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La metáfora De entrada, no hay nada sorprendente en el hecho de que la tradición logocéntrica, centrada en el valor de la presencia, desconfíe por principio de la metáfora. Y es que la metáfora insinúa sin presentar, sugiere sin explicitar, evoca sin nombrar, alude sin decir; la metáfora habla en forma oblicua, apela a connotaciones laterales. La devaluación de la metáfora tiene que ver entonces con valores de verdad, claridad, seriedad, responsabilidad, valores que se oponen al juego seductor e irresponsable de la ficción, al fingir del artista. La metafísica, si emplea la metáfora, no deja de concebirla como un desvío, como un mero paso del sentido a través del peligroso sinsentido, para reencontrarse finalmente en el concepto. La metáfora es secundaria respecto al concepto, del mismo modo que lo es el signo respecto al lógos; el paso transitorio del lógos fuera de sí, por el no menos peligroso signo, termina con el regreso a sí mismo. Si la metafísica tradicional, de acuerdo con esta jerarquía, sostiene que toda metáfora está basada en un concepto, Derrida afirma que el concepto no es más que una metáfora llevada al límite señalado por la catacresis. La catacresis es una figura que no puede ser reemplazada por un término más exacto, como por ejemplo los brazos de un sillón o una hoja de papel. La catacresis es así una especie de sentido exacto que ya no es muy exacto. Los términos fundamentales de la filosofía son todos catacresis, incluido el término «concepto». El sentido propio no se distingue más que de forma secundaria sobre un fondo de impropiedad o metáfora originarias. Esta reinscripción de la metáfora rompe la oposición exacto/inexacto. La metáfora reinscrita no será llamada archimetáfora (como la escritura reinscrita recibe el nombre de archiescritura); Derrida prefiere hablar ahora de una «cuasi-metaforicidad» original, anterior a la oposición, y que produce a la vez efectos de exactitud y efectos de metáfora. Tal «cuasi-metaforicidad» original no es otra cosa que la escritura [i].
La traducción La deconstrucción guarda una curiosa relación de traducción con la metafísica. En general, como señala Bennington, la empresa de Derrida está «ligada a los fundamentos y las exigencias clásicas de la filosofía, por más que se esfuerce interminablemente en demostrar su imposibilidad» [ii]. La deconstrucción no se limita a proponer un lenguaje simplemente distinto al de la metafísica, mediante estrategias de «torsión» de los términos metafísicos, «reinscripción» de ellos, y «tachadura». Si la traducción normalmente conserva el significado, dotándolo de un nuevo significante, la deconstrucción hace lo contrario: conserva el significante, vinculándolo a un nuevo significado. El ejemplo más claro quizás sea el de escritura. Si la traducción llega siempre tarde, después, la deconstrucción se adelanta por definición. La deconstrucción no estriba en el mero intercambio de significados, sino en el paso hacia un «antes de» o un «sin llegar a» del sentido. Es así como «huella» o «suplemento» expresan la condición de posibilidad del sentido pero no poseen un sentido propio. En Babel, Dios impone a la vez la necesidad y la imposibilidad de la traducción. La traducción perfecta es imposible; la traducción perfecta, cabal, exigiría que hubiera una sola lengua. Babel es la confusión que torna necesaria la misma traducción que impide. La situación del hombre después de Babel no es la de la incomprensión total, ni es tampoco la de la imposibilidad absoluta de traducir: el hombre está abocado ahora a una interminable tarea de traducción, que no se ve nunca satisfecha. Por lo demás, todo texto invoca una traducción que no se hará nunca. La escritura es, en este sentido, una exigencia de traducción. Todo escrito está endeudado, por adelantado y sin fin, respecto a todo lector y traductor. Este endeudamiento doble señala la penuria y miseria del autor. Pero el escrito, a la vez, endeuda al lector, con lo cual convierte ahora al autor en acreedor narcisista y megalómano.
El don A través de lecturas de Heidegger, Mauss y Benveniste, Derrida se ocupa del don en Dar (el) tiempo. En principio, lo que hace que un don sea tal es que no es objeto de un intercambio. Ahora bien, la gratitud del otro por el don que recibe de mí hace las veces de pago, devolución o cambio, de tal manera que anula el mismo don en su esencia. Para que estuviera limpio de todo movimiento de intercambio, el don tendría que pasar completamente inadvertido para el receptor o, lo que es lo mismo, ese don tendría que no ser recibido como don, tendría que no ser un don en absoluto. La conclusión es clara: el don no da, no «existe»; el don no da más que en un intercambio, en el que ya no da. El don no se reconoce sino en el endeudamiento y el intercambio en que él mismo se pierde. Lo que llamamos don o regalo no es más que la huella de un hecho prearcaico de donación que nunca ha podido darse como tal. La originaria complicación del don y el intercambio comporta una complicación de la temporalidad; y es que el don no está nunca en el presente; el don es incompatible con el presente. El don se da en un pasado que no ha sido nunca presente y se recibe en un futuro que tampoco será presente jamás. Este don que no se presenta como tal precede a todo intercambio y a toda dialéctica. Si no es posible recibir el don como tal, no es posible tampoco rechazarlo: el don está ya, siempre, envenenado (no en vano Gift es veneno en alemán, y gift es regalo en inglés). El don violenta al que lo recibe, como una ley imperiosa.
Derrida concluye su ensayo La estructura, el signo y el juego en el discurso de las ciencias humanas, reduciendo a dos las interpretaciones de la interpretación, de la estructura, del signo y del juego. Una sueña con descifrar una verdad u origen que escape al juego; la otra, «cuyo camino nos ha señalado Nietzsche», se desentiende del origen y afirma el juego. Esta última interpretación intenta pasar más allá del hombre, entendido como el ser que, «a través de la historia de la metafísica o de la onto-teología, es decir, del conjunto de su historia, ha soñado con la presencia plena, el fundamento tranquilizador, el origen y el final del juego». Derrida, por su parte, no piensa que haya que elegir entre estas dos interpretaciones, entre otras razones porque «se produce aquí un tipo de cuestión (...) ante la que apenas podemos actualmente hacer otra cosa que entrever su concepción, su formación, su gestación, su trabajo [de parto]. Algo nuevo despunta, de lo que apenas captamos hoy en día un destello. Y no faltan quienes, en nuestra sociedad, «desvían sus ojos ante lo todavía innombrable, que se anuncia, y que sólo puede hacerlo, como resulta necesario cada vez que tiene lugar un nacimiento, bajo la especie de la no-especie, bajo la forma informe, muda, incipiente y aterradora de la monstruosidad» [iii]. Informe, monstruosa y quizás inidentificable, la deconstrucción se mueve en campos más allá de la filosofía y la teoría, como la arquitectura, el arte, la política, las leyes, y sobre todo la literatura. En los años cincuenta, en Francia, literatura y filosofía se habían acercado ya en la obra de Albert Camus y de Jean-Paul Sartre. El poeta y crítico Paul Valéry (fallecido en 1945) veía la filosofía como una práctica de la escritura y, en consecuencia, como una subcategoría de la literatura.
