J.G. Ballard
Ninguno de los
dos estaba mirando el programa con demasiado interés cuando por primera vez
noté algo raro. Yo estaba echado frente al fuego con mi crucigrama, gozando del
calor y tratando de resolver el 17 vertical (¿Qué indicaban los relojes
antiguos?: 6,7) mientras Helen cosía el dobladillo de una vieja enagua y sólo
alzaba la vista cuando uno de los actores, un joven de enormes mandíbulas,
cuello robusto y voz de bajo, suspiraba virilmente. La obra era «Hijos míos,
hijos míos», uno de esos melodramas que el Canal 2 transmitía los jueves por la
noche durante los meses de invierno, y ya hacía una hora que había empezado;
habíamos llegado a ese momento del Acto 3, Escena 3, poco después que el viejo
granjero se da cuenta de que sus hijos ya no lo respetan. La obra debía de
haber sido filmada, y fue muy gracioso pasar de los gemidos entrecortados del
viejo a la secuencia de quince minutos antes, cuando el hijo mayor se golpea el
pecho y hace declaraciones altisonantes. Había un técnico distraído, sin duda.
- Se
confundieron de rollo - le dije a Helen -. Esta es la parte donde empezamos a
verlo.
- ¿Sí? - dijo
ella, levantando la vista -. No estaba mirando. Cambia de canal.
- Espera un
poco. En cualquier momento toda la gente del estudio empezará a disculparse.
Helen miró la
pantalla.
- Me parece que
esto no lo vimos - dijo.
- Estoy segura
de que no. Cállate.
Me encogí de
hombros y volví al 17 vertical, pensando vagamente en clepsidras y relojes de
agua. La escena continuaba; el viejo se mantenía en sus trece, farfullaba algo
acerca de unos nabos y tronaba llamando a Mamá. Al parecer, los del estudio
habían resuelto pasarlo todo de nuevo, y como si nadie hubiera notado nada. Aun
así se atrasarían quince minutos.
Diez minutos
más tarde volvió a ocurrir. Me incorporé.
- Qué gracioso
- dije con lentitud -. ¿Aún no se dieron cuenta? No puede ser que estén todos
dormidos.
- ¿Qué pasa? -
preguntó Helen, apartando los ojos del canastillo de las agujas -. ¿El televisor anda mal?
- Creí que
estabas mirando. Te dije que esto ya lo vimos. Es la tercera vez que lo pasan.
- No - insistió
Helen -. Estoy segura que no. Quizá leíste la obra.
- Dios me
libre.
Miré con
atención. En cualquier momento un locutor soltaría su sándwich para irrumpir en
la pantalla y balbucear una apresurada excusa. No soy una de esas personas que
llaman por teléfono cada vez que alguien pronuncia mal la palabra
«meteorología», pero esta vez sabía que mucha gente se sentiría obligada a
bloquear las líneas del estudio durante toda la noche. Y para cualquier
comediante que estuviera prosperando en una emisora rival, el lapsus era un
regalo del cielo.
- ¿Te importa
si cambio el programa? - le pregunté a Helen -. Veamos si hay otra cosa.
- No. Esta es
la parte más interesante de la obra. La arruinarás.
- Querida, ni
siquiera estás mirando. En seguida la vuelvo a poner, te lo prometo.
En el Canal 5
un panel de tres profesores y una corista observaban atentamente una vasija
romana. El animador, un académico oxoniense de voz acariciante, parloteaba
acerca de excavaciones en un túmulo. Los profesores parecían encontrarse en un
aprieto, pero la muchacha daba la impresión de saber exactamente para qué
servía la vasija, aunque no se atrevía a decirlo.
En el 9 se oían
las risotadas del estudio y alguien le entregaba un coche sport a una mujer
voluminosa con un sombrero que parecía una rueda. La mujer apartaba
nerviosamente la cara de la cámara y miraba el auto con displicencia. El
locutor le abría la puerta, y ya me preguntaba sí la mujer intentaría la hazaña
de meterse en el auto cuando Helen intervino:
- Harry, no seas egoísta. Sólo estás jugando.
Volví a la obra
del Canal 2. Seguía la misma escena, y ya se aproximaba al final.
