Harlan Ellison
Joe Bob Hickey
no tenía ningún signo astrológico. Mejor dicho, tenía doce. Cada año celebraba
su cumpleaños bajo un Piscis, Géminis o Escorpión distinto. Joe Bob Hickey era un
huérfano. Era también un bastardo. Había sido encontrado en el porche de la
Inclusa del Condado de Sedgwick, en Kansas. Envuelto en una vieja manta
militar, había sido abandonado en uno de los porches de la Inclusa. Aquello
ocurrió en 1992.
Años más tarde,
la matrona que le encontró en el porche observó que mirarse en sus ojos era
como asomarse a un vestíbulo de espejos vacíos.
Joe Bob fue un
chiquillo rebelde. En la Inclusa parecía olfatear el jaleo, por oculto que
estuviera, para hundir sus dientes en él; y no lo soltaba hasta que restallaba
el trueno. Hasta los trece años vivió de hogar adoptivo en hogar adoptivo.
Hasta que se cansó y decidió vivir por su cuenta. Aquello ocurrió en 2005. Pasó
el tiempo y Joe Bob cumplió los catorce años, luego los dieciséis, luego los
dieciocho, y por entonces ya había descubierto lo que en realidad era el mundo
que le rodeaba, había acumulado músculo, había leído libros y saboreado la
lluvia, y en algún camino había descubierto su objetivo en la vida, y sabía que
era un objetivo justo y que nunca se echaría atrás.
Joe Bob conectó
el cable de cierre, asegurándose de que quedaba una longitud suficiente para no
entorpecer su avance. Sacó los alicates de su macuto, cortó la alambrada,
volvió a meter los alicates en el macuto y se lo colgó del hombro, recordándose
a sí mismo que debía colocarle otro sistema de correaje a fin de que no
dificultara sus movimientos.
Luego, boca
abajo; arrastrándose sobre los codos penetró a través de la alambrada
electrificada en los terrenos de la Universidad de California del Sur. Las
luces de las torres de los centinelas no iluminaban del todo aquel alejado
rincón del patio. Un punto muerto en el sistema de vigilancia. Pero él podía
ver al centinela en su torre, a la izquierda, rastreando la zona con el
miniradar. Joe Bob sonrió. Su bollixer estaba emitiendo una forma gatuna.
Joe Bob avanzó
lentamente a través de la tierra de nadie del punto muerto. En un momento
determinado, el centinela apuntó en dirección a él, pero el miniradar sólo
captó a un felino, y mientras la curiosidad palidecía y se desvanecía, Joe
siguió avanzando, deslizándose suavemente (Lignum vitae. Gracias a la
disposición diagonal y oblicua de las sucesivas capas de sus fibras, no puede
ser astillada. No sólo es una madera increíblemente dura - con una gravedad
específica de 1.333 se hunde en el agua - sino que, conteniendo en sus poros un
26% de resina, es lustrosa y autoengrasada. Por este motivo, era utilizada como
soporte de las máquinas de los primeros barcos a vapor). Joe Bob como lignum
vitae. Deslizándose suavemente a través de la oscuridad.
El edificio de
Ciencias Terráqueas sobresalía de entre la niebla pegada al suelo del patio.
Joe Bob avanzó hacia él, hurgando con la lengua en la cavidad de una muela
donde se había alojado una astilla de carne de pollo robado y frito. Había
varios mecanismos de muelle, que se disparaban al ser pisados, irregularmente
esparcidos alrededor del edificio. Arrastrándose sobre el vientre, hizo un
slalom perfecto a través de ellos, caligrafiando su paso. Luego llegó al
edificio y se sentó, apoyando la espalda contra la pared, y abrió el macuto que
llevaba en bandolera.
Plástico.
Anticuado, en
aquella época de explosivos sónicos, pero eficaz. Colocó las cargas.
Luego avanzó
hacia el Edificio de Tácticas, los Laboratorios Bacteriófagos, la Computadora
de Archivos Centrales y la Armería. Todos recibieron sus correspondientes
cargas.
Luego
retrocedió hasta la alambrada, preparó el megáfono, se agachó para que su
silueta no se proyectara contra el alba que empezaba a teñir el este de una
leve claridad, y disparó las cargas.
Los
Laboratorios fueron los primeros en saltar, lanzando hacia el cielo paredes y
techos en una serie de explosiones que iban del azul al rojo y viceversa.
Luego, el Bloque de la Computadora estalló en pedazos, esparciendo chispas como
un circuito hecho polvo asesinando partículas negativas; luego, las Ciencias
Terráqueas y las Tácticas rugieron como saurios y cayeron sobre sí mismas,
espumeando polvo, listones y yeso y vomitando metal fundido. Y, finalmente, la
Armería, en una serie de estallidos que se sucedieron a un ritmo irregular y
una serie de relámpagos precursores del trueno definitivo.
