Martin
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I . CARACTERES Y FINES DE LA “INTRODUCCIÓN A LA METAFÍSICA” “Quizá sea ésta la mejor y ‘más fácil’ . . . introducción a la filosofía de Heidegger, escrita por el mismo autor de Sein und Zeit”: tal es lo afirmado en una reseña del libro que hoy ofrecemos en lengua española [i]. Sin embargo, está muy lejos de ser fácilmente accesible. Y no puede serlo, entre otras razones de menor importancia, por el motivo fundamental de que, para Heidegger, la esencia del conocimiento filosófico excluye la facilidad. En efecto, al esforzarse por llegar a las cosas mismas, la filosofía: no las facilita, sino que las agrava con dificultades. Las aleja de lo familiar, de lo que se ve en primer término y es habitual. De ese modo, desdeña los esquemas que se interponen entre el pensamiento y la realidad y se presenta como una tarea insólita, extraordinaria. Dificultar algo significa, justamente, prescindir de lo fácil y común. Aflora bien, puesto que surge lo vulgar cuando, como es habitual, se. sustituyen las cosas por esquematismos abstractos, que alejan de la naturaleza de las mismas, dificultar significará, sobre todo, retornar a lo originario. [ii] Por tanto, no se persigue lo difícil por el necio gusto de deslumbrar al no iniciado: tampoco es el fruto de cierta acrobacia en el manejo de términos y etimologías intraducibles. Tales frecuentes reproches dimanan de la fatiga o de la indiferencia intelectuales, o de ambas a la vez. Pero no se puede entender el pensamiento de un filósofo sin aquel esfuerzo conceptual que Hegel exigía a los valientes de la meditación. Lo difícil está en el filosofar mismo, en el arriesgarse a través de caminos no transitados y, ocasionalmente, no transitables. El sendero del filósofo es arduo y peligroso: apenas abierto, la frondosa maleza de los prejuicios lo cubren y ocultan, con lo cual el pensador queda solitario y menesteroso de comprensión. Fácil es lo que nos permite orientarnos en lo ordenado; pero ¿cuál es la ordenación de nuestro mundo? ¿De qué depende nuestra seguridad en él? Estamos seguros cuando vivimos en lo que no nos depara sorpresas ni cuidados, cuando estamos sine cure, es decir, cuando somos en absoluto extraños a la extraordinaria pasión que coloca al filósofo fuera de lo familiar y de lo cotidiano. Sin contradicción ella sumerge al pensar en una difícil claridad: la de oscurecer, cargando de incertidumbres y dudas, la supuesta transparencia de lo trivial. Con lo dicho no afirmamos, como es natural, que lo fácil sea claro y lo difícil oscuro. Por el contrario: la filosofía puede y debe ser difícil, sin perder un ápice de claridad. El pensamiento sólo es oscuro si está pensado a medias; jamás lo es cuando desentraña lo recóndito de su esencia, convirtiéndose en filosofía. Luego, el saber filosófico puede y debe ser claro. Heidegger expone este hecho de modo ejemplar. En nadie, como en él, se ofrece con tal rigor la alianza y, al mismo tiempo, la tensión existente entre la dificultad y la claridad, síntesis característica del auténtico pensar. En el caso particular de la Introducción a la metafísica hay otro motivo -no esencial, sino accesorio- que dificulta la comprensión: la casi imposibilidad de retener la complejidad de su contenido, que abarca desde el virtuosismo intelectual, empleado en algunas indagaciones filológicas, hasta las concretas observaciones de la realidad político-social, de nuestra época. Sin embargo, un hilo sutil y resistente engarza todas las meditaciones, por alejadas que estén entre sí. Hilo casi invisible, porque es el del ser que, como veremos después, tiene el destino de ocultarse; resistente, porque no hay solidez fuera de la articulación necesaria entre el pensar y el ser. Nada queda librado a la contingencia: la lúcida penetración del filósofo reconduce lo pensado -sea el que fuere su objeto- a la estricta necesidad ontológica. De este modo, el ser impera, regula e impregna con su presencia a la totalidad de una reflexión que, quizás por ese motivo, late y se estremece con las más variadas palpitaciones de la vida. Entre ellas, las que derivaron de la situación política de la Alemania de 1936 -año en que fue escrita la Introducción a la metafísica- no dejaron indiferente a Heidegger, que había estada envuelto por la maraña del nacionalsocialismo. Trátase de una historia muy conocida, que no hemos de repetir aquí. Sólo nos interesa en la medida en que se hallan reflejadas en el libro que comentamos. En ciertos pasajes, lejos de todo intento propagandista, hay más bien censuras explícitas al totalitarismo. En otros, la intención es menos clara. Frente, por ejemplo, a los preparativos de la expansión dominadora de su país, Heidegger admite la posibilidad de un influjo espiritual de Alemania sobre Europa, con lo cual se hace acreedor del siguiente amargo y justificado reproche de De Waelhens: “Muchas ambigüedades, y principalmente la alusión a fuerzas espirituales, parecen reservar la posibilidad de una interpretación relativamente benigna. . . Pero me parece que esa posibilidad está por completo comprometida si consideramos que el autor, al definir lo espiritual y el espíritu, se refiere... a su famoso y catastrófico discursa rectoral sobre La esencia de la universidad alemana . . . Nos contentaremos con concluir. . . recordando, con Hegel, que el filósofo jamás puede reivindicar para sí el don de profecía: que espere, pues, el crepúsculo para dejar volar al ave de Minerva, cuando las cosas se han cumplido. En este caso, el cumplimiento ha sido la espantosa catástrofe desencadenada por las virtudes (presuntamente metafísicas) del ‘centro’” [iii] [Así denomina Heidegger a Alemania]. (quizá la gravedad de esa afirmación heideggeriana consista en la admisión pasiva de la ya decidida influencia material de su fanatizado pueblo sobre los demás países; pero, quizá también, se podría si bien no justificarlo, al menos estimar su intento por transformar el sentido de la conquista alemana. En efecto, habría mala fe si interpretáramos este discutible pasaje de modo unilateral. Heidegger no habla de completar la expansión militar mediante la influencia del espíritu alemán -eso sí hubiese sido decididamente monstruoso-, sino de trasladarse al plano espiritual. Si fuera así, sólo le cabría la objeción de una extrema ingenuidad. Consideremos por último que la Introducción a la metafísica no fue publicada hasta 1953, de modo que, al no suprimir los pasajes comprometedores, Heidegger no renegó de su propia pasado, lo cual -aun en las más desdichadas condiciones- constituye siempre una extraña virtud. Espero que el lector advierta que esas aparentes disgresiones no son meras concesiones al ideario del nacionalsocialismo -o que no la son únicamente-, sino que constituyen las consecuencias naturales de un pensamiento metafísico que no rehuye lo próximo e inmediato. Por lo .demás, muy otros pensamientos agitaban el alma del filósofo; en esa época se gestaba y concretaba la ‘nueva’ modalidad de sus ideas. Ya en 1930 había “pensado y pronunciado” -como él misma lo dice- [iv] la conferencia titulada Vom Wesen der Wahreit, aparecida en 1943. El contenido de este opúsculo, decisivo para la interpretación del reciente Heidegger, recorre, tácitamente, el todo de la Introducción, escrita, como dijimos, en 1936. La, interpretación de la filosofía platónica que nos ofrece en ella, preludia el trabajo que escribió cuatro años después, aparecido en 1942 con el título de Platons Lehre von der Warheit. Al mismo año de 1936 corresponden dos importantes artículos reunidos en Holzwege (publicados en 1950) : Der Ursprung der Kunstwerkes y Nietzsches Wort “Gott ist Tot”. La Introducción, pues, recoge en unidad la nueva trayectoria descripta por el pensamiento de Heidegger, la cual está presentada aquí de modo más orgánico que en los demás estudios, ya que éstos sólo ofrecían aspectos fragmentarios. Las obras posteriores aclaran y precisan afirmaciones ya contenidas, implícita a explícitamente, en la Introducción a la metafísica. Entre ellas tienen particular interés las siguientes: Brief über den “Humanismus”, de 1947; la quinta edición de Was ist Metaphysik? (1949) que, además de incluir el Epílogo añadido a la cuarta edición de 1943, lleva una importante introducción titulada Der Rückgang in den Grund der Metaphysik; la serie de artículos reunidos en Holzwege (1950) y el último de los libros sistemáticos del autor, titulado Was heisst Denken?, de 1954. El conjunto de estas obras nos permite formar una imagen más exacta del llamado último Heidegger o, por lo menos, no tan constructiva como las habituales. Ahora bien, ¿en qué consiste la novedad del último Heidegger? Con una fórmula podríamos decir que, en las obras recientes, el autor abandona prácticamente el plano del análisis existencial para entregarse a la paciente elaboración de cuestiones ontológicas. Puesto que en Sein und Zeit Heidegger ya había afirmado que ellas constituían la meta de sus investigaciones, pudo sostener que su pensamiento actual se desprende de la parte publicada del primer libro principal y que, por tanto, no existe ruptura alguna, sino continuidad conceptual. Los intérpretes y expositores han discutido largamente la cuestión que como casi siempre ocurre en estos casos, resulta ociosa. Lo más prudente es atenernos al hecho de que nos hallamos frente a un conjunto de trabajos que se perfilan como la respuesta a una interrogación formulada, pero no respondida en Sein und Zeit. En su Brief über den “Humanismus” Heidegger sostiene que se sacaron apresuradas conclusiones y generalizaciones de las ideas contenidas en Sein und Zeit. Puesto que allí hay una crítica a la lógica, se creyó que el filósofo propugnaba un irracionalismo; puesto que atacaba el humanismo, se le adjudicó la exaltación de lo inhumano; puesto que caracterizaba la existencia por el ser-ahí, es decir, por su ser en el hombre, y a la existencia humana por su estar en el mundo, se lo consideró un típico representante del ateísmo, lo que fluye de modo natural de esa supuesta negación de cualquier trascendencia; puesto que criticaba la teoría de los valores, se creyó que “valoraba” el mundo desde un punto de vista nihilista. Para evitar tales exageraciones, y de acuerdo con el modo de pensar heideggeriano, debemos superar toda actitud parcial y cualquier planteamiento fragmentario. Si, por ejemplo, con el fin de aclarar la naturaleza del humanismo y el destino del ser humano, volviésemos a preguntarnos por la esencia del hombre, recaeríamos en alguna antropología. Si para tomar partido por el racionalismo o el irracionalismo nos propusiésemos la interrogación por la esencia del pensamiento, nos encontraríamos en el ámbito de la lógica. Si para estimar el alcance de una postura nihilista indagáramos la naturaleza de los valores, la axiología acudiría a nuestro auxilio. Todas éstas, y las demás disciplinas de la investigación filosófica, constituyen sistematizaciones parciales: tienen un “objeto” delimitado. Pero -prescindiendo ahora de saber si esa delimitación está justificada- cualquier fijación de límites supone un limitar a partir de algo, un recortarse de otra cosa. Si llamamos ente a lo que es esto o aquello, a lo determinado, advertiremos que el algo del que el ente se retira, al determinarse, es el ser. Luego, sólo se podrá llegar a él mediante una superación de las disciplinas filosóficas, encuadradas todas ellas en la consideración del ente: y tanto éste como la filosofía, que lo hace ‘objeto’ de sus indagaciones, adquirirán sentido y significación a partir del ser. También la metafísica, pues, debe ser superada, puesto que, en tanto disciplina de la filosofía, se caracteriza por haber olvidado la pregunta por el ser. La Introducción a la metafísica es, en apariencia, un tratamiento de las cuestiones tradicionales -el problema del ser, las relaciones del mismo con el devenir y la apariencia, etcétera-; pero Heidegger repite dichas cuestiones y, al oír el llamado de las interrogaciones originarias, las reitera y supera los planeamientos habituales. El primer paso de la superación de la metafísica -único que ahora nos interesa señalar- consiste, pues, en convertir en pregunta a lo doctrinariamente fijado; en llegar a cuestiones que, por su hondura, despliegan ulteriores interrogaciones. Preguntar es la vocación del que responde al llamado que viene de lo originario. Pero tal cosa está muy lejos de la frívola curiosidad o de la esterilidad de la mera duda. Muy al contrario, el pensamiento piensa y se engendra a sí mismo preguntando. “Lo digno de ser preguntado (Frag-würdige) -nos dice Heidegger- siempre queda a merced del pensamiento, en cuanto es lo que se ha de pensar; pero de ningún modo se expone al consumo de una hueca pasión por la duda” [v]. La pregunta por el ser constituye, por tanto, la primera tarea del último Heidegger, y los demás temas se desprenden naturalmente de ella. Eso obliga a una revisión esencial de las concepciones ofrecidas por las disciplinas particulares de la filosofía -todas ellas, como hemos dicho, dependientes del ente. La unidad indisoluble que hay, por ejemplo, entre la esencia del hombre, el pensamiento y el lenguaje, se destruye cuando se la considera desde el punto de vista de la antropología y de la lógica. Antes bien, será preciso concebirla a partir de las siguientes preguntas: ¿qué relación hay entre el hombre y el ser -y no el hombre y el ente? ¿Dicha relación posibilita, acaso, el pensamiento del ser -y no uno del ente? Por último, ¿de qué naturaleza es el nexo que vincula el pensamiento rememorativo del ser con el testimonio del mismo, dado por la palabra? ¿Existe un decir del ser, fuera del decir del ente? La cuestión originaria y fundamental, pues, sólo es una: la del ser.