Critica de la filosofía Inspirado en Valéry, Derrida declara que hay que estudiar los textos filosóficos como textos literarios, prestando atención al estilo, a la forma, a las figuras literarias, al título, a la tipografía, y aun a la composición de la página. Para Derrida, la filosofía es primero y ante todo escritura. La filosofía depende por tanto, al igual que la literatura, de los estilos y las formas de su lenguaje. La filosofía es un género literario como cualquier otro, sin privilegios. Derrida no se limita a considerar la paradoja -contradicción performativa- de los filósofos que escriben para criticar la escritura, como es el caso de Rousseau. El cometido de Derrida es más profundo y rádical, y consiste en mostrar que la filosofía está «esencialmente» escrita. La filosofía es escritura, es un género literario más. Tradicionalmente la búsqueda filosófica de la verdad ha recabado para sí precedencia sobre el interés de la literatura por el estilo. Derrida, a diferencia de Valéry, no busca invertir la jerarquía filosofía/literatura, sino desestabilizar o desplazar (dislocar) las fronteras entre una y otra, poniendo a ambas en entredicho. No hay ninguna esencia cierta de la filosofía o de la literatura; éstas son categorías inestables sin ninguna garantía. Si parecen seguras y naturales es porque están gobernadas por un poderoso consenso con base en el pensamiento fundacionalista. Las fronteras entre literatura y filosofía no pueden ser seguras nunca. Los textos tienen rasgos, características, que comparten con otros textos. Un texto literario puede compartir algunos de sus rasgos con textos filosóficos, legales, políticos, etc. Trastornadas las categorías y fronteras, la jerarquía ya no se sostiene. Derrida abre literatura y filosofía a mutua contaminación. Se trata de una estrategia deconstructiva. Algunas características de la filosofía y de la literatura pueden permanecer, pero sin que gocen ya de un dominio seguro y abarcante de lo que está escrito ni de cómo es leído. Lo que le interesa a Derrida no es stricto sensu ni filosofía ni literatura, sino una escritura que, sin ser ninguna de las dos, mantuviera la memoria de ambas. Derrida no desea abandonar la memoria, el recuerdo de la filosofía ni de la literatura. El estudio de la literatura puede revelar algo acerca de los límites de interpretación de la filosofía. Éste es el principal interés de Derrida, que él ha abordado de dos maneras: por un lado ha escrito acerca de textos literarios sin producir criticismo literario convencional; por otro lado, ha tomado recursos y estrategias de la escritura literaria y los ha empleado en desestabilizar la metafísica. Derrida escribe filosofía en forma literaria y cuestiona los límites entre filosofía y literatura. Desestabiliza además otros límites, otras fronteras, al aplicar su modo de filosofar al arte, la arquitectura, las leyes y la política. La escritura derridiana es una crítica radical a la filosofía, que cuestiona las nociones de verdad y conocimiento, y la autoridad de la filosofía misma. En 1992 se desata una fuerte polémica en torno a la propuesta de conceder el doctorado honoris causa de la Universidad de Cambridge a Derrida. La discusión de los académicos británicos arroja sobre el tapete dos grandes interrogantes: 1. ¿Cuáles son las fronteras de la filosofía? 2. ¿Cuál es el lenguaje propio de la filosofía y cuáles los textos propiamente filosóficos? Textos literarios que han sacudido los límites y fronteras tradicionales encuentra Derrida en Mallarmé, Artaud, Bataille y Sollers, en Kafka, Joyce, Ponge y Blanchot.
Mallarmé En 1974 Derrida escribe un ensayo, Mallarmé, en el que lee los textos de este modernista y simbolista, no como una explotación de la riqueza semántica del lenguaje (múltiples significados, referencias y alusiones), sino como una descomposición de los elementos lingüísticos, en especial de la palabra. El hecho de que «or» (oro) sea en francés una palabra, una sílaba presente en otras palabras, y dos letras, no indica tanto riqueza semántica cuanto indecisión semántica, observa Derrida en contra de la interpretación tradicional. Esto no surge de la semántica, de los significados, sino de la sintaxis, de cambiar de lugar letras, sonidos, palabras, lo cual de hecho trastorna, descarrila los significados. A Derrida no le interesa la presunta riqueza de contenido, la supuesta abundancia semántica, sino la dislocación del contenido mediante estrategias sintácticas. Esto también opera en la filosofía; la sintaxis mallarmeana resiste al contenido seguro de palabras filosóficas fundacionales como «verdad», «ser», «origen». Derrida descompone las palabras. «Différance», que no es ni nombre ni verbo, ni palabra ni concepto, socava el orden estable exigido por los textos logocéntricos. No hay nombre (sustantivo), no hay ninguna cosa que sea nombrada simplemente, sino que es también una conjunción, un adjetivo, etc. No hay palabra: una sílaba puede desintegrar la palabra. Derrida rechaza explícitamente los temas del criticismo literario y no se interesa por el autor, ni por sus intenciones, sus pensamientos o su entorno. Ninguna de estas categorías críticas ofrece, según Derrida, un fundamento seguro para la interpretación, pues están basadas en oposiciones metafísicas y presuponen posibilidades de decisión que exceden las estrategias de Mallarmé.
