Ray Bradbury
Tenían en el
planeta Marte, a orillas de un mar seco, una casa de columnas de cristal, y
todas las mañanas se podía ver a la señora K mientras comía la fruta dorada que
brotaba de las paredes de cristal, o mientras limpiaba la casa con puñados de
un polvo magnético que recogía la suciedad y luego se dispersaba en el viento
cálido. A la tarde, cuando el mar fósil yacía inmóvil y tibio, y las viñas se
erguían tiesamente en los patios, y en el distante y recogido pueblito marciano
nadie salía a la calle, se podía ver al señor K en su cuarto, que leía un libro
de metal con jeroglíficos en relieve, sobre los que pasaba suavemente la mano
como quien toca el arpa. Y del libro, al contacto de los dedos, surgía un
canto, una voz antigua y suave que hablaba del tiempo en que el mar bañaba las
costas con vapores rojos y los hombres lanzaban al combate nubes de insectos
metálicos y arañas eléctricas.
El señor K y su
mujer vivían desde hacía ya veinte años a orillas del mar muerto, en la misma
casa en que habían vivido sus antepasados, y que giraba y seguía el curso del
sol, como una flor, desde hacía diez siglos.
El señor K y su
mujer no eran viejos. Tenían la tez clara, un poco parda, de casi todos los
marcianos; los ojos amarillos y rasgados, las voces suaves y musicales.
En otro tiempo
habían pintado cuadros con fuego químico, habían nadado en los canales, cuando
corría por ellos el licor verde de las viñas y habían hablado hasta el
amanecer, bajo los azules retratos fosforescentes, en la sala de las
conversaciones.
Ahora no eran
felices.
Aquella mañana,
la señora K, de pie entre las columnas, escuchaba el hervor de las arenas del
desierto, que se fundían en una cera amarilla, y parecían fluir hacia el
horizonte.
Algo iba a
suceder.
La señora K
esperaba.
Miraba el cielo
azul de Marte, como si en cualquier momento pudiera encogerse, contraerse, y
arrojar sobre la arena algo resplandeciente y maravilloso.
Nada ocurría.
Cansada de
esperar, avanzó entre las húmedas columnas. Una lluvia suave brotaba de los
acanalados capiteles, caía suavemente sobre ella y refrescaba el aire
abrasador. En estos días calurosos, pasear entre las columnas era como pasear
por un arroyo. Unos frescos hilos de agua brillaban sobre los pisos de la casa.
A lo lejos oía a su marido que tocaba el libro, incesantemente, sin que los
dedos se le cansaran jamás de las antiguas canciones. Y deseó en silencio que
él volviera a abrazarla y a tocarla, como a una arpa pequeña, pasando tanto
tiempo junto a ella como el que ahora dedicaba a sus increíbles libros.
Pero no. Meneó
la cabeza y se encogió imperceptiblemente de hombros. Los párpados se le
cerraron suavemente sobre los ojos amarillos. El matrimonio nos avejenta, nos
hace rutinarios, pensó.
Se dejó caer en
una silla, que se curvó para recibirla, y cerró fuerte y nerviosamente los
ojos.
Y tuvo el
sueño.
Los dedos
morenos temblaron y se alzaron, crispándose en el aire.
Un momento
después se incorporó, sobresaltada, en su silla. Miró vivamente a su alrededor,
como si esperara ver a alguien, y pareció decepcionada. No había nadie entre
las columnas.
El señor K
apareció en una puerta triangular
- ¿Llamaste? -
preguntó, irritado.
- No - dijo la
señora K.
- Creí oírte
gritar.
- ¿Grité?
Descansaba y tuve un sueño.
- ¿Descansabas
a esta hora? No es tu costumbre.
La señora K
seguía sentada, inmóvil, como si el sueño, le hubiese golpeado el rostro.
- Un sueño
extraño, muy extraño - murmuró.
- Ah.
Evidentemente,
el señor K quería volver a su libro.
- Soñé con un
hombre - dijo su mujer
- ¿Con un
hombre?