2 . LA SUPUESTA CONTEMPORANEIDAD DE LO ARCAICO La exigencia de llegar a la pregunta ontológica originaria tiene, en Heidegger, el aspecto de un retorno al pensamiento presocrático. En apariencia, la Introducción a la metafísica persigue una reposición de los albores de la filosofía, desentrañada en penosos esfuerzos de traducción e interpretación filológica. Holzwege y Was heisst Denken? continúan idéntica actitud: cualquiera sea el tema tratado, Heidegger llega, inesperadamente, a pacientes discusiones sobre la significación que tuvieron determinadas palabras entre los primeros pensadores griegos. A primera vista parecería, pues, que el ‘nuevo’ Heidegger es el renovador de lo arcaico, o un original historiador de la filosofía -cuyos aportes, por cierto, podrán ser discutidísimos, pero no desconocidos Por las futuras investigaciones históricas. Desde ese punto de vista -que, si bien no es esencial, ocupa un puesto importante en las recientes meditaciones del filósofo- le fue imprescindible salir al encuentro de otro pensador que también se había propuesto la revisión de las ideas tradicionales sobre el pasado helénico. Nietzsche. Como se sabe, éste fue el campeón de un renacimiento filosófico de la “época trágica de los griegos”. Pero, según Heidegger, tuvo el defecto de concebir esa filosofía como ‘presocrática’ y de haber leído los antiguos textos con un vocabulario que no provenía de ellos mismos, sino de Platón y de Aristóteles. En efecto, nuestro autor se empeña en mostrar que el significado de los términos esenciales de los primeros pensadores fue profundamente modificado por la filosofía posterior. Tal hecho se agravó con las traducciones latinas del griego, las cuales, al ingresar en la cultura occidental, desfiguraron el pensamiento antiguo, hasta tornarlo casi ininteligible en lo que tiene de original. Ya no leemos lo que éste dice, sino lo que otro decir diferente ha depositado sobre él. Al trasladar significaciones de una época de la metafísica a otra, sustituimos una experiencia -siempre limitada- del ser por otra: “. . . la traducción (Übersetzun) de los nombres griegos en lengua latina -dice Heidegger- no constituye, en modo alguno, cierto procedimiento inofensivo. Antes bien, tras la traducción, en apariencia literal y con ello conservadora, se oculta una superposición (Übersetzen) de la experiencia griega en un modo de pensar diferente” [vi]. Nietzsche fue víctima de semejante trasposición. De allí que, a pesar de sus esfuerzos por proponer como ejemplares del pensamiento filosófico a los pensadores anteriores a Platón, quedara prisionero de una interpretación que, fatalmente, los convertía en meros antecesores y precursores del mismo. También Hegel, a quien Heidegger considera como el único pensador que “ha experimentado la historia del pensamiento de modo pensante”, siguió la misma pendiente, puesto que entendió a “la filosofía preplatónica y presocrática como prearistotélica” [vii]. Tales designaciones constituyen, por sí mismas, un juicio de valor. Encubierta por una aparente caracterización cronológica, se halla en ellas la subestimación real de aquel pensamiento originario, puesto que se lo interpreta como mero antecedente o precursor de otro más desarrollado y pleno. Frente a esto, Heidegger dice irónicamente que “imaginarse a Parménides como presocrático es aún más necio que designar ‘prehegeliano’ a Kant”. [viii] Pero estas interpretaciones históricas no se proponen hacer renacer la filosofía presocrática, lo cual sería “vana y paradójica pretensión” [ix], sino que tienen otro y más hondo significado, que se desprende del propio pensamiento de Heidegger. En efecto: el trato con las ideas filosóficas ofrece dos aspectos. En primer lugar, el pensamiento debe penetrar hasta lo no-pensado, porque, justamente, también éste ha sido pensado. El límite dentro del cual un pensador piensa, excluye y, al mismo tiempo, incluye lo no-pensado por él. No se trata de una limitación que cierra desde fuera, sino del flexible contorno dibujado por la expansión de una fuerza interior que carece de infinita capacidad de dilatación. El pensamiento no se detiene ante ninguna valla externa: antes bien, deja de avanzar por sí mismo y a partir de sí mismo, por la imposibilidad de extenderse a la totalidad y a la amplitud de lo que potencialmente abarca. Así como la mirada descubre, desde donde estamos, remotos horizontes sin que nuestro cuerpo recorra la distancia vista, el pensar llega, con su pensamiento, hasta lo no-pensado, que se exhibe como disponibilidad, como llamado que, al ser oído por otros, despierta en ellos adormecidas capacidades. Por eso sostiene Heidegger que “lo no-pensado constituye el más alto regalo que pueda entregar un pensar” [x]. Luego, esto nos obliga a distinguir entre mero conocimiento histórico, que siempre se refiere a lo pensado en sentido explícito, y ‘repetición’ de lo pretérito, en la cual se escucha el llamado que viene de lo no-pensado. Heidegger nos dice que si, convertidos en tribunal examinador, tuviésemos que clasificar a Kant por su conocimiento de Platón y de Aristóteles, le correspondería la nota de reprobado. En cambio, desde el punto de vista de la repetición, es necesario admitir que “Kant y sólo Kant modificó la teoría platónica de las Ideas de un modo creador” [xi]. En segundo lugar, la exégesis histórica debe llegar hasta lo no-dicho. El entendimiento vulgar cree que una reconstrucción de lo no-dicho sólo puede ser arbitraria, tanto como la anterior repetición de lo no-pensado. Pero la consideración filosófica no es la de la razón común, que siempre confunde decir con acabada expresión o lo identifica con el conversar. En la conversación los que hablan se comunican al hablar, y la comunicación se agota en lo dicho de este modo. Los interlocutores están arrastrados por palabras; se hallan inmersos en un flujo verbal que impide el ingreso y la detención en algo fijo: en aquello de lo que se habla. La conversación, pues, ha dejado de ser auténtica conversatio, genuino morar o residir, para convertirse en un simple deslizarse por encima de lo dicho o de lo que se dice. A ella se le opone el diálogo, al decir en sentido propio, mediante el cual los que hablan establecen la auténtica comunicación, por entenderse a partir de una situación común. Aquí las palabras expresamente dichas no son necesarias, puesto que la comprensión sustituye al acuerdo superficial que, por eso mismo, siempre es expresable. ‘No encontrar’ o ‘no tener palabras’ -lamento harto frecuente entre los que dialogan- lejos de señalar alguna limitación en la convivencia, indican el certero acceso a la misma. Sin embargo, lo no-dicho no se identifica con ningún enigmático silencio, sino con voces que nos exhortan a unirnos en un mismo e innominado lugar, con el fin de mirar en él. La tradicional historia de la filosofía es sorda a tales llamadas. Heidegger, en cambio, pregona infatigablemente la necesidad de oír, de escuchar todo lo que el oído, habituado al estrépito, ya no oye. “Oímos mal -nos dice- porque tomamos este lenguaje [el de los presocráticos] como la expresión en que se ofrecen opiniones de filósofos. Pero éstos, en su lenguaje, dicen lo que es. En ningún caso es fácil oírlo” [xii]. Todo esto adquiere otra dimensión en lo que es traducido: en este caso, se debe interpretar lo dicho o, lo que es lo mismo, se .debe pasar de lo dicho a lo no-dicho. ¡Se interpreta cuando se penetra entre algo, cuando, a través de lo que disimula una plena mostración, se llega a lo que pugna por exhibirse. “Cualquier interpretación -dice Heidegger- es diálogo con la obra y lo dicho. El diálogo se paraliza y se torna infecundo tan pronto como se instala en la inmediatamente hablado... Los que hablan, en cambio, ingresan, a través del diálogo, en la residencia... desde la cual hablan. Tal ingreso constituye el alma del diálogo. Conduce a los que hablan hasta lo interior de lo no-hablado... El diálogo propiamente dicho jamás es conversación. Ésta.. . no penetra en lo no-hablado. La mayoría de las interpretaciones de textos -no sólo de los filosóficos- permanecen en el ámbito de la conversación [xiii]. En estas afirmaciones advertimos que lo pensado y lo dicho emergen desde lo no-pensado y lo no-dicho, fuentes hasta las que debe descender el intérprete del pensamiento. Y, como en seguida veremos, dicha intelección no difiere de la del ser mismo, que es la presencia que se oculta en lo presente o en el ente.
