Fredric Brown
En el pasillo,
al nuevo guardián, el pelirrojo, no le gustaban aquellos gemidos ahogados; no
creía que fuera a gustarle aquel nuevo trabajo. Sin embargo, estaba de
servicio, como Joe, durante toda la noche. Joe señaló con un dedo.
- Ése es
Kiessling. Mató a su hermano. ¿Leíste en los diarios el juicio? - dijo.
- Sí - contestó
el pelirrojo -. ¿Qué hora es?
- Las tres -
respondió Joe -. Aún faltan dos horas.
En el interior
de la celda, Dana Kiessling yacía rígido en su catre, con la boca hundida en el
cojín que apenas lograba amortiguar los sonidos que él emitía. Se avergonzaba
de aquellos sonidos; quería ser valiente. ¿Por qué no lo conseguiría? Su vida
había sido un revoltijo tan espantoso. ¿Por qué no lograría el suficiente valor
para estar tranquilo durante aquellas pocas horas que le quedaban?
Era un cobarde
y ahora, ya fuera de toda duda, se daba cuenta de ello. Pero el saberlo no le
ayudaba a luchar contra ello. ¿Estaría completamente deshecho mañana, se
preguntaba, en el último minuto de aquella mañana? ¿Tendrían que llevarlo a
rastras, gritando como una mujerzuela, empujándolo y sujetándolo a la silla de
la que nunca más volvería a levantarse?
Era horroroso
imaginar todo eso, pero más horrible resultaba la visión de sí mismo, sujeto ya
a aquel invento mortífero, con la negra capucha sobre la cara, y luego el
espasmo de su cuerpo al sentir la corriente.
Deseó gritar
sólo al pensar en todo aquello. Y dentro de unas pocas horas ya no sería un
mero pensamiento; sería un hecho, un hecho consumado. La corriente circulando
por su cuerpo, un cuerpo espasmódico, convulsivo. Se acordó de las patas de las
ranas en el laboratorio de química, del profesor que colocaba los dos cables, y
de las súbitas convulsiones del anca. La rana ya estaba muerta; no había
sentido nada en absoluto, pero sin embargo había dado aquellas sacudidas. Mas
él estaría vivo cuando la corriente pasase a su través.
¿Viviría
después? Eso ya sería el horror de los horrores. Sabía, pues había leído las
descripciones de otras ejecuciones, que a veces resulta necesaria una segunda,
o incluso una tercera aplicación de la corriente. La primera no siempre lograba
matar.
La electricidad
no era predecible; había leído en alguna parte que un hombre, un operario de la
compañía eléctrica, había sufrido una serie de descargas de alta tensión,
descargas que habían llegado a carbonizar varias partes de su cuerpo, pero que
sin embargo sobrevivió.
Él también
podría sobrevivir. Pero si así fuese, una segunda descarga, un segundo
paroxismo de dolor, de carbón, de fuego atravesando sus entrañas, atravesando
cada una de sus fibras. Y si ésta fallaba, una tercera. E infinitas, hasta que
dictaminasen que ya estaba muerto, hasta que la vida que había en él, la vida
que era él, hubiera desaparecido de su cuerpo.
Y después del
dolor, la noche eterna de la muerte. También le asustaba esto; no quería morir.
Le daba miedo morir.
El miedo a esa
nada indefinida le atenazó con tanta fuerza que tuvo que morder el almohadón
para no gritar. Siempre le había dado miedo la muerte. El miedo le había
acompañado desde niño, desde que supo lo que era la muerte. Había soñado con
ello. Y aquel miedo sólo había disminuido ligeramente mientras crecía. Y ahora
volvía a él con la misma intensidad que cuando tenía diez años y la muerte de
un amigo con el que cada día jugaba a la salida de la escuela había irrumpido
en su mente haciéndole comprender su propia condición de mortal. La pena por la
muerte de su compañero era sólo una bagatela en comparación con la idea: esto
también puede ocurrirme a mi.
