Día del Perdón
Ursula K. LeGuin
Solly había sido una malcriada del espacio, hija de Móviles, viviendo en esta nave y en la otra, en este mundo y en aquél. Al cumplir los diez años ya había viajado quinientos años luz; a los veinticinco, ya había vivido una revolución en Alterra, había aprendido aiji en Terra y presentimiento con un viejo hilferita en Rokanan, había atravesado como una brisa las Escuelas de Hain y había sobrevivido a una misión como Observadora en el asesino y moribundo Kheakh, recorriendo, entre tanto, otro medio milenio a casi la velocidad de la luz. Era joven, pero tenía mucha experiencia. Le aburrió que la gente de la Embajada, en Voe Deo, le repitiera que tuviera cuidado con esto, que recordara aquello; ahora ella también era una Móvil, después de todo. Werel tenía sus caprichos pero..., ¿qué mundo no los tenía? Se había preparado de antemano, sabía cuándo hacer reverencias y cuándo no eructar, y viceversa. Resultaba un alivio quedarse sola, por fin, en esta pequeña y magnífica ciudad, en este pequeño y magnífico continente, como la primera y única Enviada de los Ekumen ante el Divino Reino de Gatay. Estaba excitada por los días pasados en la altitud, por el diminuto y brillante sol vertiendo luz vertical sobre las calles ruidosas, por los picos que se elevaban increíblemente detrás de cada edificio, por el cielo celeste oscuro donde grandes y cercanas estrellas brillaban todo el día, por las deslumbrantes noches con seis o siete trozos de luna suspendidos, por la gente alta y negra, de ojos negros, cabezas angostas y largas, manos y pies estrechos, gente magnífica, ¡su gente! Los amaba a todos. Aunque tuviera que verlos demasiado. Su último momento de completa soledad fueron las pocas horas pasadas en la cabina de pasajeros de la nave de reconocimiento enviada por Gatay para traerla desde el otro lado del océano, desde Voe Deo. Ya en la pista, salió a su encuentro una delegación de sacerdotes y funcionarios del Rey y del Consejo, magníficos en sus atavíos escarlatas, marrones y turquesas, y de allí la llevaron al Palacio, donde hubo muchas reverencias y nada de eructos, por supuesto, durante horas... todo ello completamente predecible, sin ningún problema, ni siquiera por la impenetrable y gigantesca flor frita del plato que le sirvieron durante el banquete. Pero junto a ella, desde el primer momento en la pista y en todo momento a partir de entonces, discretamente ubicados detrás o al lado o muy cerca, había dos hombres: su Guía y su Guardián. El Guía, cuyo nombre era San Ubattat, le había sido provisto por sus anfitriones de Gatay; por supuesto, él debía informar al gobierno sobre ella, pero era un espía de lo más obsequioso, que le suavizaba infinitamente el camino, que le enseñaba con sencillas indicaciones lo que se esperaba de ella o lo que podía resultar un desatino y que era un excelente lingüista, siempre listo con la traducción cuando ella la necesitaba. No había problema con San. Pero el Guardián era otra cosa. Se lo habían adosado los anfitriones de los Ekumen en este mundo, el poder dominante de Werel, la gran nación de Voe Deo. Solly se quejó prontamente a la Embajada de Voe Deo, diciendo que no necesitaba ni deseaba un guardaespaldas. En Gatay no había nadie que estuviera persiguiéndola, y si así fuera, prefería cuidarse sola. La Embajada suspiró. Lo sentimos, dijeron. Tendrá que aguantárselo. Voe Deo tiene presencia militar en Gatay, que después de todo es una nación cliente, económicamente dependiente. Es de interés para Voe Deo proteger al legítimo gobierno de Gatay contra las facciones terroristas nativas, y a usted la protegemos como si fuese uno de los intereses de ese gobierno. Está fuera de discusión. Sabía muy bien que no debía discutir con la Embajada, pero no podía resignarse al Mayor. Solly traducía su título militar, Rega, con el término arcaico «Mayor», por algo que había leído en un pasquín que había visto en Terra. El Mayor del pasquín era un uniformado pomposo, cubierto de medallas e insignias. Resoplaba, se pavoneaba y daba órdenes, hasta que finalmente explotaba, convertido en una nube de estopa. ¡Ojalá este Mayor explotara también! No era que se pavoneara exactamente, o que diera órdenes en forma directa. Era de una cortesía pétrea, silencioso como la madera, tieso y frío como el rigor mortis. Muy pronto, Solly renunció a todo esfuerzo dirigido a tratar de hablar con él; a cualquier cosa que ella dijera, él respondía «Sí, Señora» o «No, Señora» con la presta estupidez de un hombre que realmente no escucha ni escuchará, de un oficial oficialmente incapaz de toda humanidad. Y él estaba junto a ella en todas las situaciones públicas, día y noche, en la calle, de compras, en reuniones con empresarios y funcionarios, paseando, en la corte, en el ascenso en globo por encima de las montañas... con ella en todas partes, en todas partes menos en la cama. Incluso en la cama, Solly no estaba tan sola como a menudo le hubiese gustado, puesto que el Guía y el Guardián se marchaban a casa por la noche, pero en la antesala de su habitación dormía la Mucama... un regalo de Su Majestad, su propiedad privada. Recordaba su incredulidad al ver la palabra por primera vez, años atrás, en un texto sobre la esclavitud: «En Werel, los miembros de la casta dominante se llaman propietarios; los miembros de la clase servil se llaman propiedades. Sólo a los propietarios se los denomina hombres o mujeres; las propiedades se denominan siervos y siervas». Así que eso era, la propietaria de una propiedad. No se deben rechazar los regalos de un rey. El nombre de su propiedad era Rewe. Rewe probablemente también era espía, aunque resultaba difícil de creer. Era una mujer seria, atractiva, unos años mayor que Solly y con casi la misma intensidad de color en la piel, aunque Solly era marrón rosácea y Rewe era marrón azulada. Las palmas de sus manos eran de un delicado color azulado. Los modales de Rewe eran exquisitos y tenía tacto, astucia y un infalible sentido de cuándo se deseaba su presencia y cuándo no. Solly, desde luego, la trataba como a una igual, y estableció desde el comienzo que creía que ningún ser humano tenía derecho a dominar, y mucho menos a poseer, a otro ser humano; que no le daría ninguna orden y que esperaba que llegaran a ser amigas. Rewe aceptó todo eso, desafortunadamente, como si fuese un nuevo grupo de órdenes. Sonrió y dijo que sí. Era infinitamente dócil. Lo que Solly decía o hacía se hundía en esa aceptación y allí se perdía, dejando a Rewe inalterable, como una presencia física atenta, servicial y amable, pero sencillamente inalcanzable. Sonreía, decía que sí y era intocable. Pero Solly comenzó a pensar, después de la primera efervescencia de los primeros días en Gatay, que necesitaba a Rewe, verdaderamente la necesitaba para poder charlar con ella de mujer a mujer. No había manera de conocer a mujeres propietarias, porque vivían escondidas, «en casa», como decían. Todas las siervas, excepto Rewe, eran propiedad de otra persona y ella no podía hablarles. Las únicas personas que Solly podía conocer eran hombres. O eunucos. Esa era otra cosa difícil de creer: que un hombre, voluntariamente, entregara su virilidad a cambio de un poco de reputación social. Pero en la Corte del Rey Hotat conocía a hombres así a cada momento. Nacidos como propiedades, se liberaban de la esclavitud transformándose en eunucos y, con frecuencia, se elevaban a posiciones de considerable poder y confianza entre los propietarios. El eunuco Tayandan, mayordomo de Palacio, era quien gobernaba al Rey, que no gobernaba, sino que era el figurón del Consejo. El Consejo estaba compuesto por varias clases de propietarios, pero sólo una clase de sacerdotes, los tualitas. Los únicos que adoraban a Kamye eran los siervos, y la religión original de Gatay había quedado suprimida al convertirse el monarca en tualita, hacía más o menos un siglo. Si había algo que le disgustaba de Werel, aparte de la esclavitud y del sexismo, eran las religiones. Las canciones sobre la Dama Tual eran hermosas, y sus estatuas y los grandes templos de Voe Deo eran maravillosos, y el Arkamye parecía ser una buena historia, aunque algo exagerada, pero... ¡la moral santurrona, la intolerancia, la estupidez de los sacerdotes, las espantosas doctrinas que justificaban todas las crueldades en nombre de la fe! En honor a la verdad, se decía Solly, ¿había algo que sí le gustara de Werel? Y se respondía instantáneamente: me encanta, me encanta. Me encanta este extraño, pequeño y brillante sol y todos los trozos rotos de luna, y las montañas que se elevan como muros de hielo, y la gente... la gente, con sus ojos negros sin blanco, como los ojos de los animales, ojos como el cristal oscuro, como el agua oscura, misteriosos... ¡Quiero amarlos, quiero conocerlos, quiero alcanzarlos! Pero tenía que admitir que los imbéciles de la Embajada tenían razón en una cosa: era difícil ser mujer en Werel. Solly no encajaba en ningún sitio. Se manejaba sola, tenía una posición pública, y por lo tanto era una contradicción: las mujeres decentes se quedaban en casa, invisibles. Sólo las siervas salían a la calle, o conocían extraños, o trabajaban en empleos públicos. Ella se comportaba como una propiedad, no como una propietaria. Sin embargo, era algo muy grandioso, era una Enviada de los Ekumen, y Gatay deseaba con todas sus fuerzas unirse a los Ekumen y no ofender a sus Enviados. De modo que los oficiales, cortesanos y empresarios con los que hablaba Solly sobre los asuntos de los Ekumen hacían lo mejor que podían: la trataban como si fuese un hombre. La simulación nunca era completa y con frecuencia se derrumbaba del todo. El pobre y viejo rey le hacía industriosas insinuaciones, con la vaga impresión que ella era igual a las que le calentaban la cama. Cuando ella contradecía a Lord Gatuyo en alguna discusión, él la miraba con la incrédula perplejidad de un hombre cuyo zapato acabara de insolentarse. La veía como a una mujer. Pero, en general, la prescindencia de su sexo funcionaba, permitiéndoles trabajar juntos. Solly comenzó a acomodarse al juego y solicitó la ayuda de Rewe para que le confeccionara ropas que se asemejaran a las que usaban los hombres propietarios de Gatay, evitando cualquier cosa que para ellos resultara específicamente femenina. Rewe era una costurera rápida e inteligente. Los pantalones brillantes, pesados