3. LA SUPERACIÓN DE LA METAFÍSICA La metafísica, justamente, no ha visto sino lo presente y no ha oído sino lo dicho. De ese modo olvidó el ser. Parece que hubiera aquí una contradicción. ¿Cómo podría olvidarse lo no visto ni sabido? Es obvio que el olvidar siempre supone cierto saber, perdido momentánea o permanentemente. Y, según lo afirmado, la metafísica sólo ha tenido experiencia con el ente, y no con el ser. Pero, en realidad para poder aprehender un ente como tal es necesaria una previa captación del ser. Nuestro trato con las cosas ignora, por olvido, semejante circunstancia, y deja sin problematizar la cuestión última y decisiva. Supongamos que, frente a un árbol, diferentes personas emitan los siguientes juicios: “ese árbol es un manzano”; “está poblado por los pájaros de la región”; “es bello”. En estos casos, el árbol se considera como especie vegetal, como morada de los pájaros, como dotado de forma armónica. Nadie lo ha captado como mero ente. Pero si un extraño personaje dijese: “ese árbol es, no es una nada”, lo concebirá, simplemente, como algo que es, como un ente. Mas ¿cómo se podría tener la experiencia de que algo es, sin un saber del ser? ¿Cómo se podría decir ‘ser’, sin la implícita afirmación de lo no-dicho y de lo no-pensado, o sea, del ser mismo? Parménides fue ese raro contemplador. Frente a las cosas, sostuvo tan sólo que ellas son, con total prescindencia de cualquier negatividad. Yo podría decir: “el árbol en que moran los pájaros no es bello”, o también: “ese bello árbol no es un manzano”; pero si lo afirmo como mero ente, la única negación posible será la de decir: “el árbol no es no”, esto es, negar la negación. La tesis parmenídica: el ente es, en apariencia tan vacía como sostener que el relámpago relampaguea, está, sin embargo, “infinitamente lejos de un hueco lugar común. Antes bien -continúa Heidegger- contiene el misterio más pleno de contenido posible de todo pensar” [xiv]. En efecto, la afirmación del ente como ente siempre tiene implícito, de modo no-dicho, y como misterio, al ser en cuanto tal. Para recuperar ese misterio es preciso ir más allá del ente o de lo entitativo del ente -es decir, de lo que lo hace ser el ente que es- y penetrar en el ser mismo. Pero tal cosa exige superar a la metafísica que, aunque en general, hable del ser, lo ha sustituido en todos los casos por el ente. Tal sustitución pasó, en su desarrollo histórico, por las siguientes fases:
Uno. El ser fue concebido como presencia en lo presente. En este caso, el ser se manifiesta en el ente y se identifica con dicha revelación. Tal cosa aconteció en los albores de la filosofía occidental. Los griegos concebían al ser como fæsiw, entendiendo por ella la fuerza, o el poder que impera sobre todas las cosas, regulándolas y manteniéndolas en lo que son. Pero a la esencia de la fuerza le corresponde un mostrarse o exhibirse, un ser no-latente o no-potencial. Por eso, la fæsiw es fuerza imperante en tanto brota, emerge o nace, es decir, en tanto se muestra o se manifiesta. En semejante mostrarse se revela, justamente, como fuerza imperante. Desde ese punto de vista, ser y apariencia son la misma cosa: el ser es apareciendo. Pero si el ser es siendo, tendrá que aparecer en lo que es, o sea en el ente. Lo que no aparece, lo oculto, está fuera de la fæsiw y no es. Al desocultamiento del ser en el ente, los griegos lo denominaron ?l®yeia, verdad. Puesto que ésta es un salir del estado de ocultamiento, una mostración, se igualará al ser, entendido como fæsiw, y también con la apariencia. Semejante triple identificación (ser = verdad = apariencia) muestra la experiencia radical que los griegos tuvieron del ser, según la cual éste se agota en la revelación del ente como tal. La metafísica nació, pues, con el simultáneo olvido del ser.
Dos. El ser fue concebido como presencia fuera de lo presente. Aquí el ser se identifica con su manifestación en el ente supraempírico, tal como lo pensara Platón. Con una fórmula diría que el ser no es, como en el caso anterior, lo que está apareciendo sino lo aparecido de una vez para siempre. lo que al manifestarse adquirió una forma, un aspecto o eädow fijo, permanente y eterno. También el ser está identificado con un presente, es decir, con algo que está en, que está en un ente; salvo que ahora éste es lo que es, fuera de lo que está apareciendo. Se abre, pues un abismo entre el ser y la apariencia, entre el ser y el devenir, entre el mundo sensible y el inteligible. Mientras que, entre los presocráticos, el lñgow era l¡gein, porque tenía por misión reunir, juntar o unificar la revelación del ser, dispersa en los entes, ahora se determina por la capacidad de ver el aspecto inteligible del ente propiamente dicho. La verdad ya no es el desocultamiento del ser en el ente en cuanto tal, sino la adecuación o conformidad del pensamiento con lo que es, la precisión de la mirada racional con aquello que permite la visibilidad de lo inteligible. Platón dio el paso que hubo de ser decisivo en las futuras concepciones metafísicas, pues tanto los que afirmaron como los que negaron la posibilidad de la misma, se basaron en idéntica premisa: la de un mundo inteligible, entendido como morada de la realidad propiamente dicha. Luego, si se prueba la existencia de dicho mundo, la metafísica es posible; no lo es, si se niega el dominio de lo supraempírico. Pero semejante cuestión fue extraña a los primeros pensadores. Por eso, dice Heidegger: “La ambigüedad del ön designa tanto lo presente como la presencia *. Los designa a ambos y a ninguno como tal. . . Si . . . pensamos la esencia de la metafísica a partir de la ambigüedad que se oculta en el ön, su comienzo coincidirá con el del pensamiento occidental. Si, en cambio, aceptamos que la esencia de ella consiste en la separación del mundo suprasensible y el sensible -de tal modo que el primero rige como ente verdadero, frente al segundo, que sólo sería aparente‑ ella habría comenzado con Sócrates y Platón” [xv].