Aquella noche
la había pasado llorando, igual como lo estaba haciendo esta noche; había
intentado luchar contra el pánico de la misma forma en que ahora lo estaba
intentando, y con igual suerte. Sin embargo, aquella noche sus padres le habían
oído y estuvieron consolándole. Claro que ellos habían pensado que la razón de
aquellos llantos era por la pérdida del amigo; habían confundido el miedo con
la pena. Su madre se había sentado al borde de la cama y le había cogido de una
mano, lo que le había ayudado a no sentirse solo. Pero esta noche se encontraba
solo, completamente solo, en la noche más terrorífica de todas. Para una
persona que se había pasado la vida temiendo la llegada de la muerte ¿no seria
aquel el horror supremo, sabiendo que la muerte llegaría con el alba?
Volvió a morder
el almohadón y lo encontró húmedo y empapado. Se echó sobre sus espaldas pero
metiéndose el puño en la boca para no gritar.
Las ejecuciones
eran increíblemente crueles, pensó. ¿Por qué no podría ser la ley tan compasiva
con el criminal como éste lo hubiera sido con su víctima? George no había
sufrido; ni siquiera había llegado a saber que iba a morir. Odiando como había
odiado a George, y aún le había concedido esa gracia. No había pasado ni un
segundo siquiera, ni una fracción de segundo, de miedo ni de conocimiento de lo
que esperaba.
Mala suerte
había tenido al ser atrapado por culpa de un maldito accidente de segunda
categoría, una mera cuestión de guardabarros abollados, sólo dos millas más
allá de la escena del crimen y mientras aún seguía con el coche robado. Ni
siquiera había ocurrido por su culpa... o quizás sí, ya que, desde luego, se
había puesto nervioso. Pero principalmente había sido culpa del otro conductor,
queriéndole pasar en un cambio de rasante y cerrándole bruscamente al ver
aparecer aquel camión enfrente de ellos. De todas formas tenía que reconocer
que, de haber estado en su pleno juicio, habría podido evitar el accidente
pisando el freno a fondo y dejando que el otro se colocase delante, en vez de
querer acelerar para que no le pasase. El otro conductor había pensado lo mismo
que él y también había acelerado. Luego, para evitar el choque de frente con el
camión, se había lanzado contra él, incrustándole un guardabarros contra la
parte trasera de su coche y enganchando los parachoques de forma que se vieron
obligados a detenerse.
Desde luego, no
había sido suya la culpa, pero un poco más de juicio por su parte quizá lo
hubiera evitado todo. Y luego el coche-patrulla viniendo tan rápidamente, y el
policía pidiéndoles sus carnets de conducir después de que él ya había dado un
nombre falso...
Intentaba
desesperadamente fijar su atención en aquella noche en lugar de hacerlo en la
mañana siguiente. Procuraba concentrarse en el juicio, parte del cual
conservaba en su memoria como si hubiera tenido lugar aquella misma tarde y
otras partes, en cambio, borrosas. Trataba con todas sus fuerzas de pensar en
el pasado, en algo, en lo que fuera, tanto si era malo como bueno, hiciera poco
o mucho tiempo. Lo importante era apartar de su pensamiento los horrores del
futuro, el futuro que le esperaba dentro de unas pocas horas.
Incluso en el
asesinato que había cometido. ¿Se arrepentía de haberlo cometido? ¡Sí, sí!
Aunque la verdad sea dicha, tampoco sabía si su arrepentimiento era auténtico o
si se debía a las consecuencias que ya había tenido que sufrir y de las que aún
tenían que llegar: la silla, la silla eléctrica, las quemaduras, las
chamuscaduras...
Apartó sus
pensamientos hacia la imagen de George.
¿Por qué haría
la gente tanta montaña del asesinato del propio hermano? ¿Por qué juzgarían eso
peor que la muerte de un extraño? Siendo así que él, George, era tan
diametralmente distinto que ya no podía llamársele siquiera hermano. Un
déspota, un asqueroso tiranuelo, siempre corrigiendo, siempre encontrándole
faltas, exigiéndole pequeñas cantidades de dinero que le debía, mezquino,
terco, rencoroso, odioso.
Y sobre todo, o
mejor dicho por debajo de todo, avaro. Con una brillante carrera, casa propia y
dos o tres mil dólares en el banco, ¿no había rehusado prestarle,
categóricamente, casi insultante, a él, a su hermano, aquellos miserables
quinientos dólares que él necesitaba para pagar las deudas que le habían caído
encima sin ninguna culpa por su parte, y para rehacer su vida por un nuevo
camino? Había sido tan terrible verse perseguido por todas partes, atormentado,
azuzado...