y ajustados eran prácticos y cómodos; las chaquetas bordadas eran espléndidamente abrigadas. A Solly le agradaba usarlas. Pero se sentía asexuada entre esos hombres que no podían aceptarla como era. Necesitaba charlar con una mujer. A través de los propietarios, trató de conocer algunas propietarias escondidas, pero sólo pudo conocer un muro de cortesía, sin puerta, sin un resquicio por donde espiar: ¡Qué idea fantástica; organizaremos una visita cuando el tiempo mejore! Me sentiría apabullado por el honor que la Enviada visitara a Lady Mayoyo y a mis hijas, pero mis tontas niñas provincianas son tan imperdonablemente tímidas... Seguramente me comprende. Oh, claro, claro, un paseo por los jardines interiores..., ¡pero no en este momento, cuando las viñas no están en flor! ¡Debemos esperar a que florezcan las viñas! No tuvo a nadie con quien hablar, nadie, hasta que conoció a Batikam el makil. Fue un acontecimiento: una compañía teatral de Voe Deo estaba de gira. En la pequeña capital montañosa de Gatay no sucedía demasiado en lo referente a entretenimientos, salvo por los bailarines del templo (todos hombres, por supuesto) y por la almibarada telenovela que hacía las veces de drama en la red wereliana. Con terquedad, Solly había ingresado en algunos de esos melosos programas, esperando hallar un atisbo de la vida «en casa», pero su estómago no había soportado a las desfallecientes doncellas que morían de amor mientras unos imbéciles héroes de cuello duro, que se parecían todos al Mayor, morían noblemente en la batalla, al tiempo que Tual la Piadosa se asomaba detrás de las nubes, sonriendo ante sus muertes con los ojos levemente bizcos, dejando ver lo blanco, lo cual era una señal de divinidad. Solly había notado que los hombres werelianos nunca ingresaban a la red para ver dramas. Ahora ya sabía por qué. Pero las recepciones de Palacio y las fiestas ofrecidas en su honor por varios lores y caballeros eran muy aburridas: eran todos hombres, siempre, porque cuando la Enviada estaba presente no traían a las esclavas y porque ella no podía coquetear, ni siquiera con los hombres más agradables, pues no podía recordarles que eran hombres, ya que eso también les recordaría que ella era una mujer que no se estaba comportando como una dama. Cuando llegó la compañía makil, la efervescencia, definitivamente, ya se había esfumado. Le preguntó a San, su confiable consejero sobre reglas de etiqueta, si no había problema en que asistiera a la función. Él fingió toser, tartamudeó y finalmente, con una delicadeza más aceitosa que lo habitual, le dio a entender que no había problema, siempre y cuando fuese vestida de hombre. —Las mujeres, ¿sabe?, no se dejan ver en público. Pero a veces desean con muchas ganas ir a ver a los actores, ¿sabe? Lady Amatay solía ir con Lord Amatay todos los años, vestida con la ropa de él; todos estaban enterados, pero nadie decía nada, ¿sabe? En su caso, por ser una persona tan importante, no habría problema. Nadie dirá nada. Totalmente correcto. Por supuesto, yo la acompañaré, el Rega la acompañará. Como amigos, ¿eh? Ya sabe, tres hombres, tres buenos amigos, asistiendo al espectáculo, ¿eh? ¿Eh? —Eh, eh —dijo ella obedientemente. ¡Qué divertido! Pero valía la pena, pensó, ver a los makiles. Ellos nunca aparecían en la red. Las jovencitas, en casa, no debían exponerse a sus actuaciones, algunas de las cuales, le informó San con gravedad, eran indecorosas. Actuaban sólo en teatros. Payasos, bailarines, prostitutas, actores, músicos: los makiles formaban una especie de subclase; eran los únicos siervos que no tenían un propietario personal. Un talentoso muchacho esclavo comprado a su amo por la Corporación del Entretenimiento se convertía, de allí en adelante, en una propiedad de la Corporación, que lo entrenaba y lo cuidaba el resto de su vida. Caminaron hasta el teatro, a seis o siete cuadras de distancia. Solly había olvidado que todos los makiles eran travestis; en realidad, no recordaba cuándo los había visto por primera vez. Una tropa de bailarines altos y espigados se deslizó por el escenario con la precisión, el poderío y la gracia de enormes pájaros, describiendo círculos giratorios, formando bandadas, remontándose en el aire. Los miró sin pensar, esclavizada por su belleza, hasta que de pronto la música cambió y entraron los payasos, negros como la noche, negros como propietarios, luciendo fantásticas faldas con cola, con senos enjoyados fantásticamente prominentes, cantando con voces pequeñas, desmayadas. «¡Oh, no me viole, por favor, amable Señor, no, no, ahora no!». ¡Son hombres, son hombres!, advirtió Solly entonces, ya riendo sin poder evitarlo. Al finalizar el acto estelar de Batikam, un maravilloso monólogo dramático, Solly se había convertido en una nueva admiradora. —Quiero conocerlo —le dijo a San en un entreacto—. Al actor... Batikam. El rostro de San adoptó la expresión dulce que significaba que estaba pensando en cómo organizar algo y en cómo obtener un poco de dinero de ello. Pero el Mayor estaba alerta, como siempre. Duro como un poste, giró apenas la cabeza para mirar de soslayo a San. Y la expresión de San comenzó a alterarse. Si la propuesta de Solly hubiera estado fuera de lugar, San se lo habría indicado con señas o con palabras. El pomposo Mayor, simplemente, estaba tratando de controlarla, de mantenerla tan a raya como a una de «sus» mujeres. Era hora de desafiarlo. Se volvió y lo miró a los ojos. —Rega Teyeo —le dijo—. Comprendo absolutamente que usted tenga instrucciones de llamarme al orden. Pero si le da órdenes a San, o a mí, esas órdenes deben ser pronunciadas en voz alta y deben estar justificadas. No permitiré que me maneje con pestañeos o con caprichos. Hubo una pausa considerable, una pausa verdaderamente deliciosa y gratificadora. Era difícil ver si la expresión del Mayor había cambiado; la escasa luz del teatro no dejaba entrever los detalles de su rostro negro azulado. Pero había algo de congelado en su quietud que le indicaba que había logrado detenerlo. Finalmente, él le dijo: —Me han encargado protegerla, Enviada. —¿Los makiles representan un peligro para mí? ¿Es inapropiado que una Enviada de los Ekumen felicite a un gran artista de Werel? Otra vez, un silencio congelado. —No —dijo. —Entonces, solicito que me acompañe cuando vaya a hablar con Batikam en los camarines, después de la función. Un rígido movimiento de cabeza. Un rígido, pomposo y derrotado movimiento de cabeza. ¡Uno a cero!, pensó Solly, y se recostó alegremente para mirar a los pintores de luz, las danzas eróticas y el pequeño drama, curiosamente conmovedor, con el que finalizó la velada. Era poesía arcaica, difícil de entender, pero los actores eran tan maravillosos y sus voces tan tiernas que Solly descubrió que tenía lágrimas en los ojos y no sabía por qué. —Lástima que los makiles siempre se inspiren en el Arkamye —dijo San, con una desaprobación relamida, devota. No era un propietario de clase muy alta; en realidad, no era dueño de ningún siervo, pero era un propietario, un tualita intolerante, y le gustaba recordarse a sí mismo que lo era—. Para este público, serían más apropiadas algunas escenas de las Encarnaciones de Tual. —Estoy segura que está de acuerdo, Rega —dijo ella, disfrutando de su propia ironía. —En absoluto —dijo él, con una cortesía tan neutra que al principio Solly no cayó en la cuenta de lo que el Mayor había dicho; luego olvidó el pequeño enigma, ocupada en abrirse paso entre el bullicio hasta detrás del escenario y en lograr que la dejaran pasar a los camarines de los artistas. Cuando se dieron cuenta de quién era, los jefes de la compañía trataron de hacer salir a todos los demás artistas y dejarla sola con Batikam (y con San y el Mayor, por supuesto), pero ella les dijo: —No, no, no. No se debe molestar a estos grandes artistas; sólo permítanme hablar con Batikam un momento. Se quedó allí, de pie en medio del remolino de disfraces a medio cambiar, gente medio desnuda, maquillaje corrido, risas, tensiones que se disolvían después del espectáculo, igual al de todos los camarines de cualquier mundo, charlando con ese hombre inteligente, intenso, vestido con un elaborado y arcaico disfraz de mujer. Fueron inmediatamente al grano. —¿Puedes venir a mi casa? —le preguntó ella. —Con todo placer —dijo Batikam, y sus ojos no pestañearon al ver las caras de San y el Mayor; era el primer siervo que ella conocía que no miraba al Guardián y al Guía de soslayo, como pidiéndoles permiso para decir o hacer cualquier cosa, absolutamente cualquier cosa. Solly sí los miró de reojo, nada más que para ver si estaban escandalizados. San parecía tramar algo, el Mayor parecía relleno de estopa—. Iré dentro de un rato —dijo Batikam—. Tengo que cambiarme de ropa. Intercambiaron sonrisas y ella se fue. La efervescencia flotaba de nuevo en el aire. Las enormes estrellas colgaban del cielo, abigarradas como uvas de fuego. Una luna avanzaba rebotando sobre los helados picos, otra se bamboleaba como un farol desproporcionado por encima de los enroscados pináculos del Palacio. Solly avanzó a grandes trancos por la calle oscura, disfrutando de la libertad de las ropas masculinas que llevaba y de su tibieza, obligando a San a trotar para alcanzarla; el Mayor, de piernas largas, caminaba al mismo ritmo que ella. De pronto, se escuchó una voz aguda, como un gorjeo, que gritó «¡Enviada!», y ella se volvió con una sonrisa. Después se dio vuelta nuevamente y vio al Mayor luchando un momento con alguien, a la sombra de un pórtico. Entonces se zafó, corrió hasta ella sin decir palabra, la tomó del brazo con mano de hierro y la forzó a correr. —¡Suélteme! —dijo ella, forcejeando; no quería usar una toma de aiji con él, pero no había otra cosa que pudiera liberarla. El Mayor siguió remolcándola, casi haciéndole perder el equilibrio; con un repentino movimiento hacia un costado, la introdujo en un callejón. Ella corrió con él, permitiéndole que siguiera sujetándola del brazo. Inesperadamente, aparecieron en su calle y en su puerta; la atravesaron, entrando a la casa, abriéndola con una palabra... ¿Cómo lo había hecho? —¿Qué significa todo esto? —exigió ella, soltándose fácilmente y tocándose el brazo en el sitio magullado por la mano del Mayor. En su rostro, Solly vio, indignada, la última chispa de una sonrisa de alborozo. Respirando con fuerza, él le preguntó: —¿Está lastimada? —¿Lastimada? En