- Ahora mira
con atención - le dije a Helen. Por lo general ella entendía las cosas cuando
las veía por tercera vez -. Deja de coser, me pone los nervios de punta. Dios,
ya me la sé de memoria.
- ¡Chist! - protestó Helen -. ¿No puedes callarte un poco?
Encendí un
cigarrillo y esperé tendido en el sofá. Las disculpas tendrían que ser por lo
menos grandilocuentes. Dos repeticiones a cien libras el minuto sumaban una
respetable cantidad de doblones.
La escena llegó
a su fin, el viejo se miró melancólicamente las botas, se insinuó el crepúsculo
y...
Habíamos vuelto
al punto de partida.
-
¡Fantástico! - exclamé, levantándome para mejorar la imagen salpicada de puntos
blancos. Es increíble.
- No sabía que
te gustaban estas obras - dijo Helen sin alterarse -. Nunca te gustaron. - Echó
un vistazo a la pantalla y luego volvió a su enagua.
La observé
desanimadamente. Un millón de años atrás tal vez habría salido aullando de la
caverna para arrojarme con gratitud a los pies del dinosaurio más próximo. En
el interin, los peligros que amenazan a los intrépidos que incursionan en el
matrimonio no se habían atenuado.
- Querida -
expliqué pacientemente, tratando de no elevar la voz -, por si no te habías
dado cuenta, es la cuarta vez que pasan esta escena.
- ¿La cuarta
vez? - dijo Helen dubitativamente. ¿La están repitiendo?
Me imaginé un
estudio lleno de anunciadores y técnicos dormidos sobre los micrófonos y las
válvulas, mientras una cámara automática se obstinaba en transmitir el mismo
rollo. Pavoroso pero improbable. Había monitores, además de críticos, agentes,
patrocinadores e, imperdonablemente, el mismo autor, sopesando cada minuto y
cada palabra en distintos aparatos. Todos tendrían mucho que declarar en los
diarios de la mañana.
- Siéntate y
deja de moverte de un lado para el otro - dijo Helen -. ¿No puedes estar
tranquilo?
Palpé los almohadones
y pasé la mano por la alfombra debajo del sofá.
- Mi cigarrillo
- dije -. Debo de haberío tirado al fuego. No creo que se me haya caído.
Volví a
acercarme al televisor y puse otra vez el programa de entretenimientos. Me fijé
en la hora, 9:03, y sintonicé de nuevo el Canal 2 a las 9:15. Cuando dieran
alguna explicación, quería escucharla.
- Pensé que la
obra te gustaba - dijo Helen -. ¿Por qué lo cambiaste?
Puse lo que a
veces suele pasar por una cara compungida y volví a mi sofá.
La mujer
voluminosa aún seguía frente a la cámara, abriéndose paso a través de una
pirámide de preguntas sobre cocina. La audiencia callaba, pero el interés era
cada vez mayor. Cuando al fin contestó la pregunta definitiva, la audiencia
rugió y brincó sobre los asientos como si todos hubieran perdido el juicio. El
locutor llevó a la mujer por el escenario y le mostró otro coche sport.
- Pronto va a
tener un cobertizo atestado de autos - le comenté a Helen.
La mujer
estrechó la mano del locutor, y bajó tímidamente el ala del sombrero, con una
sonrisa inquieta y nerviosa.
El movimiento
me pareció extrañamente familiar.
Di un salto y
sintonicé el Canal 5. El panel seguía observando la vasija.
Entonces empecé
a darme cuenta.
Estaban
repitiendo los tres programas.
- Helen - dije por
encima del hombro -. Tráeme un whisky con soda, por favor.
- ¿Qué te pasa?
¿Te duele la espalda?
- Rápido,
rápido - dije chasqueando los dedos. - Espera.
Se levantó y
fue a la cocina. Miré la hora: 9:12. Luego volví a sintonizar la obra y pegué
los ojos a la pantalla. Helen volvió y apoyó algo en la mesa ratona.
- Aquí tienes.
¿Te sientes bien?
