Martin Heidegger
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THEODOR W. ADORNO
De
«Terminología filosófica»
Traducción de Ricardo Sánchez Ortiz de Urbina, revisada por Jesús Aguirre, Madrid, Taurus, 1983, Tomo I, pp. 114-128.

 

Theodor W. Adorno[...] Creo que justamente en la situación alemana este concepto de fundamento, suelo u origen desempeña un papel especialmente funesto, y que verdaderamente una gran culpa le corresponde al pensamiento de Heidegger. En este pensamiento la idea de lo primero tiene un sentido ontológico excelsamente sublimado; el del ser, que está más allá de la separación entre el concepto por una parte y el ente singular por otra, y que se expresa para conseguir la concreción que le corresponde como algo más allá de tal escisión, casi siempre en locuciones tales como suelo, origen, fundamento. De tales expresiones asegura continuamente Heidegger que dicen solamente algo sobre estructuras del ser, que de ninguna manera implican valoraciones sobre ningún fenómeno concreto intrasocial. Pero como tales expresiones proceden de manera necesaria de relaciones agrarias o pequeño-artesanas más o menos residuales, se efectúa un cambio que precisamente acopla de algún modo determinadas figuras ideales de una estrecha vida provinciana, regional, comunitaria, con aquellos caracteres del ser. Con esta tendencia corre igualmente paralela otra: que todos esos conceptos de los que Heidegger asegura que no están pensados en un sentido jerárquico, que están exentos de valoración; como se acostumbra a decir vulgarmente en el lenguaje de Max Weber, se transforman cada vez más en juicios de valor. Cuanto más fuertes son las asociaciones agrarias y artesanas, tanto más aparecen juicios de valor sociales: que la existencia campesina está más cerca de los presuntos orígenes, y que la vida en el campo con su provincianismo y demás acompañamiento es una forma de existencia más alta que la de la ciudad.

En su trabajo ¿Por qué permanecemos en la provincia? ha destapado Heidegger el secreto, por decirlo así. El texto ha sido impreso nuevamente en el libro de Guido Schneeberger[i], libro por otra parte de gran riqueza de documentación, cuyo estudio recomendaría encarecidamente a todos aquellos que se ocupan de ontología fundamental. En este trabajo ¿Por qué permanecemos en la provincia? pueden ver cómo la pureza presuntamente ontológica de los textos de Heidegger da paso a la alabanza de la vida sencilla, campesina, y por tanto a una especie de ideología de la sangre y el suelo. Quiero mostrarles algunas de sus formulaciones que les demostrarán, mejor quizá que circunstanciadas argumentaciones, que se confirma de modo extraordinariamente fuerte la sospecha de que precisamente en esta búsqueda del origen absoluto recae la filosofía en lo más relativa, a saber, la glorificación de relaciones interhumanas estrechas y ligadas.