Tres. El ser fue concebido como presencia dada en el ente capaz de anteponerlo (Vor-stellen) .Con la línea platónica se inició una interpretación en la cual el ente ya no exhibe el ser que hay en él, puesto que esa mostración necesita del concurso del logos en el que dicho ser se manifiesta en sentido propio. De ese modo comenzó la dirección subjetivista, que alcanzó su pleno florecimiento en la filosofía moderna. El ser del ente se agota en ser ‘objeto’, es decir, en enfrentarse con el sujeto que lo pone ante así. El objetivismo, por tanto, es consecuencia esencial del subjetivismo, ya que sólo se objetiva mediante la actividad del sujeto. El mundo se convierte, de este modo, en imagen, en espectáculo para el ente que tiene el poder de concebirlo y ponerlo como objeto. El ser, pues, queda a merced del sujeto, del hombre. La metafísica se convierte en humanismo -y todo humanismo es, por esencia, metafísico-. El hombre es medida del ser; con ello impera sobre el ente y lo domina. Con la filosofía moderna, por tanto, se ha consumado la inversión del concepto de fæsiw. El dominio y la técnica abren, ahora, la perspectiva para la comprensión del ente en cuanto tal [xvi]. Descartes marcó la dirección de esta nueva fase. La filosofía ha intentado de muchos modos sobrepasar el cartesianismo, corrigiendo lo dicho o pensado por Descartes. Pero con eso quedó a mitad de camino. “Descartes sólo es superable -afirma Heidegger- mediante la superación de lo que él mismo había superado, es decir, por medio de la superación de la metafísica moderna, o sea occidental. Pero superación significa, en este caso, interrogación originaria de la pregunta por el sentido o... por la verdad del ser” [xvii].
Cuatro. En la última fase, el ser se concibe como presencia no-presente, es decir, como lo que no es ente. Ya para Platón la Idea suprema trascendía a lo que es, porque lo que posibilita y es fundamento de lo visible está, por esencia, fuera de lo visto. De la combinación del platonismo con el humanismo moderno surgió la concepción del ser como valor. Hay, sin embargo, una gran distancia con la teoría platónica, porque en este caso lo que no es, el valor, queda supeditado al sujeto. Heidegger reaccionó violentamente contra esta posición, en cuyo nombre se ha atacado, más de una vez, a su propia filosofía. “Lo que algo es en su ser -nos dice- no se agota en la objetividad, y mucho menos si ésta tiene el carácter del valor. Todo valorar consiste en una subjetivación. No deja ser al ente, sino que, simplemente, deja que lo que es valga como objeto de la actividad del sujeto. . .” [xviii] Y no dejar que el ser sea ser constituye la mayor blasfemia posible [xix]. El olvido ontológico ha ido creciendo en cada una de estas fases. Por eso, para rescatar al ser, los presocráticos nos auxilian más que los contemporáneos. En este sentido hay una auténtica contemporaneidad de lo arcaico, basada en lo esencial, que siempre es ‘lo mismo’: el ser. “Es aquel mismo que, de diferente modo, y por destino, nos concierne a nosotros y a los griegos -dice Heidegger-. Es aquello que la aurora del pensar trae. . . a los pueblos del ocaso (Abend-Ländischen)” [xx]. Entre los griegos el “ser mismo se ilumina en el ente”, mientras que los modernos tienen la jactancia, no sólo de iluminarlo, sino de sojuzgarlo agresivamente, porque aparece “en el modo de la voluntad de poder... como objeto de ataque. . . como motivo de la incondicionada objetivación, propia de la voluntad del hombre” [xxi]. Semejante modificación del concepto del ser tuvo entre otras, las siguientes consecuencias:
A. La filosofía moderna introdujo, como dijimos, la época de la imagen del mundo, o sea, de la objetivación del ser del ente. De ese modo, todo llegó a convertirse en materia prima, en algo informe que la voluntad de dominio pone a su servicio. También los hombres se convirtieron en conglomerados que se deben ‘organizar’, con el fin de. que alcancen cierta configuración. Esto supone la previa degradación de su naturaleza, convertida en mero material de una acción que lo mediatiza afines propuestos y determinados. Un sujeto rodeado de simples objetos termina por objetivar a los sujetos mismos, De allí que “la ciencia moderna y el Estado totalitario sean, al mismo tiempo que consecuencias, secuencias de la esencia de la técnica” [xxii]. Además, la propia estructura de semejante cosmovisión -por la cual el hombre es sujeto y el mundo objeto- depende y se desprende de la actividad técnica, es decir, del acto de imponerse sobre y contra la realidad, sin dejar que el ente sea lo que es. “El hombre que se impone -sépalo o no individualmente- es el funcionario de la técnica” [xxiii], el servidor de una abstracción. La cultura occidental de hoy, que por su tecnificación parece basarse en cuestiones en extremo alejadas de los problemas metafísicos, es consecuencia, sin embargo, del olvido ontológico. Sólo el recuerdo del ser le asignará al hombre el puesto que lo arrebate de su voluntad agresiva, restableciéndolo en un mundo auténticamente ordenado. “Lo que amenaza al hombre en su esencia -afirma Heidegger- consiste en la opinión de que el hacer técnico pone al mundo en orden, mientras que, justamente, semejante orden destruye ese otro ordo... de un posible origen de la jerarquía y del reconocimiento que parte del ser” [xxiv].