Sólo por eso ya
hubiera tenido motivos suficientes para matar a George. Sólo por esa crueldad
inconsciente, esa avaricia, y especialmente por decirle aún que era «para su
propio bien»; que haría más daño que beneficio el que le prestase dinero
mientras no «aprendiese a ordenar y organizar su propia vida». ¡Su propio
hermano, y además su hermano menor, hablándole de esta forma! Con un poco de
pedantería, si es que podía jactarse de algo; con el propio orgullo o snobismo
del que no ha apostado un centavo en las carreras en toda la vida, del que
vigila cuanto bebe, del que se aparta de las mujeres sólo porque las teme.
Y,
naturalmente, eso era precisamente lo que le convertía en la clase de tipo que
se deja cazar más pronto o más tarde. Él, Dana, conocía a las mujeres y sabía
cómo hay que tratarlas; ésa era la razón por la que a sus treinta años aún
estaba soltero. Quizás le gustaban incluso demasiado y ésa era la razón por la
que nunca había logrado demasiado de sí mismo, pero al menos no había caído en
las redes del matrimonio. Cuando te gustan todas, no hay ninguna que te atrape.
Pero, ¡pobre
tonto de George! Cada vez amasando más y más dinero y fama; hubiera sido sólo
cuestión de tiempo que, a sus veinte años, una mujer no le echase el lazo.
Y a pesar de
todo esto... bueno, no pudo conseguir prestados ni cuatro chavos de George, los
cien o doscientos pavos que le hubieran permitido conseguir una pausa durante
unos días hasta que le llegase el golpe de suerte. Dios, cómo le había
molestado tener que suplicar a George por culpa de una cantidad tan pequeña,
una cantidad que tan poco significaba para un hombre que ganaba quince o veinte
mil al año y que era tan puritano que ni siquiera sabía cómo gastárselos si no
era en su casa - ¿para qué necesitaba un soltero como él una casa? - que le
había costado veinte mil dólares, en su lujoso coche, en el sirviente que le
cuidaba la casa, y en pinturas. Al pollito le comenzaban a gustar ahora los
cuadros, y había sido precisamente por culpa de un cuadro por lo que le había
matado.
Había tenido la
osadía, la mismísima noche en que le había negado el préstamo de quinientos
dólares, de enseñarle una pintura por la que había pagado novecientos. Un
cuadro moderno con la firma de un francés y que a Dana le había parecido un
plato de sopa de guisantes. Y luego se había puesto a hablar de arte y de las
delicadezas del mundo, cuando él, Dana, hacía dos meses que no podía pagar el
alquiler de su casa.
Era duro tener
que pasar con sólo quinientos al año; y sin embargo, ¿no podía pasar él con
solo esta cantidad? ¿No había llegado a un punto en que con sólo quinientos
tenía suficiente para librarse de todas sus deudas y preocupaciones y comenzar
una nueva vida? Y aún tenía que soportar que la enseñasen unas pinturas - y
vaya pinturas - que su hermanito, su puerco e imbécil hermanito, el que no
había querido prestarle el dinero necesario para librarle de un mal paso, había
comprado por novecientos dólares. Y precisamente un cuadro. Ni siquiera un
grabado; él mismo tenía algunos grabados en su apartamento; era una tontería
tener grabados, pero por lo menos no había pagado ni la cuarta parte de
novecientos dólares por todos ellos y un par de vistas de cacerías.
Sí, aquella
noche fue cuando decidió matarlo.
Sabía que su
hermano no había hecho testamento; y como sus padres habían muerto y no había
otros parientes más cercanos, resultaba que él era el único heredero. Digamos
treinta mil en el banco, una casa valorada en veinte mil más, diez mil del
mobiliario, un coche... Incluso después de pagar los derechos reales y el
entierro, resultaba una bonita suma caída del cielo. Quizá cincuenta mil. Al
menos cuarenta mil estaban asegurados. El sueldo de ocho años para un zoquete
como él. ¿Qué podría hacer con todo eso?
