C. S. Lewis
El Monje, como
lo llamaban, se sentó en la silla de campaña, junto a la litera y miró por la
ventana las arenas ásperas de Marte, y el cielo negro azulado. No pensaba
iniciar el «trabajo» hasta que pasaran otros diez minutos. Desde luego, no lo
habían llevado allí para eso. Era el meteorólogo del grupo y su trabajo como
tal estaba ya casi terminado; había averiguado cuanto se podía averiguar. No
podía hacer nada más, dentro del limitado radio de aquella investigación, hasta
que transcurrieran por lo menos veinticinco días. Y la meteorología no había
sido el verdadero móvil del viaje. Había elegido pasar tres años en Marte, como
el más próximo equivalente moderno de la vida de un eremita en el desierto.
Había venido a meditar: a continuar la lenta y perpetua reconstrucción de esa
estructura interior que era, a su juicio, la finalidad principal de la
existencia. Transcurrieron los diez minutos de reposo. Comenzó con la fórmula
acostumbrada: «Dulce y paciente Maestro, enséñame a tener menos necesidad de
los hombres y a amarte más.» Y emprendió la tarea. No había tiempo que perder.
Sólo tenía por delante seis meses de aquel yermo sin vida, sin sufrimiento, sin
pecado. Tres años eran un plazo breve... pero, cuando llegó el grito, se
levantó de la silla con la ejercitada prontitud de un marinero.
El botánico de
la cabina inmediata respondió al mismo grito con una maldición. En aquel
momento había tenido el ojo clavado al microscopio. Era enloquecedor.
Interrupciones constantes. En aquel campamento infernal costaba tanto
concentrarse como en el centro mismo de Piccadilly. Y su tarea era ya una
carrera contra el tiempo. Faltaban seis meses... y apenas había comenzado. La
flora de Marte, aquellos organismos diminutos, inverosímilmente tenaces,
capaces de sobrevivir en condiciones poco menos que imposibles, eran un festín
para toda la vida. No haría caso al grito. Pero en esto sonó el timbre.
Llamaban a todos a la sala principal.
La única
persona que no hacía nada, por decirlo así, cuando llegó el grito, era el
capitán. Para ser más exactos, diremos que trataba, como de costumbre, de no
pensar en Clare, y de continuar redactando el diario oficial. Clare seguía
interrumpiéndolo desde sesenta y cinco millones de kilómetros de distancia. Era
ridículo. «Hubiésemos necesitado todas las manos...» escribió. Manos... sus
propias manos. Mirándolas fijamente sintió que acariciaba el cuerpo vivo de
Clare, cálido y frío, blando y firme, que se entregaba y resistía. «Cállate,
que es algo muy querido», le dijo a la foto sobre el escritorio. Y de vuelta al
diario, hasta las palabras fatales: «...me había causado cierta ansiedad».
Ansiedad... ¿Qué le pasaría a Clare en aquel momento? ¿Dónde estaría? ¿Qué
sería de ella? Podía ocurrir cualquier cosa. Había sido una decisión estúpida.
¿Qué otro recién casado hubiese aceptado esa tarea? Pero había parecido tan
razonable... Tres años de horrible separación, pero luego... todo lo mejor de
la vida. Le habían prometido un puesto con el que no se hubiera atrevido a soñar
unos meses antes. Ya nunca tendría que volver al espacio exterior. Y a la
vuelta, habría muchas compensaciones: las conferencias, el libro, probablemente
un título. Habría muchos hijos. Sabía que ella los deseaba, y de un modo
curioso (como empezaba a comprenderlo) a él le ocurría lo mismo. Pero, cuernos,
el diario. Comenzó un nuevo párrafo... Y de pronto llegó el grito.
Era uno de los
dos jóvenes técnicos quien había gritado. Habían estado juntos desde la cena.
Paterson, de pie en el umbral de la cabina de Dickson, se apoyaba en un pie y
luego en otro, moviendo atrás y adelante la puerta, mientras Dickson, sentado
en la litera, esperaba a que Paterson se marchara.
- ¿De qué
hablas, Paterson? - dijo -. ¿Quién comentó algo de una pelea?
- Como quieras,
Bobby - dijo el otro -, pero ya no somos amigos como antes. Tu lo sabes bien.
¡Oh, no soy ciego! Te pedí que me llamaras Clifford. Y tú siempre te muestras
frío, indiferente.
- ¡Véte al
diablo! - gritó Dickson -. Estoy dispuesto de veras a ser un buen amigo tuyo y
de cualquier otro, pero todas esas tonterías... como si fuéramos dos
colegialas... francamente, no las soporto. De una vez por todas...