el lugar que usted me estrujó, sí. ¿Qué cree que estaba haciendo? —Manteniendo a ese sujeto a distancia. —¿Qué sujeto? No dijo nada. —¿El que me llamó? ¡A lo mejor sólo quería hablarme! Pasado un momento, el Mayor dijo: —Posiblemente. Estaba en las sombras. Pensé que podía estar armado. Debo salir a buscar a San Ubattat. Por favor, mantenga la puerta cerrada con llave hasta que yo regrese. Al tiempo que daba la orden, salió; no se le había ocurrido pensar que ella no obedecería, pero ella obedeció, furiosa. ¿Pensaba que no podía cuidarse sola? ¿Que necesitaba que él interfiriera en su vida, pateando esclavos a diestra y siniestra, «protegiéndola»? Tal vez era hora que supiera lo que era una caída provocada por una toma de aiji. Él era fuerte y rápido, pero no tenía verdadero entrenamiento. Estas interferencias de aficionado eran intolerables, de veras intolerables; Solly debía volver a quejarse a la Embajada. Ni bien lo hizo pasar nuevamente, trayendo a la rastra a un San nervioso y de expresión avergonzada, le dijo: —Abrió mi puerta con una contraseña. No me habían informado que usted tenía derecho a entrar aquí de día y de noche. El Mayor había vuelto a su inexpresividad militar. —No, Señora —dijo. —No debe volver a hacerlo. No debe sujetarme del brazo nunca más. Debo informarle que si lo hace me defenderé. Si algo lo alarma, dígame qué es y yo actuaré como me parezca conveniente. Ahora, por favor, retírese. —Con placer, Señora —dijo él. Dio media vuelta y se fue. —Oh, Dama... Oh, Enviada —dijo San—, era una persona extremadamente peligrosa, gente en extremo peligrosa. Lo lamento tanto, soy tan desgraciado... —y siguió balbuceando. Finalmente, Solly lo obligó a decirle quién pensaba que era: un disidente religioso, uno de los Viejos Creyentes que conservaban la religión original de Gatay y que querían expulsar o matar a todos los extranjeros y no creyentes. —¿Un siervo? —preguntó ella con interés. San se escandalizó. —Oh, no, no, una persona de verdad, un hombre... pero muy descarriado, ¡un fanático, un pagano fanático! Cuchilleros, se hacen llamar, pero es un hombre, Dama... Enviada, un hombre, ¡con toda certeza! La idea que ella pudiera pensar que un siervo podía tocarla lo perturbaba tanto como el intento de agresión. Si eso había sido. Mientras lo cavilaba, Solly comenzó a preguntarse, ya que le había puesto un límite al Mayor cuando estaban en el teatro, si él no habría buscado una excusa para ponerle un límite a ella, «protegiéndola». Bueno, si intentaba hacerlo de nuevo, el Mayor acabaría patas arriba contra la pared opuesta. —¡Rewe! —llamó ella, y la sierva apareció instantáneamente, como siempre—. Va a venir uno de los actores. ¿Te gustaría prepararnos un poco de té o algo así? —Rewe sonrió, dijo que sí y desapareció. Golpearon la puerta. Abrió el Mayor (seguramente estaba de guardia afuera) y entró Batikam. A Solly no se le había ocurrido que el makil aparecería vestido de mujer, pero así era como se vestía también fuera del escenario, no con tanta magnificencia, pero sí con elegancia, con telas delicadas y vaporosas de matices oscuros y sutiles, como las que usaban las desmayadas damiselas de los teledramas. Lo cual otorgaba una considerable mordacidad, pensó ella, a sus propias ropas de hombre. Batikam no era tan atractivo como el Mayor, que resultaba un hombre de apariencia magnífica hasta que abría la boca, pero era magnético: obligaba a que lo miraran. Era de un oscuro color marrón grisáceo, no el negro azulado del que tanto se enorgullecían los propietarios (aunque también había muchos siervos negros, según había advertido Solly... y era lógico, dado que todas las esclavas eran sirvientas sexuales de sus propietarios). El rostro del makil, a través del maquillaje negro plateado, denotaba una intensa y vivaz inteligencia, y mucha simpatía, mientras éste, con una carcajada lenta y adorable, los miraba a ella y a San, y al Mayor que estaba parado en la puerta. Se reía como una mujer, en cálidas olas, no con el «ja, ja» de un hombre. Extendió las manos hacia Solly y ella se adelantó y las tomó en las suyas. —Gracias por venir, Batikam —dijo. Y él respondió: —¡Gracias por invitarme, Enviada Extranjera! —San —dijo ella—, creo que te han dado el pie. Lo único que podía desacelerar a San al punto de tener que decirle algo así era la indecisión sobre lo que debía o no debía hacer. Dudó un momento más todavía; luego sonrió con unción y dijo: —¡Sí, disculpe, que pase una buena noche, Enviada! ¿Mañana a mediodía en la Oficina de Minas, presumo? Retrocediendo, se chocó con el Mayor, que estaba parado como un poste en el umbral. Solly miró al Mayor, lista para ordenarle, sin mayores ceremonias, que se retirara (¡cómo se atrevía a volver a entrar!) y vio la expresión de su rostro. Por primera vez, su máscara inexpresiva se había partido en dos, y lo que revelaba debajo era asco. Un asco incrédulo, enfermizo. Como si lo estuvieran obligando a contemplar a una persona que estuviese comiendo excremento. —Váyase —dijo ella. Les dio la espalda a los dos—. Pasa, Batikam; la única privacidad que poseo está aquí dentro —dijo, y llevó al makil al dormitorio. Nació donde sus padres habían nacido antes que él, en la vieja y fría casa, al pie de las elevadas colinas de Noeha. Su madre no gritó al parirlo, pues era esposa de un soldado, y ahora también madre de un soldado. Le pusieron el nombre de su tío abuelo, asesinado en el primer Motín Tribal de Yeowe. Creció con la inflexible disciplina de un hogar pobre, de puro linaje veot. Su padre, cuando estaba de licencia, le enseñaba las artes que un soldado debe aprender; cuando su padre estaba de servicio, era el anciano Sargento-Siervo Habbakam quien se encargaba de las clases, que comenzaban a las cinco de la mañana, fuese verano o invierno, con oraciones, práctica de espadín y carreras a campo traviesa. Hasta que cumplió los dos años, su madre y su abuela le enseñaron otras artes que un hombre debía conocer, comenzando por los buenos modales, y después de su segundo cumpleaños continuaron con la historia, la poesía y con el arte de permanecer sentado y quieto, sin hablar. El niño tenía el día ocupado con lecciones y cercado con disciplina, pero el día de un niño es largo. Había espacio y tiempo para la libertad, la libertad de la granja y las colinas. Estaba el compañerismo de las mascotas: los perros-zorro, los perros de carrera, los gatos manchados, los gatos cazadores, el ganado de la granja y los grancaballos; aparte de éste, no había mucho compañerismo. Las propiedades de la familia, aparte de Habbakan y las dos domésticas, eran siervos que cultivaban como medianeros la rocosa tierra al pie de las colinas donde ellos y sus propietarios habían vivido siempre. Sus hijos eran de piel clara, tímidos, ya sometidos al que sería su trabajo de toda la vida, ignorantes de todo, salvo de sus campos y sus colinas. A veces, en verano, nadaban con Teyeo en los remansos del río. A veces él los reunía para jugar a los soldados. Ellos se quedaban de pie, torpes, rústicos, sonriendo estúpidamente cuando les gritaba «¡A la carga!», y luego se lanzaban hacia el enemigo invisible. «¡Síganme!», chillaba él con voz estridente, y ellos lo seguían pesadamente, disparando sus improvisadas pistolas hechas con ramas de árbol, «pum, pum». Casi siempre, él andaba solo, montado en su buena yegua Tasi, o a pie, con un gato cazador caminando a su lado. Unas pocas veces al año llegaban visitas a la casa, parientes o compañeros de armas del padre de Teyeo, trayendo a sus hijos y siervos. Silenciosa y cortésmente, Teyeo les mostraba el lugar a los niños invitados, les presentaba a los animales, los llevaba a cabalgar. Silenciosa y cortésmente, él y su primo Gemat llegaron a odiarse; a la edad de catorce años, se golpearon durante una hora en un claro que estaba detrás de la casa, siguiendo puntillosamente las reglas de la lucha cuerpo a cuerpo, lastimándose mutuamente de modo implacable, ensangrentándose, cansándose y desesperándose cada vez más, hasta que, por mudo consentimiento, suspendieron la pelea y regresaron, en silencio, a la casa, donde todos se estaban reuniendo para la cena. Todos los miraron y nadie dijo nada. Se lavaron rápidamente; corrieron a la mesa. La nariz de Gemat goteó sangre durante toda la comida; a Teyeo le dolía tanto la mandíbula que no podía abrirla para comer. Nadie hizo ningún comentario. Silenciosa y cortésmente, cuando tenían quince años, Teyeo y la hija de Rega Toebawe se enamoraron. El último día de su visita, por muda confabulación, se escaparon y cabalgaron lado a lado, cabalgaron durante horas, demasiado tímidos para hablarse. Él le había prestado a su Tasi para la cabalgata. Desmontaron para descansar y dar de beber a los caballos en un valle agreste de las colinas. Se sentaron uno cerca del otro, no muy cerca, junto al arroyo de mansa corriente. «Te amo», dijo Teyeo. «Te amo», dijo Emdu, inclinando hacia abajo su brillante rostro negro. No se tocaron ni se miraron. Volvieron cabalgando por las colinas, jubilosos, en silencio. Cuando tenía dieciséis años, Teyeo fue enviado a la Academia de Oficiales, en la capital de su provincia. Allí continuó aprendiendo y practicando las artes de la guerra y las artes de la paz. Su provincia era la más rural de Voe Deo: el estilo de vida era conservador y el entrenamiento era, de algún modo, anacrónico. Por supuesto, le enseñaron las tecnologías de la guerra moderna, se convirtió en un piloto de primera y en un experto en tele-reconocimiento, pero no le enseñaron las formas modernas de pensamiento que acompañaban a las tecnologías, como en otras escuelas. Aprendió la poesía y la historia de Voe Deo, no la historia y la política de los Ekumen. Esa presencia extranjera en Werel siguió siendo, para él, remota y teórica. Su realidad era la vieja realidad de la clase veot, cuyos hombres se mantenían apartados de todos los hombres que no fuesen soldados y en hermandad con todos los soldados, ya fueran propietarios o propiedades. En cuanto a las mujeres, Teyeo consideraba que sus derechos sobre ellas eran absolutos y que estaba absolutamente obligado a actuar con responsable caballerosidad con las mujeres de su propia clase y a tratar con protectora piedad a las siervas. Creía que todos los extranjeros eran básicamente unos bárbaros hostiles e indignos de confianza. Rendía honores a la Dama Tual, pero