, sino de entablar un diálogo con los pensadores Y es el diálogo con los pensadores griegos el que sigue siendo, en muchos aspectos, determinante. Remontarse al fundamento de la metafísica significa hacerse cargo de la historicidad de sus palabras fundadoras: remontarse al fundamento es, pues, pensar en el comienzo del pensamiento. Y el comienzo es griego y habla en griego. El comienzo del pensamiento occidental es la nominación del ser y del ente, el ¤òn ¦mmenai de Parménides. El comienzo no es sólo origen empírico o principio, sino que en cuanto comienzo contiene en sí mismo todo el desarrollo ulterior, o por lo menos pone el marco y los límites de ese desarrollo. En este sentido, el comienzo griego es para nosotros nuestra tierra natal y nuestro suelo. Pero el pensamiento del comienzo todavía no es, sin embargo, pensamiento del origen. Pues el comienzo es ya ocultación del origen del que procede y que así oculta. Por esto el hecho de remontarse al fundamento de la metafísica no puede ser confundido con una vuelta pura y simple a los presocráticos, confusión que muy a menudo ha determinado los juicios acerca del pensamiento heideggeriano.

El primer desarrollo del pensamiento es ya ocultación del origen y en este sentido Parménides y Heráclito son los primeros metafísicos. Pues lo que constituye la metafísica no es, en primer lugar, la separación entre un mundo suprasensible y un mundo sensible, tal como nos la presenta el platonismo, sino más bien el hecho de que la ambigüedad del ön no llega a ser pensada. Sólo en cuanto tal, la «metafísica», en el sentido en el que Heidegger emplea este término, designa lo que rige el conjunto de las manifestaciones del pensamiento occidental, la filosofía tanto como las artes, las ciencias y las técnicas. La historia comienza con el olvido del ser, y es el olvido del ser el que rige el conjunto de su desarrollo. Lo que Heidegger piensa con la expresión «olvido del ser» no debe entenderse como una simple negligencia del pensamiento. Primero porque eso no significa en absoluto que el ser esté ausente de la metafísica: por el contrario, el movimiento que la constituye es un movimiento de trascendencia -met‹- del ente hacía su ser. Pero el ser no está pensado como tal, ya que la metafísica piensa siempre al ser teniendo presente al ente y a partir del ente. Lo que propiamente aún no ha sido pensado, lo que ha sido olvidado, es la diferencia entre el ser y el ente, o más bien, el hecho de que el ser es diferencia. Cuando Parménides nombra al ser y al ente, falta ya la diferencia entre ambos: lo diferenciado es lo único que se descubre como ¤ñn y eÞnai, como presente y presencia. El olvido del ser como diferencia se realiza cuando la presencia misma es pensada como un ente-presente y halla su origen en un ente-presente supremo. Así la metafísica, al descubrir el ser y el ente, los expone, es decir, los pone uno fuera del otro: entonces el ser se sustantifica (o se presentifica) y es explicado por el recurso a un ente supremo; la metafísica se convierte en una onto-teo-logía. El olvido de la diferencia se pone de manifiesto en el hecho de que la metafísica es por entero una distinción: entre lo sensible y lo inteligible, entre el ser y el ente, entre el sujeto y el objeto. Pero la desaparición de la diferencia es el destino mismo del pensamiento, ya que el ser y la presencia sólo se dan en y por el ente-presente que los recubre. El campo de la metafísica es también el cierre del pensamiento. No se trata, pues, de salir de la metafísica, ni de sobrepasarla o transgredir sus límites, ya que no hay posibilidad de huir fuera del campo de la presencia en ningún sentido posible: la metafísica sigue siendo el único y el último destino del pensamiento. Así pues, no es posible calificar a la empresa heideggeriana de superación (Ueberwindung) de la metafísica, sino que es, más bien, su asunción (Verwindung) a la par que su localización (Erörterung) al pensar a la metafísica a partir de su lugar (Ort).

