Jacques Derrida

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DERRIDA
Amalia Quevedo

En De Foucault a Derrida. Pasando fugazmente por Deleuze y Guattari, Lyotard, Braudrillard, Ediciones Universidad de Navarra, Navarra, 2001

 

 

5. LA DIFFÉRANCE

 

El ensayo La différance aparece en 1968 y es recogido después en Márgenes de la filosofía en 1972. En este ensayo, a diferencia de la mayoría, Derrida no sólo practica su tarea deconstructora, sino que en cierto modo la explica, al extenderse sobre lo que él entiende por «différance» [i]. Términos clave son: «différance», «deconstrucción», «diseminación», «suplemento», «huella», «margen».

Derrida sustituye la e del vocablo francés «différence» por una a, para formar así el término «différance», que no existe en francés; es un neologismo. Practicando una etimología que recuerda a Heidegger, Derrida se remonta a la diferencia de usos y significados del término griego diaphérein y del latino differre, en el origen de los correspondientes verbos franceses emparentados con la «différance». Mientras que el verbo griego diaphérein significa sólo una cosa, a saber, diferir, en la acepción de ser diferente, el verbo latino differre significa por un lado diferir en el sentido de ser diferente y por otro lado diferir en el sentido de aplazar. Igualmente, el verbo francés différer significa diferir en el sentido de aplazar y en el sentido de ser diferente. Derrida carga estas dos acepciones de características lingüístico-filosóficas relacionadas con el tiempo -temporisation (temporalización), retrasar, aplazar- y con el espacio- espacement (espaciamiento), ser diferente-.

La différance, de la que Derrida habla casi en los términos de una «teología negativa», pues no es un concepto, ni tampoco una palabra, reúne los dos sentidos de aplazamiento y diferencia, y tiene por tanto un valor temporal-espacial. La temporalización es el intervalo entre dos, el retrasar, diferir, aplazar. El espaciamiento es la producción de intervalos; señala lo otro (fuera de lo mismo), el ser diferente.

 

«El espaciamiento, la operación o, en todo caso, el movimiento de la división (...) es inseparable de la temporización-temporalización y de la différance, de los conflictos de fuerzas implicadas. Marca lo que aparta de sí, interrumpe toda identidad a sí, toda reunión puntual sobre sí, toda homogeneidad a sí, toda interioridad a sí (...). Ningún concepto recubre a otro; ésta es la ley del espaciamiento (...). Espaciamiento significa también la imposibilidad de reducir la cadena a uno de sus eslabones o de privilegiar uno de ellos -u otro-» [ii].

 

La différence en el sentido de ser diferente, distinto, significa no ser idéntico, y apunta a que no hay un ser unitario, presente y originario. No hay identidad en el origen, no hay un ser pleno ni homogéneo, todo es repetido. Igualmente todo es diferido, retrasado, aplazado.

 

«Nada -ningún ente presente o in-diferente- precede por tanto a la différance y al espaciamiento. No hay sujeto que sea agente, autor y maestro de la différance y al que ésta sobrevendría eventual y empíricamente. La subjetividad -como la objetividad- es un efecto de différance (...). El espaciamiento es temporalización, rodeo, dilación por la que la intuición, la percepción (...), la referencia a una realidad presente, a un ente, están siempre diferidas. Diferidas en razón incluso del principio de diferencia que quiere que un elemento no funcione ni signifique, no tome ni dé “sentido” más que remitiéndolo a otro elemento pasado o por venir, en una economía de las huellas» [iii].

 

El juego de la différance revierte sobre ella misma, que no consigue escapar de sí, el propio término differance queda imbuido de lo que intenta designar. La différence se contamina a sí misma. Es así como différance, por estar sometida a sus propios y deletéreos efectos, no es realmente ni una palabra ni un concepto. La différance pone de manifiesto la condición de im-posibilidad de toda palabra y de todo concepto. La différance sólo les permite a los conceptos y a las palabras ser lo que son impidiéndoselo a la vez.

Esta différance no se identifica con las diferencias de Saussure, sino que es más bien su diferencialidad, lo que las hace diferentes, el diferir que no puede ser visto ni oído, como pueden serlo en cambio las diferencias. La différance es la raíz común de todas las oposiciones; éstas son efecto de la différance. En la base de toda diferencia está, pues, la différance.

 

La différance es “el origen” no pleno, no simple, el origen estructurado y diferente de las diferencias» [iv].

 

Según Derrida, no es correcto hablar de «origen», pero lo que se quiere decir es que la différance «constituye» las diferencias: las constituye, las instituye y las mantiene. Derrida se opone a la dialéctica hegeliana que «absorbe» la diferencia:

 

«Contrariamente a la interpretación metafísica, dialéctica, “hegeliana”, del movimiento económico de la diferencia, hay que admitir aquí un juego en el que quien pierde gana, y en el que se pierde y se gana en todos los casos» [v].

«Si se pudiera dar una definición de la différance, sería justamente el límite o la interrupción, la destrucción de la Aufhebung hegeliana en todas partes donde opera» [vi].

 

Espaciar temporalizando da lugar al sentido; es la différance la que produce todo sistema de diferencias.