adoraba a Kamye. No esperaba justicia, no buscaba recompensas y valoraba, por encima de todo, la competencia, el coraje y la dignidad. En algunos aspectos, era completamente inadecuado para el mundo al que estaba por ingresar; en otros, estaba muy preparado para él, dado que iba a permanecer siete años en Yeowe, peleando una guerra en la que no había justicia, ni recompensas, ni apenas una ilusión de victoria definitiva. Entre los oficiales veot, el rango era hereditario. Teyeo ingresó al servicio activo como Rega, el más alto de los tres rangos veot. Ningún grado de ineptitud o distinción podía hacer descender o elevar su rango o su sueldo. La ambición material no tenía utilidad para un veot. Pero el honor y la responsabilidad había que ganárselos, y él se los ganó rápidamente. Le encantaba el servicio, le encantaba la vida, sabía que era bueno en lo suyo, inteligentemente obediente, efectivo como comandante. Egresó de la Academia con las recomendaciones más altas y lo destinaron a la capital, donde pronto llamó la atención, no sólo por ser un oficial muy prometedor sino también por ser un joven muy agradable. A los veinticuatro años, tenía un estado físico absolutamente perfecto, su cuerpo podía hacer cualquier cosa que él le pidiera. Su crianza austera le había inculcado muy poco gusto por la indulgencia; más bien poseía una intensa apreciación del placer, de modo que los lujos y entretenimientos de la capital le resultaron un descubrimiento de delicias. Era reservado y bastante tímido, pero buen compañero y alegre. Un joven atractivo, que encajaba en el grupo de otros jóvenes muy parecidos a él. Durante un año, supo lo que era vivir una vida totalmente privilegiada, gozando por completo de ella. La brillante intensidad de ese gozo se contraponía con el oscuro telón de fondo de la guerra de Yeowe, la revolución de esclavos en el planeta colonial, que había estado desarrollándose durante toda su vida y ahora se intensificaba. Sin ese telón de fondo, no podría haber sido tan feliz. Pero no le interesaba dedicarse al juego y las diversiones durante toda la vida, y cuando llegaron sus órdenes, destinándolo como piloto y comandante de división en Yeowe, su felicidad fue casi totalmente completa. Volvió a su casa de licencia, durante treinta días. Luego de recibir la aprobación de sus padres, cabalgó por las colinas hasta la casa de Rega Toebawe y le pidió la mano de su hija en matrimonio. El Rega y su esposa le dijeron a su hija que aprobaban la oferta y le preguntaron, porque no eran padres estrictos, si le agradaría casarse con Teyeo. «Sí», dijo ella. Como mujer adulta y soltera que era, vivía recluida en el ala femenina de la casa, pero le permitieron tener encuentros con Teyeo, e incluso que saliera a caminar con él, mientras la chaperona se mantenía a cierta distancia. Teyeo le dijo que era un destino de tres años y le preguntó si prefería casarse rápidamente ahora, o esperar tres años y tener una boda como correspondía. «Ahora», le dijo ella, inclinando su rostro angosto y brillante. Teyeo lanzó una carcajada de deleite y ella se rió de él. Se casaron nueve días después —no pudieron hacerlo antes, pues había que organizar algo de barullo y ceremonia, aunque fuese la boda de un soldado— y durante diecisiete días Teyeo y Emdu hicieron el amor, salieron a caminar, hicieron el amor, salieron a cabalgar, hicieron el amor, llegaron a conocerse, llegaron a amarse, se pelearon, se reconciliaron, hicieron el amor, durmieron abrazados. Después, él se marchó a la guerra en otro mundo y ella se mudó al ala femenina de la casa de su esposo. Su destino de tres años se fue extendiendo año tras año, ya que su valor como oficial llegó a ser muy reconocido, mientras la guerra de Yeowe iba cambiando y, de ser un grupo de aisladas acciones de contención, pasaba a convertirse en una retirada cada vez más desesperada. En su séptimo año de servicio, enviaron una compasiva orden de licencia al Cuartel General de Yeowe, a nombre de Rega Teyeo, cuya esposa estaba agonizando por complicaciones de la fiebre berlot. En ese momento, no había cuarteles generales en Yeowe: el Ejército se batía en retirada desde tres puntos cardinales, rumbo a la capital colonial. La división de Teyeo estaba luchando en un puesto defensivo de retaguardia en los pantanos marítimos; las comunicaciones se habían derrumbado. Para el comando de Werel, seguía resultando inconcebible que una masa de esclavos ignorantes, con las armas más burdas imaginables, estuviera derrotando al Ejército de Voe Deo, un cuerpo de soldados disciplinados, entrenados, con una red de comunicaciones infalible, con naves de reconocimiento, con cápsulas, con todos los armamentos y dispositivos permitidos por el Acuerdo de la Convención Ekuménica. Una poderosa facción de Voe Deo pensaba que los traspiés se debían al sumiso acatamiento de las reglas impuestas por los extraplanetarios. Al diablo con las Convenciones Ekuménicas. Bombardeen a los malditos marrones para que vuelvan al barro del que fueron hechos. Usen la biobomba, ¿para qué la tenían si no? Saquen a nuestros hombres de ese inmundo planeta y límpienlo de un plumazo. Comiencen de nuevo. ¡Si no ganamos la guerra de Yeowe, la próxima revolución va a ser aquí, en Werel, en nuestras propias ciudades, en nuestros propios hogares! El nervioso gobierno aguantó estas presiones. Werel estaba a prueba, y Voe Deo quería llevar al planeta a estátus Ekuménico. Se les restó importancia a las derrotas, las pérdidas no se recuperaron, los naves de reconocimiento, las cápsulas, las armas y los hombres no fueron reemplazados. Al finalizar el séptimo año de Teyeo, el gobierno, esencialmente, había borrado del mapa al Ejército estacionado en Yeowe. A principios del octavo año, cuando por fin se permitió la presencia de los Enviados de los Ekumen en Yeowe, en Voe Deo y en otros países que habían proporcionado tropas auxiliares, finalmente comenzaron a traer a los soldados de vuelta. No fue hasta que regresó a Werel que Teyeo se enteró de la muerte de su esposa. Se dirigió a su casa de Noeha. Él y su padre se saludaron con un abrazo silencioso, pero su madre lloró mientras lo abrazaba. Teyeo se arrodilló ante ella para pedirle perdón por haber traído a su vida más dolor del que podía soportar. Esa noche, permaneció acostado en la fría habitación de la casa silenciosa, escuchando los latidos del lento tambor de su corazón. No se sentía infeliz: el alivio de la paz y la dulzura de estar en casa eran demasiado grandes. Pero era una calma desolada, y en alguna parte de ella había furia. Como no estaba acostumbrado a la furia, no estaba seguro de lo que sentía. Era como si una llamarada roja, distante, sombría, coloreara todas las imágenes de su mente, mientras trataba de pensar en los siete años en Werel, primero como piloto, después la guerra de campo, después la larga retirada, el hecho de matar y ser matado. ¿Por qué los habían dejado allí, para que los persiguieran y masacraran? ¿Por qué el gobierno no les había enviado refuerzos? Las preguntas que no valía la pena hacerse antes, tampoco valían la pena ahora. Tenían sólo una respuesta: hacemos lo que nos piden que hagamos, y no nos quejamos. Nunca dejé de pelear, pensó sin orgullo. La nueva certeza cortaba como un cuchillo afilado, abriéndose camino a través de todas las demás certezas... Y mientras yo peleaba, ella se moría. Todo fue un desperdicio, allá en Yeowe; todo fue un desperdicio, aquí en Werel. Se sentó en la fría, negra, silenciosa y dulce oscuridad de la noche de las colinas. «Lord Kamye», dijo en voz alta, «ayúdame. La mente me traiciona». Durante la larga licencia en casa, a menudo se sentaba junto a su madre. Ella quería hablarle de Emdu, y al principio tuvo que obligarse a escucharla. Sería fácil olvidar a la muchacha que había conocido durante diecisiete días hacía siete años, si su madre le permitía olvidarla. Gradualmente, aprendió a aceptar lo que su madre quería entregarle: el conocimiento de quién había sido su esposa. Su madre quería compartir con él todo lo que podía de la alegría que le había dado Emdu, su amada hija y amiga. Incluso su padre, ahora retirado, un hombre sosegado y silencioso, logró decir que «ella era la luz de la casa». Le daban las gracias por ella. Le estaban diciendo que no todo había sido un desperdicio. Pero, ¿qué tenían por delante? La vejez, la casa vacía. No se quejaban, por supuesto, y parecían contentarse con sus severas y plácidas tareas de todos los días; pero para ellos la continuidad del pasado con el futuro se había roto. —Debería volver a casarme —le dijo Teyeo a su madre—. ¿Hay alguien en que te hayas fijado...? Estaba lloviendo; una luz gris entraba por las ventanas mojadas, un suave golpeteo resonaba en los aleros. Inexpresivo, el rostro de su madre se inclinaba hacia lo que estaba remendando. —No —dijo ella—. En realidad no. —Levantó la vista para mirarlo y después de una pausa le preguntó—: ¿Qué... dónde piensas que te destinarán? —No lo sé. —Ahora no hay guerra —dijo ella, con su voz suave y apacible. —No —dijo Teyeo—. No hay guerra. —¿Volverá a haber guerra... alguna vez? ¿Qué piensas? Él se puso de pie, caminó por la habitación, volvió a sentarse en la plataforma acolchada junto a ella; ambos estaban sentados con la espalda recta, quietos, a excepción del leve movimiento de las manos de ella mientras cosía; las manos de Teyeo estaban ligeramente apoyadas una sobre la otra, como le habían enseñado cuando tenía dos años. —No lo sé —dijo él—. Es extraño. Es como si nunca hubiese existido una guerra. Como si nunca hubiésemos estado en Yeowe... la Colonia, el Levantamiento, todo. No hablan de eso. No sucedió. No peleamos guerras. Esta es una nueva era; lo dicen con frecuencia en la red. La era de la paz, de la hermandad de las estrellas. Por lo tanto, ¿ahora somos hermanos de Yeowe? ¿Somos hermanos de Gatay, y de Bambur, y de los Cuarenta Estados? ¿Somos hermanos de nuestros siervos? No le encuentro sentido; no sé a qué se refieren. No sé dónde encajo yo. —Su voz sonaba demasiado baja y tranquila. —Aquí no, creo —dijo ella— Todavía no. Después de un momento, Teyeo dijo: —Pensé... hijos... —Por supuesto. Cuando llegue el momento. —Ella le sonrió—. Nunca pudiste quedarte quieto más de media hora... Espera. Espera y verás. Ella tenía razón, desde luego; sin embargo, lo que veía en la red y en la ciudad era un desafío a su