Todo estaba
ardiendo. Seguían estallando pequeñas explosiones entre el creciente sonido de
estudiantes, profesores y soldados escurriéndose a través del desastre. Todo
estaba ardiendo cuando Joe Bob dio toda la potencia a su megáfono, se lo acercó
a los labios y empezó a gritar su mensaje.
«¡Llamáis a
esto libertad académica, pandilla de gusanos! ¡Para vosotros, el camino del
saber pasa por unas alambradas electrificadas! ¡Despertad, esclavos! ¡Luchad
por la libertad!»
El bollixer
estaba zumbando, acusando los contactos de los radares en acción. Como
respuesta, emitía formas inconcretas, montones de tierra, cualquier cosa. Joe
Bob continuó gritando:
«¡Arrancad los
fusiles de sus manos!» Su voz resonaba como el día del juicio final. Trepaba
sobre los sonidos de hombres tratando de salvar otros edificios y retumbaba
contra el naciente amanecer. «¡Expulsad a los soldados del campus! Jefferson
dijo: «Los pueblos tienen la clase de gobierno que merecen». ¿Es esto lo que
vosotros merecéis?»
El zumbido
estaba haciéndose más intenso, las pulsaciones más rápidas. Estaban estrechando
el campo sobre él. No tardarían en localizarle; al menos, existían muchas
posibilidades de que lo hicieran. Y entonces las patrullas saldrían en su
busca.
«¡Fuera los
soldados!»
«¡Todavía hay
tiempo! ¡Mientras uno solo de vosotros no se haya dejado someter a un lavado de
cerebro, queda una posibilidad! ¡No estáis solos! Somos un gran movimiento de
resistencia organizada... uníos a nosotros... derribad sus barracones... volad
sus armerías... ¡Abajo los fascistas! La libertad está ahora a vuestro alcance:
agarradla, antes de que sea demasiado tarde».
Las patrullas
habían sido situadas estratégicamente. Cuando las unidades de miniradar se
triangularon, localizaron un blanco potencial y lo señalaron, estaban
preparadas. El bollixer de Joe Bob le advirtió de la situación con un zumbido
de alarma. Guardó el megáfono en su macuto y desenfundó su pistola.
Vete de aquí,
se dijo a sí mismo.
Cállate -
contestó -. ¡Abajo los fascistas! Déjate de historias. No quiero que me maten.
¿Asustado, gallina?
Sí, estoy
asustado. Si quieres que te vuelen la cabeza, es asunto tuyo. Pero no me metas
a mí en el lío.
El monólogo
interior se interrumpió bruscamente. A la derecha de Joe Bob avanzaban tres
patrulleros a través de la maleza, disparando mientras corrían. Joe Bob replicó,
disparando por encima de sus cabezas.
¿Creerás que
había llegado a pensar que eras un asesino implacable?
¡Cállate de una
vez! He fallado, eso es todo.
¿De veras? A mí
no puedes engañarme. Lo que pasa es que no quieres ver sangre.
Arrastrándose,
arrastrándose, retrocediendo, todo brazos y piernas; y los patrulleros seguían
avanzando.
Somos un gran
movimiento de resistencia organizada, había gritado a través del megáfono.
Había mentido. Estaba solo. Era el último. Después de él, posiblemente no habría
otro durante un centenar de años. Los disparos de los patrulleros trazaban
surcos en la tierra a su alrededor.
¡Asustado! No
quiero que me maten.
El helicóptero
se remontó en su horizonte visible, avanzó en línea recta y empezó a maniobrar,
tratando de localizarle. Con el zumbido del helicóptero, la brisa sopló de
nuevo a través de su mente:
¡Asustado!
Una zanja. Se
sumergió en ella. Tendido sobre su espalda, el ángulo de inclinación le
ocultaba del helicóptero, pero le exponía al ataque de los patrulleros. Respiró
profundamente, humedeció sus labios con su lengua, demasiado seca para servir
de ayuda, y esperó.
El helicóptero
pasó directamente por encima de él y se estremeció mientras giraba sobre sí
mismo. Joe Bob apoyó la pistola contra el borde de la zanja y apretó el
gatillo, apuntando delante del helicóptero. La máquina avanzó en línea recta
hacia el sendero de fuego. Las primeras cargas se estrellaron contra el hocico
del helicóptero, desintegrando la superficie cromada. Tormentas eléctricas,
diminutos remolinos de energía revolotearon sobre el helicóptero, cuarteando
las lumbreras, haciendo borroso el suelo para el piloto y su tirador. Las
cargas establecieron contacto con el equipo eléctrico del aparato, que estalló
súbitamente. Una lluvia de trozos de metal retorcidos e incandescentes cayó
sobre el campus. Los patrulleros se aplastaron contra el suelo, tratando de
escapar a la granizada de metal ardiente.
Con el sonido
de la muerte resonando todavía en sus oídos, Joe Bob Hickey echó a correr a lo
largo de la zanja, penetró en el bosque y desapareció.