- Un hombre
alto, de un metro ochenta de estatura
- Qué absurdo.
Un gigante, un gigante deforme.
- Sin
embargo... - replicó la señora K buscando las palabras -. Y... ya sé que
creerás que soy una tonta, pero... ¡tenía los ojos azules!
- ¿Ojos azules?
¡Dioses! - exclamó el señor K - ¿Qué soñarás la próxima vez? Supongo que los
cabellos eran negros.
- ¿Cómo lo
adivinaste? - preguntó la señora K excitada.
El señor K
respondió fríamente:
- Elegí el
color más inverosímil.
- ¡Pues eran
negros! - exclamó su mujer -. Y la piel, ¡blanquísima! Era muy extraño. Vestía
un uniforme raro. Bajó del cielo y me habló amablemente.
- ¿Bajó del
cielo? ¡Qué disparate!
- Vino en una
cosa de metal que relucía a la luz del sol - recordó la señora K, y cerró los
ojos evocando la escena -. Yo miraba el cielo y algo brilló como una moneda que
se tira al aire y de pronto creció y descendió lentamente. Era un aparato
plateado, largo y extraño. Y en un costado de ese objeto de plata se abrió una
puerta y apareció el hombre alto.
- Si trabajaras
un poco más no tendrías esos sueños tan tontos.
- Pues a mí me
gustó - dijo la señora K reclinándose en su silla -. Nunca creí tener tanta
imaginación. ¡Cabello negro, ojos azules y tez blanca! Un hombre extraño, pero
muy hermoso.
- Seguramente
tu ideal.
- Eres
antipático. No me lo imaginé deliberadamente, se me apareció mientras
dormitaba. Pero no fue un sueño, fue algo tan inesperado, tan distinto...
El hombre me
miró y me dijo: «Vengo del tercer planeta. Me llamo Nathaniel York...»
- Un nombre
estúpido. No es un nombre.
- Naturalmente,
es estúpido porque es un sueño - explicó la mujer suavemente -. Además me dijo:
«Este es el primer viaje por el espacio. Somos dos en mi nave; yo y mi amigo
Bart.»
- Otro nombre
estúpido.
- Y luego dijo:
«Venimos de una ciudad de la Tierra; así se llama nuestro planeta.» Eso dijo,
la Tierra. Y hablaba en otro idioma. Sin embargo yo lo entendía con la mente.
Telepatía, supongo.
El señor K se
volvió para alejarse; pero su mujer lo detuvo, llamándolo con una voz muy
suave.
- ¿Yll? ¿Te has
preguntado alguna vez... bueno, si vivirá alguien en el tercer planeta?
- En el tercer
planeta no puede haber vida - explicó pacientemente el señor K - Nuestros
hombres de ciencia han descubierto que en su atmósfera hay demasiado oxígeno.
- Pero, ¿no
sería fascinante que estuviera habitado? ¿Y que sus gentes viajaran por el
espacio en algo similar a una nave?
- Bueno, Ylla,
ya sabes que detesto los desvaríos sentimentales. Sigamos trabajando.
Caía la tarde,
y mientras se paseaba por entre las susurrantes columnas de lluvia, la señora K
se puso a cantar. Repitió la canción, una y otra vez.
- ¿Qué canción
es ésa? - le preguntó su marido, interrumpiéndola, mientras se acercaba para
sentarse a la mesa de fuego.
La mujer alzó
los ojos y sorprendida se llevó una mano a la boca.
- No sé.
El sol se
ponía. La casa se cerraba, como una flor gigantesca. Un viento sopló entre las
columnas de cristal. En la mesa de fuego, el radiante pozo de lava plateada se
cubrió de burbujas. El viento movió el pelo rojizo de la señora K y le murmuró
suavemente en los oídos. La señora K se quedó mirando en silencio, con ojos
amarillos, húmedos y dulces a el lejano y pálido fondo del mar, como si
recordara algo.