paciencia y a su orgullo. Parecía que ahora ser soldado era una desgracia. Los informes del gobierno, los noticieros y los análisis, constantemente acusaban al ejército, y particularmente a la clase veot, de ser un grupo de fósiles costosos e inútiles, de ser el principal obstáculo de Voe Deo para su ingreso definitivo a los Ekumen. Su propia inutilidad le resultó evidente cuando, ante su solicitud de destino, le respondieron con una extensión indefinida de la licencia y reduciéndole el sueldo a la mitad. A los treinta y dos años, aparentemente, le estaban diciendo que ya era hora de jubilarse. Otra vez, Teyeo le sugirió a su madre que había que aceptar la situación, sentar cabeza y buscar una esposa. —Habla con tu padre —le respondió ella. Así lo hizo, y su padre le dijo: —Por supuesto que tu colaboración es muy bien recibida, pero yo todavía puedo manejar la granja sin problemas. Tu madre piensa que deberías ir a la capital, al Comando. Si estás allí, no pueden ignorarte. Después de todo lo que pasó. Después de siete años de combate... tus antecedentes... Teyeo sabía lo que valían sus antecedentes ahora. Pero, por cierto, aquí no lo necesitaban, y probablemente irritaba a su padre con sus ideas de cambiar la forma de hacer esto o lo otro. Ellos tenían razón: debía ir a la capital y descubrir por sí mismo qué papel podía jugar en el nuevo mundo de la paz. El primer medio año fue horrendo. Casi no conocía a nadie del Comando ni de las barracas; los de su generación estaban muertos, o lisiados, o en su casa, cobrando medio sueldo. Los oficiales más jóvenes, que no habían estado en Yeowe, le parecían un grupo frío, almidonado, siempre hablando de dinero y de política; en privado, los consideraba pequeños empresarios. Sabía que le tenían miedo... miedo de sus antecedentes, de su reputación; lo quisiera o no, él les recordaba que había existido una guerra en la que Werel había peleado y perdido; una guerra civil, su propia raza peleando contra sí misma, clase contra clase. Ellos querían hacerla a un lado como si hubiese sido una simple disputa sin sentido con otro mundo, algo que no tenía nada que ver con ellos. Teyeo caminaba por las calles de la capital, observaba a los miles de siervos y siervas corriendo apresuradamente para atender los asuntos de sus propietarios, y se preguntaba qué estaban esperando. «Los Ekumen no interfieren con la organización social, cultural y económica ni con los asuntos de ningún pueblo», repetían los de la Embajada y los voceros del gobierno. «La plena membresía de cualquier nación o pueblo que la desee es posible únicamente por la ausencia o el abandono de ciertos métodos y dispositivos específicos de la guerra», y luego seguía la lista de terribles armas, la mayoría simples nombres para Teyeo, pero otras inventos de su propio país: la biobomba, como la llamaban, y la neurónica. Personalmente, estaba de acuerdo con el juicio de los Ekumen acerca de tales artefactos y respetaba su paciencia para esperar que Voe Deo y el resto de Werel demostraran no sólo estar dispuestos a acatar la prohibición, sino también a aceptar el principio que la regía. Pero, muy en el fondo, resentía su condescendencia. Los Ekumen se sentaban a juzgar todas las cosas werelianas, mirándolas desde arriba. Cuanto menos decían sobre la división de clases, más claro era que la desaprobaban. «En los mundos Ekuménicos, la esclavitud aparece muy rara vez», decían sus libros, «y desaparece por completo cuando se participa plenamente de la política Ekuménica». ¿Era eso lo que la Embajada extranjera realmente estaba esperando? —¡Por Nuestra Señora! —le dijo uno de los oficiales jóvenes (muchos de ellos eran tualitas, además de empresarios)—. ¡Los extraplanetarios van a dejar entrar a los barrosos antes que a nosotros! —Escupía sus palabras con furiosa indignación, como un anciano Rega de rostro enrojecido enfrentado a la insolencia de un soldado siervo—. ¡Prefieren a Yeowe, un maldito planeta de salvajes, de pueblos tribales, que ha regresado a la barbarie, antes que a nosotros! —Ellos pelearon bien —observó Teyeo, sabiendo que no debía decirlo al mismo tiempo que lo decía, pero no le agradaba oír que llamaran barrosos a los hombres y mujeres contra los que había combatido. Propiedades, rebeldes o enemigos, sí. El joven lo miró de arriba abajo y pasado un momento dijo: —Supongo que usted los ama, ¿eh? A los barrosos. —Maté tantos como pude —replicó Teyeo con cortesía, y luego cambió de tema; el joven, aunque nominalmente era el superior de Teyeo en el Comando, era un Oga, el rango más bajo de los veot, y seguir desairándolo sería de mala educación. Ellos estaban muy creídos de sí mismos; él estaba susceptible. Los viejos días de alegre compañerismo eran un recuerdo desteñido e increíble. Los jefes de división del Comando atendieron su petición de ser puesto nuevamente en servicio activo y lo transfirieron de una sección a otra en una seguidilla sin fin. No podía vivir en las barracas, sino que debía buscarse un departamento, igual que un civil. Su medio sueldo no le permitía indulgencias con los costosos placeres de la ciudad. Mientras esperaba que le dieran turno para hablar con tal o cual oficial, pasaba los días en la red biblioteca de la Academia de Oficiales. Sabía que su educación había sido incompleta y que no estaba actualizada. Si su país iba a unirse a los Ekumen, y si quería ser útil, debía saber más sobre el modo de pensar de los extraplanetarios y sobre las nuevas tecnologías. No muy seguro de qué era lo que necesitaba saber, recorrió la red a tontas y a locas, aturdido por la infinita cantidad de información disponible, dándose cuenta cada vez más que no era un intelectual ni un estudioso, que nunca comprendería las mentes extraplanetarias, pero obligándose tenazmente a salir del ensimismamiento. Un hombre de la Embajada ofrecía un curso introductorio a la historia Ekuménica en la red pública. Teyeo se anotó y se sentó a escuchar ocho o diez clases y períodos de discusión, con la espalda derecha y muy quieto, sólo moviendo las manos ligeramente para tomar notas completas, metódicas. El instructor, un hainita que traducía su nombre hainita extremadamente largo como «Vieja Música», observaba a Teyeo, tratando de atraerlo a la discusión, hasta que por fin le pidió que se quedara después de una sesión. «Me gustaría reunirme con usted, Rega», le dijo cuando los otros habían salido. Se reunieron en un café. Volvieron a reunirse. A Teyeo no le agradaban los modales de los extraplanetarios, que le resultaban demasiado efusivos; no confiaba en sus mentes rápidas, inteligentes; sentía que Vieja Música lo estaba usando, estudiándolo como si fuese un simple espécimen de Los Veot, de Los Soldados, probablemente de Los Bárbaros. El extranjero, seguro de su superioridad, era indiferente a la frialdad de Teyeo, ignoraba su desconfianza, insistía en ayudarlo con información y orientación, y repetía desvergonzadamente las preguntas que Teyeo había evitado responderse. Una de ellas era «¿Por qué está aquí sentado, cobrando medio sueldo?». —No es por propia elección, Sr. Vieja Música —respondió finalmente Teyeo la tercera vez que se lo preguntó; estaba muy enojado con la impudicia del hombre, y por lo tanto habló con especial mansedumbre. Mantenía la mirada apartada de los ojos azulados de Vieja Música, donde se veía el blanco, como en los ojos de un caballo asustado. No podía acostumbrarse a los ojos de los extranjeros. —¿No volverán a ponerlo en servicio activo? Teyeo asintió cortésmente. ¿Podía ese hombre, por más extranjero que fuera, obviar el hecho que sus preguntas eran burdamente humillantes? —¿Le agradaría desempeñarse en la Guardia de la Embajada? Por un momento, la pregunta lo dejó mudo; después, cometió la extrema grosería de responder a la pregunta con otra pregunta. —¿Por qué me lo dice? —Me gustaría mucho contar con un hombre de su capacidad en el cuerpo de Guardia —dijo Vieja Música, agregando, con el aplastante candor que le era habitual—: La mayoría de ellos son espías o estúpidos. Sería maravilloso disponer de un hombre que yo sé que no es ninguna de las dos cosas. No es sólo un trabajo de centinela, sabe. Imagino que su gobierno le solicitará que actúe de informante; lo doy por sentado. Y nosotros podríamos utilizarlo, cuando haya adquirido experiencia y si usted está dispuesto, como oficial de enlace. Aquí y en otros países. Sin embargo, no le exigiríamos que actúe como informante nuestro. ¿Está claro, Teyeo? No quiero malentendidos entre nosotros en cuanto a lo que le estoy y no le estoy pidiendo. —¿Usted podría...? —preguntó Teyeo con cautela. Vieja Música rió y dijo: —Sí, tengo influencias en el Comando. Me deben un favor. ¿Lo pensará? Teyeo calló por un minuto. Ya hacía casi un año que estaba en la capital y la única respuesta que habían recibido sus solicitudes de destino eran evasivas burocráticas y, recientemente, insinuaciones que se las consideraba una insubordinación. —Acepto ahora mismo, si puedo —dijo con fría deferencia. El hainita lo miró; su sonrisa dio paso a una mirada firme, pensativa. —Gracias —dijo—. Tendrá noticias del Comando en pocos días. Y así, Teyeo volvió a ponerse el uniforme, se mudó a las barracas de la Ciudad y prestó servicios durante otros siete años en tierra extranjera. La Embajada Ekuménica era, por acuerdo diplomático, no una parte de Werel sino de los Ekumen... un pedazo del planeta que ya no pertenecía a él. Los guardias provistos por Voe Deo servían de protección y de decoración; eran una presencia extremadamente visible en los terrenos de la Embajada, con uniformes blancos y dorados. También estaban visiblemente armados, ya que las protestas contra la presencia extranjera todavía desembocaban, de vez en cuando, en actos de violencia. El Rega Teyeo, al comienzo asignado al comando de una tropa de estos guardias, pronto fue trasladado a un trabajo diferente, el de acompañar a miembros de la Embajada por la ciudad y durante sus viajes. Servía de guardaespaldas, sin uniforme. La Embajada prefería no usar a su propio personal y sus propias armas, sino solicitar y confiar en Voe Deo para su protección. A menudo, también lo llamaban para actuar de guía e intérprete, y a veces de compañero. No le gustaba cuando los visitantes de algún lugar del espacio querían ser simpáticos y confidentes, le hacían preguntas personales, lo invitaban a beber con ellos. Con un