Joyce En 1984 Derrida abre el IX simposio internacional sobre James Joyce, en Frankfurt, con un texto: Ulysse gramophone, que no domestica académicamente las tácticas de Joyce, sino que las reproduce; no las fija mediante procedimientos convencionales, sino que las mantiene en juego. El texto de Derrida inhabita e imita el Ulises. Derrida comienza con las palabras: «Oui, oui, vous m’entendez bien, ce sont des mots français», una frase que descarrila toda traducción: «Sí, sí, ustedes me entienden bien, éstas [NO] son palabras francesas». Derrida hace una lectura entre la versión inglesa y la francesa del Ulises, para mostrar que la traducción es un texto nuevo y no una copia que simplemente transmite el significado de un original. Muestra además el problema de la citación: ¿Qué pasa con el segundo «sí»?, ¿cita acaso al primero?, ¿es un énfasis?, ¿es una afirmación -decir sí- del primer «sí»? No se puede decidir entre la cita y el uso, hay indecidibilidad entre cita y uso. Luego no entendimos tan bien a Derrida, no pudimos saber lo que él quería decir. Derrida analiza los «yes» del Ulises. Un computador cuenta las apariciones de la palabra «yes», pero no cuenta los «oui», los «síes», los asentimientos con la cabeza, etc, etc. Un «sí» puede responder a muchas cosas: deseo, servilismo, asentimiento distraído por buenos modales, etc., etc., en una lista interminable. El «sí» ocupa a Derrida no sólo a propósito de Joyce, sino también en su breve y enjundioso ensayo Nombre de oui. El «sí» no es sencillo porque no es una afirmación concreta, sino una promesa de su propia repetición, en memoria anticipada de sí misma, dividida en su acto, como ocurre con la firma, que es ya promesa de contrafirma. La firma es, a su vez, una forma de decir «sí» a lo que se firma y al hecho de inscribir el propio nombre. Como promesa de su propia repetición, el «sí» abre un futuro en el que se volverá a decir «sí». Al afirmar me comprometo a la afirmación repetida de este hecho de afirmación; mejor aún, este «compromiso» ha ocurrido ya, lo quiera o no, antes del acto de proferir explícitamente un «sí» o un «no», siendo condición cuasitrascendental de tal acto. El «sí» originario -que escapa a la pregunta: ¿qué es?- responde al don preoriginal, lo contrafirma, mientras se abre a la repetición cuya huella está ya inscrita en su «primera» vez, e inaugura así el tiempo en la finitud. En su calidad de «archifirma», el «sí» no puede sustraerse a la posibilidad de repetición «mecánica» que señala su finitud. La repetición, sin la que no habría podido existir «primera» vez, abre la memoria, de luto por esta «primera» vez imposible. Y abre asimismo el campo para el simulacro, pues el «sí» se convierte inmediatamente en parásito de sí mismo, se imita, se hace ficticio en su posibilidad de repetición. El «sí» originario señala que existe (ya) el otro, que siempre ha empezado. Este «sí» goza de un cierto privilegio cuasitrascendental respecto a todo «no». Aunque no se abra la boca sino para decir «no» a la lengua, con ese gesto se ha dicho ya «sí», del mismo modo que también el silencio dice «sí».
La crítica literaria Los procedimientos de Derrida no son los de la crítica literaria; son inusuales. En primer lugar, Derrida perturba las relaciones entre obra literaria y texto crítico. Su Ulysse gramophone no sólo responde al Ulises, sino que se asemeja a él; es una obra creativa que participa del proyecto de Joyce y toma prestados sus recursos literarios, procedimiento que ha atraído a muchos críticos literarios. Derrida indaga además los límites de la interpretación, los puntos donde los procedimientos de la crítica convencional colapsan, donde la interpretación cierta fracasa. Ni los estudios sobre autoría, ni las lecturas analíticas pegadas al texto pueden evadir los fallos. Derrida critica al establishment literario por asumir que puede demarcar nítidamente el espacio de su experiencia, fijar sus fronteras y dominar todo lo que cae bajo él, como por ejemplo los textos firmados con el nombre «Joyce». En último término la indecidibilidad elude toda la maquinaria moderna de interpretación:
«No hay ningún modelo de competencia joyceana (...),no hay ningún criterio absoluto que mida la relevancia de un discurso sobre el tema de un texto firmado por Joyce».
El único fundamento que quizás le queda a la crítica literaria es el texto: podemos estar seguros de tener textos. Y el texto tiene a su vez márgenes o fronteras que separan el interior del exterior, de modo que el texto pueda ser tratado como un cuerpo unitario, con límites propios: hay que saber por dónde empezar y dónde terminar. El texto debe igualmente tener un título que le dé nombre, un autor o signatario de cualquier clase. Debe asimismo pertenecer a un género reconocible que nos asegure el tipo de texto que es (novela, ensayo, poema, etc.). Pero Derrida abre y desestabiliza estas características del texto, y produce él mismo textos que se comportan de un modo diferente. El ejemplo más claro es su obra Glas.
Glas (campanadas a muerto) (1974) Como texto, Glas es completamente heterodoxo. Tiene dos columnas verticales, cortadas por citas de diversos autores y en idiomas, formatos y estilos tipográficos distintos. Glas parece un collage. La columna izquierda se ocupa de uno de los grandes nombres de la filosofía: Hegel; la derecha, de un escritor francés del siglo XX: Jean Genet, hijo ilegítimo, ladrón, reincidente, homosexual dado a la prostitución. Ninguna de las columnas puede ser leída sin que su margen interno se abra continuamente a la otra columna; Glas abre la filosofía a la literatura. En la columna izquierda Derrida cita e injerta trozos de las cartas y documentos personales de Hegel y de sus textos filosóficos, y otro tanto hace en la derecha con Genet. En Glas los textos del filósofo no tienen ninguna resistencia segura frente a los del ladrón; si la filosofía es escritura, sus fronteras no son ya seguras. ¿Es Glas propiamente un texto? Glas tiene márgenes, autores, título, etc., pero inestables. Tiene múltiples signatarios cuya autoridad es puesta en duda (según Derrida, las firmas están siempre divididas). Los nombres de Hegel y Genet son desestabilizados, reducidos a palabras con las que Derrida juega y que descompone, de modo que ya no son simples designadores de individuos. En cuanto al título, glas significa doble de campana y se asemeja a glace (hielo, espejo, cristal de una ventana). Glas es más una palabra que un título para un texto filosófico o crítico; como tal parece impropio, un abuso. Glas tiene márgenes, pero tantos, que estropean el texto y lo dividen interiormente. No hay unidad o totalidad, no hay un cuerpo del texto. Por si fuera poco, los fragmentos de Glas ofrecen múltiples comienzos y finales. Con Glas Derrida muestra que es imposible no mezclar géneros. Entre los géneros literarios, Glas no es un guión, ni un poema en prosa, ni un simple collage; entre los filosóficos, no es ni ensayo, ni exégesis, ni diálogo, ni crítica, ni comentario, ni coloquio. Glas es casi un texto y es más que un texto. El crítico Geoffrey Hartman interpreta Glas como una obra de arte en sí mismo, una forma de arte cercana a los readymades de Duchamp, a las bromas de Magritte, a las esculturas blandas de Oldenburg.