Localizar la metafísica consiste en interrogar aquello que en su historia permanece sin ser pensado y olvidado, sin por ello entender lo no pensado como un inconsciente y el olvido como una negligencia del pensamiento: más bien, son la condición de posibilidad y el fundamento de la historia, como si ésta no pudiera desarrollarse sino a partir de este primer rechazo. Por ello, la interrogación acerca del olvido y el hecho de remontarse al fundamento sólo pueden efectuarse cuando la metafísica se ha realizado -en el sentido de haber agotado sus propias posibilidades. Hay en Heidegger -lo que lo emparenta con Hegel- la idea de una continuidad en el desarrollo de la metafísica como pensamiento representativo, cuyo primer germen se encuentra en el eädow  platónico, instaurando la primacía de, la mirada, del ver, que se cumple como certeza y saber absoluto de sí mismo en Descartes y en Hegel. Nietzsche, el último pensador metafísico, realiza el cierre de ese desarrollo mediante la transposición del platonismo, la inversión del valor de todos los valores (Umwertung aller Werte) que se inscribe en el interior del reino de la metafísica en cuanto es distinción de lo sensible y de lo inteligible. En cuanto pensadores de la realización y del cierre, Nietzsche y Hegel siguen estando esencialmente próximos al pensamiento de Heidegger. Sin embargo, al lado de esta concepción de una historia progresiva, encontramos también en Heidegger la idea de una historia concebida como continuación de diferencias, lugar de la discontinuidad y de lo múltiple, que Heidegger, a partir de 1946 (La palabra de Anaximandro), designa con el término de epocalidad del ser. El ser, en cuanto diferencia olvidada; en cuanto él mismo es la l®yh, se retira de diversos modos para abrir un campo de aparición, la Žl®yeia, lo abierto, el claro (Lichtung), en el seno del cual el ser y la presencia serán pensados como eädow,  ôusÛa, ¤n¡rgeia, certitudo, saber absoluto, voluntad de poder. Pero cada ¤pox® del ser es ocultación del mismo origen, ya que en cada una de ellas, es la l®yh de la Žl®yeia lo que sigue sin ser pensado. Así pues, ya se piense la historia de la metafísica (y la metafísica como historia) como un desarrollo continuo o, según la magnífica expresión de Jean Beaufret, como «el reino de un mismo origen, que comienza de múltiples maneras», lo que continúa sin ser pensado es el lugar mismo en el que se desarrolla: Žl®yeia. De este modo, sólo un pensamiento del claro es realmente una localización de la metafísica. Un pensamiento de este tipo, aunque no sea un puro y simple abandono de la metafísica, sino, por el contrario, una radical profundización en esta última, deberá pensar contra ella. Por eso ha de abandonar, en último término, el nombre mismo del ser, que sigue siendo una palabra de la metafísica, esa lengua materna del pensamiento. En efecto, con ese nombre sólo puede ser pensado el ser del ente, la presencia de lo presente, aun cuando trate de designar una cosa muy distinta: el ser como tal, el transcendens schlechthin, lo pura y simplemente transcendente, es decir, el mismo claro. Debido a un hábito mental que es imposible desarraigar, se piensa siempre con el nombre de ser un enfrente (Gegenüber), siendo así que es el lugar donde surge todo enfrente y todo objeto (Gegenstarsd). Es preciso abandonar el nombre del ser para pensar al ser en cuanto a su verdad, si por «verdad» entendemos Žl®yeia, lo que ya no tiene nada que ver con el problema de la verdad en el sentido clásico, sea ésta concebida como convenentia o adaequatio sobre la base del eädow platónico, o como certitudo o saber absoluto de sí en la metafísica de la representación.