Había sido
dicho antes, y volverá a decirse, aunque nunca de un modo tan simple y tan
humano como lo dijo Thoreau: «Sirve mejor al Estado el que más se opone al
Estado».
(Acetato de
aluminio, un compuesto químico que, en la forma de su sal natural, Al (C2H3O2)3,
obtenida como un polvo blanco, amorfo, soluble en el agua, es utilizada
principalmente en medicina como astringente y como antiséptico. En la forma de
su sal básica, obtenida como un polvo blanco, cristalino, insoluble en el agua,
es utilizada principalmente en la industria textil como agente impermeable,
como agente incombustible y como mordiente. Un mordiente puede ser varias
cosas; las más importantes, una substancia adhesiva para pegar láminas de oro o
de plata a una superficie, y un ácido u otra substancia corrosiva utilizada
para grabar al aguafuerte).
Joe Bob Hickey
como acetato de aluminio. Mordiente. Ácido atacando una superficie corroída.
La noche
profunda le encontró sufriendo terriblemente, lejos de las ardientes ruinas de
la Universidad. Tambaleándose debajo de los gargantuescos pilares del tren
continental. Cayendo, levantándose, tropezando una y otra vez. Cayó de bruces
sobre un lecho de grava y maleza. Unas manos se acercaron a él en la oscuridad
y le volvieron boca arriba. Parpadeó una luz y una voz dijo: «Está sangrando»,
y otra voz, áspera y huraña, dijo: «Lleva una pistola», y una tercera voz dijo:
«No le toquéis, vámonos de aquí», y la primera voz repitió: «Está sangrando», y
la luz fue aplicada a la colilla de un cigarro antes de apagarse. Y luego
volvió a reinar una profunda oscuridad.
Joe Bob perdió
el conocimiento. Cuando lo recobró, no tenía la menor idea del tiempo que había
transcurrido. Luego abrió los ojos y vio las llamas de una pequeña fogata
danzando delante de él. Se encontraba tendido junto a la base de un zumaque.
Una mano surgió de entre la niebla que le rodeaba, y una voz que ya había oído
antes dijo:
- Vamos. Tome
un sorbo de esto.
Una botella de
plástico con algo caliente fue alzada hasta sus labios, y otra mano que no pudo
ver levantó su cabeza ligeramente, y Joe Bob bebió. Era una especie de caldo
con sabor a grasa.
Pero le hizo
sentirse mejor.
- He utilizado
el alcohol que llevaba usted en el macuto. Está usted malherido, amigo. En la
espalda. Sangraba mucho. Parece que la cosa va mejor. Gracias al alcohol.
Joe Bob volvió
a quedarse dormido. Esta vez más tranquilo.
Más tarde, en
una atmósfera más clara y más fresca, despertó de nuevo. La fogata estaba
apagada. Pudo ver claramente lo que había que ver. Estaba amaneciendo. Pero,
¿cómo era posible... otro amanecer? ¿Había estado corriendo todo el día,
eludiendo a los patrulleros que le perseguían? Evidentemente. Cuando amanecía,
había estado agachando junto a la alambrada, haciendo estallar las cargas. Lo
recordaba perfectamente. Y las explosiones. Y los patrulleros, y el
helicóptero, y...
No quiso pensar
en las cosas que caían del cielo, ardiendo, chisporroteando.
Un día entero y
toda una noche corriendo. Y dolor. Un dolor terrible. Movió su cuerpo
ligeramente, y notó el doloroso latido en la espalda. Un trozo del ardiente
helicóptero le habría alcanzado mientras huía; pero había seguido corriendo. Y
ahora estaba aquí, en alguna otra parte. ¿Dónde? La luz se filtraba hacia abajo
a través de unos árboles inmóviles.
Miró a su
alrededor en el claro. Formas cubiertas con mantas. Media docena. No, siete. Y
la fogata un simple rescoldo, ahora. Permaneció tendido allí, incapaz de
moverse, esperando que se hiciera de día.
El primero en
levantarse fue un viejo con una sucia barba de tres días, quizá, y un huevo
escalfado en el lugar de un ojo. Se acercó cojeando a Joe Bob - que había
cerrado los ojos casi del todo - y le miró fijamente. Luego se agachó, alisó la
arrugada manta y se dirigió a la apagada fogata.
Estaba
encendiendo la lumbre para el desayuno cuando otros dos hombres se levantaron.
Uno de ellos era muy alto, con un garfio en el lugar de una mano, y el otro era
tan viejo como el que se había acercado a Joe Bob. Estaba desnudo en el
interior de sus mantas, y no tenía un solo pelo en el cuerpo. Su piel era muy
sonrosado y muy suave. Su aspecto resultaba incongruente: la cabeza de un viejo
y el sonrosado cuerpo de un bebé.