Sí, aquella
noche fue cuando decidió matarlo. Se había tomado un mes entero para estudiar
hasta el más pequeño detalle, pues no tenía que sufrir el más mínimo resbalón, ni
la más leve sospecha que hiciera pensar a la policía que la muerte de George no
había sido producida por un accidente. Oh, había hecho un buen trabajo.
Y todo había
ido sobre ruedas hasta que aquel maldito loco intentó adelantarle en pleno
cambio de rasante...
Y ahora,
mañana, ¡no, hoy! ¿Cuánto le quedaba ya? ¿Una hora, dos, tres horas? Seguro que
faltaba una hora, por lo menos. Aún tenían que traerle el desayuno, aquel
desayuno en que le permitirían tomar lo que le apeteciera... ¡como si le fuera
posible poder comer! ¡Pero si un solo bocado de cualquier cosa le haría
devolver! Y luego el capellán intentando confortarle con sus palabras... como
si con ello pudiera ayudarle en algo. Luego vendría el barbero de la prisión
para afeitarle la coronilla y la parte de su pierna donde le conectarían el
otro electrodo. Y luego las miradas curiosas de los guardianes a través de los
barrotes.
Los electrodos
a través de los cuales la corriente carbonizante... Se escuchó a sí mismo
gritando y volvió a morderse el puño, y al ver que ni así conseguía apagar sus
gritos, volvió a hundir su rostro en el cojín para oír cómo sus gritos se
convertían en sollozos entrecortados.
Un cobarde,
desde luego. Pero ¿por qué no iba a comportarse como un cobarde, si realmente
lo era? Aquellos hombres de las novelas que se dirigen hacia la silla o la
horca con toda tranquilidad no eran más que pura imaginación. Un buey no siente
miedo cuando lo conducen al matadero, pues no sabe qué es lo que le espera.
Aquellos hombres que caminan tranquilamente saben qué es lo que les espera,
pero únicamente como una abstracción; son incapaces de imaginárselo.
¿No sentiría
cualquier hombre sensible, con imaginación, igual que él? Aquellos guardianes
del exterior - podía escuchar el débil murmullo de sus voces una y otra vez -
¿serían más valientes que él?
¿Cuánto
quedaba? ¿Tres horas... dos? De todas formas, no mucho.
Y luego el
pasillo, el camino hasta (¿llegaría por su propio pie?), la habitación, la
silla. El orinal caliente como le llamaban los presos. Uno de ellos incluso le
había dicho:
- Amigo, te van
a freír.
Freírle. Ni más
ni menos que freírle, entre convulsiones espasmódicas, con la sangre hirviendo
en las venas; la sacudida, carbonizado, agonizando de dolor... El anca de rana
saltando en el laboratorio de química...
El almohadón
volvía a estar entre sus dientes; pero a pesar de todo, gritaba. Luego, cuando
se le acababa el aire de los pulmones, se detenía, y el silencio aún resultaba
más terrorífico que sus propios gritos.
La muerte.
Amigo, te van a freír. Y si la corriente no te mata la primera vez, te dan otra
sacudida, volviendo a sentir en tu cuerpo aquel relámpago, y luego una tercera
vez, con sacudidas horribles...
Y volvió a
lanzar un alarido desgarrador.
- Joe, todo
esto me revuelve el estómago - estaba diciendo en el pasillo, el guardián
pelirrojo, el novato, mientras pensaba que aquel trabajo no iba a gustarle. No
le gustaría en absoluto.
Joe, el otro
guardián, sonrió.
- Ya te irás
acostumbrando a ello - le dijo -. Cada noche hace lo mismo. Hace seis años fue
indultado... volviéndose loco y comenzando a gritar por causa del miedo a la
silla. Antes de que lo juzgaran. Sólo piensa que acaba de ser juzgado y
sentenciado y que cada noche es la última.
El pelirrojo
sudaba.
- Seis años.
Eso es... - dijo.
Pero Joe ya lo
había estado contando.
- Cerca de mil
doscientas noches, y cada una de ellas es la última. Desde luego, no sé si fue
mejor que lo indultasen.
El pelirrojo no
dijo nada, pero comprendió que no iba a gustarle trabajar en un manicomio.
FIN
Enviado por
Paul Atreides