Arquitectura Si el pensamiento logocéntrico no se limita a los fenómenos lingüísticos, tampoco debe hacerlo la deconstrucción, que ha de extenderse más allá de la filosofía y la literatura, hacia la arquitectura y el arte. Considerar que la deconstrucción se limita a la lingüística es o bien un malentendido o bien una estrategia política para cercarla. En la arquitectura deconstructiva, reunida alrededor del Museum Of Modern Art (MOMA) de Nueva York en 1988, destacan los arquitectos Peter Eisenman (neoyorquino) y Bernard Tschumi (franco-suizo radicado en Nueva York). En 1992 Tschumi concluye el Parc de La Villete en París, el edificio discontinuo más grande del mundo, una arquitectura de la disyunción. Incoherente, La Villete privilegia el conflicto sobre la síntesis, la fragmentación sobre la unidad, la locura y el juego sobre el manejo cuidadoso. El parque trastorna los principios arquitectónicos; tiene puntos, superficies y líneas, pero en conflicto: se intersectan, se cortan, se interrumpen. Contra la funcionalidad y la utilidad programada, Tschumi opone la inestabilidad programática. En sus propias palabras: «Si la arquitectura históricamente ha sido la síntesis armoniosa de costo, estructura y uso, entonces el parque es arquitectura contra sí misma». El parque tiene además 41 folies, locuras, sinsentidos, donde funcionan cafés, centros de información, etc. Derrida participa en los años ochenta en debates sobre arquitectura y declara que la deconstrucción acontece en arquitectura cuando se ha deconstruido alguna filosofía arquitectónica, algunos presupuestos de la arquitectura. Se deconstruyen, ya las oposiciones binarias que fundan una concepción de la arquitectura, ya el pensamiento arquitectónico que es parte de la filosofía (el lenguaje como casa del ser, etc.). Este pensamiento arquitectónico es logocéntrico, y la arquitectura deconstructiva bien podría revertir sobre este pensamiento, trastornando el poder de sus metáforas. Luego no se trata de la mera apariencia de edificios que parecen desintegrarse, rodar abajo o explotar; algo mucho más importante está en juego. En 1983 Derrida colabora con Eisenman en la planeación de un jardín para La Villete. Derrida lo plantea con base en la chóra del Timeo de Platón, pero descompuesta. La chóra es una especie de receptáculo, de supralugar. Aquel jardín no llega a construirse, pero la interacción filosofía-arquitectura arroja importantes interrogantes: ¿Puede el proyecto de Eisenman «deontologizar» el espacio tanto como Derrida quiere, o está ineludiblemente abocado a utilizar materiales (para hacer el jardín) que implican ciertas nociones de presencia? La arquitectura no puede escapar a fuerzas externas de orden económico, legal, político, institucional, etc. Para Derrida, la arquitectura deconstructiva debe combatir estas fuerzas y cuestionar la idea tradicional de que un edificio debe ser útil, bello y habitable. Se trata de criticar la subordinación de la arquitectura a otra cosa, bien sea a la utilidad, a la belleza o al habitar, rechazando correspondientemente la hegemonía de la funcionalidad, de la estética y del morar. Hay que liberar a la arquitectura de todas esas finalidades externas y extrañas. No se trata de hacerla afuncional, fea e inhabitable, sino de reinscribir la funcionalidad, la belleza y la habitabilidad en el edificio, de modo que estas finalidades externas y constrictivas permanezcan, pero sujetas a un juego deformado. Es la misma táctica empleada por Derrida en Glas, donde él no rechaza los márgenes, el autor, el título, etc., sino que los reinscribe de forma que ya no permitan la cómoda operación convencional. Se suele situar la deconstrucción en el ámbito de lo postmoderno o de lo postestructural. Pero Derrida se opone al prefijo «post». La deconstrucción no pertenece a una época o a un período. Las jugadas deconstructivas bien pueden tener características del postmodernismo o del modernismo; el asunto capital es que causan alteraciones en los fundamentos basilares de las prácticas culturales, ya sean clásicas, modernas, postmodernas, o lo que se quiera. En este sentido es posible leer un edificio deconstructivo a través de los temas del postmodernismo: pluralismo, heterogeneidad, retro-estilo, etc. Pero también es posible una lectura deconstructiva, que saque a la luz la capacidad de este edificio de trastornar presuestos filosóficos y arquitectónicos.
El arte Historiadores y críticos del arte han aplicado el pensamiento deconstructivo al arte visual. Así, por ejemplo, al arte pop, que representa objetos normales, populares, que son leídos como indecidibles que oscilan entre el arte y la vida diaria y que burlan las oposiciones serio/ridículo, sagrado/profano, elevado/rastrero.
La verdad en la pintura (1978) La vérité en peinture recoge ensayos sobre arte contemporáneo. El interés principal de Derrida en esta obra es la naturaleza del discurso acerca del arte. Se plantea cómo se relacionan palabras escritas y artefactos visuales, y cómo y por qué ha llegado la estética a convertirse en un asunto capital para la filosofía.