- Drink to me
with thine eyes, and I will pledge with mine (Brinda por mí con tus ojos y yo
te prometeré con los míos) - cantó lenta y suavemente, en voz baja -. Or leave a kiss within the cup, and I'll not ask for wine. (O deja un beso
en tu copa y no pediré vino.)
Cerró los ojos
y susurró moviendo muy levemente las manos. Era una canción muy hermosa.
- Nunca oí esa
canción. ¿Es tuya? - le preguntó el señor K mirándola fijamente.
- No. Sí... No
sé - titubeó la mujer -. Ni siquiera comprendo las palabras. Son de otro
idioma.
- ¿Qué idioma?
La señora K
dejó caer, distraídamente, unos trozos de carne en el pozo de lava.
- No lo sé.
Un momento
después sacó la carne, ya cocida, y se la sirvió a su marido.
- Es una
tontería que he inventado, supongo. No sé por qué.
El señor K no
replicó. Observó cómo su mujer echaba unos trozos de carne en el pozo de fuego
siseante. El sol se había ido. Lenta, muy lentamente, llegó la noche y llenó la
habitación, inundando a la pareja y las columnas, como un vino oscuro que
subiera hasta el techo. Sólo la encendida lava de plata iluminaba los rostros.
La señora K
tarareó otra vez aquella canción extraña.
El señor K se
incorporó bruscamente y salió irritado de la habitación.
Más tarde,
solo, el señor K terminó de cenar.
Se levantó de
la mesa, se desperezó, miró a su mujer y dijo bostezando:
- Tomemos los
pájaros de fuego y vayamos a entretenernos a la ciudad.
- ¿Hablas
seriamente? - le preguntó su mujer -. ¿Te sientes bien?
- ¿Por qué te
sorprendes?
- No vamos a
ninguna parte desde hace seis meses.
- Creo que es
una buena idea.
- De pronto
eres muy atento.
- No digas esas
cosas - replicó el señor K disgustado -. ¿Quieres ir o no?
La señora K
miró el pálido desierto; las mellizas lunas blancas subían en la noche; el agua
fresca y silenciosa le corría alrededor de los pies. Se estremeció levemente.
Quería quedarse sentada, en silencio, sin moverse, hasta que ocurriera lo que
había estado esperando todo el día, lo que no podía ocurrir, pero tal vez
ocurriera. La canción le rozó la mente, como un ráfaga.
- Yo...
- Te hará bien
- musitó su marido. Vamos.
- Estoy
cansada. Otra noche.
- Aquí tienes
tu bufanda - insistió el señor K alcanzándole un frasco -. No salimos desde
hace meses.
Su mujer no lo
miraba.
- Tú has ido
dos veces por semana a la ciudad de Xi - afirmó.
- Negocios.
- Ah - murmuró
la señora K para sí misma.
Del frasco
brotó un liquido que se convirtió en un neblina azul y envolvió en sus ondas el
cuello de señora K.
Los pájaros de
fuego esperaban, como brillantes brasas de carbón, sobre la fresca y tersa
arena. La flotante barquilla blanca, unida a los pájaros por mil cintas verdes,
se movía suavemente en el viento de la noche.
Ylla se tendió
de espaldas en la barquilla, y a una palabra de su marido, los pájaros de fuego
se lanzaron ardiendo, hacia el cielo oscuro. Las cintas se estiraron, la
barquilla se elevó deslizándose sobre las arenas, que crujieron suavemente. Las
colinas azules desfilaron, desfilaron, y la casa, las húmedas columnas, las flores
enjauladas, los libros sonoros y los susurrantes arroyuelos del piso quedaron
atrás. Ylla no miraba a su marido. Oía sus órdenes mientras los pájaros en
llamas ascendían ardiendo en el viento, como diez mil chispas calientes, como
fuegos artificiales en el cielo, amarillos y rojos, que arrastraban el pétalo
de flor de la barquilla.
Ylla no miraba
las antiguas y ajedrezadas ciudades muertas, ni los viejos canales de sueño y
soledad. Como una sombra de luna, como una antorcha encendida, volaban sobre
ríos secos y lagos secos.
Ylla sólo
miraba el cielo.