Cuando ocurrió
pensé que ya no me sorprendería, pero lo que vi me pareció demasiado. Me
descubrí tendido en el sofá. Lo primero que hice fue buscar el whisky.
- ¿Dónde lo
pusiste? - le pregunté a Helen.
- ¿Qué?
- El whisky.
Acabas de traerlo en la mesita.
- Te quedaste
dormido - dijo ella serenamente. Se inclinó hacia adelante y empezó a ver la
obra.
Entré en la
cocina y encontré la botella. Mientras llenaba el vaso miré el reloj de la
cocina: 9:07. Parecía evidente: atrasaba una hora. Pero mi reloj pulsera
también marcaba las 9:05, y era un mecanismo muy exacto. Y en el reloj de la
repisa también las 9:05.
Antes de
empezar a preocuparme tenía que estar bien seguro.
Mullvaney,
nuestro vecino del piso de arriba, abrió la puerta en cuanto llamé.
- Hola,
Bartley. ¿El sacacorchos?
- No, no - dije
-. ¿Qué hora tienes? Nuestros relojes se han vuelto locos.
Se miró la
muñeca.
- Y diez, casi.
- ¿Las nueve o
las diez?
Volvió a mirar
el reloj.
- Las nueve,
por supuesto. ¿Qué pasa?
- No sé si no
estoy perdiendo el... - empecé a decir, y me contuve.
Mullvaney me
observó con curiosidad. Detrás de él oí una oleada de aplausos, interrumpidos
por la voz meliflua y pegajosa del locutor del programa de preguntas y
respuestas.
- ¿Cuánto hace
que empezó ese programa? - le pregunté.
- Unos veinte
minutos. ¿No lo estás mirando?
- No - dije, y
añadí como al azar -: ¿Tu aparato no tiene ningún problema?
Meneó la
cabeza.
- Ninguno. ¿Por
qué?
- El mío anda
embromando un poco. Gracias, de todos modos.
- Está bien -
dijo.
Me miró bajar
las escaleras, y mientras cerraba la puerta se encogió de hombros.
Fui al
vestíbulo, tomé el teléfono y marqué un número.
- ¿Hola, Tom? -
Tom Farnold trabaja en mi oficina, en el escritorio de al lado. - Tom,
habla Harry. ¿Qué hora te parece que es?
- Hora de que
vuelvan los liberales.
- No, en serio.
- Veamos. Las
nueve y veinte. De paso, ¿encontraste esos pickles que te dejé en la caja
fuerte?
- Sí, gracias. Oye,
Tom - proseguí -, aquí están pasando las cosas más raras. Estábamos mirando la
obra de Diller en el Canal 2 cuando...
- Yo también la
estoy mirando, así que date prisa.
- ¿De veras?
Bueno, ¿como explicas todas las repeticiones? Y todos los relojes parecen
haberse detenido entre las nueve y las nueve y cuarto.
Tom rió.
- No sé - dijo
-. Te sugiero que salgas y sacudas la casa un poco.
Estiré la mano
para recoger el vaso que había llevado a la mesa del vestíbulo, preguntándome
cómo explicar...
De pronto me
encontré de vuelta en el sofá. Tenía el periódico en la mano y miraba el 17
vertical. Una parte de mi mente pensaba en relojes antiguos.
Olvidé los
relojes y le eché un vistazo a Helen, tranquilamente sentada junto al cestillo
de las agujas. Esa obra ya demasiado familiar volvía a repetirse y el reloj de
la repisa señalaba las nueve y unos minutos.
Volví al
vestíbulo y llamé a Tom otra vez, tratando de no perder la calma. En cierto
modo empezaba a entender: una sección de tiempo giraba en círculos, y yo estaba
en el centro.
- Tom -
pregunté -. ¿Te llamé hace cinco minutos?
- ¿Quién es?
- Habla Harry. Harry Bartley. Lo siento, Tom. - Hice una
pausa y cambié la pregunta, tratando de que la frase pareciera inteligible. -
Tom, ¿me llamaste hace unos cinco minutos? Aquí tuvimos un pequeño problema con
la línea.
- No - dijo -.
No fui yo. De paso, ¿encontraste esos pickles que te dejé en la caja fuerte?