 

3. EL NUEVO NOMBRE DEL SER 

En definitiva, dado que el ser no puede recibir otras determinaciones que las metafísicas, se trata de pensar la procedencia esencial (Wesensherkunft) del ser mismo. Es lo que Heidegger trata de hacer en sus últimos escritos con el nombre de Ereignis, aunque el término y lo que en él se piensa aparecen mucho antes en los escritos inéditos (un curso de 1941 llevaba el título de Das Ereignis). Heidegger emplea este término en un sentido totalmente distinto de su moderno sentido de acontecimiento, para designar la realización de lo que apropia (vereignet) el hombre al ser y el ser al hombre. El Ereignis no es ni una nueva ni una última ¤pox® del ser al igual que el eädow, la ôusÛa, o la voluntad de poder: así pues, no se trata de pensar al ser como Ereignis. Por el contrario, hay que pensar al ser a partir del Ereignis, en cuanto es el que fundamenta toda epocalidad del ser y al ser mismo. Con el pensamiento del Ereignis se aclara el sentido último de la analítica existencial; pensar al ser sin tener en cuenta la fundamentación del ente no puede significar pensarlo sin el hombre, como tampoco puede significar pensarlo como una creación del hombre. El Ereignis permite pensar la relación misma del ser con el hombre y no ya los términos de la relación planteados como si subsistieran fuera de él, puesto que es la relación la que crea los términos y no a la inversa. Lo que el Ereignis trata de expresar es que no hay ser más que para el hombre y recíprocamente que no hay hombre más que para el ser: la mutua co-pertenencia (Zu-einander-gehören) del hombre y del ser.

La época contemporánea misma constituye una incitación a esclarecer tal relación. En efecto, sólo a través de una reflexión sobre la esencia de la técnica moderna puede ser presentido el Ereignis. En el horizonte técnico, las relaciones entre el hombre y el objeto no se dejan ya de limitar al modo clásico: el objeto ya no está constituido por la thésis del sujeto, sino que se le aparece como fondo o stock (Bestand) de su propio poder. Y esto sucede tanto con el objeto natural como con los objetos técnicos y las máquinas mismas, cuya finalidad se basa en la intención humana, de tal manera que todo objeto no es ya sino el signo del poder humano y remite inmediatamente a él. Este descubrimiento de una nueva forma de ser del objeto no es una superación del punto de vista clásico de la representación, sino más bien su realización. Ya que cuando el mundo se convierte en imagen concebida (representación) es cuando están asegurados el dominio y la posesión de la naturaleza, es decir, la posibilidad de cálculo y previsión. El ente solo puede ser dominado en cuanto ente-representado. Pero, al participar de lo que Heidegger bautiza con la palabra Gestell, esta forma de descubrimiento que nos hace concebir a todo ente como susceptible de ser interpelado, inspeccionado, mandado (be-stellt) a fin de producir energía, el hombre tiene la posibilidad de entender que la inspección (Gestell) no es obra de su propia decisión, ya que él mismo está preso en su círculo y puede a su vez ser considerado como stock de poder (fuerza de trabajo). La paradoja de la técnica moderna es que, por una parte, parece ser el reino de la voluntad de poder y el dominio absoluto del ente y por otra parte, el descubrimiento de lo real como stock de poder conlleva una desaparición del objeto en la que el hombre mismo en cuanto sujeto se halla atrapado. Cuando está confrontado a este peligro extremo, en el momento en el que el suelo falla bajo sus pies, es cuando el hombre tiene la posibilidad de captar su pertenencia al ser. La inspección es descubrimiento, sin por ello ser un modo particular de la Žl®yeia como lo es la poÛhsiw griega, a la que se opone y cuyo lugar ocupa: no es ni un género ni una ¤pox® del ser. Si bien en el propio término de Gestell subsiste la reminiscencia de una fabricación (her-stellen) y de una exposición (dar-stellen) que son propias de la poÛhsiw, no por ello deja de ser ocultación de la poÛhsiw, y de todo descubrimiento como tal. Cubrir-descubrir, tal es el doble sentido del Gestell, que puede ser entendido a la vez como última determinación del ser en cuanto es realización de la voluntad de poder y como preludio del Ereignis. La técnica moderna coloca al hombre en una coyuntura tal que lo mismo puede ceder a1 frenesí de dominio que estar atento a la parte que toma en el descubrimiento mismo. Este análisis de la técnica moderna se sitúa, pues, en el marco de la metafísica de la representación, mientras que opera su propia realización en cuanto voluntad de poder. Lo que Heidegger designa con el nombre de Gestell es lo que Ernst Jünger entendía por «movilización total» (totale Mobilmachung), este proceso por el cual el ente es sometido en su totalidad a la voluntad del hombre por medio de la técnica. Una concepción tal del «totalitarismo», que Heidegger compartió con varios de sus contemporáneos, no fue, sin duda, ajena a su adhesión al nacionalsocialismo en 1933, a pesar de que rápidamente -desde 1934- se dio cuenta de su error. Indudablemente, ese error consistió en confundir el sentido histórico del «totalitarismo» en cuanto cumplimiento de la metafísica y la realidad histórica del fascismo hitleriano. ¿Podía un pensamiento cuya tarea esencial era la asunción del destino del ser no caer en ese error? Limitémonos a señalar que, si bien la actitud política de Heidegger no es independiente de su filosofía, no hay por ello que ver en su pensamiento una prefiguración del fascismo, sin tener en cuenta los textos mismos.