- Oh, mira,
mira, mira - dijo Paterson. Fue entonces cuando Dickson gritó, y llegó el
capitán y tocó la campana. Veinte segundos después, todos se agrupaban detrás
de la ventana principal, Una nave del espacio acababa de posarse suavemente a
ciento cincuenta metros del campamento.
- ¡Oh!
- exclamó Dickson -. Vienen a relevarnos antes del plazo.
- Maldición -
gruñó el botánico -. Ahora que...
Cinco viajeros
bajaban de la nave. Los trajes del espacio no ocultaban que uno de ellos era
enormemente grueso; no había nada de notable en los otros.
- Abran la
compuerta - dijo el capitán.
Las botellas de
las reducidas reservas pasaban de mano en mano. El capitán había descubierto
que el jefe de los viajeros era un viejo conocido, Ferguson. Dos eran jóvenes
de aspecto corriente, agradable, pero, ¿los otros dos?
- No entiendo -
dijo el capitán -. ¿Qué significa...? Es decir estamos contentísimos de verlos,
desde luego, pero ¿qué es esto?
- ¿Dónde están
los otros del grupo? - dijo Ferguson.
- Hemos tenido
dos bajas - dijo el capitán -. Sackville y el doctor Burton. Fue algo
lamentable. Sackville se empeñó en probar lo que llamamos berro marciano. Se
volvió loco furioso, a los dos minutos. Derribó a Burton de un puñetazo y un
destino fatal quiso que Burton cayera de mal modo, contra esa mesa; se rompió
la nuca. Atamos a Sackville y lo acostamos en una litera, pero murió a las
pocas horas.
- ¿No tuvo la
precaución de probarlo antes en un cobayo? - preguntó Ferguson.
- Sí - dijo el
botánico -. Eso fue lo más terrible. El cobayo sobrevivió, aunque se comportó
de un modo muy raro. Sackville concluyó erróneamente que la sustancia era
alcohólica. Imaginó haber inventado una nueva bebida. Muerto Burton, además, no
quedaba nadie capaz de hacer una buena autopsia de Sackville. El análisis de la
planta muestra...
- ¡Ahhh...! -
interrumpió un visitante, que aún no había hablado -. No simplifiquemos
excesivamente. No creo que la sustancia vegetal sea la verdadera explicación.
Hay tensiones y desviaciones. Están todos ustedes, sin darse cuenta, en una
condición muy inestable, por razones que no son ningún misterio para un
psicólogo experimentado.
El sexo de este
personaje no era muy evidente. Tenía el pelo muy corto, la nariz muy larga, los
labios presuntuosamente apretados, la barbilla saliente y un aire autoritario.
Científicamente hablando, la voz era de mujer. Pero nadie dudó del sexo del
viajero más próximo, la persona gorda.
- ¡Oh, querida!
- jadeó -. No ahora. No puedo más. Me siento débil y nerviosa. Me pondré a
chillar si sigues. ¿No tienes a mano un poco de oporto y limón? ¿No? Bueno, me
las arreglaré con otro sorbo de ginebra. Qué estómago el mío.
Quien hablaba
era manifiestamente hembra y tal vez ya setentona. Se había teñido el pelo, con
resultados poco felices, de color mostaza. Los polvos de arroz que se había
echado en la cara apestaban a perfume barato y eran como montículos de nieve en
los valles de las arrugas y las papadas múltiples.
- Cállese -
rugió Ferguson -. Y ustedes, por favor, no le den de beber. Ni una gota.
- Es un gruñón,
como ve - dijo la vieja, suspirando, y mirando tiernamente a Dickson.
- Perdónenme -
dijo el capitán -. Pero, ¿quiénes son estas... damas? Y ¿qué significa todo
esto?
- Se lo
explicaré en seguida - declaró la mujer flaca, carraspeando -. Quienes conocen
las tendencias de la opinión mundial sobre los problemas sociales, y
psicológicos de la intercomunicación planetaria saben bien que este progreso
reclama inevitablemente ajustes ideológicos de largo alcance. Los psicólogos
reconocen que la inhibición de las necesidades biológicas más imperiosas, en
períodos prolongados, han de tener, probablemente, resultados imprevisibles.
Los pioneros de los viajes por el espacio están expuestos a este peligro. Sólo
las gentes retrógradas permitirían que unos supuestos principios morales
impidieran proteger a estos hombres. Hemos de armarnos de coraje, pues, y
reconocer que la inmoralidad, como se la llamó hasta ahora, no es ya contraria
a la ética...