Su marido le
habló.
Ylla miraba el
cielo.
- ¿No me oíste?
- ¿Qué?
El señor K
suspiró.
- Podías
prestar atención.
- Estaba
pensando.
- No sabía que
fueras amante de la naturaleza, pero indudablemente el cielo te interesa mucho
esta noche.
- Es
hermosísimo.
- Me gustaría
llamar a Hulle - dijo el marido lentamente -. Quisiera preguntarle si podemos
pasar unos días, una semana, no más, en las montañas Azules. Es sólo una
idea...
- ¡En las
montañas Azules! - Gritó Ylla tomándose con una mano del borde de la barquilla
y volviéndose rápidamente hacia él.
- Oh, es sólo
una idea...
Ylla se
estremeció.
- ¿Cuándo
quieres ir?
- He pensado
que podríamos salir mañana por la mañana - respondió el señor K negligentemente
-. Nos levantaríamos temprano...
- ¡Pero nunca
hemos salido en esta época!
- Sólo por esta
vez. - El señor K sonrió. - Nos hará bien. Tendremos paz y tranquilidad. ¿Acaso
has proyectado alguna otra cosa? Iremos, ¿no es cierto?
Ylla tomó aliento,
esperó, y dijo:
- ¿Qué?
El grito
sobresaltó a los pájaros; la barquilla se sacudió.
- No - dijo
Ylla firmemente -. Está decidido. No iré.
El señor K la
miró y no hablaron más. Ylla le volvió la espalda.
Los pájaros
volaban, como diez mil teas al viento.
Al amanecer, el
sol que atravesaba las columnas de cristal disolvió la niebla que había
sostenido a Ylla mientras dormía. Ylla había pasado la noche suspendida entre
el techo y el piso, flotando suavemente en la blanda alfombra de bruma que
brotaba de las paredes cuando ella se abandonaba al sueño. Había dormido toda
la noche en ese río callado, como un bote en una corriente silenciosa. Ahora el
calor disipaba la niebla, y la bruma descendió hasta depositar a Ylla en la
costa del despertar.
Abrió los ojos.
El señor K, de
pie, la observaba como si hubiera estado junto a ella, inmóvil, durante horas y
horas. Sin saber por qué, Ylla apartó los ojos.
- Has soñado
otra vez - dijo el señor K -. Hablabas en voz alta y me desvelaste. Creo
realmente que debes ver a un médico.
- No será nada.
- Hablaste
mucho mientras dormías.
- ¿Sí? - dijo
Ylla, incorporándose.
Una luz gris le
bañaba el cuerpo. El frío del amanecer entraba en la habitación.
- ¿Qué soñaste?
Ylla reflexionó
unos instantes y luego recordó.
- La nave.
Descendía otra vez, se posaba en el suelo y el hombre salía y me hablaba,
bromeando, riéndose, y yo estaba contenta.
El señor K,
impasible, tocó una columna. Fuentes de vapor y agua caliente brotaron del
cristal. El frío desapareció de la habitación.
- Luego - dijo
Ylla -, ese hombre de nombre tan raro, Nathaniel York, me dijo que yo era
hermosa y... y me besó.
- ¡Ah! -
exclamó su marido, dándole la espalda.
- Sólo fue un
sueño - dijo Ylla, divertida.
- ¡Guárdate
entonces esos estúpidos sueños de mujer!
- No seas niño
- replicó Ylla reclinándose en los últimos restos de bruma química.
Un momento
después se echó a reír.
- Recuerdo algo
más - confesó.
- Bueno, ¿qué
es, qué es?
- Ylla, tienes
muy mal carácter.
- ¡Dímelo! -
exigió el señor K inclinándose hacia ella con una expresión sombría y dura -.
¡No debes ocultarme nada!
- Nunca te vi
así - dijo Ylla, sorprendida e interesada a la vez -. Ese Nathaniel York me
dijo... Bueno, me dijo que me llevaría en la nave, de vuelta a su planeta.
Realmente es ridículo.
- ¡Si!