Dice, por ejemplo: «Y el trabajo filosófico no transcurre como ocupación retirada de un solitario». Me gustaría pensar que efectivamente transcurre como tal trabajo apartado de un solitario, y por lo que nos atañe preferiría que éste se comportase como simple artesano o sencillo hombre del pueblo que se recoge las mangas. En realidad no lo hace. «Está inmerso en el trabajo de los campesinos. Cuando el joven labrador arrastra la pesada carreta, y cargada de troncos de haya en un viaje peligroso...» -¿por qué ha de ser peligroso necesariamente el viaje?- «...la conduce a la granja; cuando el pastor...» -ya no existen muchos pastores así- «con paso lento y meditabundo conduce por la cuesta su ganado; cuando el campesino en su alquería dispone adecuadamente las tejas innumerables para su tejado, entonces compruebo que mi trabajo es de la misma especie. Ahí arraiga la pertinencia inmediata del campesino. El ciudadano cree estar entre el pueblo cuando condesciende a una larga conversación con un labrador. Cuando en una pausa del trabajo, al atardecer, me siento en el banco del hogar o en el rincón de la mesa, apenas hablamos. Fumamos nuestras pipas en silencio. Quizá de cuando en cuando cae una frase: que la tala en el bosque toca a su fin, que la noche anterior irrumpió la marta en el gallinero, que probablemente mañana tendrá un ternero la vaca, que cayó un rayo, que va a cambiar pronto el tiempo. La pertinencia interna del trabajo propio a la Selva Negra y sus hombres viene de un autoctonismo suaboalemán de siglos no sustituíble por nada» -y bien entendido que esto lo dice de sí, no de otro-. «Por otra parte tiene el pensamiento campesino su fidelidad sencilla, segura y aplicada. Hace poco murió una anciana campesina. Charlaba conmigo a menudo y con gusto.» Podría pensarse, según la filosofía heideggeriana, que al charlar incurría en la esfera de la inautenticidad y del «se», pero como se trata de una campesina anciana no vamos a condenarla a ese infierno. «Charlaba conmigo a menudo y con gusto, y sacaba a colación viejas historias de la aldea. Conservaba en su lenguaje fuerte y figurativo muchas palabras antiguas, y expresiones ya incomprensibles para la juventud actual, perdidas ya para el lenguaje vivo.» Aunque sólo charlaba, se ve que estaba en el secreto de las cosas. «Tal pensamiento vale incomparablemente más que el más hábil reportaje de una gran publicación sobre mi supuesta filosofía.» El texto acaba así: «Hace poco recibí un segundo llamamiento de la Universidad de  Berlín. En tales ocasiones me retiro de la ciudad a la aldea. Oigo lo que dicen los montes, los bosques y las granjas de labradores. Me acerco a un viejo amigo, un labrador de setenta y cinco años. Se ha enterado por el periódico de la propuesta de Berlín.» ¡Algo es algo «¿Qué dirá? Lentamente pone la mirada segura de sus ojos claros en los míos, mantiene la boca rígidamente cerrada, coloca sobre mis hombros sus manos fieles y prudentes y mueve la cabeza apenas perceptiblemente. Lo que quiere decir: no, inexorablemente»[ii].

No les cito esto para que ustedes y yo pasemos una hora divertida, ni tampoco para burlarme de Heidegger, aunque ello constituya un subproducto de tal lectura, sino porque arroja luz sobre el supuesto nivel de este summus philosophus. Si se presenta alguien con la pretensión de ser no un filósofo académico, no un simple científico, sino un pensador en el sentido enormemente enfático, según el cual el pensar es un modo de comportamiento que abre el ser mismo, no pueden despachar esas frases como simple ocupación de domingo, entretenimiento poético festivo de un profesor. Sé perfectamente que hay incontables profesores que han escrito malas novelas y peores poesías, que hay profesores de filosofía que escriben con pseudónimo novelas regionales, pero cuando la pretensión es tan enfática, y por lo que respecta a la famosa concreción se expresa en una prosa como ésta, cae inevitablemente una pesada sombra -la sombra de la montaña- ­sobre el contenido de la ontología.

En realidad quería mostrarles solamente con este lírico intermezzo que con un concepto como el de suelo y origen, al que me gustaría decir se acerca uno con una cierta ingenuidad, desde la oposición a la superficialidad, no se eliminan del todo las asociaciones a algo también socialmente viejo y primitivo. Así, por su propio peso, conduce a una deplorable ideología como lo es la ideología de la cual les he ofrecido algunas pruebas. La pobreza de esta ideología se puede determinar bien por lo demás. No quisiera quedarme con el efecto ciertamente contundente de esas frases. Su misma comicidad -y pienso que quizá no estamos obligados a dar cuentas al señor Heidegger, pero sí, a nosotros mismos- tiene su razón, que consiste en exponer como sustanciales y obligatorias relaciones que ciertamente pueden sobrevivir acá o allá en el mundo, en que existimos, pero que sólo viven gracias a la tolerancia del proceso de industrialización, al igual que los animales salvajes de África sólo viven por la gracia de las compañías de aviación que por casualidad no han colocado sus grandes campos de aterrizaje en los lugares correspondientes. Se trata de algo internamente efímero y pasajero. Esas formas no son adecuadas a la sustancia real de la vida actual, es decir, a la autoconservación real de la humanidad y los procesos por los que todos nosotros nos mantenemos con vida. En realidad aquí se nos presentan con esa enorme pretensión de sustancialidad, y en un alto sentido, vacaciones, vacaciones no solamente para los habitantes de la ciudad, sino también para los hombres que así viven y cuya propia forma de vida podría ser sustituida sin más por otras formas de vida, si no fuesen detenidas determinadas fuerzas de producción.