disgusto perfectamente oculto, con perfecta urbanidad, él rechazaba esas ofertas. Hacía su trabajo y se mantenía a distancia. Sabía que eso era precisamente lo que la Embajada valoraba en él. La confianza que le tenían le daba una fría satisfacción. Su gobierno nunca lo abordó para que actuara de informante, aunque ciertamente se enteraba de cosas que podrían haberle interesado. El servicio de inteligencia de Voe Deo no reclutaba agentes entre los veots. Sabía quiénes eran los agentes infiltrados en la Guardia de la Embajada; algunos trataban de sonsacarle información, pero él no tenía intenciones de trabajar de espía para los espías. Vieja Música, quien, según conjeturaba ahora Teyeo, debía ser el jefe del sistema de inteligencia de la Embajada, lo llamó cuando regresó de la licencia invernal que pasó en su casa. El hainita había aprendido a no exigirlo emocionalmente, pero no pudo esconder un tono afectuoso al saludarlo. —¡Hola, Rega! Espero que su familia se encuentre bien. Tengo un trabajo especialmente apropiado para usted. Reino de Gatay. Usted estuvo allí con Kemehan, hace dos años, ¿verdad? Bueno, ahora quieren que les mandemos un Enviado. Dicen que desean integrarse. Por supuesto, el viejo Rey es un títere del gobierno, pero suceden muchas otras cosas por allá. Un fuerte movimiento religioso separatista. Una Causa Patriótica: echar a todos los extranjeros, voedeanos y extraplanetarios por igual. Pero el Rey y el Consejo solicitaron un Enviado, y lo único que tenemos para enviarles es a una recién llegada. Que puede darle problemas hasta que aprenda a conducirse. La juzgo un poco terca. Excelente material, pero joven, muy joven. Y hace sólo unas semanas que está aquí. Lo solicité a usted porque ella necesita de su experiencia. Téngale paciencia, Rega. Creo que la encontrará agradable. No fue así. En siete años, se había acostumbrado a los ojos de los extraplanetarios y a sus diversos olores, colores y modales; protegido por su impecable cortesía y su código estoico, Teyeo soportaba o ignoraba sus extrañas, escandalosas o problemáticas conductas, su ignorancia y sus conocimientos diferentes. Servía y protegía a los extranjeros que le confiaban, pero se mantenía apartado de ellos, sin tocarlos ni ser tocado. Las personas a su cargo aprendían a contar con él y no a presumir de él. Las mujeres, con frecuencia, eran más rápidas en advertir y obedecer sus señales de «Prohibido el Paso» que los hombres; tenía una relación fácil, casi amistosa, con una anciana Observadora terrana a quien había acompañado en varias y prolongadas excursiones de investigación. «Estar contigo es tan apacible como estar con un gato, Rega», le había dicho ella una vez, y él valoraba el elogio. Pero la Enviada a Gatay era otra cosa. Era físicamente espléndida, de piel clara, marrón rojiza, como la de un bebé, con una brillante y vaporosa cabellera, con un andar libre... demasiado libre: meneaba su cuerpo espigado, voluptuoso, frente a hombres que no tenían acceso a él, imponiéndolo ante Teyeo, ante todo el mundo, con insistencia y desvergüenza. Expresaba todas sus opiniones con una grosera confianza en sí misma. No prestaba atención a las insinuaciones y se rehusaba a aceptar órdenes. Era una niña agresiva y malcriada, con la sexualidad de una adulta, a quien le habían dado la responsabilidad de actuar como diplomática en un país peligrosamente inestable. Teyeo supo, apenas la conoció, que esta misión iba a ser imposible. No podía confiar en la mujer ni en sí mismo. La impudicia sexual de ella lo excitaba al tiempo que lo disgustaba; era una ramera a quien debía tratar como una princesa. Obligado a soportarla e incapaz de ignorarla, la odiaba. Estaba más familiarizado con la furia que antes, pero no estaba acostumbrado al odio. Lo perturbaba en extremo. Nunca en su vida había pedido un cambio de destino, pero al día siguiente que ella se llevara al makil al dormitorio, Teyeo envió una envarada solicitud a la Embajada. Vieja Música le respondió con un mensaje vocal sellado, por correo diplomático. «El amor por Dios y la Patria es como el fuego: un maravilloso amigo, un terrible enemigo; sólo los niños juegan con fuego. No me gusta la situación. Aquí no hay nadie que los pueda reemplazar a ustedes dos. ¿Podría aguantar un poco más?». No sabía cómo negarse. Un veot no se negaba al cumplimiento del deber. Sentía vergüenza hasta de haber pensado en hacerlo, y volvió a odiarla por causarle tal vergüenza. La primera frase del mensaje era enigmática, no del estilo habitual en Vieja Música, sino florida, indirecta, como una advertencia codificada. Teyeo, por supuesto no conocía ninguno de los códigos de inteligencia de su país ni de los Ekumen. Vieja Música había empleado insinuaciones e indirectas: «El amor por Dios y la Patria» bien podía significar los Viejos Creyentes y los Patriotas, los dos grupos subversivos de Gatay, ambos fanáticamente en contra de la influencia extranjera; la Enviada podía ser la niña que jugaba con fuego. ¿Estaba en contacto con alguno de los dos grupos? No había tenido evidencias de ello, a menos que el hombre que esa noche se ocultaba en las sombras hubiese sido no un cuchillero sino un mensajero. La Enviada estaba bajo su mirada todo el día; los soldados bajo sus órdenes vigilaban la casa toda la noche. Seguramente, el makil, Batikam, no estaba trabajando para ninguno de los dos grupos. Bien podía ser miembro del Hame, una agrupación subterránea de Voe Deo que luchaba por la liberación de los siervos, pero tal cosa no pondría en peligro a la Enviada, puesto que el Hame consideraba que los Ekumen eran un pasaje a Yeowe y a la libertad. Teyeo analizó las palabras, volviéndolas a pasar una y otra vez, consciente de su propia estupidez para esta clase de sutilezas, para las vueltas del laberinto de la política. Finalmente, borró el mensaje y bostezó, porque ya era tarde; se bañó, se acostó, apagó la luz, dijo en un susurro «¡Lord Kamye, permíteme aferrarme con coraje a la única cosa noble!» y se durmió como una piedra. El makil iba a casa de la Enviada todas las noches, después del teatro. Teyeo trató de decirse que no había nada malo en eso. Él mismo había pasado muchas noches con los makiles, en los florecientes días de antes de la guerra. Las relaciones sexuales expertas, artísticas, eran parte de su trabajo. Sabía por rumores que las mujeres ricas de la ciudad a menudo los contrataban para suplir las deficiencias de sus maridos. Pero hasta esas mujeres lo hacían secreta y discretamente, no de este modo vulgar, desvergonzado, totalmente carente de decencia, burlándose del código moral, como si la Enviada tuviese algún derecho a hacer cualquier cosa que quisiera, donde y cuando se le antojara. Por supuesto, Batikam confabulaba ansiosamente con ella, jugando con su enamoramiento, mofándose de los gatayanos, mofándose de Teyeo... y mofándose de ella, aunque ella no se daba cuenta. ¡Qué oportunidad para un siervo de hacer quedar como tontos a todos los propietarios a la vez! Observando a Batikam, Teyeo acabó por convencerse que era miembro del Hame. Sus burlas eran muy sutiles; no estaba tratando de deshonrar a la Enviada. A decir verdad, su discreción era mucho mayor que la de ella. Trataba de evitar que ella se deshonrara sola. El makil devolvía la fría cortesía de Teyeo con amabilidad, pero una o dos veces, al encontrarse sus miradas, los había unido un breve e involuntario entendimiento, algo fraternal, irónico. Iba a realizarse una festividad pública, una celebración de la Fiesta Tualita del Perdón, a la cual la Enviada estaba forzosamente invitada por el Rey y el Consejo. La exhibían en muchos eventos de ese estilo. Teyeo no meditó al respecto, salvo en cómo proporcionarle seguridad en medio de la excitada muchedumbre del festejo, hasta que San le dijo que el día del festival era el día más santo de la antigua religión de Gatay y que los Viejos Creyentes estaban ferozmente resentidos por la imposición de los ritos foráneos por sobre los suyos propios. El hombrecito parecía genuinamente preocupado. Teyeo también se preocupó cuando, al día siguiente, San de pronto fue reemplazado por un anciano que no hablaba casi nada, salvo en gatayano, y que era totalmente incapaz de explicar qué había ocurrido con San Ubattat. —Otras obligaciones, otros deberes llamarlo —dijo en muy mal voedeano, sonriendo y bamboleándose—. Muy grande ocasión religiosa, ¿eh? Deberes religiosos llamarlo. Durante los días que precedieron al festival fue aumentando la tensión en la ciudad; aparecieron graffitis, símbolos de la antigua religión garabateados en las paredes; profanaron un templo tualita, después de lo cual la Guardia Real se hizo mucho más visible en las calles. Teyeo fue al palacio y solicitó, por propia autoridad, que no se le pidiera a la Enviada que apareciera en público durante una ceremonia que «probablemente se vería perturbada por manifestaciones inapropiadas». Fue citado por un funcionario de la Corte que lo trató con una mezcla de insolencia despreciativa y de guiños y cabeceos cómplices, lo que lo puso realmente incómodo. Esa noche dejó a cuatro hombres de guardia en la casa de la Enviada. Al volver a sus aposentos —una pequeña barraca calle abajo que había sido cedida a la Guardia de la Embajada— encontró la ventana de su habitación abierta y un retazo de papel, en su propio idioma, sobre la mesa: La Fiesta P está preparada para el assesinato. A la mañana siguiente, se dirigió rápidamente a la casa de la Enviada y le pidió a su sierva que le dijera que debía hablarle. Ella salió del dormitorio, envolviéndose el cuerpo desnudo con algo blanco. Detrás apareció Batikam, a medio vestir, adormilado y divertido. Teyeo le hizo la seña ocular que significaba «váyase», que el makil recibió con una sonrisa serena y condescendiente, murmurándole a la mujer: —Iré a desayunar. ¿Rewe, tienes algo para darme de comer? Salió de la habitación tras la sierva. Teyeo enfrentó a la Enviada y le mostró el trozo de papel. —Recibí esto anoche, Señora —dijo—. Debo solicitarle que no asista al festival de mañana. Ella escrutó el papel, leyó lo que decía y bostezó. —¿Quién lo escribió? —No lo sé, Señora. —¿Qué significa? ¿«Assesinato»? No saben escribirlo, ¿verdad? Pasado un momento, él dijo: —Hay una cantidad de otros indicios... suficientes para que yo deba pedirle que... —Que no asista a la Fiesta del Perdón, sí, ya lo