De los otros cuatro,
sólo uno era normal, sin ninguna tara. Al menos, eso creyó Joe Bob hasta que
comprobó que el normal era incapaz de hablar. Los otros tres eran un jorobado
con una cúpula de plástico en la espalda que emitía destellos luminosos y
contenía unas franjas de colores que cambiaban de tonalidad con sus estados de
ánimo; un negro con todo un lado de la cara quemado, lo cual le confería el
aspecto de alguien que estuviera siempre con la mitad del cuerpo en la sombra;
y una mujer que lo mismo podía tener cuarenta años que setenta, resultaba
imposible decirlo, con unos aros de una pulgada de anchura en muñecas y
tobillos, cuyas coyunturas parecían dobladas en direcciones contrarias a la
normal.
Mientras Joe
Bob les observaba subrepticiamente, se lavaron lo mejor que pudieron,
utilizando agua de una bolsa de Lister, evitando el agua espumeante y
burbujeante del nauseabundo arroyo que se arrastraba como una enorme babosa
gris a través del claro. Luego, el viejo del ojo raro se acercó a él, se
arrodilló a su lado y apretó la palma de su mano contra la mejilla de Joe Bob.
Joe Bob abrió
los ojos.
- No tiene
fiebre - dijo el anciano -. Buenos días.
- Gracias -
dijo Joe Bob, tenía la boca seca.
- ¿Qué me dice
de una taza de buen café con achicoria? - inquirió el viejo, sonriendo.
Le faltaban
varios dientes.
Joe Bob asintió
con dificultad.
- ¿Podría usted
incorporarme un poco?
El viejo llamó:
- ¡Walter!
¡Marty!
El hombre que
no podía hablar se acercó a él, seguido del negro con la media cara de marfil.
Cogieron a Joe Bob por debajo de los brazos, cuidadosamente, y lo ayudaron a
incorporarse. La espalda le dolía terriblemente y todos los músculos de su
cuerpo estaban rígidos de haber dormido sobre el frío suelo. El viejo tendió a
Joe Bob una botella de plástico llena hasta la mitad de café.
- No tenemos
leche ni azúcar. Lo siento - dijo.
Joe Bob dio las
gracias con una sonrisa, bebió. Estaba muy caliente, pero era bueno. Lo sintió
deslizarse en su interior, empapando sus vasos capilares.
- ¿Dónde estoy?
¿Cómo se llama este lugar?
- Nevada - dijo
la mujer, acercándose.
Llevaba un mono
con las perneras cortadas a la altura de las pantorrillas.
- ¿En qué lugar
de Nevada? - preguntó Joe Bob.
- ¡Oh! A unas
diez millas de Tonopah.
- Gracias por
ayudarme.
- Yo no tengo
nada que ver con ello. Si mi opinión sirviera de algo, nos habríamos marchado
ya. La proximidad del tren me pone nerviosa.
- ¿Por qué? -
inquirió Joe Bob.
Alzó la mirada;
el tren aéreo, la menos impresionante de todas las arcologías de Paolo Sicori,
e incluso así asombrosa, se alargaba hasta el horizonte sobre los brazos en
forma de ala de unos pilones que se alzaban un octavo de milla por encima de
ellos.
- Los toros de
la compañía, por eso. Van por todas partes, en busca de saboteadores. No me
gusta la idea de que piensen que nosotros pertenecemos a esa ralea.
Joe Bob apretó
los puños con rabia. Lo peor que se podía ser era antipatriota. Raptar a un
niño, asesinar a siete mujeres, volarle la tapa de los sesos a un viejo
tendero, era aceptable. Lo que no podía tolerarse era la antipatria. En este
último caso, incluso los peores criminales estaban dispuestos a tomarse la
justicia por su mano. Joe Bob pensó en Greg, que había sido herido de muerte en
una celda de San Quintín por un asesino que había rociado de balas a una multitud
de indefensos ciudadanos cuando trataba de escapar después de un atraco
frustrado. El asesino había destrozado la cabeza de Greg con un taburete de
tres patas de su celda. Quienquiera que fuesen esas personas, no tenían nada en
común con lo que era él.
- ¿Toros? -
inquirió Joe Bob.
- ¿De dónde
sale usted, muchacho? - preguntó el hombre increíblemente alto con el garfio en
el lugar de una mano -. Toros. Soldados. El Hombre.
El viejo soltó
una risita y palmeó la pierna del alto.
- Paul, ese chico
es demasiado joven para conocer esas palabras. Así les llamábamos nosotros.
Ahora les llaman...
Joe Bob se
introdujo en la vacilación.
- ¿Varks?
- Sí, varks.
¿Sabe usted de dónde procede el nombre?
Joe Bob sacudió
la cabeza.
El viejo se
sentó en el suelo y empezó a hablar, como si estuviera hablándoles a unos
chiquillos en torno a un hogar; los otros se sentaron también y escucharon.
- Procede del
nombre de un animal de África del Sur, el cerdo común. Los colonos holandeses
lo llamaban aardvark. Se limitaron a prescindir de la primera sílaba,
¿comprende?