Esta desproporción procura objetivamente a la alabanza de las relaciones sencillas un momento de mendacidad. Allí donde tales relaciones han existido efectivamente con cierto carácter inmediato, y se ha reaccionado desde ellas en lugar de reflexionar sobre ellas y glorificarlas, tiene todo ello otro sentido y carácter. No es ninguna casualidad que en Johann Peter Hebel no se glorifique, la vieja campesina charlatana ni al estólido labrador que menea la cabeza, sino al peleón del lugar y a cualquier figura más o menos casquivana, esto es, a los que saben dar chascos al orden burgués. Heidegger habría convertido por el contrario probablemente a todas estas gentes en reporteros de sus lugares natales. Pueden, por tanto, reconocer que la falsedad de estas cosas depende precisamente de lo que niegan tales formulaciones: el proceso histórico. El proceso histórico, por el que tales relaciones caen objetivamente en desuso, significa al mismo tiempo que el recurso a ellas como lo verdadero y sustancial tiene en sí el momento de la falsedad. Cuando antes preguntaba por qué tenía que ser peligroso el camino, todos ustedes se han reído. En esa risa se refleja el conocimiento de que hoy día ya no hay carretas, sino que probablemente el campesino utiliza un tractor, y que con los medios actuales de la técnica pueden hacerse caminos en los que no se rompa uno el pescuezo.

En el texto, sin embargo, parecía que la profundidad y sustancialidad adquirían más alta dignidad por el riesgo, por el ser-que-se-mantiene-en-la-nada; Dios sabe lo que esas pobres gentes tendrán que hacer, no todo seguramente por amor a la filosofía. Ahora bien, ¿qué clase de dignidad metafísica superior es la que no puede expresarse sino refiriendo sus categorías a una situación histórica, que al expresarse, se muestra ya superada? Sean conscientes de esto: tal como hoy es el mundo, adquiere el discurso aparentemente más ingenuo sobre el origen, sobre lo primero, sobre los oficios o el trabajo, esta visión retrospectiva. La falsedad más profunda de estas cosas no radica, sin embargo, en erigir esos momentos en ideal social, pues yo sería el último en negar que en el actual estado de industrialización determinadas relaciones aldeanas o campesinas adquieren una especie de brillo sosegado y arrastran a la nostalgia, precisamente porque están condenadas a morir.

No pasamos por encima de las formulaciones de Heidegger cuando polemizamos simplemente contra ellas. También aquí debemos intentar, como se suele hacer en tal tipo de consideraciones, determinar la necesidad o verdad que pueden contener. Sería tan miserable y mezquino proscribir la alegría de Amorbach y Wertheim por el hecho de que Amorbach es un anacronismo frente a Chicago y Manhattan, como por otra parte sería engañoso proponer a Amorbach y Wertheím como ideal del mundo en que vivimos. Pero, y creo que con esto llegamos a lo más profundo del asunto, lo verdaderamente engañoso de esta pregunta y este discurso sobre el origen radica en que en realidad no se trata, como, digamos, ha sido el caso de ese bueno de Wilhelm Heinrich Riehl en el siglo XIX, de oponer a la civilización industrial un cuadro ensoñador de tal vida. En este contexto no se cree ya seriamente en la realización de tal ideal, sino que cuanto más progresa el poder del dominio sobre la naturaleza, y de las formas de dominación intrasociales en que culmina dicho dominio, tanto más se hace a este progreso el contrapunto del culto a la vida sencilla, simple y originaria.