¡Ridículo! - gritó el señor K -. ¡Oh, dioses! ¡Si te hubieras oído, hablándole,
halagándolo, cantando con él toda la noche! ¡Si te hubieras oído!
- ¡Yll!
- ¿Cuándo va a
venir? ¿Dónde va a descender su maldita nave?
- Yll, no alces
la voz.
- ¡Qué importa
la voz! ¿No soñaste - dijo el señor K inclinándose rígidamente hacia ella y
tomándola de un brazo - que la nave descendía en el valle Verde?
¡Contesta!
- Pero, si...
- Y descendía
esta tarde, ¿no es cierto?
- Sí, creo que
sí, pero fue sólo un sueño.
- Bueno - dijo
el señor K soltándola -, por lo menos eres sincera. Oí todo lo que dijiste
mientras dormías. Mencionaste el valle y la hora.
Jadeante, dio
unos pasos entre las columnas, como cegado por un rayo. Poco a poco recuperó el
aliento. Su mujer lo observaba como si se hubiera vuelto loco. Al fin se
levantó y se acercó a él.
- Yll -
susurró:
- No me pasa
nada.
- Estás
enfermo.
- No - dijo el
señor K con una sonrisa débil y forzada -. Soy un niño, nada más. Perdóname,
querida. - La acarició torpemente. - He trabajado demasiado en estos días. Lo
lamento. Voy a acostarme un rato.
- ¡Te excitaste
de una manera!
- Ahora me
siento bien, muy bien. - Suspiró. - Olvidemos esto. Ayer me dijeron algo de Uel
que quiero contarte. Si te parece, preparas el desayuno, te cuento lo de Uel y
olvidamos este asunto.
- No fue más
que un sueño.
- Por supuesto
- dijo el señor K, y la besó mecánicamente en la mejilla -. Nada más que un
sueño.
Al mediodía,
las colinas resplandecían bajo el sol abrasador.
- ¿No vas al
pueblo? - preguntó Ylla.
El señor K
arqueó ligeramente las cejas.
- ¿Al pueblo?
- Pensé que
irías hoy.
Ylla acomodó
una jaula de flores en su pedestal. Las flores se agitaron abriendo las
hambrientas bocas amarillas. El señor K cerró su libro.
- No - dijo -.
Hace demasiado calor, y además es tarde.
- Ah - exclamó
Ylla. Terminó de acomodar las flores y fue hacia la puerta -. En seguida vuelvo
- añadió.
- Espera un
momento. ¿A dónde vas?
- A casa de Pao. Me ha invitado - contestó Ylla, ya casi fuera de la
habitación.
- ¿Hoy?
- Hace mucho
que no la veo. No vive lejos.
- ¿En el valle
Verde, no es así?
- Sí, es sólo
un paseo - respondió Ylla alejándose de prisa.
- Lo siento, lo
siento mucho. - El señor K corrió detrás de su mujer, como preocupado por un
olvido. - No sé cómo he podido olvidarlo. Le dije al doctor Nlle que viniera
esta tarde.
- ¿Al doctor
Nlle? - dijo Ylla volviéndose.
- Sí -
respondió su marido, y tomándola de un brazo la arrastró hacia adentro.
- Pero Pao...
- Pao puede
esperar. Tenemos que obsequiar al doctor Nlle.
- Un momento
nada más.
- No, Ylla.
- ¿No?
El señor K
sacudió la cabeza.
- No. Además la
casa de Pao está muy lejos. Hay que cruzar el valle Verde, y después el canal y
descender una colina, ¿no es así? Además hará mucho, mucho calor, y el doctor
Nlle estará encantado de verte. Bueno, ¿qué dices?
Ylla no
contestó. Quería escaparse, correr. Quería gritar. Pero se sentó, volvió
lentamente las manos, y se las miró inexpresivamente.
- Ylla - dijo
el señor K en voz baja -. ¿Te quedarás aquí, no es cierto?
- Sí - dijo
Ylla al cabo de un momento -. Me quedaré aquí.
- ¿Toda la
tarde?