Siguió
hablando, contando historias de la época en que era joven, de cosas que habían
sucedido, de su país cuando era más sano. Y Joe Bob escuchó. Y se reafirmó en
su anterior conclusión: aquellos hombres no tenían nada en común con lo que era
él. Pero supo otra cosa: no eran mejores que él.
- ¿Juega usted
al Monopole? - preguntó el viejo.
El jorobado fue
en busca de una caja de cartón que había sido reparada muchas veces. Y le
enseñaron a Joe Bob a jugar al Monopole, perdió rápidamente; reunir fincas le
pareció un modo absurdo de perder el tiempo. Trató de hablarles de lo que
estaba ocurriendo en América, de la abolición del Trust del Pentágono, de la
abolición del Tribunal Supremo, de la computadora central de Denver, en cuyos
bancos se almacenaban la identidad y el historial de todo el mundo, a fin de
poder detener inmediatamente a cualquier ciudadano, en caso necesario. Acerca
de todo ello. Pero ya lo sabían. Y opinaban que no era malo. Opinaban que servía
para evitar que los saboteadores se salieran con la suya, a fin de que el país
pudiera ser tan bueno como siempre había sido.
- Tengo que
marcharme - dijo Joe Bob finalmente -. Gracias por su ayuda.
Era un empate:
odio contra gratitud.
Ellos no le pidieron
que se quedase. Y él no había esperado que lo hiciesen.
Ascendió por la
ladera de grava; se detuvo debajo de la ancha sombra del tren aéreo que
discurría de costa a costa, desde el Golfo hasta los Grandes Lagos, y alzó la
mirada. Parecía libre. Pero él sabía que estaba anclado a la tierra, a mucha
profundidad, a cada décima parte de una milla. Sólo parecía libre, porque Soler
lo había soñado de aquel modo. El arte no era realidad, sino únicamente la
apariencia de realidad.
Echó a andar
hacia el este. No tenía ningún lugar adonde ir, de modo que podía ir a
cualquier parte.
Hasta que
restallara el trueno.
El claustro de
profesores, en la Universidad Estatal de Nueva York en Búfalo, era algo
reglamentado. Reglamentado por varks, soldados, patrulleros y (añadió Joe Bob,
mirando hacia abajo desde un tejado) toros. Las aulas estaban divididas en una
serie de departamentos individuales con paredes de plástico transparente. Esto
permitía ver claramente las pantallas en las cuales el Presidente Controlador daba
sus instrucciones, y evitaba dificultades a los domadores si se producían
disturbios. (Circulaban rumores de inquietud, e incluso una protesta
hectografiada en una cuartilla que había sido pegada a los tableros de noticias
del campus.)
Joe Bob miró a
su alrededor con los gemelos. Estaba controlando a los centinelas.
La categoría de
las facultades venía señalada por el tamaño, modelo y armamento de los
centinelas-robots que revoloteaban, zumbando suavemente, inmediatamente encima
de cada administrador y profesor. Joe Bob trataba de localizar un modelo
Dictógrafo 2013, provisto de pulverizadores de gases. El último modelo...
Presidente Controlador.
El modelo más
reciente entre la multitud allí reunida era un 2007. Lo cual significaba que
eran todos profesores adjuntos o guías-preceptores.
Y significaba
que estaban dirigiendo los ejercicios de principio de curso desde el estudio
del Edificio de Propaganda.
Joe Bob se
deslizó a través del tejado hacia la torre de vigilancia. El centinela seguía
durmiendo, envuelto en spinex. Joe Bob le contempló unos instantes. Le
encontrarían y le rociarían con disolvente. Joe Bob había dejado al descubierto
la nariz del centinela, para que pudiera respirar.
¡Asesino!
Cállate.
Comando
efectivo.
¡Te he dicho
que te calles de una vez!
Se deslizó
dentro del uniforme de una sola pieza del centinela, alisó los brazos hasta las
muñecas, lo estiró para acomodarlo a sus anchos hombros. Luego, cargado con su
inseparable macuto, descendió por la escalera de caracol. No había guardianes a
la vista en el edificio. Todos estaban en el recinto exterior, reforzando allí
la vigilancia, como correspondía a la fecha: día de inauguración del curso.
Continuó
bajando hasta llegar al sistema de calefacción central. Era junio. Hacía mucho calor.
Los hornos habían sido apagados, y los acondicionadores habían empezado a
funcionar. Encontró el esquema de los conductos y marcó el camino hasta el
estudio con su dedo índice. A continuación abrió una verja y trepó por el
sistema. Una ascensión vertical y prolongada a través del conducto general.
Trepando...