Ya que aquello a lo que prepara el pensamiento del Gestell es a captar el Ereignis como aquello que permite romper el círculo metafísico que va del ente (particular) al ser (del ente) para volver al ente (supremo). El Ereignis es el origen del ser tanto como de la presencia: es ese es en el «es gibt Sein», «hay ser», es decir, lo que hace advenir al ser: y hace donación de él (gibt). De este es no se puede decir nada, ni que es ni que «hay», ya que está más allá de cualquier posible sustantificación. De él no se puede decir más que: «Das Ereignis ereignet», «la apropiación apropia», ya que no es posible referirlo más que a sí mismo, siendo como es origen: no es más que el descubrimiento mismo, pensado sin tener en cuenta al ente, es decir, al margen de la metafísica. El término Ereignis designa, pues, para Heidegger la emergencia de una dimensión que se perfila más allá de la presencia, dimensión, que no puede ser pensada; pero se trata de pensar a partir de ella. Aquí alcanzamos el punto en el que, culmina el pensamiento heideggeriano, ya que es en el pensamiento del Ereignis donde la localización de la metafísica se realiza efectivamente. A partir de ahí se hace posible la inversión que permite pensar las determinaciones metafísicas como derivadas del Ereignis. El hecho de haber alcanzado esa dimensión originaria no produce ningún cambio en la metafísica: lo único que cambia es la «lectura» que de ella hacemos. La tarea del pensamiento consiste, pues, en hacer que aparezcan en el texto de la metafísica las huellas de su procedencia esencial.

 

4. LA CUESTIÓN DEL LENGUAJE 

El tema que surge a partir de ahora es el del lenguaje, en cuanto por él y en él adviene el descubrimiento y se enfrentan de manera esencial el ser y el hombre. La relación de la Žl®yeia, con el lenguaje es el punto en torno al cual se mueve el pensamiento de Heidegger, y por ello se plantea en último lugar (Unterwegs zur Sprache [En camino hacia el lenguaje] se publica en 1959), cuando Heidegger pone al día los presupuestos de su pensamiento para aclarar retrospectivamente su propio camino. Ello no quiere decir que el «tema» del lenguaje se halle ausente de su obra anterior: por el contrario, podemos encontrar huellas que atestiguan que existe un interés cada vez mayor por el problema de la relación del ser con el lenguaje. Ya que la historia del ser es en cierto modo la historia de la palabra «ser».