- Muchas
gracias - respondí, ya en brazos del pánico -. ¿Estás mirando la obra, Tom?
- Sí, y voy a
ver cómo sigue. Hasta pronto.
Fui a la cocina
y me miré detenidamente en el espejo. Una fisura del vidrio dividía mi cara en
dos partes, una mas baja que la otra, pero aparte de eso no pude ver ningún
rastro de psicosis. Mi pulso era firme, de poco más de setenta; no había tics
ni transpiración pegajosa y traumática. Lo que me rodeaba parecía demasiado
sólido y auténtico como para tratarse de un sueño.
Esperé un
minuto, volví a la sala y me senté. Helen estaba mirando la obra.
Me incliné
hacia adelante y moví la perilla. La imagen se debilitó y desapareció.
-
¡Harry, estoy mirando! ¡No lo apagues!
Me acerqué a
Helen.
- Mi amor -
dije, conteniendo la voz -. Escúchame, por favor. Presta mucha atención, es muy
importante.
Helen frunció
el ceño, dejó la costura y me tomó las manos.
- Por alguna
razón, ignoro por qué, parece que estamos apresados en una trampa de tiempo
circular, y todo se repite una y otra vez. Tú no te das cuenta, y tampoco los
demás, parece.
Helen me clavó
los ojos, perpleja.
- Harry -
exclamó -, ¿qué estás...?
- ¡Helen! -
insistí, apretándole los hombros -. ¡Escucha! Hace dos horas que una sección de
tiempo de quince minutos se repite una y otra vez. Los relojes se han detenido
entre las nueve y las nueve y cuarto. Esa obra que estás viendo...
- Harry, mi
amor. - Helen me miró y sonrió resignadamente. - No seas tonto. Vuelve a
encender ese aparato.
Me di por
vencido.
Cuando encendí
el televisor cambié de canal para ver si algo era distinto.
La gente del
panel observaba la vasija, la mujer gorda ganaba un coche sport, el viejo
granjero farfullaba. En el Canal 1, en el tradicional servicio de la BBC que
noche por medio transmitía un espacio de dos horas, dos periodistas
entrevistaban a un hombre de ciencia que aparecía en programas culturales.
- Es imposible
adelantar los efectos que tendrán estas densas erupciones de gas. No obstante,
no hay motivo de alarma. Estas ondas tienen masa, y creo que podemos esperar
muchos efectos ópticos extraños, en la medida en que desvíen la luz irradiada
por el sol.
Empezó a jugar
con una colección de bolos multicolores de celuloide que rodaban en anillos
metálicos concéntricos, y pasó los dedos por un recipiente estriado montado
sobre un espejo horizontal.
- ¿Y qué sucede
con la relación entre la luz y el tiempo? - preguntó uno de los periodistas -.
Según mis nociones de relatividad, hay una relación muy intima entre ellos.
¿Está seguro de que no necesitaremos otra manecilla en nuestros relojes?
El hombre de
ciencia sonrió.
- Creo que
podremos evitarlo. El tiempo es algo extremadamente complejo, pero puedo
asegurarle que los relojes no empezarán a andar de pronto hacia atrás o hacia
el costado.
Lo escuché
hasta que Helen protestó. Sintonicé la obra y me fui al vestíbulo. Ese tonto no
sabía de qué estaba hablando. No dejaba de preguntarme por qué yo era la única
persona que notaba lo que ocurría. Si lograba comunicarme con Tom otra vez
quizá pudiera convencerlo.
Alcé el tubo y
miré mi reloj pulsera.
9:13. Cuando
lograra comunicarme, sobrevendría el próximo cambio. En cierto modo me
disgustaba la idea de ser arrojado inopinadamente sobre el sofá, aunque fuera
sin violencia. Dejé el teléfono y volví a la sala.
El retroceso
fue menos brusco de lo esperado. No percibí nada, ni siquiera un leve temblor.
Una frase se clavó en mi mente: Viejos Tiempos.
El diario
estaba de vuelta en mi regazo, abierto en la página del crucigrama. Miré las
claves.
17 vertical:
¿Qué indicaban los relojes antiguos? 6,7. Tenía que haberlo resuelto
subconscientemente.