20 recuerdas la
norma que se convirtió en ley, de que en las clases no podía discutirse nada
que no correspondiera directamente a la materia que era enseñada aquel día 19 y
recuerdas aquella clase de arte moderno en la cual empezaste a formular
preguntas acerca de las aplicaciones del arte superior como vehículo para el
disentimiento y la resolución 18 y cómo empezaste a interrogar al profesor
acerca del Guernica de Picasso y de lo que le había impulsado a pintarlo como
una declaración acerca de los horrores de la guerra 17 y cómo el profesor había
olvidado la norma y había vuelto a contar la historia del fresco del Centro
Rockefeller de Diego Rivera que había sido encargado por Nelson Rockefeller 16
y cómo, cuando el fresco estaba terminado, Rivera había pintado un Lenin muy
visible, y Rockefeller exigió que pintara otra cara encima, y Rivera se había
negado 15 y cómo Rockefeller había hecho destruir el fresco 14 y al cabo de
diez minutos el Controlador había hecho detener al profesor 13 y recuerdas el
día en que el Trust del Pentágono aportó el dinero para construir el nuevo
estadio a cambio de que el departamento de Teoría de Juegos se convirtiera en
Tácticas y rebautizaron el edificio como Neumann Hall 12 y recuerdas cuando te
matriculaste y te hicieron firmar el juramento de lealtad para estudiantes 11 y
la tarde en que se presentaron de improviso en el sótano 10 y te sorprendieron
con Greg, Terry y Katherine 9 y llenaron el sótano de gas para que no pudiera
escapar nadie 8 y mataron a Terry disparándole un tiro en la boca y Katherine 7
y Katherine 6 y Katherine 5 y ella murió doblada como un chiquillo sobre el
sofá 4 y luego dispararon desde dentro a través de la puerta para hacer ver que
se había disparado contra ellos 3 y Greg y tú quedasteis bajo custodia y la
bota y las esposas 2 y tú escapaste y echaste a correr 1.
Trepando...
Mirando a
través de los intersticios de la verja. El estudio. La cosa no resultaría
fácil. Cámaras, focos... Allí estaban: gordos, poderosos y felices. Los
centinelas-robots girando girando por encima de sus hombros en el aire girando
y girando.
Ahora sabremos
lo duro que eres a la hora de la verdad.
¡No empieces
conmigo!
Ahora tendrás
que matar realmente a alguien.
Sé lo que tengo
que hacer.
Vamos a ver
cómo haces encajar tus pretensiones de paz con el acto de asesinar a alguien...
¡Cállate!
...a sangre
fría. ¿No es así cómo lo llaman?
Puedo hacerlo.
Desde luego que
puedes. Me pones enfermo.
Puedo: puedo
hacerlo. Tengo que hacerlo.
Adelante, pues.
El estudio
estaba atestado de oficiales administrativos, de técnicos, de guardianes y
soldados, de personal militar de todas las categorías. Y en los calabozos del
campus, setenta pies debajo de la Armería, once estudiantes agachados en el
interior de jaulas de máxima seguridad: construidas de modo que un hombre no
pudiera estar de pie, ni sentado: únicamente agachado, con la espina dorsal
encorvada día y noche.
Con los
centinelas-robots vigilando, girando y observando, prestos a disparar,
resultaba imposible apoderarse del Presidente Controlador. Pero existía un
medio para confundir a los centinelas-robots. Wendell lo había descubierto en
Dartmouth, aunque el descubrirlo le costó la vida. Pero existía un medio.
Si un hombre
muere por ti. Un vark. Si muere un vark. Ellos mueren igualmente.
Joe Bob ignoró
la conversación. No conducía a ninguna parte. Empuñando la pistola, se tendió
boca abajo, pensando en lo que iba a pasar dentro de unos segundos, en el
momento en que se iluminara la pantalla. Dispararía contra el guardián que
estaba de pie al lado del cameraman. El guardián caería y los
centinelas-robots, alertados, empezarían a explorar; en aquel momento,
dispararía contra uno de ellos. Cortocircuitado, sus rociadores de gases entrarían
en acción, desconcertando a sus compañeros, que empezarían a dispararse entre
ellos. En la confusión que seguiría, Joe Bob derribaría la verja de un
puntapié, se dejaría caer en el estudio y capturaría al Controlador. Si tenía
suerte. Con un poco más de suerte, le sacaría de allí. Y con un poco más, le
utilizaría como rehén a cambio de los once estudiantes.
¡Suerte!
Morirás.
Claro que
moriré. Ellos morirán, yo moriré. De todos modos, estoy cansado.
Palabras, tus
hermosas y nobles palabras...
Recordó todas
las cosas que había dicho a través del megáfono. Ahora parecían muy lejanas.
Había llegado el momento final. Su dedo índice se tensó contra el gatillo.
La luz se hizo
más intensa.