La metafísica pregunta por el ser del ente en su totalidad: en cuanto tal, y a pesar del movimiento de trascendencia que la constituye, sigue siendo simplemente una física, al haber hecho del ser el concepto más vacío y más general. El olvido del ser se manifiesta en su más alto grado cuando no ve en el ser más que la simple categoría lógica de la cópula. Así, la palabra «ser» aparece para la metafísica como un caso límite del lenguaje, una pura fvn®, un «flatus vocis». Para acceder a la cuestión del ser hay, pues, que preguntar primero por el lenguaje, o más bien por la comprensión del ser tal y como se manifiesta en una lengua determinada. Las categorías gramaticales no son determinaciones naturales de la lengua, sino que dependen de una determinada comprensión del ser: provienen de la interpretación griega del ser entendido como un «ser-de-pie», como se pone de manifiesto en los términos ptÇsis (casus) y ¦gxlisiw (declinatio), cuyo sentido es inclinarse, caer. La esencia de la lengua se halla, pues, determinada por la comprensión de la esencia del ente. Así pues, el ser está íntimamente ligado al lenguaje, como queda patente en el privilegiado lugar que ocupa en una determinada lengua la palabra «ser». No se le puede considerar como una palabra más, ya que sin la comprensión de. esta palabra la lengua no podría desarrollarse. En cada una de las palabras de una lengua podemos distinguir el significante (vocal o escritural), el significado (la significación conceptual) y la cosa que designan (ente). No pasa lo mismo con la palabra ser, ya que no designa ningún ente. Si el ser está estrechamente relacionado con la palabra que lo designa es porque esta palabra es la manifestación de una relación, la del ser con el ser-ahí en cuanto la comprensión del ser le pertenece y en cuanto es esta relación la que se desarrolla como lenguaje.

Así, la lengua no puede ser entendida ni como un ente ni como un conjunto de entes: no se la puede cerrar sobre sí misma como un sistema de signos. Por el contrario, la esencia del lenguaje se halla disimulada en una concepción que hace de la palabra el simple signo de un ente que, por lo demás, existe con anterioridad. En cuanto ontología de la sustancia y de la subsistencia (Vorhandenheit), la filosofía no conoce el lñgw más que en forma de enunciado (Aussage) o de juicio que explica las determinaciones de los entes aislados, es decir, separados del lugar de su (el mundo) y de aquello para y por quien aparecen (el Dasein). Al repercutir sobre la esencia del lenguaje, esta ontología subsistente entiende la lengua como un conjunto de entes-subsistentes, cuya subsistencia reside en la cadena verbal y las palabras que la componen. De ahí procede la definición de la verdad como adecuación o correspondencia entre dos entes igualmente subsistentes (vorhanden), el estado de cosas por una parte y el enunciado por otra. Lo que aquí está en cuestión es, en primer lugar, la determinación del enunciado como lugar de aparición de la verdad, fundamento de la metafísica de la subjetividad; pero también la noción misma de signo, puesto que la ontología de la subsistencia lleva a reconocer que la cosa y el signo tienen el mismo estatuto ontológico, como si fuesen vados igualmente. Es comprensible, pues, que al final del párrafo 34 de Sein und Zeit, Heidegger designe como tarea del pensamiento la reconstrucción de la lingüística sobre una base más original, es decir; sobre la ontología del Dasein: se trata de poner al día la estructura del sentido en cuanto existenciario del ser-ahí, y para ello sacar a la lingüística del marco de la cientificidad definida por la actitud teórica. Tarea no cumplida y, sin duda, abandonada, ya que el encuentro con los poetas pone al pensamiento en condiciones de experimentar otro campo del lenguaje.

Una lengua concebida como un sistema de signos que son otros tantos equivalentes o sustitutos se gasta y se degrada con su empleo mismo: para que recobre su fuerza original hay que apelar a un discurso en el que el lenguaje ya no sea transparencia del ente, sino que, por el contrario, sea sortilegio e instauración del ente, como si en él el ente apareciese por primera vez. Así, para el pensamiento heideggeriano el diálogo con los poetas desempeña el mismo papel que el diálogo con los presocráticos, al aparecer la palabra poética como un nuevo comienzo para el pensamiento en su búsqueda del origen. Por otra parte, no se trata de cualquier tipo de poesía, sino de poetas muy determinados: Hölderlin, Rilke, Trakl y Stefan George son los poetas de Occidente, que históricamente designa el sitio en el que la Žl®yeia advino por la palabra y como palabra. Así, los poetas de Occidente son poetas de la poesía misma en cuanto en sus poemas es la propia esencia del lenguaje poético la que accede al lenguaje.