- Toda la
tarde.
Pasaba el
tiempo y el doctor Nlle no había aparecido aún. El marido de Ylla no parecía
muy sorprendido. Cuando ya caía el sol, murmuró algo, fue hacia un armario y
sacó de él un arma de aspecto siniestro, un tubo largo y amarillento que
terminaba en un gatillo y unos fuelles. Luego se puso una máscara, una máscara
de plata, inexpresiva, la máscara con que ocultaba sus sentimientos, la máscara
flexible que se ceñía de un modo tan perfecto a las delgadas mejillas, la
barbilla y la frente. Examinó el arma amenazadora que tenía en las manos. Los
fuelles zumbaban constantemente con un zumbido de insecto. El arma disparaba
hordas de chillonas abejas doradas. Doradas, horribles abejas que clavaban su
aguijón envenenado, y caían sin vida, como semillas en la arena.
- ¿A dónde vas?
- preguntó Ylla.
- ¿Qué dices? -
El señor K escuchaba el terrible zumbido del fuelle - El doctor Nlle se ha
retrasado y no tengo ganas de seguir esperándolo. Voy a cazar un rato. En
seguida vuelvo. Tú no saldrás, ¿no es cierto?
La máscara de
plata brillaba intensamente.
- No.
- Dile al
doctor Nlle que volveré pronto, que sólo he ido a cazar.
La puerta
triangular se cerró. Los pasos de Yll se apagaron en la colina. Ylla observó
cómo se alejaba bajo la luz del sol y luego volvió a sus tareas. Limpió las
habitaciones con el polvo magnético y arrancó los nuevos frutos de las paredes
de cristal. Estaba trabajando, con energía y rapidez, cuando de pronto una
especie de sopor se apoderó de ella y se encontró otra vez cantando la rara y
memorable canción, con los ojos fijos en el cielo, más allá de las columnas de
cristal.
Contuvo el
aliento, inmóvil, esperando.
Se acercaba.
Ocurriría en
cualquier momento.
Era como esos
días en que se espera en silencio la llegada de una tormenta, y la presión de
la atmósfera cambia imperceptiblemente, y el cielo se transforma en ráfagas,
sombras y vapores. Los oídos zumban, empieza uno a temblar. El cielo se cubre
de manchas y cambia de color, las nubes se oscurecen, las montañas parecen de
hierro. Las flores enjauladas emiten débiles suspiros de advertencia. Uno
siente un leve estremecimiento en los cabellos. En algún lugar de la casa el
reloj parlante dice: «Atención, atención, atención, atención...», con una voz
muy débil, como gotas que caen sobre terciopelo.
Y luego, la
tormenta. Resplandores eléctricos, cascadas de agua oscura y truenos negros,
cerrándose, para siempre.
Así era ahora.
Amenazaba, pero el cielo estaba claro. Se esperaban rayos, pero no había una
nube.
Ylla caminó por
la casa silenciosa y sofocante. El rayo caería en cualquier instante; habría un
trueno, un poco de humo, y luego silencio, pasos en el sendero, un golpe en los
cristales, y ella correría a la puerta...
- Loca Ylla -
dijo, burlándose de sí misma -. ¿Por qué te permites estos desvaríos?
Y entonces
ocurrió.
Calor, como si
un incendio atravesara el aire. Un zumbido penetrante, un resplandor metálico
en el cielo.
Ylla dio un
grito. Corrió entre las columnas y abriendo las puertas de par en par, miró
hacia las montañas. Todo había pasado. Iba ya a correr colina abajo cuando se
contuvo. Debía quedarse allí, sin moverse. No podía salir. Su marido se
enojaría muchísimo si se iba mientras aguardaban al doctor.
Esperó en el
umbral, anhelante, con la mano extendida. Trató inútilmente de alcanzar con la
vista el valle Verde.
Qué tonta soy,
pensó mientras se volvía hacia la puerta. No ha sido más que un pájaro, una
hoja, el viento, o un pez en el canal. Siéntate. Descansa.
Se sentó.
Se oyó un
disparo.