No podía ver el
estudio. El resplandor de la luz dorada lo hacía todo borroso. Joe Bob
parpadeó, sacudió la cabeza y comprobó que la luz dorada estaba allí con él,
dentro del conducto, rodeándole, calentándole, brillando y creciendo. Trató de
respirar y descubrió que no podía hacerlo. La presión se concentró en su
cabeza, haciendo latir sus sienes. Pensó, fugazmente, que había sido localizado
y que esto era un nuevo tipo de gas, o un rayo calorífero, o algo nuevo de lo
que no tenía noticia. Luego, todo se empañó en un estallido de luminosidad
dorada más luminosa que cualquier claridad de las que había visto hasta
entonces. Incluso cuando era un chiquillo y se tendía en el campo sobre la
hierba, contemplando el sol con los ojos abiertos para comprobar cuánto tiempo
podía resistir sin cerrarlos. Más brillante que aquello.
¿Quién soy y a
dónde voy?
Quién era:
incontables billones de átomos, desintegrados y remolineando en un túnel
dorado, taladrado en un espacio color de azafrán y un tiempo color ocre.
Adónde iba:
Joe Bob Hickey despertó,
y la primera sensación de las muchas que descendieron en cascada sobre él fue
la de balanceo. En el aire, quizás en el agua, columpiándose, atrás y adelante,
con un movimiento pendular que le inspiraba náuseas. Una luz dorada se filtraba
a través de sus párpados cerrados. Y sonidos. Sonidos musicales que parecían
interrumpirse antes de que los hubiera oído plenamente hasta el último y
vibrante trémolo. Abrió los ojos y estaba tendido de espaldas sobre una
superficie blanda que se adaptaba a la forma de su cuerpo. Volvió la cabeza y
vio el macuto y el megáfono en el suelo, cerca de él. La pistola había
desaparecido. Luego echó la cabeza hacia atrás y miró a lo alto. Había visto
barrotes. Barrotes dorados extendiéndose en arcos por encima de su cabeza. Un
efecto de catedral, encima de él.
Lentamente, se
incorporó sobre sus rodillas, invadido por oleadas de náuseas. Había barrotes.
Se puso en pie
y notó más claramente el balanceo. Avanzó un par de pasos y se encontró en el
borde de la superficie blanda. Incrustada en el suelo, era una superficie gris,
una enorme forma circular. Salió de ella, para posar los pies sobre el sólido
suelo de la... de la jaula.
Era una jaula.
Anduvo hasta
los barrotes y miró más allá.
Cincuenta pies
debajo había una calle. Una calle dorada sobre la cual se movían unos seres con
los cuerpos en forma de grandes bulbos, azotando a unos humanos color azul
pervinca más pequeños, para que tirasen de las sillas de mano sobre las cuales
viajaban los dorados seres bulbosos. Se quedó mirando largo rato.
Luego, Joe Bob
Hickey regresó al colchón circular y se tumbó. Cerró los ojos y trató de
dormir.
En los días que
siguieron, fue bien alimentado, y se enteró de que el tiempo metereológico era
controlado. Si llovía, una burbuja energética - no lo comprendía, pero era
invisible - cubría su jaula. El calor no era nunca excesivo, ni refrescaba
demasiado durante la noche. Le quitaron las ropas y se las devolvieron muy
pronto... cambiadas. Después de aquello, siempre estaban flamantes y limpias.
Estaba en algún
otro lugar. Le permitieron saber eso, al menos. Los dorados seres bulbosos eran
la clase dirigente, y los humanos azules más pequeños eran sus obreros. Estaba
en algún otro lugar.
Joe Bob Hickey
contemplaba las calles desde su gran jaula oscilante, colgada a cincuenta pies
de altura. En su jaula podía verlo todo. Podía ver a los dorados dirigentes
bulbosos azotando a los desdichados criados azules, pero nunca vio el rostro de
uno de los seres más pequeños, ya que sus ojos estaban vueltos permanentemente
hacia sus pies.
No tenía la
menor idea de por qué estaba aquí.
Y estaba seguro
de que permanecería aquí para siempre.
Fuera lo que
fuese lo que se proponían al arrancarle de su tiempo y lugar, no experimentaban
la necesidad de comunicárselo. Era un objeto en una jaula, columpiándose
libremente, encarcelado, colgando muy alto sobre una calle dorada.
No tardó en
darse cuenta de que el lugar donde pasaría el resto de su vida estaba bañado en
una intensa luz amarilla. Le empapó y le calentó, y poco después se quedó
dormido. Al despertar, se sintió mejor de lo que se había sentido en muchos
años. Los agudos dolores que regularmente le producía la herida de su espalda
habían desaparecido. La herida había cicatrizado completamente. Aunque comía
los raros y sencillos alimentos que encontraba en su jaula, nunca experimentaba
la necesidad de orinar ni de vaciar sus intestinos. Vivía tranquilamente, sin
esperar nada, porque no deseaba nada.
Levántate, por
el amor de Dios. Mírate a ti mismo.
Estoy bien. Me
siento cansado, déjame en paz.