La meditación sobre lo poético es, en primer lugar, una meditación sobre la poÛhsiw griega en cuanto ésta es una forma de descubrimiento. Toda obra de arte participa del Dichten, del «poematizar» por cuanto descubre al ente en su verdad, por cuanto hace que aparezca su ser, mientras que en la realidad cotidiana está reducido a su única función y disimulado por ella. La esencia del arte es un sichins-Werk-setzen, un ponerse en obra de la verdad del ente, no siendo la belleza de la obra más que el esplendor del descubrimiento mismo. El Dichten es el proyecto de acceder a la apertura del ser, de tal manera que toda gran obra es instauración de un mundo, instalación de las regiones, de lo cuatripartito: tierra y cielo, dioses y mortales. La poesía en el sentido de arte del lenguaje es el Dichten más importante, ya que es la misma lengua la que, como lugar del claro, ha abierto ya la posibilidad de toda obra. La palabra poética es ese «modo insigne del decir», en el que el lenguaje es una verdadera reunión. A través del diálogo de la poesía y el pensamiento puede ser esclarecida la esencia del lenguaje.

Cuando Heidegger, en la Carta sobre el humanismo, define el lenguaje como «la casa del ser», tiene buen cuidado de indicar que no se trata de una imagen óntica a partir de la cual se pueda entender lo que es el lenguaje, sino que; por el contrario, sólo a partir de una comprensión del ser como tal resulta posible saber lo que es el habitar. No existe, pues, ningún concepto o fórmula en los que se pueda encerrar la esencia del lenguaje. Con tales metáforas lo único que podemos es hacer un signo (winken) al lenguaje, y este signo sólo es comprensible si la dimensión de la que proviene ya ha sido percibida. El lenguaje tampoco puede ser definido como mediador entre el hombre y el ser, ya que entre ambos no se da ninguna relación dialéctica: es, más bien, la forma en la que uno y otro se entre-advienen. La relación del hombre con el ser será pensada como una asignación del ser hecha al hombre y a la que el hombre responde. El lenguaje es el advenimiento de esa co-respondencia; en este sentido, el hombre es esencial y no accidentalmente un hablante, ya que la palabra determina su esencia. En cuanto al lenguaje mismo, ya no es posible pensarlo en correspondencia con la esencia del hombre, definida metafísicamente como la unión de algo sensible (sonido o carácter) y algo inteligible (significación). Esta concepción metafísica del lenguaje, fundamento de la filosofía y de la ciencia del lenguaje, podría ser dejada de lado perfectamente, ya que está ligada a la metafísica de la subjetividad, para la cual el lenguaje es doblemente expresivo: en cuanto significación expresada mediante la palabra o la escritura (algo inteligible hecho sensible) y en cuanto exteriorización de un sujeto cerrado sobre sí mismo. Pensar así el lenguaje es lo mismo que identificar habla (Sprechen) y lenguaje para poder explicarlo, es decir, referirlo a algo fuera de él mismo como a su causa. De este modo, la metafísica de la subjetividad verá en él la actividad del espíritu humano, de la que el lenguaje es un producto más. Si, por el contrario, nos atenemos a lo dado, resulta que el fenómeno del lenguaje es, en la complejidad de las relaciones entre él hablar y el decir, aquello por lo que el hablante se hace presente. Al nivel de esta descripción fenomenológica no es posible definir la palabra como la simple emisión de sonidos, ya que ésta nunca es percibida como tal en la medida en la que el hablar, instrumento de un decir, es siempre sostenido por este último. Sin embargo, el decir (Sagen) es un mostrar (Zeigen) en el sentido del antiguo alemán sagan, que significa dejar aparecer. Este dejar-ser del claro es lo que rige el lenguaje, ya que lo que es dicho es lo que de antemano es mostrable, decible en cuanto ya ha accedido al claro. De este modo al hablante se le escapa el dominio del lenguaje en la medida en que no lo produce, sino que pertenece al claro que se realiza como lenguaje.