escuché. —Se dirigió a una silla que estaba cerca de la ventana y se sentó, mientras la bata caía a los costados revelando sus piernas; sus pies descalzos y marrones eran cortos y flexibles, con las plantas rosadas, los dedos pequeños y parejos. Teyeo fijó la vista en el aire, al lado de la cabeza de ella. La mujer jugueteó con el pedazo de papel—. Si usted piensa que es peligroso, Rega, que lo acompañen uno o dos guardias —dijo, con un muy leve tono de menosprecio—. Realmente tengo que ir. El Rey me lo ha solicitado, ya lo sabe. Y debo encender la gran fogata o algo así. Una de las pocas cosas que aquí se les permite hacer en público a las mujeres... No puedo echarme atrás. —Extendió el trozo de papel hacia Teyeo y él, después de un momento, se acercó lo suficiente para tomarlo. Ella lo miró sonriente; cuando lo derrotaba siempre le sonreía—. ¿Quién piensa que desearía hacerme volar por los aires, además? ¿Los Patriotas? —O los Viejos Creyentes, Señora. Mañana es una de sus festividades. —¿Y los tualitas se la arrebataron? Bueno, no pueden culpar precisamente a los Ekumen, ¿verdad? —Creo que es posible que el gobierno permita la violencia a fin de justificar las represalias, Señora. Ella comenzó a responder con descuido; luego, dándose cuenta de lo que él le había dicho, frunció el entrecejo. —¿Cree que el Consejo me está tendiendo una trampa? ¿Qué evidencias tiene? Luego de una pausa, él dijo: —Muy pocas, señora. San Ubattat... —San está enfermo. El anciano que enviaron no resulta de mucha utilidad, pero difícilmente puede ser peligroso. ¿Eso es todo? —Él no dijo nada y ella continuó—. Hasta que tenga auténticas evidencias, Rega, no interfiera con mis obligaciones. Su paranoia militarista no es aceptable cuando se extiende a la gente con la que tengo trato aquí. ¡Contrólese, por favor! Para mañana, espero contar con uno o dos guardias adicionales y nada más. —Sí, Señora —dijo él, y salió. Su cabeza cantaba de furia. Se le ocurría ahora que el nuevo Guía le había dicho que San Ubattat había sido convocado para cumplir con deberes religiosos, no que estaba enfermo. No regresó a decírselo. ¿Qué sentido tenía? —Quédate una hora más, por favor, Seyem —le dijo al guardia de la puerta, y se marchó a grandes trancos por la calle, tratando de alejarse de ella, de sus suaves muslos marrones, de las plantas rosadas de sus pies y de su estúpida e insolente voz de ramera dándole órdenes. Trató que el brillante y helado aire iluminado por el sol, las calles con desniveles que estallaban en carteles para el festival, el centelleo de las grandes montañas y el clamor de los mercados lo colmaran, lo encandilaran y distrajeran, pero avanzó mirando cómo su propia sombra caía frente a él, como un cuchillo, encima de las piedras, y consciente de la futilidad de su vida. —El veot parecía preocupado —dijo Batikam con su voz de terciopelo, y ella rió, pinchando una fruta seca del plato y poniéndosela en la boca. —Ahora estoy lista para el desayuno, Rewe —dijo ella, y se sentó frente a Batikam—. ¡Estoy famélica! Sufrió uno de sus ataques falocráticos. Últimamente no me ha salvado de nada. Es su única función, después de todo. Así que tiene que inventar la ocasión. Ojalá, ojalá pudiera sacármelo de encima. Es tan lindo no tener al pobre y viejo San arrastrándose detrás de mí como una especie de parásito púbico. ¡Si ahora pudiera librarme del Mayor! —Es un hombre de honor —dijo el makil; su tono no parecía irónico. —¿Cómo puede ser honorable un hombre que es propietario de esclavos? —Batikam la miró con sus largos ojos oscuros. No podía leer las miradas werelianas, pero eran hermosas, colmando los párpados de oscuridad—. Los miembros de la jerarquía masculina siempre alardean de su preciado honor —dijo ella—. Y del honor de «sus» mujeres, por supuesto. —El honor es un gran privilegio —dijo Batikam—. Yo lo envidio. Lo envidio a él. —Oh, al diablo con toda esa falsa dignidad; no son más que meadas territoriales. Lo único que debes envidiarle, Batikam, es su libertad. Él sonrió. —Eres la única persona que he conocido en mi vida que no es ni propietaria ni propiedad. Eso es libertad. Eso es libertad. Me pregunto si lo sabías. —Claro que sí —dijo ella. Él sonrió y continuó desayunando, pero había aparecido algo en su voz que ella no le había oído antes. Conmovida y un poco atribulada, ella le dijo luego de un momento—: Te vas pronto. —Lees la mente. Sí. La compañía sale de gira por los Cuarenta Estados dentro de diez días. —¡Oh, Batikam, te voy a extrañar! Eres el único hombre... la única persona de aquí con la que puedo hablar... sin distinción de sexo... —¿Alguna vez hablamos? —No mucho —dijo ella, riendo, pero le tembló un poco la voz. Él estiró la mano; ella se acercó y se sentó en su regazo; la bata cayó al suelo. —Pequeños y hermosos senos de Enviada —dijo él, lamiendo y acariciando—. Pequeño y suave vientre de Enviada... —Rewe entró con una bandeja y la apoyó suavemente—. Toma tu desayuno, pequeña Enviada —dijo Batikam, y ella se separó y volvió a la silla, sonriendo—. Porque eres libre puedes ser honesta —dijo él, pelando fastidiosamente una pinifruta—. No seas tan dura con los que, como nosotros, no lo somos ni podemos serlo. —Cortó una rodaja y se la dio en la boca—. Conocerte ha sido como probar un bocado de libertad —dijo él—. Un esbozo, una sombra... —En pocos años, como máximo, Batikam, serás libre. Toda esta estructura idiota de amos y esclavos se derrumbará por completo cuando Werel ingrese en los Ekumen. —Si ingresa. —Claro que lo hará. Él se encogió de hombros. —Mi hogar es Yeowe —dijo. Ella lo miró con sorpresa, confundida. —¿Eres de Yeowe? —Nunca estuve allí —dijo él—. Probablemente nunca iré. ¿Qué utilidad pueden tener allí los makiles? Pero es mi hogar. Esa es mi gente. Esa es mi libertad. ¿Cuándo verás...? —Estaba apretando el puño; lo abrió con el suave gesto de alguien que deja escapar algo. Sonrió y volvió a su desayuno—. Tengo que regresar al teatro —dijo—. Estamos ensayando una obra para el Día del Perdón. Solly perdió todo el día en la Corte. Había hecho persistentes intentos para obtener un permiso para visitar las minas y las enormes granjas estatales del otro lado de las montañas, de donde salían las riquezas de Gatay; había resultado frustrada con igual persistencia, según creyó al principio, por el protocolo y la burocracia del gobierno, por su poca disposición a permitir que una diplomática hiciera cualquier cosa que no fuese correr de aquí para allá para asistir a ceremonias sin sentido; sin embargo, algunos empresarios le habían dado a entender algo sobre las condiciones de las minas y las granjas que ahora le hacía pensar que podían estar ocultando una especie de esclavitud aún más brutal que la que se veía en la capital. Este día tampoco pudo lograr nada, salvo esperar que se realizaran reuniones que nunca habían sido concertadas. El anciano que reemplazaba a San interpretaba mal casi todo lo que ella le decía en voedeano, y cuando trataba de hablarle en gatayano directamente interpretaba mal todo, ya fuese por estupidez o a propósito. El Mayor, bendito sea, había estado ausente la mayor parte de la mañana, reemplazado por uno de sus soldados, pero se hizo presente en la Corte, rígido, callado y apretando las mandíbulas, y la atendió hasta que renunció al intento y se fue a casa para tomar un baño antes de lo habitual. Esa noche, Batikam llegó tarde. En medio de uno de los elaborados juegos de fantasía e intercambio de roles que Solly había aprendido de él y que le parecían tan excitantes, sus caricias se volvieron cada vez más lentas y suaves, arrastrándose sobre ella como plumas; Solly se estremeció de deseo insatisfecho y, apretando su cuerpo contra el de él, se dio cuenta que se había quedado dormido. —Despierta —dijo ella, riendo pero decepcionada, y lo sacudió un poco. Los ojos oscuros se abrieron, trastornados, llenos de miedo—. Perdóname —agregó ella de inmediato—, vuelve a dormir. Estás cansado. No, no, está bien, es tarde. —Pero él reanudó lo que ahora ella sabía que era su trabajo, sin importar lo hábil y lo tierno que fuese. Por la mañana, en el desayuno, ella le dijo: —¿Puedes verme como a una igual, Batikam? Parecía cansado, más viejo que antes. No sonrió. Al rato, dijo: —¿Qué quieres que diga? —Que sí. —Sí —dijo él en voz baja. —No confías en mí —dijo ella con amargura. Pasado un momento, él dijo: —Hoy es el Día del Perdón. La Dama Tual se manifestó a los hombres de Asdok, que habían enviado gatos cazadores a atrapar a sus seguidores. Apareció entre esos hombres, montando un enorme gato cazador con lengua de fuego, y ellos cayeron al suelo aterrorizados, pero ella los bendijo, perdonándolos. —Su voz y sus manos representaban la historia mientras la contaba—. Perdóname —dijo. —¡No necesitas ningún perdón! —Oh, todos lo necesitamos. Es por eso que nosotros, los kamyitas, tomamos prestada a la Dama Tual de vez en cuando. Cuando la necesitamos. ¿De modo que hoy, en los ritos, tú serás la Dama Tual? —Lo único que tengo que hacer es encender una fogata, me dijeron —dijo ella ansiosamente, y él rió. Cuando se iba, ella le dijo que iría a verlo al teatro esa noche, después del festival. La pista de carreras de caballos, única zona llana de toda la ciudad, estaba atestada, con vendedores que vociferaban, estandartes que se agitaban; los automóviles Reales avanzaban en medio de la multitud, que se abría en dos como el agua y se cerraba detrás. Se habían erigido algunas graderías de apariencia desvencijada para los lores y propietarios, con una sección separada por cortinas para las damas. Solly vio que un automóvil se dirigía hacia las graderías; desenvolvieron a una figura fajada con tela roja, que luego se apresuró a atravesar las cortinas, desapareciendo. ¿Habría agujeritos por los que podrían mirar la ceremonia? Había mujeres en la multitud, pero sólo siervas. Se dio cuenta que a ella también la ocultarían hasta que llegara su momento de la ceremonia; le habían preparado una tienda roja, junto a las graderías, no lejos del sector delimitado por sogas donde cantaban los sacerdotes. La sacaron rápidamente del auto y la llevaron a la tienda con obsequiosas y resueltas reverencias. Las siervas que estaban en la tienda le ofrecieron té, dulces, espejos, maquillaje y aceite para el pelo, y la ayudaron a ponerse la compleja envoltura de fina tela roja y amarilla, su traje para la breve