B. Pero ¿a qué se debe semejante olvido del ser? ¿Acaso a una limitación del hombre? Si fuese así, la metafísica se originaría en cierto carácter antropológico; pero Heidegger sostiene que no el hombre es medida del todo, sino el ser y, quizá, lo sea principalmente del destino de la metafísica occidental. La causa del olvido ontológico, también es ontológica. En efecto, el ser es misterio, puesto que al fundamentar lo que es, al ente, se oculta en cuanto tal. “Ese ocultarse... constituye el carácter en el que el ser ilumina originariamente... El desocultamiento del ente, la claridad que accede a él, oscurece la luz del ser”, afirma Heidegger [xxv]. Por tanto, la verdad -que es ?l®yeia, des-ocultamiento del ente- emerge del misterio, del ocultamiento del ser, de la no-verdad. Tal es lo que Heidegger denomina ‘destino’, Geschick: necesidad interna de la propia esencia del ser, por la cual se manifiesta ocultándose. De aquí se desprende el puesto esencial que, en las últimas obras de Heidegger, ocupa la reflexión sobre el arte. En éste se exhibe el misterio: luego, por sí mismo constituye una superación de la metafísica. La obra artística, en efecto, es la mostración de la lucha entre lo que él denomina Mundo y Tierra. En el primero, las cosas están iluminadas, mostrando la verdad de lo que son; la segunda, en cambio, se revela como lo en sí mismo oculto. La Tierra “es lo que se cierra a sí misma. Sacarla fuera significa llevarla a la luz, como siendo lo que se cierra a sí misma” [xxvi]. La oscura luz del ser -luz que ilumina oscureciéndose- está presente en la obra, sustentando así la claridad del ente. El recuerdo del ser nos restituye, a través del arte, al seno del misterio, y nos salva de su olvido. Como en alemán ‘salvar’ (Heilen) y ‘sagrado’ (Heilige) tienen la misma raíz, Heidegger pudo decir que “el poeta nombra lo sagrado” [xxvii], es decir, lo que nos repone en la olvidada inquietud por la pregunta ontológica.
C. En tercer lugar, se advierte que, en la metafísica, hay una necesidad histórica, dominada por el ser mismo que, de este modo, también es histórico. ¿Qué significa semejante historia ontológica? Que no podría haber una historia (Geschichte) del ser, sin el Geschick, sin la trama necesaria en la que el ser se descubre o revela como oculto. Puesto que el ser se exhibe en el ente, se retiene en sí mismo en cuanto ser, puesto que sólo surge como ente, como algo que es, y en lo que es, se muestra o aparece la verdad del ente. En el ente sólo hay una aparición: la de su verdad propia, la cual deja en sombras a la revelación ontológica. A este punto, en el que se detiene la aparición del ser, Heidegger lo llama ‘época’. Por ella entiende, pues, el exhibido ocultarse del ser. De este modo, hay identidad entre el ser, que es destino y misterio, y la época, que es ocultamiento del mismo. Así lo podemos leer en el siguiente pasaje: “El ser se sustrae al desentrañarse en el ente. De ese modo se retiene, con su verdad, en sí mismo. Este retenerse en sí constituye el modo primario de su desentrañarse. El originario signo de semejante retenerse está en la ?l®yeia. Al producir ella el des-ocultamiento del ente, funda el ocultamiento del ser. A este aclarante retenerse del ser, junto con la verdad de su esencia, lo podemos llamar ¡pox®. La época del ser le pertenece a él mismo. Está pensada a partir de la experiencia del olvido del ser” [xxviii]. Advertimos ahora que el olvido del ser, en la metafísica, no deriva sino del ser mismo, de la ¡pox®, de la retención de su esencia. De este modo, la metafísica es ‘epocal’ por necesidad interna. Por eso está destinada a errar a través de los entes para constituir, así, las distintas épocas de la, historia del ser, es decir, del hacerse patente como oculto lo que se manifiesta en el ente como tal. Podemos considerar que el pensamiento rememorativo del ser es ‘epocal’, puesto que piensa lo no-dicho, lo que la ?l®yeia no descubre. “En lo que llamamos griego -afirma Heidegger- reside epocalmente pensado, el comienzo de la época del ser. Este comienzo, que también se debe pensar epocalmente, constituye la aurora del destino (Geschick) del ser, a partir del ser” [xxix]. Por tanto, la metafísica nació entre los griegos cuando tradujo el destino del ser. Y en las demás ‘épocas’ -retenciones del mismo- siempre estuvo dominada por la necesidad ontológica que, al extenderse a todo lo que es, abarca también al desenvolvimiento histórico. En efecto, no hay historia sin proceso (Vor-gang); no hay advenimiento sin el originario ad-venir del ser al ente, en el cual se produce el descubrimiento y ocultamiento del ser. Luego, es evidente el nexo interior que une la metafísica con la historia, ya que ésta supone el ocultamiento necesario del ser y aquélla se define por su olvido ontológico.
4. EL HOMBRE Y EL SER. Hasta ahora nos hemos referido al ente en general; pero hay uno privilegiado, porque constituye el lugar, el allí, en que el ser se manifiesta (ocultándose) en el ente en cuanto tal: el hombre. Éste lo ‘percibe’. Pero percepción no significa, en primer término, conocimiento sensorial, sino cierta actividad a medias receptiva: un “salir al encuentro de...”, es decir, una síntesis de actividad (salir al encuentro) y de pasividad (dejar que lo encontrado sea como es) . En segundo término, no quiere decir, en modo alguno, reducción del ente a la percepción. Puesto que lo que es, muestra su ser a través de un ‘allí’, del hombre que lo percibe, éste es visto a partir del ente, y no a la inversa. Dicho de otro modo: mientras que en la concepción del ente como objeto, el sujeto lo pone ante sí y es, de ese modo, centro de la objetivación, en este otro caso, el ente ‘pone’ un lugar, un sitio en que abrirse, conservando su posición central. Así entendieron los griegos al hombre. El subjetivismo, en su trayectoria ascendente, acabó por perder y olvidar esa concepción. “Lo visto desde el ente, lo involucrado y retenido por el abrirse del mismo. .. he aquí la esencia del hombre en la gran época griega” [xxx]. La desviación esencial se produjo cuando se interpretó metafísicamente la naturaleza del ser humano, es decir, cuando no se la entendió a partir de su ser, sino de lo que es; no ontológica, sino ónticamente. La definición clásica según la cual el hombre es animal rationale corresponde al saliente olvido del ser. Trátase, en efecto, de una definición ‘metafísica’. Animal no designa ser viviente o animado en general, sino vida en grado de animalidad que, en el ser humano, se traduce como conjunto de inclinaciones, instintos, pasiones; es decir, como lo sensible de su naturaleza. Rationale, en