- No entiendo
nada - interrumpió el Monje.
- Quiere decir
- explicó el capitán, que era un buen lingüista - que la llamada fornicación no
es ya un acto inmoral.
- Exactamente,
mi pequeño - dijo la gorda a Dickson -. Un pobre muchacho necesita de cuando en
cuando una mujer. Es muy natural.
- Lo que se
precisaba, por consiguiente - continuó la flaca -, era un equipo de mujeres
abnegadas, decididas a dar el primer paso. Desde luego, serían despreciadas por
gentes ignorantes. Pero algo las consolaría: la idea de cumplir una función
indispensable en la historia del progreso humano.
- Quiere decir
que vas a tener con quien acostarte, precioso - explicó la gorda a Dickson.
- Me parece muy
bien - dijo Dickson con entusiasmo -. Más vale tarde que nunca. Pienso, sin
embargo, que no han podido traer muchas chicas en esa nave. ¿Y por qué no están
aquí? ¿Vienen en viaje?
- Nuestro
llamado - prosiguió la flaca, quien aparentemente no había advertido la
interrupción - no tuvo mucho eco, es cierto. El primer contingente de la
Organización Femenina de Alta Terapéutica Afrodisíaca (OFATA) no es quizá...
bueno, el más idóneo. Muchas excelentes mujeres, universitarias como yo,
distinguidas profesoras, se han mostrado curiosamente convencionales. Pero, al
menos, se ha comenzado - concluyó animosamente -. Y aquí nos tienen.
Hubo, durante
cuarenta segundos, un silencio abrumador. Luego, Dickson, que ya había torcido
la cara varias veces, se puso muy colorado; recurrió a un pañuelo, sofocó lo
que pareció un estornudo, se incorporó bruscamente y volvió la espalda al
grupo, levemente encorvado, sacudiendo los hombros.
Paterson se
levantó de un salto y corrió hacia Dickson, pero la gorda, luego de gruñidos y
esfuerzos infinitos, también dejó su asiento.
- Déjalo
tranquilo - le gritó Paterson -. Los hombres como tú no sirven de nada.
Un momento
después, los enormes brazos rodeaban a Dickson, sumergiéndolo en un cálido y
tambaleante cariño maternal.
- Vamos, vamos,
mi chiquitín - dijo la gorda -. Verás que marchará perfectamente. No llores, mi
cielo. Pobre chiquitín. Cálmate. Verás qué bien lo pasarás.
- Creo - dijo
el capitán - que el chiquitín no está llorando; está riéndose.
Fue en ese
instante cuando el Monje propuso que pasaran a la mesa.
Junto con el
último bocado, Dickson - la gorda había conseguido sentársele al lado, y bebía
de cuando en cuando de la copa del joven - dijo a los técnicos recién llegados:
- Me gustaría
mucho ver la nave de ustedes. ¿Podemos ir?
Era de esperar
que los dos hombres, luego de haber pasado tanto tiempo encerrados, y que
acababan de sacarse los trajes del espacio, se resistieran a vestírselos de
nuevo y a volver a la nave. Tal fue, desde luego, la opinión de la gorda.
- No los molestes,
querido - dijo -. Están hartos de ese viejo trasto, lo mismo que yo. No
conviene que se agiten ahora, en plena digestión.
Los dos
jóvenes, sin embargo, se mostraron muy animosos.
- Claro que sí
- dijo el primero -. Yo mismo iba a proponerlo.
- Yo iré también
- dijo el otro.
Los tres
salieron de la cámara de aire en tiempo record. Cruzaron la arena, subieron por
la escala y se quitaron rápidamente los cascos.
- ¿Quién tuvo
la idea de echarnos encima ese par de zorras? - dijo Dickson.
- ¿No lo sabe?
- dijo el viajero que hablaba con acento popular londinense -. Las gentes de
allá abajo pensaban que el tiempo les parecería a ustedes demasiado largo. Qué
ingratos.
- Muy gracioso
- dijo Dickson -. Pero para nosotros no es cosa de broma.
- Lo mismo digo
- replicó el visitante con acento de Oxford -. Las tuvimos pegadas a nosotros,
durante ochenta y cinco días. Comenzaron a aplacarse luego del primer mes.
- Dígamelo a mí
- comentó el londinense.
Hubo una pausa
de disgusto.
- Pero
explíquenme - insistió Dickson -, ¿cómo, entre todas las mujeres del mundo,
eligieron a estos dos monstruos?