Si piensan en el nacionalsocialismo desde este punto de vista, verán que en él no se han reconstruido efectivamente relaciones pequeño burguesas o pequeño campesinas, ni nadie lo ha buscado en serio. Por el contrario, el nacionalsocialismo ha perseguido con enorme poder y rapidez ciertos procesos de concentración capitalista y progreso técnico que no hubieran podido hacerse de la misma manera por el camino del principio del laissez-faire de la sociedad burguesa. Y sólo como complemento, o dicho sociológicamente como ideología complementaria, se inventó la teoría de la sangre y el suelo. Así se entiende exactamente y se tiene que pensar el mundo de las autopistas, que en el fondo no pueden ver desde las aldeas los artificiosos campesinos de los que trata Heidegger. No se trata de un ideal, sino sólo realmente de un deseo, que es especialmente funesto porque no permanece simplemente en el ámbito de un consumo cultural de grado menor, sino que se comporta como si se enfrentase al ejercicio de la industria cultural, y lo otro se le opusiese. En realidad es, sin embargo, con arreglo a su función un trozo de industria cultural, y esto lo demuestra que el lenguaje de esa prosa remite de modo inmediato a la de Ludwig Ganghofer y Max Jungnickel, a partir de los cuales habría que interpretar a mi entender la filosofía de Heidegger más bien que desde Braque o Parménides.

Quisiera, sin embargo, para no ser injusto, repetir una vez más que en la protesta contra la civilización técnica que aquí tiene lugar hay también naturalmente un momento de verdad, y yo sería el último en burlarme de esa nostalgia que se deposita en tal pastiche filosófico. Ahora bien, la falsificación empieza con la inversión de esa nostalgia, de manera que vista hacia atrás se estanca en algo inalcanzable e irreconstruible, y por otra parte esboza un cuadro ideal no querido propiamente, puesto que en realidad no es más que una especie de adorno de la realidad que progresa inconteniblemente.

Cuando Heidegger habla en un escrito mucho más tardío de las diferentes posibilidades del ser y pone una junto a otra, como posibilidades del ser en cierto modo equivalentes, la civilización americana, el comunismo ruso, y quién sabe qué más cosas, él mismo descubre, dicho sea de paso, que poco tienen que ver en el fondo estas supuestas concepciones sustanciales con lo pensado por él.

La idea de que se tiene un suelo firme y seguro bajo los pies cuando el proceso de pensamiento puede ser detenido o interrumpido en un determinado lugar, es un sustituto de la verdad, misma. Ahí me parece que radica hoy el error o falsedad de la pregunta por lo primero y originario. Se dice que tal apoyo es la verdad porque no se confía en pensar consecuentemente la verdad, porque la verdad duele mucho como sostiene un viejo mito, y conocer la verdad por completo hoy, implicaría tocar críticamente determinados presupuestos de nuestra propia existencia real, lo que sería muy desagradable. Por eso esas detenciones, esa reflexión angustiada sobre las consecuencias del pensamiento, se convierten en sustituto de la verdad misma, mientras que antes de que realmente se efectúen esas reflexiones, no importa en absoluto si lo firme y primero es también necesariamente lo verdadero.

La legitimación de este planteamiento radica en que se dirige contra la arbitrariedad de cualquier ocurrencia, también contra todo lo efímero que procede efectivamente de la industria de la cultura, por tanto, de todo aquello de que nos alimentamos día tras día, novedades, informaciones, etc., por razones de búsqueda de un beneficio. Todo esto presupone la verdad, siendo así que en realidad es siempre la misma falsedad. Como dice un refrán francés: plus ça change, plus c’est la même chose. En la medida en que la pregunta por un suelo firme se opone a este cambio malo, es legítima tal necesidad, pero como en la actual sociedad se abusa de casi todas las necesidades legítimas y se las pervierte en su contrario, esa necesidad de perforación, a la que sucumbimos en tal actividad, se confunde con el ser necesario, estático, invariable de la cosa en sí misma y con la verdad, considerada como algo firme, inmóvil y permanente. Cierto que esta confusión ocurre en la filosofía desde Platón como el gran engaño.

Se trataría de disponer los fenómenos en su constelación, por amor de la verdad y frente a los epifenómenos, en lugar de tomarlos aisladamente, y de no relacionar la multiplicidad concreta y desplegada de los fenómenos con algo primero siempre y necesariamente pobre. La comicidad de la ideología de la sangre y el suelo radica, y no en último término, en que lo que ofrece y se presenta con la pretensión enfática de constituir el verdadero ser, es demasiado escuálido e indigente, algo así como el olor que emana de la gente pobre. Se tiene la sensación de que si lo absoluto no es más que el aire que hay en torno al bendito asiento de la chimenea, no quisiera uno tener nada que ver con él.