actuación como la Dama Tual. Nadie le había dicho muy claramente qué debía hacer, y a sus preguntas las mujeres respondieron: —Los sacerdotes le enseñarán, Señora. Usted vaya con ellos. Sólo encienda el fuego. Tienen todo preparado. Solly tuvo la impresión que las siervas no sabían mucho más que ella; eran bellas muchachas, esclavas de la Corte, entusiasmadas por participar en el espectáculo, indiferentes a la religión. Solly conocía el simbolismo de la fogata que estaba a punto de encender: en ella, las culpas y transgresiones podían ser expulsadas y quemadas, podían ser olvidadas. Era una linda idea. Los sacerdotes estaban dando voces allá afuera; Solly espió —sí había agujeritos en la tela de la tienda— y vio que la muchedumbre había aumentado. Nadie, excepto los que estaban en las graderías y justo al lado de la zona encerrada por sogas, podía ver nada, pero todos agitaban estandartes rojos y amarillos, masticaban comida frita y aprovechaban el día, mientras los sacerdotes continuaban con sus profundos cánticos. A extrema derecha del pequeño y borroso campo visual que le permitía el agujero, había un brazo conocido: el del Mayor, por supuesto. No lo habían autorizado a viajar en el automóvil con ella. Seguramente se había puesto furioso. Había llegado, sin embargo, y estaba instalado en su puesto de guardia. —Señora, Señora —estaban diciendo las muchachas de la Corte—, aquí vienen los sacerdotes. Y formaron un enjambre a su alrededor, asegurándose que su peinado estuviera derecho y que esas malditas faldas ajustadas cayeran formando los pliegues correctos. Seguían acicalándola y dándole palmaditas cuando salió de la tienda, encandilándose con la luz del sol, sonriendo y tratando de mantenerse bien derecha y digna, como correspondía a una Diosa; realmente no deseaba arruinarles la ceremonia. Dos hombres con insignias sacerdotales la estaban esperando en la puerta de la tienda. Inmediatamente, dieron un paso adelante, tomándola de los codos y diciéndole: —Por aquí, por aquí, Señora. Evidentemente, no iba a tener que adivinar qué hacer. Sin duda, porque consideraban que las mujeres eran incapaces de semejante cosa, aunque, dadas las circunstancias, era un alivio. Los sacerdotes la hicieron avanzar rápidamente, tanto que le resultaba incómodo caminar con la ceñida falda. Ahora estaban detrás de las graderías... ¿el sector de los sacerdotes no quedaba para el otro lado? Un auto se acercaba directamente a ellos, haciendo apartar a las pocas personas que se interponían en su camino. Alguien estaba gritando; los sacerdotes, de pronto, comenzaron a tironear de ella, tratando de hacerla correr; uno gritó y le soltó el brazo, derribado por una oscuridad voladora que lo golpeó y lo hizo caer de un sacudón... Solly se encontró en medio de una escaramuza, incapaz de soltarse de la mano de hierro que la sujetaba del brazo, con las piernas aprisionadas en la falda, y hubo un ruido, un ruido enorme, que le golpeó la cabeza y la hizo inclinarse hacia abajo; no podía ver ni oír nada; cegada, forcejeando, la empujaron de frente al interior de un lugar oscuro, apretándole la cara contra una negrura sofocante, áspera, y sujetándole los brazos en la espalda. Un auto, moviéndose. Mucho tiempo. Hombres hablando en voz baja. Hablando en gatayano. Le resultaba muy difícil respirar. No se resistió; no servía de nada. Le habían atado los brazos y las piernas con cinta adhesiva, le habían puesto una bolsa en la cabeza. Pasado un largo tiempo, la alzaron como si fuese un cadáver y la llevaron rápidamente al interior de algún edificio; bajaron unas escaleras y la colocaron sobre una cama o un sofá, no descuidadamente pero sí con la misma presteza desesperada. Se quedó acostada, quieta. Los hombres hablaban, todavía casi en susurros. Nada tenía sentido. Su cabeza seguía oyendo el enorme ruido; ¿había sido real? ¿La habían golpeado? Sentía que estaba sorda, como si la envolviera un muro de algodón. La tela de la bolsa insistía en metérsele en la boca, se le introducía en los orificios nasales cuando trataba de respirar. Se la quitaron de un tirón; un hombre que se inclinaba sobre ella la giró para desatarle los brazos, después las piernas, murmurando en voedeano mientras lo hacía: —No tener miedo, Señora, nosotros no hacerle daño. El hombre retrocedió rápidamente. Había cuatro o cinco sujetos; era difícil verlos, había poca luz. —Esperar aquí —dijo otro—. Todo estar bien. Seguir feliz. Solly estaba tratando de sentarse, pero se mareaba. Cuando su cabeza dejó de dar vueltas, todos se habían marchado. Como por arte de magia. Seguir feliz. Era una habitación muy pequeña y alta. Paredes de ladrillo oscuro, olor a tierra. La luz provenía de una pequeña placa bioluminiscente instalada en el techo, un débil resplandor que no proyectaba sombras. Probablemente suficiente para los ojos werelianos. Seguir feliz. Me han secuestrado. Qué les parece. Hizo un inventario: el grueso colchón sobre el que estaba, una manta, una puerta, una pequeña jarra y una copa, ¿era un orificio de drenaje eso que había en el rincón? Dejó colgar las piernas del colchón y sus pies chocaron con algo que había en el suelo, a los pies de la cama. Levantó las piernas, escudriñó la masa oscura, el cuerpo que yacía allí. Un hombre. El uniforme oscuro, la piel tan negra que no podía verle los rasgos... pero lo reconocía. Incluso aquí, aquí, el Mayor la acompañaba. Se puso de pie, inestable, y fue a investigar el drenaje, que era simplemente eso, un agujero con bordes de cemento practicado en el piso, con un olor levemente químico, levemente fétido. Le dolía la cabeza y se volvió a sentar en la cama para masajearse los brazos y tobillos, aliviando la tensión y el dolor y volviendo a asumir el control de sí misma, tocándose y dándose confianza, rítmica y metódicamente. Me han secuestrado. Qué les parece. Seguir feliz. ¿Y él qué? De pronto, pensando que él estaba muerto, se estremeció y se quedó quieta. Pasado un rato, se asomó lentamente, tratando de verle la cara, escuchando. Otra vez, tuvo la sensación que estaba muerto. No lo oía respirar. Estiró el brazo, asqueada y temblando, y le apoyó el dorso de la mano en la cara. Estaba fresca, fría. Pero en sus dedos sintió un aliento tibio, una vez, otra. Se acuclilló en el colchón y lo observó. Estaba absolutamente inmóvil, pero cuando le puso la mano en el pecho sintió los lentos latidos de su corazón. —Teyeo —dijo en un susurro. La voz no le salía de otro modo. Volvió a apoyarle la mano en el pecho. Quería sentir esos latidos lentos, constantes, la lejana calidez; le daba confianza. Seguir feliz. ¿Qué otra cosa habían dicho? Esperar. Sí. Al parecer, ese era el plan. Tal vez podría dormir. Tal vez podría dormir, y cuando despertara habrían pagado el rescate. O lo que fuera que quisieran. Se despertó pensando que aún tenía el reloj; soñolienta, después de estudiar por un rato la pequeña pantalla plateada, decidió que había dormido tres horas; aún era el día del Festival —posiblemente demasiado pronto para que hubieran pagado el rescate— y ella no podría ir al teatro para ver a los makiles esa noche. Sus ojos se habían acostumbrado a la escasa iluminación y, cuando miró, ahora pudo ver que había sangre seca en todo un costado de la cabeza del hombre. Explorándola, encontró un bulto caliente, del tamaño de un puño, por encima de la sien, y sus dedos se apartaron, manchados. Lo habían golpeado. Debía ser él quien se había lanzado contra el sacerdote, el falso sacerdote; lo único que ella recordaba era una sombra voladora, un fuerte golpe seco y un «¡uuuf!» como el del ataque aiji, y luego un enorme ruido que confundía todo. Chasqueó la lengua, golpeteó la pared para verificar si podía oír bien. Parecía que sí; la pared de algodón había desaparecido. ¿Tal vez a ella también la habían golpeado? Se tocó la cabeza pero no encontró bultos. El hombre debía tener una conmoción cerebral, puesto que todavía estaba desmayado después de tres horas. ¿De qué gravedad? ¿Cuándo volvería en sí? Se levantó y estuvo a punto de caerse, enredada en las malditas faldas de Diosa. ¡Si pudiera tener sus propias ropas en vez de este disfraz, tres piezas de tela endeble que una no se podía poner sin la ayuda de las sirvientas! Se las quitó y se ató alrededor del cuerpo una de sus partes, similar a una chalina, para fabricarse una especie de falda que le llegaba a las rodillas. No servía de abrigo en este sótano o lo que fuera; era húmedo y bastante frío. Caminó de aquí para allá, cuatro pasos y vuelta, cuatro pasos y vuelta, e hizo ejercicios de calentamiento. Habían arrojado al hombre al suelo. ¿Estaba muy frío? ¿El estado de shock formaba parte de la conmoción cerebral? Las personas en estado de shock necesitaban estar abrigadas. Tembló de nervios un largo rato, intrigada ante su propia indecisión, ante el hecho de no saber qué hacer. ¿Debía tratar de levantarlo y ponerlo sobre el colchón? ¿Era mejor no moverlo? ¿Dónde diablos estaban esos tipos? ¿Teyeo iba a morir? Se inclinó sobre él y dijo, bruscamente: —¡Rega! ¡Teyeo! Después de un momento, él inspiró. —¡Despierte! —Ahora ella recordó, pensó que recordaba, que era importante no permitir que las personas con conmoción cerebral entraran en coma. El problema era que ya había entrado en coma. El hombre volvió a inspirar y su rostro cambió, salió de la rígida inmovilidad en que estaba, se suavizó; sus ojos se abrieron, se cerraron y pestañearon, desenfocados. —¡Oh, Kamye! —dijo muy suavemente. Solly no podía creer lo contenta que estaba de oírlo. Seguir feliz. Evidentemente, el hombre tenía un dolor de cabeza insoportable y admitió que veía doble. Lo ayudó a levantarse hasta el colchón y lo tapó con la manta. Él no le hizo ninguna pregunta; permaneció callado, volviendo a dormirse muy pronto. Una vez que estuvo cómodo, Solly regresó a sus ejercicios y se dedicó a ellos durante una hora. Miró el reloj. Habían pasado dos horas, el mismo día, el día del Festival. Aún no era de noche. ¿Cuándo vendrían esos hombres? Vinieron a la mañana, temprano, después de la noche sin fin que fue igual a la tarde y la mañana. Le quitaron el cerrojo a la puerta de metal y la abrieron de un golpe, y uno de ellos entró con una bandeja mientras otros dos permanecían en el umbral, apuntándola con unas pistolas. No había ningún sitio donde apoyar la bandeja salvo el suelo, de modo que el tipo se la entregó a Solly y dijo: |