Kant En su examen de la Crítica del Juicio de Kant, Derrida encuentra que el regiomontano basa su análisis en la oposición razón pura/razón práctica, que contiene otras oposiciones: sensible/suprasensible, entendimiento/razón, sujeto/objeto, naturaleza/conocimiento. El juicio estético kantiano parece resolver estas oposiciones, tender un puente entre ellas, pero en realidad no es así. Según Derrida, la apelación de Kant a lo estético sólo consigue ocultar la imposibilidad de reconciliar los opuestos. El objeto estético, para Kant, tiene que tener belleza, valor y significado intrínsecos, claramente diferenciables de todo lo que es extrínseco a él, como pueden ser su valor monetario, las circunstancias de su producción, su colocación actual, etc. Lo extrínseco es puramente contingente, lo intrínseco trasciende en cambio las particularidades accidentales. El objeto tiene fronteras claras que separan el interior y el exterior, observa Derrida, y esta exigencia perenne organiza todos los discursos filosóficos acerca del arte, del significado del arte y del significado mismo, desde Platón hasta Hegel, Husserl y Heidegger. Todo ello presupone un discurso sobre el marco. Kant tiene que insistir en el marco, encerrando y protegiendo un adentro y creando a la vez un afuera. Este afuera, a su vez, tiene que ser enmarcado, y así sucesivamente. Es la lógica del parérgon (en griego, algo incidental, colateral, un apéndice). Para Kant es parérgon todo lo que está unido a la obra de arte sin ser parte de su forma o significado intrínseco; así, por ejemplo, el marco de una pintura, las columnatas de los palacios, los mantos de las estatuas son adiciones ornamentales que rodean la obra sin formar parte de ella, que se asemejan a la obra pero no se identifican con ella, que le pertenecen pero son subsidiarios. El parérgon encierra la obra, la aglutina, y la comunica a la vez con el exterior, con el afuera. El parérgon, finalmente, atrae la atención sobre la obra de arte, la enfoca. Pero el parérgon es indecidible: ¿pertenece acaso a los valores inmanentes de la obra de arte, o más bien al mundo exterior contingente? Ni lo uno, ni lo otro, sino las dos cosas. El marco, abierto tanto al interior como al exterior, por una parte mantiene unida la obra, y por otra, es el punto donde ésta se desintegra; el marco hace la obra y la destruye. Pese a los esfuerzos de Kant, no puede haber límites seguros del objeto estético que señalen dónde comienza y dónde termina, dónde hay que detener la atención. Y si no podemos estar seguros acerca de los límites del objeto estético, categorías como las de «experiencia estética» y «juicio estético» no pueden ser garantizadas. Esto representa un problema tanto para la tradicional historia del arte como para la filosofía. Las oposiciones kantianas, oposiciones ilustradas, no pueden ser resueltas mediante la apelación al arte.
Mémoires d’aveugle. L’autoportrait et autres ruines En 1990 Derrida organiza una exposición de dibujos y pinturas en el Louvre: Les Mémoires des Aveugles (Las memorias de los ciegos). En ella Derrida trata las imágenes como parergonales (incidentales), como si fueran los bordes permeables de su escritura, en un intento por atraer la atención sobre lo que usualmente es exterior, y por establecer pasajes, conexiones, entre adentro y afuera, esencial e inesencial. Y es que la oposición adentro/afuera no sólo ha gobernado el arte, sino también la escritura acerca del arte. De acuerdo con la tradición, se debe escribir sobre lo que está dentro del arte y es por lo tanto esencial para su identidad; la escritura está afuera. Derrida cuestiona esta asunción. La exhibición de Derrida abre el interior del arte de distintas maneras. La figura del artista, que tradicionalmente ha encarnado la facultad y la prerrogativa de ver y de hacer algo visible al espectador, es cuestionada aquí. Abría la exhibición el cuadro de Joseph-Benoît Suvée «Butades o el origen de la pintura» (1791), que representa a Butades, una joven mujer corintia de la antigüedad, que traza en la pared la sombra del amante que está a punto de marcharse. Según Derrida, se trata de una tradición en la que el origen de la pintura se atribuye a la memoria y no a la percepción. La narración relaciona el origen de la representación gráfica con la ausencia o invisibilidad del modelo. Esto sugiere la ceguera; para Derrida la pintura se origina en la ceguera. Por un lado el artista es ciego, por otro lado el proceso de pintar es ciego. El artista es ciego porque cuando Butades traza la silueta de su amante no puede verlo a él; ella es ciega respecto a él en tanto que pinta. Lo mismo vale para toda pintura: el modelo, aunque esté frente al pintor, no puede ser visto por éste en el momento en el que hace la marca en el lienzo. Hay siempre un retraso, una grieta, un vacío. La marca se apoya en la memoria; y cuando la memoria es invocada, el objeto presente es ignorado, el artista es ciego respecto a él. El proceso de pintar es ciego porque la pintura, como el lenguaje, es imposible sin el juego de la huella, el juego de la presencia y la ausencia. Y éste no puede ser visto. Hay, pues, una doble ceguera, con presencia y ausencia en el origen. La capacidad artística de ver y hacer visible está habitada por una ceguera que ésta no puede reconocer, i.e., ver. El texto publicado de la exhibición contiene muchas cosas que para la tradicional Historia del arte serían cuando menos irrelevantes. Se recogen allí las reacciones de Derrida a la invitación del Louvre, estudios sobre narrativas en la religión y el mito en Occidente, consideraciones sobre monocularidad, sobre guiñar, parpadear y dormir, sobre la ceguera como metáfora y como condición clínica. Aparece también la afección que durante dos semanas sufrió Derrida de parálisis facial provocada por un virus, y que lo incapacitó para cerrar bien el ojo izquierdo, el tratamiento médico que recibió, los celos que sentía de las habilidades para el dibujo de su hermano, etc. La cuestión es si estos discursos -excursos, podríamos decir- son relevantes, y si se sitúan adentro o afuera. En general, los escritos de Derrida sobre arte, arquitectura y literatura cuestionan los conceptos fundacionales de estos ámbitos, especialmente aquéllos que sustentan la autoridad de la filosofía occidental. Pero la escritura derridiana suscita múltiples inquietudes:
· Derrida busca contaminaciones estratégicas justo en los puntos donde las asunciones metafísicas tienen un mayor poder. Pero esta estrategia de contaminación, ¿no colapsa acaso todos los tipos de escritura, todas las prácticas culturales, eliminando relieves y arrasando todo? Las diferencias colapsarían en una indiferencia generalizada. Pero la filosofía, la literatura, el arte y otras prácticas tienen sus especificidades, sus características y exigencias propias. · Derrida intenta repensar las supuestas relaciones entre «realidad» y «texto», las comúnmente asumidas. Sin embargo, al negar la «realidad fuera del texto», ¿no propugna acaso una especie de «solipsismo trascendental»? La apelación a «lo real» es parte del aparato fundacional del pensamiento occidental, y deconstruirla es no dejar una línea clara y firme entre realidad y representación. · ¿No es la deconstrucción un nihilismo, un movimiento puramente negativo que niega la posibilidad de la significación o de la acción positiva en el mundo?