10 de julio de 1962

 

He recibido un escrito en el que un compañero de ustedes me censura por el estilo de mi polémica contra Heidegger. El escrito lleva la firma completa. He experimentado gran alegría, por ser señal de un verdadero valor cívico, y por parecerme un índice de que lo que les digo no es captado como algo meramente académico, sino que, dicho menos académicamente, es algo que les cala bajo la piel.

Creo que no puedo demostrar mayor atención a este compañero que examinando en detalle sus objeciones, y con ello quizá se aclare lo tratado últimamente. En primer lugar, quisiera rectificar un error. La cita que he hecho no pertenece a una obra secundaria, sino que está tomada de un artículo de Martin Heidegger. El título del artículo dice exactamente: «¿Por qué permanecemos en la provincia?» Apareció el 10 de marzo del año 1934 en la Alemanne-Kampfblatt des Nationalsozialisten Oberbadens, y exactamente en el apéndice cultural de tal «hoja de combate», que lleva por nombre «Hacia nuevas orillas». El equívoco consiste en que este artículo está impreso en el libro de Guido Schneeberger Relectura de Heidegger, aparecido en Berna en 1962. Pero se trata de una reproducción auténtica e incuestionable de un texto original de Heidegger, cuya autenticidad, por cuanto yo sé, no ha sido puesta en duda nunca por él, ni por ningún otro actuando en su nombre.

Su compañero ha argumentado -sin identificarse, por lo demás, con la ontología existencial ni con Heidegger, para no herir de ningún modo la lealtad que le debo- que se trata de un producto secundario sin gran relevancia.

Creo que en tal caso el mismo Heidegger no aceptaría el argumento, pues recordarán que el documento que les he leído está escrito con gran pasión, y soy de la opinión de que todo el que se presente con la pretensión de Heidegger, esto es, la de ser un pensador y no un mero especialista en filosofía, debe hacerse en este sentido responsable. Y tanto más cuanto que aquí se da una estrecha conexión entre la articulación de las llamadas obras fundamentales y el escrito en cuestión. No quisiera de ningún modo ser tan riguroso en estas cosas que aproveche cualquier manifestación, circunstancial y sin más alcance, escrita por un filósofo, cuando se trata de una argumentación contra las llamadas obras fundamentales. Pero aquí se trata de una filosofía que saca esencialmente su virtualidad del hecho de presentarse rompiendo las fronteras de lo académico a las que su compañero quisiera remitirme. Esta filosofía ha puesto en el artículo en cuestión las cartas boca arriba de modo muy concreto e inmediato. No puedo considerar como bagatela una tal confesión de sus simpatías. Por lo demás, ha pasado claramente por alto su compañero que les he expuesto con detalle la relación entre este texto excéntrico y la categoría heideggeriana fundamental de la originalidad, tal como se contiene en las pretensiones de una ontología fundamental.

El concepto de origen está en Heidegger en conexión con lo que enseña sobre la formación general de conceptos en la filosofía. Somos culpables de una escisión ocurrida en fecha relativamente temprana y que podemos datar más allá de Aristóteles, una escisión entre el ser y el ente, que constituye, podría decirse, una cosificación, algo como un olvido del ser o una pérdida del ser. La verdad de la filosofía ha de radicar en la superación de tal escisión, más allá de ese pensamiento objetivante, que Heidegger en su período final ha llamado metafísica en sentido infravalorador.

Pero al establecer la pretensión de que ese ser originario, al que hay que remontarse, no es por su parte nada conceptual, sino la realidad más excelsa, cobra inmensa dignidad todo aquello que a él se refiere. Puesto que en la doctrina de Heidegger de que hablamos, se emplea con el mayor rigor el concepto de suelo como contraconcepto de un supuesto pensar sin fundamento, es legítimo preguntar qué es lo que entiende exactamente por suelo. Y puesto que dicho suelo no es en él algo conceptual abstracto, no es un principio o sustancia como en la tradición cartesiana, sino precisamente algo muy real, y como además el mundo metafórico de Heidegger se refiere siempre al contexto de las relaciones agrícolas, tiene uno realmente derecho a investigar las implicaciones de ese modelo real allí donde aparezcan.