Recordé mi
intención de llamar a Tom.
- ¿Hola, Tom? -
pregunté cuando contestó -. Habla Harry.
- ¿Encontraste
los pickles que te dejé en la caja fuerte?
- Sí, muchas
gracias, Tom, ¿podrías venir un rato esta noche? Lo lamento, sé que es muy
tarde, pero se trata de algo urgente.
- Sí, claro -
dijo Tom -. ¿Qué te ocurre?
- Te lo
explicaré en cuanto llegues. ¿Puedes venir en seguida?
- Por supuesto.
Ya salgo para allá. ¿Helen está bien?
- Sí, está
bien. Gracias de nuevo.
Fui al comedor
y saqué una botella de gin y un par de licores del aparador. Tom necesitaría un
trago en cuanto escuchara mis explicaciones.
Entonces me di
cuenta de que Tom nunca llegaría. Desde Earls Court tardaría por lo menos media
hora en llegar a Maida Vale, y probablemente nunca pasara de Marble Arch.
Llené el vaso
con esa botella de whisky que parecía no tener fondo y traté de elaborar un
plan de acción.
El primer paso
consistía en encontrar a alguien como yo, que tuviera conciencia de estos
saltos hacia el pasado. En alguna parte había sin duda otras personas atrapadas
en pequeñas jaulas de tiempo, preguntándose desesperadamente cómo salir. Podía
empezar llamando por teléfono a todos mis conocidos y luego recurriendo a la
guía telefónica. ¿Pero qué podíamos hacer para encontrarnos? En realidad no
había otro camino que sentarse a esperar a que todo pasara. Al menos sabía que
no me había vuelto loco. Una vez que estas ondas o lo que fueren se hubiesen
agotado podríamos abandonar la ronda.
Hasta entonces
contaba con una ilimitada reserva de whisky en la botella medio vacía que había
junto a la pileta, aunque por supuesto con una desventaja: nunca podría
emborracharme.
Estaba pensando
en otras posibilidades, y preguntándome cómo poder registrar lo que ocurría,
cuando me asaltó una idea.
Saqué la guía
telefónica y busqué el número de KBCTV, Canal 9.
La telefonista
atendió la llamada. Después de regatear con ella un par de minutos la convencí
de que me pusiera en contacto con un productor.
- Hola - dije
-. ¿La pregunta del premio de esta noche es conocida por alguien del público?
- No, por
supuesto que no.
- Ya veo. Sólo
por curiosidad, ¿usted la conoce?
- No - dijo -.
Sólo el productor en jefe del programa y Mr Phillipe Soisson de Savoy Hotels
Limited conocen las preguntas. Son un secreto muy bien protegido.
- Gracias -
dije -. Escriba, si tiene una hoja de papel a mano: «Enumere el menú completo
del Banquete de la Coronación de Guildhall en julio de 1953».
Hubo murmullos
y consultas, y una segunda voz irrumpió en la línea.
- ¿Quién habla?
- El señor H.R.
Bartley, 129b Sutton Court Road, Noroeste...
Antes que
pudiera completar la frase me encontré otra vez en la sala.
El salto hacia
atrás me había obligado a retroceder. Pero en lugar de estar echado en el sofá
me encontraba de pie, acodado sobre la repisa, mirando el diario.
Mis ojos enfocaban
el crucigrama, y antes que los apartara para pensar en, mi llamada al estudio
advertí algo que casi me hace caer de bruces.
Era el 17
vertical había una palabra.
Recogí el
diario y se lo mostré a Helen.
- ¿Tú
resolviste el 17 vertical?
- No - dijo -.
Ni siquiera miro el crucigrama.
El reloj de la
repisa atrajo mi atención, y me olvidé del estudio y de mi deseo de interferir
en el tiempo de los demás.
9:03.
El tiovivo
estaba achicándose. Pensé que el retroceso había llegado antes de lo previsto.
Por lo menos dos minutos antes, a eso de las nueve y trece.