La deconstrucción no niega la significación, pero problematiza sus asunciones fundamentales. La deconstrucción tiene por lo demás un impulso afirmativo: implica una acción afirmativa, vinculada a promesas, involucrada, responsable, y tiene por tanto implicaciones éticas y políticas. Con todo, los debates políticos han sugerido que la deconstrucción, para poder tener un cometido ético, debería aceptar la necesidad de valores indeconstruibles, asunto que es altamente debatido en nuestros días. La deconstrucción, por otra parte, es algo más que un «juego con el lenguaje»; ni la política, ni la ética, ni la economía, ni la ley pueden desentenderse del juego del lenguaje. Un par de pinceladas sobre la deconstrucción de la ley lo ilustrarán. Habida cuenta de la huella y la repetición original, resulta que no hay ley general que no lo sea de una repetición, y que tampoco hay repetición que no esté sometida a una ley. La repetición contamina así la ley con una ilegalidad constitutiva. Preciso es reconocer la posibilidad necesaria de una injusticia que ya está inscrita en la estructura de la propia ley, no como anticipación de la transgresión de esta ley, sino como su ilegalidad intrínseca. Esta estructura implica que la ley se hace en la ilegalidad, en un momento en que está fuera de la ley, fuera de sí misma. La ley de la ley consiste en que ésta no puede basar en sí misma su propia legalidad ni enunciar su propio título sin salir de sí misma para narrar la historia del acontecimiento de su origen, ante el que debe permanecer no obstante indiferente. Que la ley se sitúe siempre en la ilegalidad manifiesta cierta violencia primordial a la que se da el nombre de Necesidad. Se llama Necesidad a ley de la ley, que no puede ser aceptablemente formulada ante la ley ni presentada ante un tribunal. Ahora bien, no siendo nada fuera de los acontecimientos singulares o idiomáticos, fundamentalmente imprevisibles, indecidibles, en los que o bien fracasa o bien se destaca, puede ser llamada también Azar: es Necesidad de que haya este Azar. Muchas veces se ha anunciado ya la muerte de la deconstrucción, que no habría sido más que una moda pasajera o un capricho momentáneo. Derrida distingue en este sentido entre el destino de la palabra «deconstrucción» y otras cosas que pueden desarrollarse como deconstrucción sin llevar ese nombre. La palabra «deconstrucción» -profetiza Derrida- no será usada indefinidamente; ella misma se gastará. Pero más allá de la palabra... podría tomar más tiempo.
Derrida ha afrontado cuestiones políticas de diversas maneras. Por un lado, su pensamiento ha cuestionado en general la autoridad, las jerarquías, la ley, el lenguaje, la comunicación, las identidades; se trata de problemas filosóficos con claras implicaciones políticas. Por otro lado, se ha ocupado de la política de algunas instituciones, y ha llevado a la filosofía a examinar su compromiso en la transmisión del conocimiento, y la política del aprendizaje. Uno de los rasgos que distingue la deconstrucción de una simple crítica es precisamente su incidencia en las instituciones. Derrida se involucra tanto en la creación de nuevas instituciones como en la modificación de las antiguas, en relación con la enseñanza de la filosofía. En 1974 interviene en la creación del GREPH (Groupe de Recherche sur l’Enseignement Philosophique), que desafía las prácticas tradicionales de la filosofía francesa y se opone a los planes del gobierno de expulsar la filosofía de la enseñanza; el GREPH busca mantener y modificar la filosofía, especialmente en las escuelas. Derrida defiende la enseñanza de la filosofía como una institución crítica insustituible. En 1983 Derrida contribuye a la fundación del Collège International de Philosophie, auspiciado por el gobierno, y se convierte en su primer director. Apoyado por el GREPH, el Collège promueve nuevas formas de actividad filosófica: estudios interdisciplinares, investigación sin metas ni proyectos preestablecidos, participación de profesores de enseñanza media, interacción creadora con arquitectos, músicos, artistas, etc. Derrida insiste en que no se haga sólo filosofía, sino también actividades que resistan y provoquen a la filosofía hacia nuevas jugadas, hacia un nuevo espacio en el que ella no se reconozca a sí misma. Como pone de manifiesto Bennington, estas intervenciones de Derrida no deben ser vistas como actividades secundarias o marginales relacionadas con el estatuto socio-profesional de los profesores de filosofía, sino como el esfuerzo por reexaminar las relaciones de la filosofía con sus propias instituciones. Este examen forma parte de la deconstrucción. Las relaciones entre la filosofía y sus instituciones no son simples. La filosofía moderna, por su parte, tiene un nexo evidente con la universidad, no sólo porque encuentra en ella su lugar, sino sobre todo porque es la principal responsable del concepto moderno de universidad (cuyas raíces son medievales e incluso antiguas). La universidad es una institución filosófica cuya concepción se debe a la filosofía; la división del trabajo intelectual, que organiza la universidad en facultades y departamentos, es en efecto obra de la filosofía, que forma parte a su vez de esta división compartimental. De este modo, la filosofía es por un lado una disciplina entre otras, un elemento de una serie, mientras que, por otro lado, sale de esa inmanencia para definir, e incluso construir, la serie de la que forma parte. En este sentido la filosofía es más grande que la universidad, de la que sin embargo es sólo una pieza; es una parte más grande que el todo. Derrida se involucra en política mediante actividades diversas y a través de su escritura. Deconstruye textos como la Declaración de independencia de los Estados Unidos de América y los escritos de Rousseau; deconstruye asimismo ideas políticas: la noción de razón ilustrada como fuerza política, el contrato social, la democracia. Se ocupa de la cuestión de la identidad europea con los consiguientes problemas de imperialismo, eurocentrismo y racismo, del desarme nuclear y de la emancipación racial en Suráfrica. En relación con la Declaración de independencia, Derrida observa que, si bien por un lado hay que ser ya independiente para poder declararse como tal, por otro lado esa independencia no se obtiene sino en y por la declaración de esa misma independencia. Con todo, la política de la deconstrucción representa una vexata quaestio. Aunque parece revolucionaria, la deconstrucción no se deja asimilar al pensamiento revolucionario, que es teleológico y procede a partir de un origen y hacia un fin, de acuerdo con un procedimiento claramente metafísico. Finalidad del pensamiento revolucionario es invertir las jerarquías sociales y políticas; pero a Derrida no le interesa tanto invertir cuanto dislocar, desplazar. Hay algo conservador en toda revolución. La deconstrucción en cambio se resiste a ser alineada y no se deja definir en términos de programas, de posiciones, de izquierda o de derecha. No hay un programa; cada acción tiene su propio programa partiendo de cero. La deconstrucción, aunque asuma responsabilidades políticas, no debe perder sin embargo su vigilancia interrogadora.