- No
pretendería usted la reina de las coristas en el fondo del más allá - dijo el
londinense.
- Querido amigo
- explicó el otro -, ¿no es todo muy claro? ¿Qué mujer puede venir voluntariamente
a este sitio espantoso, a alimentarse con raciones cuarteleras y ofrecer sus
encantos a media docena de desconocidos? No las alegres chicas, amigas de la
diversión, pues saben que no hay alegría en Marte. Menos la prostituta
profesional, mientras encuentre clientela en el barrio más sórdido de Liverpool
o Los Ángeles. La que vino ya no tiene esa probabilidad. La otra es una
chiflada de la nueva ética.
- Simple, ¿no
es cierto? - comentó el londinense.
- Cualquiera
pudo haberío previsto, excepto esos necios de arriba - dijo el otro.
- La única
esperanza que nos queda es el capitán - dijo Dickson.
- Mire, hermano
- dijo el londinense -, si espera que nos llevemos de vuelta a estos
esperpentos, olvídelo en seguida. No. Nuestro capitán tendría que vérselas con
un motín, si lo intentara. Pero no lo intentará. Ya ha soportado lo suyo. Como
nosotros. Ahora, les toca a ustedes.
- Es justo -
dijo el otro -. Hemos soportado lo insoportable.
- Bien - dijo
Dickson -, dejemos que los jefes libren la batalla. Pero hay cosas que superan
todos los límites. Esa maldita pedante...
- Es profesora
de una universidad popular.
- Bien - dijo
Dickson luego de una larga pausa -, iban a mostrarme la nave. Tal vez eso me
distraiga.
La gorda
hablaba con el Monje.
- ...y, ¡oh,
padre!, usted pensará que es mi mayor pecado. No me retiré cuando hubiera
podido hacerlo. Cuando murió mi cuñada... mi hermano quería instalarme en su
casa, pues no le faltaba dinero. Pero yo continué, ay de mí, continué.
- ¿Por qué,
hija mía? - preguntó el Monje -. ¿Es que le gustaba?
- Nada de eso,
padre. Nunca tuve mucha afición al oficio, Pero, mire, padre, yo era atractiva
en ese entonces, aunque ahora no pueda imaginárselo... y esos caballeros
disfrutaban tanto conmigo...
- Hija -
sentenció el Monje -, no está usted muy lejos del Reino. Pero cometió un error.
El deseo de dar es meritorio. Pero, si da usted un billete falso, no por eso lo
hace bueno.
El capitán
había dejado también la mesa, muy rápidamente, pidiéndole a Ferguson que lo
acompañara a la cabina. El botánico corrió detrás.
- Un momento,
capitán, un momento - dijo, excitado -. Soy un hombre de ciencia. Estoy
trabajando ya a toda presión. No he de quejarme de todos esos deberes que
interrumpen constantemente mi trabajo. Pero, si piensa usted que perderé
todavía más tiempo acompañando a esas horribles mujeres...
- Espere a que
le ordene algo que pueda considerarse ultra-vires - dijo el capitán -. La
protesta es prematura.
Paterson se
quedó con la flaca. De las mujeres sólo le interesaba el aparato auditivo. Le
gustaba hacer confidencias a las mujeres; quejarse ante ellas de la
inconstancia y la crueldad de los hombres. Lamentablemente, la dama entendía
que la conversación sólo tenía dos fines: la terapéutica afrodisíaca o la
instrucción psicológica. En realidad, no veía razón alguna para que las dos
operaciones no se efectuaran simultáneamente; sólo las personas sin preparación
podían concentrarse únicamente en una idea. La diferencia estaba comprometiendo
el éxito de la charla. Paterson se impacientaba; la dama se mostraba brillante
y tranquila como un témpano.
- Pero como le
decía - gruñó Paterson -, me parece indigno que un hombre se muestre amable
y...
- Lo que
confirma mi tesis. Esas tensiones y desajustes son inevitables en un ambiente
anormal. Sí, hay que librar al remedio de esos prejuicios sentimentales o
lascivos, igualmente malos, que la era victoriana...
- Pero no se lo
he contado aún. Escuche. Hace sólo dos días...
- Un momento.
Habría que pensar en el remedio como inyección necesaria. En cuanto
pensáramos...
- De acuerdo.
La asociación remedio-placer, es una fijación de la adolescencia, y ha, causado
mucho mal. Racionalmente...
- Mire, creo
que se sale del tema...
- Un momento.
El diálogo
continuó.
Habían visto ya
la nave. Era una maravilla. Nadie recordó luego quién fue el primero en decir:
«Cualquiera puede manejar una nave semejante.»