Y no sólo se
acortaba el intervalo de repetición, sino que la curva plegada sobre sí misma
no llegaba a cubrir la verdadera corriente de tiempo que fluía por debajo, la
corriente en la cual mi otro yo, que ahora me parecía un desconocido, había
resuelto la clave, se había puesto de pie, había caminado hasta la repisa y
había llenado el 17 vertical.
Me senté en el
sofá y observé atentamente el reloj.
Por primera vez
en esa noche, Helen hojeaba las páginas de una revista. El cestillo estaba en
el anaquel inferior de la biblioteca.
- ¿Vas a seguir
viendo esto? - me preguntó. - No es muy bueno.
Volví a la
gente del panel. Los tres profesores y la corista seguían jugueteando con la
vasija.
En el Canal 1
el hombre de ciencia seguía sentado a la mesa con sus maquetas.
- ...alarma.
Estas ondas tienen masa, y creo que podemos esperar muchos efectos ópticos
extraños, en la medida en que desvíen la luz...
Apagué el
televisor.
El salto
siguiente sobrevino a las nueve y once. Yo me había alejado de la repisa, había
vuelto al sofá y fumaba un cigarrillo.
Eran las nueve
y cuatro. Helen había abierto las ventanas del balcón y miraba a la calle.
El televisor
estaba encendido, de modo que esta vez resolví desenchufarlo. Arrojé el
cigarrillo al fuego; como no recordaba haberlo encendido, tenía la impresión de
que era el cigarrillo de otro.
- Harry, ¿te
gustaría dar un paseo? - sugirió Helen -. Sería bueno ir al parque.
Cada sucesivo
retroceso nos devolvía a un punto de partida distinto. Si conseguía salir con
Helen y llegar hasta el extremo de la calle, el próximo salto nos devolvería a
la sala, pero probablemente yo habría resuelto ir a tomar algo.
- ¿Harry?
- ¿Que? Lo
siento.
- ¿Estás
dormido, mi amor? ¿Quieres dar un paseo? Te despejará un poco.
- De acuerdo -
dije. Ponte algún abrigo.
- ¿Tú no
tendrás frío así como estás?
Helen entró en
el dormitorio.
Di vueltas por
la sala y me convencí de que estaba despierto. Las sombras, la solidez de las
sillas, todo era demasiado definido.
Las 9:08.
Normalmente Helen tardaba diez minutos en ponerse el abrigo.
El salto
ocurrió casi en seguida. Las 9:06.
Yo seguía en el
sofá y Helen se había agachado a recoger el cestillo.
Esta vez, al
fin, el televisor estaba apagado.
- ¿Llevas algo
de dinero? - preguntó Helen. Hurgué mecánicamente en mis bolsillos.
- Sí. ¿Cuánto
necesitas?
Helen se quedó
mirándome.
- Bueno,
¿cuánto pagas por tomar algo? Sólo beberemos un par de copas.
- Ah, ¿vamos a
tomar algo?
- Querido, ¿te
sientes bien? - se me acercó. - Pareces sofocado. ¿Esa camisa te aprieta mucho?
- Helen - dije,
incorporándome -. He tratado de explicártelo. No sé por qué ocurre, tiene algo
que ver con esas ondas de gas que irradia el sol.
Helen me miraba
boquiabierta.
- Harry -
balbuceó nerviosamente -. ¿Qué te pasa?
- Me siento
bien - le aseguré -. Sólo que todo sucede muy rápido y no queda mucho tiempo.
Observé otra
vez el reloj, y Helen siguió mi mirada y se acercó a la repisa. Lo, dio vuelta
sin dejar de mirarme y oí el sonido del péndulo.
- No, no - grité. Aferré el reloj y lo empujé contra la pared.
Un salto nos
devolvió a las 9:07.
Helen estaba en
el dormitorio. Me quedaba exactamente un minuto.
- Harry - dijo
-. ¿Quieres o no?
Yo estaba junto
a la ventana de la sala, murmurando algo.
Había perdido
todo contacto con las actividades de mi yo auténtico en el canal de tiempo
normal. La Helen que ahora me hablaba era un fantasma.
Era yo, y no
Helen y los demás, quien giraba en el tiovivo.
Salto.
9:07.15.
Helen estaba de
pie en la puerta.