«La deconstrucción debe buscar una nueva investigación de responsabilidad, cuestionando los códigos heredados de la ética y la política».
La deconstrucción es políticamente cambiante, inestable, abierta a las tendencias conservadoras, a las liberales, a las emancipatorias o a las izquierdistas. Con todo, «la deconstrucción es el discurso más radicalmente político» [iv]. A finales de los años ochenta se desatan dos grandes controversias en torno al recién desvelado compromiso de Heidegger y Paul de Man con el nazismo. Derrida interviene en ambas.
Heidegger Derrida reconoce su deuda intelectual con Heidegger y considera la obra de éste como un avance novedoso e irreversible del pensamiento, cuyos recursos críticos no han sido aún explotados.
«Ninguno de mis intentos habrían sido posibles sin la apertura de las preguntas heideggerianas» [v].
Justamente de ellas parte Derrida, quien cuestiona a su vez las nociones heideggerianas de presencia, origen, tiempo y propiedad. En cuanto a las acusaciones contra Heidegger, Derrida defiende la filosofía heideggeriana por encima de sus compromisos políticos.
Paul de Man El periodista y escritor Paul de Man había sido colega y amigo de Derrida en Yale, y se había convertido en propulsor de la deconstrucción en Estados Unidos. En 1987, cuatro años después de la muerte de Paul de Man, salieron a la luz algunos artículos suyos de los años de la Segunda Guerra Mundial, antisemitas y a favor de los nazis. Acusaciones y críticas recayeron entonces sobre de Man y su obra. Derrida defiende a de Man haciendo una lectura de la obra periodística de éste durante la guerra, que señala inconsistencias y ambigüedades. Pero sobre todo, Derrida plantea que las acusaciones y la vileza empleada contra de Man recuerdan la mentalidad excluyente y erradicadora del fascismo. Cerrar los libros de Paul de Man, clausurarlos o quemarlos reproduce el gesto exterminador al que de Man -y por eso se le acusa- no se opuso a tiempo. Este gesto de Derrida es denostado por sus críticos como sofistería barata que pone a de Man en el lugar de la víctima en vez de los judíos, y a los detractores de Paul de Man en el lugar de los fascistas totalitarios.
13. FEMINISMO Y DECONSTRUCCIÓN
A juicio de Derrida, el «sí» repetido está ligado a la feminidad. Por su parte, chóra es la madre, siendo algo así como el lugar de inscripción original de las formas. La chóra es una suerte de «lugar» de un «tercer género», anterior a la distinción entre el mundo «real» (que para Platón es ilusorio) y el mundo de las Ideas (que son lo realmente real). Esta anterioridad explica que Platón sólo pueda concebir la chóra en un desencadenamiento de «metáforas» que la designan como nodriza, matriz, receptáculo, madre. Pero la madre no es una mujer. El nexo explícito entre la afirmación repetida -el «sí» repetido- y la feminidad no es el nexo -igualmente explícito- entre el ya y la madre. En el fondo subyace la idea de la originalidad de la huella, que se encontraría ya en Platón, y que el «platonismo» se habría encargado de reprimir. El mencionado «tercer género» puede destruir todas las oposiciones que constituyen y sustentan la metafísica occidental, particularmente las atribuidas al platonismo; al fin y al cabo, la firma de Platón no está acabada todavía. Derrida distingue entre dos tipos de feminismo:
· Uno que es un movimiento revolucionario organizado, con fines previamente ordenados e históricamente establecidos, y que él denomina -con terminología de Nietzsche [vi]- reactivo. El feminismo reactivo, comprometido en luchas organizadas, opera con el lenguaje corriente y con prácticas de la economía, las leyes, el derecho, los medios de comunicación, etc. · El otro feminismo, el feminismo activo, es «una historia de leyes paradójicas, de diferencias sexuales inauditas e incalculables; una historia de mujeres que “han ido más allá” al dar un paso atrás con su danza solitaria, o que hoy están inventando modismos sexuales lejos del foro principal de la actividad feminista, capaces sin embargo de suscribirse a él u ocasionalmente de militar a favor de él».
El paso atrás y la danza son implícitamente deconstructores. Las fuerzas activas son una danza. Pero esto tiene una dificultad:
«La dificultad más seria es la necesidad de poner la danza y su tempo en sintonía con la revolución. La locura de la danza puede comprometer las oportunidades políticas del feminismo y servir de excusa para desertar de las luchas feministas organizadas, pacientes y laboriosas, que enfrentan todas las formas de resistencia que un movimiento de danza no puede conjurar».
Para Derrida, no se trata de combatir a muerte el feminismo reactivo, sino de no dejar que absorba todo el campo feminista convirtiéndose en «lo que es el feminismo». Es un compromiso imposible y necesario a la vez, una negociación incesante, diaria -sea individual o no-, unas veces microscópica, otras temeraria, pero siempre privada de seguridad. La necesidad de la deconstrucción y la de batallas orientadas a un fin están en negociación permanente.