Así, el lenguaje no es más que el propio Ereignis. La relación del ser con el hombre es una relación hermenéutica, en cuanto el hombre, mensajero de la duplicidad (Zwiefalt) del ser y del ente, es decir, del claro mismo, proviene de ella y, sin embargo, la produce (en cuanto el hombre es la zona del claro). Este círculo hermenéutico se realiza en el lenguaje, dado que por su hablar el hombre es empleado por el decir y dado que su hablar es una correspondencia del decir. Esta recíproca pertenencia del decir y del hablar, del hombre y del ser es lo que hace que ni el Ereignis ni el lenguaje puedan ser localizados, ya que son «el» lugar con relación al cual no puede obtenerse un punto de vista exterior. Por ello, buscar la esencia del lenguaje no es formular una definición ni elaborar un concepto, sino adentrarse en el camino que lleva al lenguaje, en cuanto es la proximidad más cercana, la de la mutua pertenencia en la apropiación. Adentrarse en este camino implica menos la creación de un nuevo lenguaje a semejanza del lenguaje poético que una transformación de nuestra relación con el lenguaje: la obra heideggeriana ha querido ser signo y premonición de tal transformación.

De lo que habla la obra de Heidegger es del abandono de las determinaciones y del lenguaje de la metafísica. Este abandono no significa un paso adelante, sino un paso atrás hacia aquello que en la metafísica ha de ser pensado como su origen esencial. Este paso atrás es el movimiento de la obra entera y el sentido preciso de la Kehre: un Ein-kehren, una vuelta al origen. Localizar la metafísica es una tarea que se realiza en un camino que no puede prescindir del lenguaje de la metafísica ni tampoco utilizarlo exclusivamente: el Schritt zurück es una superación de la metafísica por cuanto sigue siendo un paso por la metafísica y su lenguaje. La metafísica sigue siendo «el suelo nutricio» de la obra, en la medida en que el pensamiento es entendido como un diálogo con la tradición. Es verdad que a medida que el paso por la metafísica se aproxima a su origen esencial, el pensamiento prescinde cada vez más de las categorías metafísicas. Pero puede este paso alcanzar y perderse en el origen sin negarse a sí mismo como paso? Cada vez que Heidegger apela a un indecible, a un impensable o a un no-localizable, parece que la obra de Heidegger se pierde en lo inefable. El empleo del lenguaje metafísico, único signo de ese paso, ¿no habrá de pertenecer necesaria e intrínsecamente a un pensamiento que quiere ser «vuelto» al origen? Ello no quiere decir que la lengua de Heidegger sea híbrida, unas veces metafísica y conceptual y otras «ontológica» e «intuitivas: quiere decir que es posible «leer» lo metafísico como algo ontológico, porque lo «ontológico» es lo impensado de la metafísica. A partir de esta inversión, que sólo existe en la metafísica, el lenguaje metafísico se convierte también en signo de lo que hay que pensar, lo mismo y con el mismo derecho que las palabras creadas por Heidegger, que ya no designan nada conceptual. Hacer un signo (winken) a lo que hay que pensar tales el imperativo de la empresa heideggeriana: de ahí las reticencias en el decir, la prudencia, el rigor y el hermetismo. Ya que lo que la obra es capaz de mostrar no son más que las huellas de un origen que permanece ausente.