Pienso que tras este ideal de lo primero en cuanto suelo hay algo así como el autoctonismo en cuanto figura conductora o, como he intentado explicar en una parte de mis Mínima moralia,[iii] que ha sobrevenido a la filosofía de modo irreflexivo una representación que procede de la sociedad: el que ha sido primero en cualquier lugar, el que ha poseído el primero, es el de mejor natural, el de calidad, frente al recién llegado o al inmigrante. No se puede dejar de reconocer un cierto apasionamiento contra determinados grupos inestables en la inspiración total de la filosofía de Heidegger. Si el ser se equipara en este sentido a lo agrario, puesto que ambos se equiparan, aunque no expresamente, en el mismo lenguaje, han de tomarse de modo muy serio y grávido las explicaciones que  versan sobre tal realidad, sobre la que puede hablarse en general. Por ello yo consideraría de hecho este texto de Heidegger en un cierto sentido como clave de su filosofía, de lo que entiende por autenticidad. Sigo así un método que ahora libremente y con mucho gusto les confieso: que se puede conocer claramente lo que de veras hay en un pensamiento, a partir de manifestaciones excéntricas que aparentemente no están tan estructuradas como la gran filosofía oficial, pero en las que el pensamiento se suelta, por así decirlo. En ocasiones se puede sacar más de la auténtica sustancia de un pensamiento de tales manifestaciones excéntricas, y quizá en cierto sentido periféricas, que de las oficiales, y por oficiales entiendo aquí las exposiciones cuidadosas del mismo pensamiento. En esto me uno a una tradición cuyos máximos nombres son el de Nietzsche que ha escrito un trabajo contra David Friedrich Strauss, y la obra conjunta de Karl Kraus, de la que afirmaría que debiera ser estudiada hoy por todo aquél que quisiera ocuparse en serio de filosofía y, sobre todo, de filosofía del lenguaje  -y la obra de Heidegger es esencialmente filosofía del lenguaje.

Su compañero me acusa de que ridiculizo a Heidegger en el símil del campesino. A esto tengo que decir: está lejos de mí la  intención de ridiculizarle. He leído literalmente demostraciones sobre determinados argumentos y de ningún modo he seleccionado de ese trabajo ejemplos especiales. La analogía con el cazurro no ha consistido en una comparación maliciosa basada en que se habla del  campesino acá o allá, sino que radica en el mismo lenguaje empleado. He intentado desarrollar ante ustedes la impertinencia, la vaciedad y apariencia de tal lenguaje. La sal de la demostración está en ese desarrollo, en esa crítica. Quisiera añadir algo más a la cuestión del campesino. Es un lenguaje convertido en cliché; sobre todo la imagen del labrador que está en su base, su parquedad, su actitud, el silencio en que se encierra, etc. Todo esto ha sido perseguido a muerte y agotado en la literatura. El texto que les he leído no ofrece en la forma de su lenguaje ni en su expresión propia la menor huella de una intuición original de las estructuras campesinas, como, sin embargo, ocurre cuando se han ocupado de los campesinos importantes escritores, como por ejemplo, Guy de Maupassant o también según mi gusto Balzac en su novela última e inacabada.

Precisamente este comportamiento secundario, estereotipado, justamente donde se intenta la originalidad, desmiente el supuesto contenido. No constituye esto lo cazurro de la prosa, sino también el índice de su falsedad. Además me reprocha su compañero que debería haber entablado la polémica con Heidegger en sus textos centrales. A esto debo contestar que varias veces en mis lecciones me he ocupado detalladamente de la filosofía heideggeriana y de los llamados textos oficiales. En el Collège de France he dado tres conferencias en que he analizado los conceptos centrales de Heidegger. He expuesto de manera sumamente crítica los fundamentos de toda la filosofía de Heidegger en cuanto se refieren a Husserl en mi Metacrítica de la teoría del conocimiento [iv].