cambio, alude a la facultad de llegar y captar lo supraempírico, lo no-sensible. “En la esencia del hombre, entendido como animal rationale -sostiene Heidegger- se reúne el traspaso de lo físico a lo no-físico y suprafísico. De este modo, el hombre es lo metafísico mismo” [xxxi]. Esta definición se basa en el supuesto del distingo entre mundo sensible y mundo inteligible; por tanto encontró el fundamento de su futura expansión en la filosofía platónica. Dentro de la visión griega originaria, empero, lo ‘racional’ no designaba ni una capacidad subjetiva ni tampoco el orbe de lo supraempírico. En este caso, el logos también constituye la esencia del hombre, pues éste, en cuanto ser ‘racional’, capta la totalidad del ente reunida en su ser. Esto no significa que disuelva los entes en una unidad abstracta -tal cosa correspondería a una función ‘lógica’ de la que estamos aquí muy lejos-; antes bien, la complejidad de lo que es, con su heterogeneidad y contrastes, ingresa en una articulación necesaria, en un principio de juntura (Fug), que los mantiene al mismo tiempo reunidos -y sólo se re-une lo que no es uno, es decir, lo diverso y hasta lo opuesto- y en totalidad, o sea, no dispersos. El hombre sólo puede cumplir ese destino de colector si está en medio de los entes, participando del ser así manifestado, padeciendo la violencia del mismo, la cual lo hace ser lo que es: el que lleva los entes a su totalidad reunida. Pero, inmerso en este poder subyugante, prepotente e impregnado por él, el ser humano también ejerce violencia obligando a que el ente revele su ser. En la Introducción a la metafísica, Heidegger encuentra esta concepción en el primer coro de Antígona, donde el hombre es designado tò deinñtaton lo más pavoroso, el que inspira terror por su violencia [xxxii]. ‘Deja’ que las cosas sean lo que son; pero anteriormente tiene que obligarlas a que se revelen, a que descubran el ser que tienen. El ‘dejar’ no es mera pasividad, sino el término de una acción violenta. Al hombre le es imposible una actitud pasiva radical, ya que la prepotencia del ser lo arrebata del conformismo consigo mismo, evitando que sea como las cosas son. Por necesidad está destinado al des-ocultamiento ontológico. Los poetas y los pensadores son los señalados por el signo de la insatisfacción: no se resignan a quedar dentro de lo que ya des-oculto, de lo familiar y de lo ordinario. Por eso constituyen un peligro para los amantes de la estabilidad, y ellos -como dicen las últimas líneas del texto de Sófocles citado por Heidegger-, no están dispuestos a convivir con semejantes hombres. Advertimos que los poetas y pensadores, justamente los que nombran y dicen, los que hablan palabras en sentido propio, son los más pavorosos. Esta circunstancia nos indica que la acción violenta por excelencia se da en el lenguaje. En efecto, el ser de los entes se le revela al hombre en cuanto éste dice lo que son. Hay profunda identidad entre la mostración y el decir, entre lo abierto y la palabra. Lo cerrado, por ser oculto, permanece ‘mudo’ para nosotros: al no decirnos nada, tampoco nosotros podemos decir nada. El misterioso origen del lenguaje se halla, precisamente, en la indisoluble unidad entre el ser, manifestado en el ente, y la apertura de éste, realizada por el hombre que, al ‘decirlo’, lo pone en descubierto. Para expresarme de modo más directo y preciso, diré que revelar lo que una cosa es, consiste en decir lo que ella es. Nombrando al ente, el hombre se constituye como ser pavoroso. La brillante interpretación de Heidegger no se debe, sin embargo, tergiversar. No se ha de confundir la acción violenta, propia del modo griego de concebir al hombre, con el dominio del mundo y con la agresividad técnica que lo consigue, hechos característicos del pensamiento moderno. En un caso, el hombre es visto desde el ente; en el otro, el ente es imagen del sujeto que, convierte a lo que es en mero espectáculo objetivo. Y también aquí -o quizá exclusivamente aquí- lo que históricamente es más remoto, desde el punto de vista de la verdad nos es más próximo. Heidegger lo sostiene así, puesto que sustenta una idea del hombre en extremo afín a la concepción antigua, basada en lo que siempre es lo mismo: el ser. En el siguiente pasaje, por ejemplo, nos dice que, de acuerdo con la definición corriente, “toda antropología sigue estando conducida por la idea del hombre como ser vivo. Ni la filosófica ni la científica parten, en la determinación del hombre, de su esencia. Para pensar al hombre como ser humano, no como ser vivo, tenemos que atender, ante todo, al hecho que es aquel ser (Wesen) que se presenta mostrando lo que es, y en cuyo mostrar aparece el ente como tal... El hombre es un ser (Wesen) que es en cuanto se muestra en el ‘ser’ y, por eso mismo, sólo puede ser en cuanto se comporta por todas partes con el ente” [xxxiii]. Luego, el hombre no se enfrenta con el ser -cómo puede poner delante de sí a lo que no es él mismo-, sino que, como dijimos, constituye el lugar, el allí, en el que el ser se patentiza. Ésa y no otra es la esencia del hombre. A la presencia del ser, por la cual está allí, en el ente humano, Heidegger la denominó Dasein, literalmente, ser-ahí. “Para acertar, al mismo tiempo, y mediante una sola palabra, con la relación que hay entre el ser y la esencia del hombre, y también con la relación esencial entre el hombre y la potencia (‘ahí’) del ser, elegimos la palabra Dasein, que designa el dominio esencial en el que el hombre está en cuanto hombre” [xxxiv]. Recuerda Heidegger, en otro lugar, que tampoco una concepción semejante faltaba entre los griegos, para quienes el hombre era, justamente, el “que puede dejar aparecer” [xxxv]. Pero la naturaleza humana no sólo se determina a partir del Dasein, del lugar de la patencia del ser del ente reunido en totalidad, sino también desde sí mismo. En este caso, se lo define como ‘existencia’, como el ente que sale de sí o se expone, para ‘insistir’ o estar en o interior de ser. Pero hemos visto que éste es misterio, es decir, que no se abre sino como cerrado u oculto. Sin embargo, el hombre -por estar inmerso en, él- se siente atraído por lo que se oculta. Puesto que es el único ser que existe lo cual no significa, por supuesto, que sea el único real, sino el único que se ex-pone al ser- sólo será hombre en cuanto ‘indique’ aquello que se sustrae al pensamiento y al decir. Caracterizado como Dasein, pues, es el lugar en que aflora la potencia del ente; determinado como Existenz, es el que indica la presencia de lo que se presenta en la manifestada verdad del ente, aunque sustrayéndose