Para multiplicar las huellas es preciso emplear diversos procedimientos destinados a hacer que aparezca al nivel del lenguaje empleado esa trama de relaciones, por medio de las cuales se manifiesta la diferencia ontológica. Se trata de mostrar, en primer lugar, cómo una determinada lengua habla a través de sus palabras fundadoras, por poco que se investigue su historicidad. El método será, pues, etimológico para alcanzar un nivel de la lengua más cercano al origen, en el que, más allá de la transparencia del signo, adquiere la fuerza elemental de una palabra, es decir, de un descubrimiento. El hecho de recurrir a la etimología no procede de una «mística» del lenguaje, ni de un reconocimiento del carácter sagrado de la palabra, sino que es el método normal que ha de seguir un pensamiento, para el que una lengua determinada es la base de la historicidad del ser. Por otra parte, Heidegger no utilizó tanto los resultados de una etimología científica como una especie de etimología «popular», que descompone las palabras según su sentido: el juego etimológico reside en que el sentido habitual de la palabra sigue transparentándose bajo el nuevo sentido así descubierto. Por medio de estos cambios de sentido que proliferan en los textos de Heidegger y los hacen tan difíciles de traducir, se establece en la lengua una red de correspondencias y relaciones que es al mismo tiempo el signo y la condición de la progresión de un pensamiento, que se mueve a partir de las significaciones que él mismo ha elaborado. Así, la atención que prestamos al lenguaje se concentra en la palabra aislada entendida no en el sentido de término o vocablo, como «la unidad de sentido más pequeña», sino inicialmente como palabra del ser, a partir de la cual se desarrolla toda la lengua.

Si bien la creación de un nuevo «vocabulario» es la característica más llamativa de la lengua de Heidegger, no por ello se descuida el punto de vista sintáctico. Sein und Zeit se proponía ya «liberar a la gramática de la lógica», es decir, de una concepción del lenguaje que ve en las diversas partes de la lengua otros tantos entes-subsistentes.

Liberar a la gramática de la lógica es mostrar que las estructuras gramaticales realizan el paso del sentido de varias maneras: Heidegger se complace en subrayar la ambigüedad del genitivo, al que es posible leer en dos sentidos, según se le tome como objetivo o como subjetivo, y que establece en el centro de la lengua dos niveles que hacen posible el paso del orden óntico al orden ontológico. La misma circulación del sentido de lo óntico a lo ontológico se obtiene por medio de la acentuación doble de las preposiciones metafísicas (el «nihil est sine ratione» nos lleva hacia «el nihil est sine ratione» como aquello en lo que se funda) o su inversión: la esencia (en el sentido de quididad) de (genitivo objetivo) la verdad (en el sentido de adecuación) es la verdad (en el sentido de descubrimiento) de (genitivo subjetivo) la esencia (el término Wesen tomado en su sentido verbal de ser).

Así, por toda la lengua se instaura, a partir de huellas y signos (Winke), la posibilidad de un paso de lo óntico a lo ontológico, sin que, en la oscilación perpetua que constituye el texto, sea posible separar la primera lectura de la segunda, como si esta segunda lectura (ontológica) hubiese sido obtenida después de tachar la primera. No es eso lo que Heidegger quiere decir cuando en Zur Seinsfrage no utiliza el nombre del ser más que tachado, es decir, como signo (Zeichen) que desaparece, y cuya desaparición por sí sola hace un signo (winkt) a otra determinación del lenguaje. Ya que la diferencia ontológica no puede inscribirse como tal en la lengua: no hay, pues, un lenguaje ontológico, como tampoco hay posibilidad de adecuación al origen. Pero simultáneamente hay libertad de recorrer el espacio de juego del lenguaje y de este modo abrirse a lo que en él sólo se muestra cuando se desvanece. La relación del hombre con el lenguaje se halla, pues, determinada, igual que la ek-sistencia, cuya esencia es al mismo tiempo como destino y como libertad.

¿Es un pensamiento de este tipo en su conjunto el signo y el síntoma del fin de la filosofía? Si el pensamiento heideggeriano culmina realmente allí donde, al esforzarse por sustraerse a la prosa metafísica en cuanto ésta distingue al ser del ente y de este modo los separa, no le queda sino admitir algo impensable e indecible como límite de todo pensamiento y de todo lenguaje, en tal caso es un pensamiento del fracaso y un fracaso del pensamiento. Más interesante nos parece la refracción de esta imposible transgresión al nivel de una historia que señala hacia ella e invita a realizarla perpetuamente. La obra de Heidegger tiene el mérito insigne de introducir esta refracción en el gran texto de la metafísica. Pues, más que el origen, es el camino lo que hay que explicar.

Françoise Dastur

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