Claro, intenso,
el ruido de la terrible arma de insectos.
Ylla se
estremeció. Un disparo. Venía de muy lejos. El zumbido de las abejas distantes.
Un disparo. Luego un segundo disparo, preciso y frío, y lejano.
Se estremeció
nuevamente y sin haber por qué se incorporó gritando, gritando, como si no
fuera a callarse nunca. Corrió apresuradamente por la casa y abrió otra vez la
puerta.
Ylla esperó en
el jardín, muy pálida, cinco minutos.
Los ecos morían
a los lejos.
Se apagaron.
Luego,
lentamente, cabizbaja, con los labios temblorosos, vagó por las habitaciones
adornadas de columnas, acariciando los objetos, y se sentó a esperar en el ya
oscuro cuarto del vino. Con un borde de su chal se puso a frotar un vaso de
ámbar.
Y entonces, a
lo lejos, se oyó un ruido de pasos en la grava. Se incorporó y aguardó,
inmóvil, en el centro de la habitación silenciosa. El vaso se le cayó de los
dedos y se hizo trizas contra el piso.
Los pasos
titubearon ante la puerta.
¿Hablaría?
¿Gritaría; «¡Entre, entre!»?, se preguntó
Se adelantó.
Alguien subía por la rampa. Una mano hizo girar el picaporte.
Sonrió a la
puerta. La puerta se abrió. Ylla dejó de sonreír. Era su marido. La máscara de
plata tenía un brillo opaco.
El señor K
entró y miró a su mujer sólo un instante. Sacó luego del arma dos fuelles
vacíos y los puso en un rincón. Mientras, en cuclillas, Ylla trataba
inútilmente de recoger los trozos del vaso.
- ¿Qué
estuviste haciendo? - preguntó.
- Nada -
respondió él, de espaldas, quitándose la máscara.
- Pero... el
arma. Oí dos disparos.
- Estaba
cazando, eso es todo. De vez en cuando me gusta cazar. ¿Vino el doctor Nlle?
- No.
- Déjame
pensar. - El señor K castañeteó fastidiado los dedos. - Claro, ahora recuerdo.
No iba a venir hoy, sino mañana. Qué tonto soy.
Se sentaron a
la mesa. Ylla miraba la comida, con las manos inmóviles.
- ¿Qué te pasa?
- le preguntó su marido sin mirarla, mientras sumergía en la lava unos trozos
de carne.
- No sé. No
tengo apetito.
- ¿Por qué?
- No sé. No sé
por qué.
El viento se
levantó en las alturas. El sol se puso, y la habitación pareció de pronto más
fría y pequeña.
- Quisiera
recordar - dijo Ylla rompiendo el silencio y mirando a lo lejos, más allá de la
figura de su marido, frío, erguido, de mirada amarilla.
- ¿Qué
quisieras recordar? - preguntó el señor K bebiendo un poco de vino.
- Aquella
canción - respondió Ylla -, aquella dulce y hermosa canción. Cerró los ojos y
tarareó algo, pero no la canción. - La he olvidado y no se por qué. No quisiera
olvidarla. Quisiera recordarla siempre.
Movió las
manos, como si el ritmo pudiera ayudarle a recordar la canción. Luego se
recostó en su silla.
- No puedo
acordarme - dijo, y se echó a llorar.
- ¿Por qué
lloras? - le preguntó su marido.
- No sé, no sé,
no puedo contenerme. Estoy triste y no sé por qué. Lloro y no sé por qué.
Lloraba con el
rostro entre las manos; los hombros sacudidos por los sollozos.
- Mañana te
sentirás mejor - le dijo su marido.
Ylla no lo
miró. Miró únicamente el desierto vacío y las brillantísimas estrellas que
aparecían ahora en el cielo negro, y a lo lejos se oyó el ruido creciente del
viento y de las aguas frías que se agitaban en los largos canales. Cerró los
ojos, estremeciéndose.
- Sí - dijo -,
mañana me sentiré mejor.
FIN
Edición
electrónica de Matocool.