Se puso en pie
y se acercó a los barrotes. Abajo en la calle, la silla de mano de una dorada
criatura bulbosa se había parado, casi directamente debajo de la jaula. Vio
cómo el ser azul tropezaba y caía, y vio cómo el bulbo dorado le azotaba. Por
primera vez, vio las cosas tal como las había visto antes de que le trajeran
aquí. Se sintió lleno de rabia ante la injusticia; notó que la sangre latía
violentamente en sus sienes; empezó a gritar. El ser dorado continuó azotando a
su víctima. Joe Bob agarró el megáfono, lo puso a toda potencia y empezó a
gritar, a maldecir, a amenazar al monstruo del látigo. El dorado ser bulboso
alzó la mirada y sus numerosos ojos plateados se clavaron en Joe Bob Hickey.
¡Tirano!
¡Asesino!, gritó Joe Bob.
No pudo
callarse. Gritó todas las cosas que había gritado durante años enteros. Y el
ser bulboso dejó de azotar al pequeño ser azul, el cual se incorporó lentamente
y tiró de nuevo de la silla de manos. Cuando habían recorrido un trecho, el ser
bulboso se inclinó hacia adelante y descargó de nuevo su látigo, una y otra
vez, sobre las espaldas del pequeño ser azul.
«¡Sublevaos
contra la injusticia! ¡Luchad por la libertad!»
Gritó durante
todo el día. El megáfono proyectó su voz contra los muros de los dorados
edificios desprovistos de ventanas.
«¡Arrancad los
látigos de sus manos! ¿Es esto lo que merecéis? ¡Aún estáis a tiempo! ¡No
estáis solos! Somos un gran movimiento de resistencia organizada...» No te
escuchan.
Me oyen.
Les tiene sin
cuidado.
Te equivocas.
¡Mira! ¿Ves?
Efectivamente.
Abajo en la calle, cuando los sonidos de su voz alcanzaban las sillas de manos,
los dorados seres bulbosos empezaban a gemir dolorosamente y se golpeaban a sí
mismos con los látigos... y las sillas de manos reanudaban su avance... y los
seres bulbosos azotaban a sus criados azules fuera de la vista.
Delante de él,
gemían y se azotaban a sí mismos, tratando de expiar su crueldad. Fuera de su
vista, reasumían sus vidas.
Joe Bob no
tardó mucho en comprender.
Soy su conciencia.
Eres lo último
que podían encontrar, y te han colgado aquí para que les pongas en la picota, y
ellos se golpean el pecho y gimen mea culpa, mea máxima culpa, y se castigan a
sí mismos; luego siguen portándose como antes.
Ineficaz.
Payaso, soy un
payaso.
Pero ellos
habían elegido bien. Joe Bob Hickey no podía hacer otra cosa.
Siempre había
sido una voz silenciosa, gritando palabras que necesitaban ser gritadas, pero
nunca oídas, y seguía siendo una voz silenciosa. Día tras día, se paraban
debajo de él y gemían su culpabilidad; y, después de hacerlo, podían marcharse
tranquilamente.
¿Conoces el
efecto que ha causado sobre ti la intensa luz amarilla?
Sí.
¿Sabes hasta
cuándo vivirás, hasta cuándo les dirás lo inmundos que son, hasta cuándo te
columpiarás en esta jaula?
Sí.
Y continúas
haciéndolo.
Sí.
¿Por qué? ¿Te
gusta ser insubstancial?
No soy
insubstancial.
¿No? Antes
dijiste que sí. ¿Por qué?
Porque si lo
hago para siempre, tal vez al final de para siempre me permitan morir.
(El Gonolek
rostrinegro es el más rapaz de los pájaros africanos. Ornitológicamente, ocupa
la misma posición entre los paserinos que los halcones y las lechuzas entre los
nopaserinos. Debido a que empalan a sus presas en espinos, se han ganado el
sobrenombre de «pájaro carnicero». Al igual que la mayoría de animales de
presa, el Gonolek mata a menudo más presas de las que puede comer, y cuando se
presenta la oportunidad parece matar por el simple placer de matar).
Todo era luz
dorada y conciencia.
(No es
infrecuente encontrar un espino adornado con una docena o más de saltamontes,
cigarras, ratones o pajaritos. Se ha puesto en tela de juicio que el Gonolek
establezca tales despensas en épocas de abundancia en previsión de una futura
carestía. Lo más probable es que el Gonolek deje pudrir aquellas provisiones).
Joe Bob Hickey,
presa de su mundo, empalado en un espino de luz por el Gonolek, y hermano del
propio Gonolek. (La mayoría de pájaros de presa tienen unas voces canoras y
melodiosas, y revelan su presencia por medio de llamadas características).
Joe Bob Hickey
se volvió hacia la calle, acercó el megáfono a sus labios y, solo como siempre,
gritó: «Jefferson dijo...» desde la dorada calle llegaron los sonidos de un
gemir de insectos.
FIN
Edición
electrónica de Sadrac
Buenos Aires, Octubre
de 2001