Ferguson se
quedó sentado, fumando calladamente, mientras el capitán leía la carta. Cuando
se inició la conversación, el buen humor reinaba en la cabina, y nadie se
decidía a encarar seriamente el problema.
- Sin embargo -
dijo al fin el capitán -, hay también un aspecto serio. Ante todo, ¡qué
impertinencia!
- Recuerde -
observó Ferguson - que la situación de ustedes es completamente nueva.
- ¿Nueva? No me
haga reír. Somos como los hombres de los balleneros, o los tripulantes de los
veleros antiguos, los pioneros del Oeste. La gente siempre sintió hambre cuando
no hay comida.
- Amigo, olvida
usted la nueva psicología.
- Creo que esas
dos horribles mujeres han aprendido ya una psicología todavía más nueva, desde
que llegaron. ¿Creen allí realmente que todos los hombres son tan combustibles?
¿Que nos echaremos encima de cualquier mujer?
- Ay, amigo,
así es. Dirán que usted y su gente son todos anormales. No quisiera volver
trayendo concentrados de hormonas.
- ¿No habría
entonces otros voluntarios que quienes pueden o creen poder prescindir de las
mujeres?
- No olvide la
nueva ética.
- Oh, no me
hable de eso. Sólo los enamorados o los monjes han intentado alguna vez
mantenerse castos. Una minoría, y lo intentarán en Marte lo mismo que en la
Tierra. La mayoría no se negó nunca al placer. Los profesionales no lo ignoran.
No hay puesto o guarnición militar sin prostíbulos. ¿Quiénes son los asesores
que tuvieron esta idea estúpida?
- Oh. Una banda
de mujeres maduras, casi todas con pantalones, aficionadas a todo lo sexual, a
todo lo científico, y que quieren sentirse importantes. Esta iniciativa les dio
tres placeres a la vez.
- Bien,
Ferguson. No pienso quedarme con la veterana ni con la catedrática. Usted...
- No, no. Yo
cumplí mi tarea. No estoy dispuesto a llevarme de vuelta ese ganado en pie. Y
mis muchachos piensan lo mismo. Habría amotinamiento y crímenes a bordo.
- Pues tiene
que hacerlo, porque yo...
En ese
instante, llegó de afuera una luz enceguecedora. La cabina se sacudió.
- ¡Mi nave! ¡Mi
nave! - gritó Ferguson.
Los dos hombres
observaron la arena desierta. La astronave había despegado perfectamente.
- Pero, ¿qué ha
sucedido? - preguntó el capitán -. ¿Habrán sido capaces...?
-
Amotinamiento, deserción y robo de una nave del gobierno - dijo Ferguson -. Eso
es lo que ha sucedido. Mis dos muchachos y su Dickson regresan a la Tierra.
- Demonios, las
pasarán mal. Los juzgarán y...
- Ay, es muy
cierto. Y creen que el precio es barato. ¿Por qué? Ya lo entenderá antes de dos
semanas.
En los ojos del
capitán hubo de pronto una luz de esperanza.
- ¿No se habrán
llevado a las mujeres? - preguntó. - Un poco de juicio, amigo, un poco de
juicio. Y si ya no le queda juicio, abra las orejas.
En el rumor de
excitada conversación que llegaba cada vez más claramente de la sala principal,
se distinguían unas voces femeninas, intolerables.
Mientras. se
preparaba para la meditación de la noche, el Monje pensó que se había concentrado
demasiado, quizá, en «necesitar menos» y que por esto mismo tendría que seguir
un curso (superior) de amar más. Luego, torció la cara en una sonrisa donde no
todo era júbilo. Estaba pensando en la gorda. Un acorde exquisito de cuatro
notas. La primera: el horror de lo que ella había hecho y sufrido. La segunda:
piedad. La tercera, cómica: la pobre mujer creía que aún despertaba deseos. Y
la cuarta: la mujer se ignoraba a sí misma. Auxiliada por la gracia y una
apropiada, aunque pobre, dirección espiritual, quizá descubriera en ella misma
otro encanto muy distinto, y seguiría así el camino de la luz, uniéndose a la
Magdalena.
Pero... un
momento. Había todavía una quinta nota en el acorde.
- ¡Oh, Maestro!
- murmuró -. Perdóname, aunque quizá te divierta. Pensé que me habías traído a
sesenta millones de kilómetros para mí propio bienestar espiritual.
FIN
Edición
elecrónica de Sadrac
Buenos Aires,
Junio de 2001