o reteniéndose en su propia verdad. “En resumidas cuentas -sostiene Heidegger- sólo somos y somos únicamente mientras mostramos lo que se sustrae. Este mostrar constituye nuestra esencia. El hombre, como ser que indica hacia allí, es el Indicador” [xxxvi]. Puesto, que, en sentido propio, se llama signo a lo que indica algo, el hombre también lo será. Es signo del ser. Ahora bien, interpretar un signo consiste en lograr el conocimiento de lo significado por él, y, como en este caso, se refiere al ser, es decir, a lo que se oculta al manifestarse en los entes, necesariamente quedará indescifrado, De allí que Heidegger pueda decir con Hölderlin que “somos un signo indescifrado” [xxxvii]. Y, en verdad, lo somos. Al participar del ser, su misterio nos atraviesa y clava en el innominado destino de lo indescifrable; pero, también, de lo que no se necesita descifrar, porque somos signo, y no intérpretes de una significación extraña a nosotros mismos, porque somos en el ser y nuestra indicación brota del abismo de la libertad. El hombre es signo, y por eso mismo, palabra. “El pensar... es la respuesta humana -dice Heidegger- a la palabra... sin sonido del ser. La respuesta del pensar constituye el origen de la palabra humana... El pensar, obediente a la voz del ser, busca la palabra para éste: llega al lenguaje a partir de la verdad del ser” [xxxviii]. Luego, si admitimos que el hombre sea definido por el pensamiento, habrá que reconocer que éste ‘habla’, es decir, piensa, cuando ‘dice’ lo que el ser es, cuando es palabra o mito por supuesto, cuando lo es en el sentido de Heidegger, según el cual “mito significa la palabra que dice. Decir es, para los griegos, hacer patente, dejar aparecer, o sea, el aparecer y lo que es esencialmente en el parecer o en su epifanía” [xxxix]. Desde este punto de vista, el filósofo y el poeta dicen y nombran, en contraste con los que usan palabras. Y nada precipita tanto en el olvido ontológico como el descuido por lo dicho en un decir que no se oye, y que por eso llamamos silencio. Emilio Estiú
[i] Cfr. The journal of philosophy, vol. LI, nº 3, 1954, pág. 106. [ii] Dicho con palabras del propio Heidegger: “Lo difícil no consiste en el hecho de ensimismarnos en una particular profundidad o en formar intrincados conceptos: se oculta en un paso hacía atrás, por el cual el pensamiento ingresa en, el preguntar cxperimentante, es decir, en cl que derriba las opiniones habituales de la filosofía”. Brief über den “Humanismus”, Bern, 1947, pág. 91. [iii] Alphonse De Waelhens: Heidegger et le probléme de la métaphysique, en Revue philosophique de Louvain, tomo 52, febrero de 1954, pág. 119. [iv] Brief über den “Humanismus”, ed. cit., pág. 72. [v] Brief über den “Humanismus”, ed. cit., pág. 65. [vi] Holzwege, Frankfurt am Main, 1950, pág. 13. [vii] Holzwege, ed. cit., pág. 299. [viii] Was heisst Denken?, Tübingen, 1954; pág. 113. [ix] Was ist Metaphysik? Einleitung. Frankfurt a, M., 1949; pág. 10. [x] Was heisst Denken?, ed. cit., pág. 72. [xi] Was heisst Denken?, ed. cit., pág. 72. [xii] Was heisst Denken?, ed. cit., pág, 71. [xiii] Was heisst Denken?, ed. cit., pág, 110. [xiv] Was heisst Denken?, ed. cit., pág. 107. * Esos términos sustituyen en algunas de las obras últimas de Heidegger, a las palabras ‘ser’ y ‘ente’. Quizá de ese modo se subraye el distingo que hay entre el ‘ser que es ser’ y el ‘ser que es en’. [xv] Holzwege, ed. cit., pág. 162. [xvi] Los griegos, en cambio, que no concebían el mundo como imagen, es decir, como objeto, empleaban la palabra t¤xnh con una significación distinta a la moderna, “t¤xnh nunca mienta, en general, una especie de producción práctica. La palabra significa, más bien, una manera de saber. Saber quiere decir ‘haber visto’ lo cual -en el amplio sentido del ver- significa: percibir lo presente como tal. La esencia del ser se .apoya, ,para el pensar griego, en la ?l®yeia, o sea, en el desocultamiento del ente” Holzwege, ed. cit., págs. 47-48. [xvii] Holzwege, ed, cit., pág. 92. [xviii] Brief über den “Humanismus”, ed. cit., pág 99. [xix] Brief über den “Humanismus”, ed. cit., pág 99. [xx] Holzwege, ed. cit., pág. 310. [xxi] Holzwege, ed, cit., pág. 236. [xxii] Holzwege, ed. cit., pág. 267. [xxiii] Holzwege, ed. cit., pág. 271. [xxiv] Holzwege,. ed. cit., pág. 272. [xxv] Holzwege, ed. cit., pág. 310. [xxvi] Holzwege, ed. cit., pág. 38. [xxvii] Was ist Metaphysik? (Nachwort), ed. cit., pág 46. [xxviii] Holzwege, ed. cit, pág. 311, Esta difícil concepción, no expuesta todavía de modo sistemático en ninguna obra de Heidegger, se halla en íntima conexión, como es evidente, con la idea de tiempo. Puesto que el ser se hace manifiesto en el ente que lo oculta, es fundamento del acontecer o hacerse (Geschichte), es lo que, al temporalizarse, funda toda temporalidad. Hay, pues, una historia óntica, abarcada por la ciencia histórica, y otra ontológica, que corresponde al trascurso de la revelación del ser mismo. Puesto que éste se hace manifiesto en cuanto se abre temporalmente, su verdad o desocultamiento constituirá el tiempo mismo. Entre los expositores, Max Müller lo ha advertido con sagacidad: “El tiempo -dice- es la verdad del ser, y éste se apoya en su verdad, así como la verdad reposa en él. El ser mismo es el pro-ceso de su des-ocultamiento (el ‘tiempo’) , el cual, haciéndose en el ente, vuelve a ocultar el ser. La historia es la verdad y, a la vez, la no-verdad del ser. Y el ser ‘es’ su historia, puesto que constituye la historicidad de la historia misma, así como también es la temporalidad del tiempo, y por eso tiene necesidad de la historia y del tiempo”, (Existenzphilosophie im geistigen Leben der Gegenwart, Heidelberg, 1949, pág. 54). [xxix] Holzwege, ed. cit., pág 312. [xxx] Holzwege, ed, cit., págs. 83-84. [xxxi] Was heisst Denken?, ed. cit., págs, 24-25. [xxxii] En estas páginas Heidegger quizá llene el hueco que había denunciado en el Epílogo de ¿Qué es metafísica?: “Se conoce mucho acerca de la relación entre filosofía y poesía. Pero no sabemos nada del diálogo entre el poeta y el pensador...” (Was ist Metaphysik? Nachwort, ed. cit., pág. 46) . [xxxiii] Was heisst Denken?, ed. cit., págs, 95-96. [xxxiv] Wast ist Metaphysik? Einleitung, ed. cit., pág. 13. [xxxv] Was heisst Denken?, ed. cit., pág. 66. [xxxvi] Qué significa pensar?, trad. esp. de Hernán Zucchi. Separata de la revista Sur, Nos 215-216, Buenos Aires, 1952, pág. 6. [xxxvii] ¿Qué significa pensar?, ed. cit., pág. 7. [xxxviii] Wast ist Metaphysik?, Nachwort, ed, cit., págs. 44-46. [xxxix] Wast heisst Denken?, ed. cit., pág. 6. |
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