Finalmente, quisiera decir contra la objeción de que mi argumentación no ha sido académica, que la filosofía de hoy día, si es que todavía tiene su existencia una justificación y si no se ha transformado de hecho en una ocupación trivial que prosigue sólo porque empezó en otra época, sólo y exclusivamente puede justificarse allí donde hace estallar las representaciones de lo académico. Y si se me dice que yo debiera haberme comportado de otro modo con mi colega Heidegger, contestaría que el concepto de colega, aunque yo lo he usado aquí ocasionalmente en contextos más despreocupados, es inapropiado a la hora de tratar cosas tan enormemente serias, que eso es lo que estamos haciendo. El que dos filósofos tengan que ser seriamente colegas, es ya de antemano algo tan ridículo y tan opuesto al concepto de filosofía, algo tan institucionalmente estrecho y cosificado, que quisiera apelar a ustedes y al compañero que me escribió carta tan sincera, a que reflexionen sobre si este concepto tiene todavía hoy fuerza obligante. Tanto más cuanto que el señor Heidegger en tiempos en que yo y una serie de hombres éramos expulsados de aquí, no aplicó la colegialidad a la que ahora quieren remitirme. Me sé totalmente libre de sentimientos de venganza, pero pienso que en tales cosas no puede haber dos clases de derecho.

Entretanto, la situación es singular. Por una parte resuenan las calles con las consignas de lo existencial y precisamente yo busco mantenerme libre de ese existencialismo vulgar que cree ininterrumpidamente confrontar y a ser posible confundir el pensamiento con el pensador. Pero cuando en un momento determinado -porque aquí se ventila el paso de la filosofía a la realidad social- las cosas mismas exigen realmente lo que significa la palabra «comprometerse», cuando uno habla no como académico o colega, sino como hombre viviente y responsable, y cuando abiertamente y sin miramientos polemiza con otro hombre existente empíricamente, entonces precisamente aquello que debería ser considerado como existencial en el sentido de la doctrina que critico, es motejado como infracción contra las reglas del juego académico. No puedo atenerme a tales reglas en este contexto ni donde haya algo serio que tratar, y yo diría que pasar tales fronteras conduce a esa trascendencia que sólo a la filosofía corresponde. Me gustaría suponer que en esta cuestión incluso Heidegger, aun, cuando por otros motivos, estaría de acuerdo.

Permítanme añadir algo más. Después de lo que ha pasado y de lo cual los más jóvenes de ustedes sólo pueden hacerse una imagen pálida que además posiblemente se paraliza y volatiza aún más por todas las influencias posibles; después de lo que ha pasado, ya no existe lo inocuo y neutral. Después de que millones de hombres inocentes han sido asesinados, comportarse filosóficamente como si aún hubiese algo inofensivo sobre lo que discutir, como se ha dicho, y no filosofar de manera que uno tenga que avergonzarse de los asesinatos, sería ciertamente para mí una falta contra la memoria, contra esa mnemosyne, que ya desde Platón es el nervio de la filosofía. De aquí extraigo la consecuencia -y con ello creo no ser, ajeno a la tradición de la filosofía, sino justamente incluirme en la tradición del valor civil filosófico que va desde Fichte hasta Nietzsche- de que también se sigue pensando cuando hay un dolor y cuando le causan a uno mismo el dolor. La falta de tal actitud no es seguramente la última razón del desplome de la filosofía en toda su extensión y que no puedo silenciar. Y con ello termino mi respuesta a la carta de su compañero.

Quisiera añadir unas palabras a la llamada cuestión del origen. Cuando se ataca una orientación del espíritu, se debe también comprender su origen: No se trata, por emplear de nuevo la expresión de Feuerbach, de estar contra un teorema o pensamiento, sino de estar sobre él. Cuando en el caso especial de Heidegger se quiere perseguir el origen del origen, probablemente se tropieza uno con la influencia muy significativa del arte arcaico, que sólo se ha manifestado plenamente en nuestro tiempo, y a cuyo poder, cuando por primera vez se contempla un templo dórico antiguo, no puede uno sustraerse. Ahora bien, así como no se puede separar la experiencia artística y la experiencia filosófica, tampoco se puede convertir aquélla inmediatamente en norma filosófica. Por lo demás, incluso dentro del arte, no estaría más cerca del origen un arquitecto que bajo la impresión del arte arcaico de Paestum o Agrigento, intentase construir templos parejos, sino que se quedaría muy lejos de tal origen, precisamente por la falsedad del recurso. Desde el punto de vista estético esto es de una claridad inmediata. Sin embargo, es curioso que no sea igualmente claro en el plano del concepto, en el pensamiento arcaizante de Heidegger. Hay algo así como una superstición exclusivamente propia de nuestro tiempo, según la cual el pensamiento temprano debe ser más verdadero. Posiblemente sea esto una reacción contra la creencia en un progreso imperturbable conforme al que los hombres serán siempre cada vez más inteligentes. Con ello se está lejos de aquella expresión de disociación, sufrimiento y oscuridad que se halla en el pensamiento y el arte arcaicos, y cuya conciencia actual no es seguramente la menor de las hazañas de Nietzsche.