El psicoanálisis Como observa Bennington, Derrida habla más de psicoanálisis que de lingüística. Sus relaciones con el psicoanálisis son complejas y no llegan a asumir la forma de una alianza. Derrida considera la lingüística y el psicoanálisis como los más capaces de poner en tela de juicio la metafísica de la presencia y descomponer la filosofía. En esta línea, Derrida muestra que Freud recurre a metáforas escriturales que lo abocan a representar la psique como una máquina de escribir, donde el aparato psíquico es el que escribe, y el contenido psíquico es un texto. Para Derrida, la vida se define esencialmente en función de su finitud, pues la vida no existe sino en relación con la muerte, en una «economía de la muerte». La vida pura sería la muerte. La exposición absoluta de una interioridad al exterior la destruye inmediatamente. Pero no podemos tampoco encerrarla por completo para ponerla a salvo; toda interioridad expone al peligro un rostro sin el que ya estaría muerta [vii]. Estamos en una estructura del mismo no idéntico que Derrida llama «la vida, la muerte». La esencia del ser vivo se constituye como este desvío hacia lo suyo propio, a saber, su muerte. El placer se constituye asimismo como el paso, el desvío por la realidad; el placer no llega nunca a su pureza, que sería la muerte. Placer puro y realidad pura serían igualmente mortales; la vida se halla en su différance. Para vivir, el aparato debe protegerse contra su propia vida de placer (morir un poco), pero también contra el exceso de protección (vivir un poco). Así las cosas, el principio de placer no es otro que el principio de realidad. En virtud de la différance, el placer no se produce más que en tensión necesaria con el desagrado. Placer y desagrado se implican recíproca y necesariamente sin oponerse. Para ser el placer que es, el placer se encadena forzosamente como desagrado. Igualmente, un sujeto, para ser él mismo, ha de relacionarse ya consigo mismo como con otro, puesto que la identidad no nace sino de la alteridad invocada por el otro. Ser uno mismo exige relacionarse consigo como con otro. Pero la relación con uno mismo no es nunca especular, pues siempre está el otro delante de uno mismo, llamada telefónica primaria. Es el otro en el mismo, suscitándolo y contaminándolo a la par. Derrida vuelve más general y radical el inconsciente. El inconsciente es para él la reserva de repetición, de iterabilidad, que hace que un acontecimiento ocurra en su singularidad si y sólo si la posibilidad de una cierta repetición suya prepara a la vez su llegada y su identificación (memoria del futuro). Esta generalización del inconsciente torna enigmática la consciencia, de modo semejante a como la generalización de la escritura convertía la voz y sus efectos de presencia en algo misterioso.
El marxismo En la década de los sesenta Derrida tenía contacto con el grupo Tel Quel, era amigo y colega de Althusser en la École Normale Supérieure y aplaudía los intentos de éste por liberar al marxismo del pensamiento teleológico hegeliano. Pero en los años siguientes Derrida guarda silencio acerca del marxismo, quizás porque deconstruirlo habría significado entonces complicidad con el bloque anticomunista de la guerra fría. Sin embargo, tras la caída de los regímenes comunistas en 1989, Derrida dirige de nuevo su atención hacia el marxismo. En 1993 publica Espectros de Marx. Su compromiso con el marxismo es visto ahora como parte del giro ético dado por la deconstrucción, que no se deja encerrar en el campo textual, y posee indiscutible alcance ético y político. En Espectros de Marx Derrida se opone por un lado al marxismo de facto o comunismo (la Unión Soviética, la Internacional de partidos comunistas, y todo lo que surge de ellas), y por otro a la nueva derecha de las democracias neoliberales con su «triunfalismo maníaco» tras el colapso del comunismo. El discurso de este triunfalismo busca el dominio, incapaz de reconocer que el horizonte del liberalismo y del capitalismo «no había estado nunca tan oscuro, amenazante y amenazado». En contraste con la presuntuosa autocomplacencia de la nueva derecha y de la democracia social, Derrida lanza sus acusaciones contra el capitalismo global contemporáneo, mostrando la imagen de la creciente miseria humana y atribuyendo la culpa en general a las mismas causas que señalan los marxistas. Derrida resucita a Marx pero como espectro, desplazando su ontología realista que afirmaba que la realidad presente o pasada era cognoscible sin los «espectros» de su propia factura. Marx huye de la noción de espíritu, mientras que Derrida considera que el espíritu es importante y no debe ser negado o exorcizado. El espíritu ocupa el espacio de la posibilidad entre los ideales abstractos y los intentos de encarnarlos en la actualidad plenamente presente. Derrida propone, en lugar de la ontología, una espectrología: la lógica del espectro. La promesa emancipatoria del marxismo debe ser transformada en un nuevo concepto de justicia. El libro de Derrida suscitó un debate que continúa abierto. Los críticos marxistas aplaudieron la crítica de Derrida al capitalismo y celebraron que el marxismo hubiera sido puesto de nuevo sobre el tapete. Por otra parte, la mayoría de los marxistas se quejaron de que Derrida había dejado tan poco del auténtico marxismo que así difícilmente se podría hacer resistencia al poder estatal y al capitalismo global.
Ahora sería el momento de añadir un par de observaciones críticas sobre Derrida, a mi juicio el más profundo y especulativo de los pensadores examinados. Digamos simplemente que Derrida es más filósofo que los demás. Dejaré sin embargo este apartado en punta, sin concluir ni redondear, no por una especie de concesión subrepticia a la huella y a la différance, sino por mantener abierto lo que todavía no se ha cerrado, a saber, la vida y la obra de Jacques Derrida. Enunciaré de pasada lo que me gustaría desarrollar y exponer con detenimiento en otro lugar, a saber, mi impresión de fondo sobre el pensamiento de Derrida, que yo entiendo como un intento de introducir la descomposición de la muerte en la Metafísica de Aristóteles. Considero a Derrida como uno de los grandes filósofos de Occidente, pese a que su obra invalida ésta y cualquier otra clasificación o alineamiento. Lo veo no obstante como el mejor sucesor de Nietzsche. El pensamiento de Derrida expele cualquier calificación, rompe cualquier categoría, devora cualquier crítica. Gadamer dijo algún día que de Heidegger se desprendían dos líneas: Derrida y él mismo. La línea derridiana, si bien es improseguible, es sin duda la más profunda, la más filosófica. La deconstrucción derridiana, a pesar de su cadencia nihilista o tal vez por ella, es más profunda, más radical, más metafísica que la hermenéutica. Derrida es un imposible que no puede ser propiamente seguido, ni tampoco contestado; no se le puede aceptar ni rechazar. La postura derridiana, siempre en el margen, resiste a toda crítica lo mismo que a cualquier intento de apropiación. Palabras como verdadero o fàlso rebotan en ese margen inexpugnable e inhabitable a la vez, y se vuelven contra nosotros mismos. Amalia Quevedo
[i] O archiescritura. [ii] BENNINGTON, G., Jacques Derrida. [iii] Como en otros lugares, también aquí me he permitido modificar levemente las traducciones al uso. [iv] BENNINGTON, G., Jacques Derrida, op. cit. [v] Posiciones. [vi] Para Nietzsche las fuerzas reactivas son utilitarias, puramente adaptativas y autolimitantes. Las fuerzas activas subyugantes operan hasta el límite, afirman su diferencia, y hacen de esta diferencia un objeto de disfrute y afirmación. [vii] BENNINGTON, G., Jacques Derrida, op. cit. |
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