- ...vamos
al... al - decía yo. Helen me observaba, inmóvil. Quedaba una fracción de
minuto.
Eché a caminar
hacia ella.
a caminar hacia
ella
cia ella
la
Salté de la
trampa como un hombre catapultado por una puerta giratoria. Estaba tendido en
el sofá y un dolor agudo me atravesaba
la cabeza, desde la coronilla hasta el cuello, pasando por el oído derecho.
Miré la hora.
9:45. Helen se paseaba por el comedor. Me quedé en el sofá mientras todo se
ordenaba otra vez, y a los pocos minutos ella entró con una bandeja y un par de
vasos.
- ¿Cómo te
sientes? - preguntó, ofreciéndome un alka-seltzer.
Lo dejé
disolver y me lo tragué,
- ¿Qué sucedió?
- pregunté -. ¿Sufrí un desmayo?
- No
exactamente. Mirabas la obra. Parecías algo mareado así que te propuse salir a tomar
algo. Temblabas de pies a cabeza.
Me levanté con
lentitud, frotándome el cuello.
- Por Dios, no
pude soñarlo todo Es imposible.
- ¿Qué era?
- Una especie
de tiovivo, algo enloquecedor. - El dolor me apretaba el cuello. - Me acerqué
al televisor y lo encendí. - Es difícil explicarlo con coherencia. El tiempo
estaba... - Tuve una nueva punzada de dolor.
- Siéntate y
descansa - dijo Helen -. Vendré a hacerte compañía. ¿Quieres un trago?
- Gracias. Un
whisky.
Miré la
pantalla. En el Canal 1 se veía la señal, en el 2 unos músicos, en el 5 un
estadio iluminado y en el 9 un show de variedades. No había señales de la obra
de Diller ni de la vasija.
Helen trajo el
whisky y se sentó a mi lado en el sofá.
- Empezó cuando
mirábamos la obra - expliqué, masajeándome el cuello.
- Oh, ahora no
me digas nada. Tranquilízate.
Apoyé la cabeza
en el hombro de Helen y miré el cielo raso, escuchando la música del show.
Reflexioné sobre cada vuelta del tiovivo, preguntándome si todo podía haber
sido un sueño.
- Bueno - dijo
Helen diez minutos más tarde -, no estuvo muy bien, y van a repetirlo. Por
Dios.
- ¿Quiénes? -
pregunté. Observé cómo el resplandor de la pantalla le temblaba en la cara.
- Ese equipo de
acróbatas. Los Hermanos algo. Uno de ellos hasta resbaló. ¿Cómo te sientes?
- Bien. - Volví
la cabeza y miré la pantalla.
Tres o cuatro
acróbatas con torsos musculosos y mallas de piel se apilaban unos sobre otros.
Luego llevaron a cabo otra prueba, más arriesgada: lanzando al aire una
muchacha vestida con pantalones de piel de leopardo. El aplauso fue
ensordecedor. Pensé que eran discretamente aceptables.
Dos de ellos
iniciaron lo que parecía ser una demostración de tensión dinámica, oponiéndose
entre sí como un par de toros catatónicos, con los cuellos y las piernas trabadas,
hasta que uno se deslizó hasta el suelo.
- ¿Por qué
siguen? - dijo Helen -. Ya lo hicieron dos veces.
- Me parece que
no - dije -. Este número es un poco diferente.
El hombre
pivote se estremeció, aflojando una poderosa masa de músculos, y todo el cuadro
se derrumbó y se incorporó de un brinco.
- La última vez
resbalaron - dijo Helen.
- No, no - me
apresuré a señalar -. Antes se sostenían con las manos. Aquí estaban estirados
en el suelo.
- No estabas
mirando - dijo Helen. Se inclinó hacia adelante -. Y bien, ¿a qué juegan? Es la
tercera vez que lo repiten.
Para mí el
número era totalmente nuevo, pero no intenté discutir.
Me incorporé y
miré el reloj: 10:05.
- Querida -
dije, abrazándola -. No te sueltes.
- ¿Qué dices?
- Estás en el
tiovivo. Ahora te toca a ti.
FIN
Escaneado por Sadrac 2000