Ciertamente se da en este sentimiento una determinada experiencia de ingenuidad, frescor, de relación-inmediata-con-las-cosas que también tiene para nosotros algo de ideal. Si comprendemos el ideal del pensamiento arcaico en el sentido de no dejarnos deslumbrar por la configuración coagulada y objetivada de la cultura, por la segunda naturaleza en que estamos atrapados, sino por el contrario en cuanto que se debe intentar traspasar las murallas levantadas en torno nuestro por la sociedad y su reflexión sobre el espíritu, no cabe duda de que hay en ello algo de verdadero y exacto. Un pensamiento que no tenga la energía que se expresa soberbiamente en aquellos versos de Rilke: «Puesto que no hay ningún lugar que no te vea, tienes que cambiar tu vida»[v], es un pensamiento convencional. Sin embargo, no podemos sólo por un comportamiento espiritual remover el poder de la cosificación, del convencionalismo, de la alienación, de todo lo que se interpone entre nosotros y la inmediatez de la experiencia. Lo engañoso del ideal arcaico de los orígenes (en un libro‑homenaje dedicado a Heidegger se hace resaltar expresamente que su ideal es arcaico), lo inadecuado de tal ideal se confirma porque no podemos comportarnos con las cosas como si tuviéramos con ellas una inmediatez pura y antigua en un mundo totalmente mediado y con unas cosas mediadas hasta lo más íntimo por este mundo. La despreocupación de ese pensamiento y su ingenuidad son al mismo tiempo sus barreras.

Cuando les hablaba de la pertinencia en el progreso de la filosofía en cuanto complejo de argumentos, precisamente tal cuestión se refiere al hecho de que tales teoremas, pese a sus pretensiones, resultan falsos, excesivamente indiferenciados y de una sola pieza como para que el pensamiento mismo pueda resistirlos. Quizá les extrañe que precisamente diga esto un teórico del arte, pero en cierto modo se está midiendo aquí la filosofía con un ideal estético, a saber, que en estos tempranos documentos hay algo de aquella frescura primera que irradian las obras de arte de igual período. Pero así no se ve que la filosofía, al emitir juicios sobre el ente y la realidad con tales conceptos, se conforma a un metro estético, se ocupa de su propia figura, y no de su actitud frente a la objetividad como dice Hegel. Que se trata de un engaño, de una falsedad, se ve porque hoy la conciencia desarrollada y reflexiva no quiere acudir a tal recurso a los orígenes. Antes bien, por doquier, se trata en el mundo del pensamiento de rupturas, que no son tan diferentes de las rupturas lingüísticas que les he mostrado. En otros términos, el pensamiento arcaico no es susceptible de reproducción. El engaño del origen como ideal radica en que algo, que según su sentido propio es irreproductible, algo que debe todo su pathos y su fuerza a su propia irreproductibilidad, es tratado como si procediera de modo inmediato de la subjetividad, la libertad, la nostalgia y la arbitrariedad del pensador.

[...]

12 de julio de 1962

Theodor W. Adorno

 



[i]  GUIDO SCHNEEBERGER, Nachlese zu Heidegger, Berna, 1962.

[ii]  Ibíd.

[iii]  THEODOR W. ADORNO, Minima moralia, Frankfurt, 1969.

[iv]  Del mismo, Metakritik der Erkenntnistheorie, op, cit.

[v]  RAINER MARIA RILKE, Archaischer Torso Apollos, estrofa 4, versos 2-3, de Der neuen Gedichte anderer Teil, en Sämtliche Werke, vol. 1, Frankfurt, 1955, pág. 557.

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