 

«Différance es, por tanto, una estructura y un movimiento que ya no se dejan pensar a partir de la oposición presencia/ausencia. La différance es el juego sistemático de las diferencias, de las huellas de las diferencias, del espaciamiento por el que los elementos se relacionan unos con otros. Este espaciamiento es la producción, a la vez activa y pasiva (la a de différance indica esta indecisión en lo referente a actividad y pasividad, lo que todavía no se deja ordenar y distribuir por esta oposición), de los intervalos sin los que los términos plenos no podrían significar, no podrían funcionar. Es también el devenir-espacio de la cadena hablada, que se ha dicho temporal y lineal; devenir-espacio que sólo vuelve posibles la escritura y toda correspondencia entre la palabra y la escritura, todo tránsito de la una a la otra» [vii]

 

La dilación, la demora, el retraso es lo que hace que el sentido se establezca siempre con posterioridad. Esto es claro en la frase, cuyos elementos se organizan retrospectivamente a partir de su final. Y lo mismo ocurre con el libro, con la obra en general, con toda vida y con cualquier tradición.

 

Derrida inserta la différance en cuatro ámbitos de conceptos y palabras:

 

1. La différance está entre el habla y la escritura:

La palabra différance se pronuncia exactamente igual que la palabra différence. Dicha oralmente, la différance no puede ser oída; pero puede ser escrita (y leída). Es una palabra inaudible, que sólo se advierte cuando es escrita. La différance privilegia la escritura y habita el habla como una posibilidad (prelación del grafismo sobre el fonologismo).

 

2. La différance está entre el nombre y el verbo:

Différance no es ni nombre ni verbo; juega entre ser y hacer, entre entidad y acción, oposiciones fundamentales de la metafísica. La différance es algo que está entre, que está siendo sin ser ella misma, sin estar nunca presente.

 

3. La différance está entre lo sensible y lo inteligible:

La différance juega de ambos lados del signo saussureano, del significante y del significado. La différance excede lo sensible porque lo sensible necesita vacíos de tiempo o de espacio que no son nunca aprehensibles por completo: en el habla, pausas y retrasos entre los sonidos; en la escritura, signos no fonéticos, espacios en la página, pequeñas marcas de puntuación, etc. Podemos ver que dos marcas gráficas difieren, pero no podemos ver la diferencia [viii]. La différance logra esto, lo abarca. La différance excede lo inteligible porque lo sensible habita lo inteligible, como se ve por ejemplo en los términos que designan operaciones intelectuales. En griego theorein significa no sólo teoría, sino también ver, mirar; en francés entendement, entendimiento, es a la vez el nombre del verbo entendre, oír.

 

4. La différance está entre la palabra y el concepto:

No es ni una palabra francesa ni un concepto o significado; no existe, no es un ser presente, no es una cosa con esencia y existencia. No se puede preguntar: ¿qué es la différance? Es mejor escribir:

La différance es, tachando (tomado de Heidegger) el es, de modo que quede allí y no allí, cancelado mas no expulsado, presente y ausente.

Derrida rechaza la hipótesis interpretativa de que la différance sea una suerte de divinidad «innombrable» o de «ser» heideggeriano que estuviera en el «origen» de todo.

 

«Más “vieja” que el ser mismo, una diferencia tal no tiene ningún nombre en nuestra lengua».

 

Es innombrable porque

 

«no existe nombre para ella, ni siquiera el de esencia o el de ser, ni siquiera el de différanceque no es un nombre, que no es una unidad nominal pura, y se disloca incesantemente en una cadena de sustituciones que difieren» [ix].

 

Ahora bien, si la différance es innombrable e indefinible, y no puede tampoco ser pensada conceptualmente, ¿cómo nos las habemos con ella? La salida de Derrida es de inspiración nietzscheana, pues propone afirmar la différance como un «juego» que hay que «afirmar, en el sentido en que Nietzsche pone en juego la afirmación, en una cierta carcajada y en un cierto paso de danza». La danza dionisíaca, unida a «aquella otra cara de la nostalgia que llamaré la esperanza heideggeriana», nos ayuda a «comprender» la différance.

La différance no sigue, pues, el patrón de los neologismos filosóficos: una nueva palabra para un nuevo concepto; la différance pone en juego un movimiento de indecidibilidad. La différance es destructora; saca al lenguaje, al pensamiento y al sentido, de la tranquilidad de sus rutinas diarias. Arruina el lenguaje filosófico, lo infecta, lo contamina con sus propias inestabilidades.

La différance no es ni puede ser algo así como un concepto trascendental que lo rigiera todo, otro nombre para Dios. La deconstrucción del signo elimina la posibilidad de que haya conceptos trascendentales o, lo que es lo mismo, significados en sí, presencias absolutas. No puede haber ningún significado trascendental desde que todo significante remite exclusivamente a otros significantes. La différance no sólo no es Dios, sino que no deja que lo haya. La idea de Dios es, según Derrida, inseparable de la metafísica de la presencia y de la noción tradicional de signo, siendo un concepto que, como significado último y en sí, pondría fin al movimiento de la différance, resolviéndola en la presencia.

No se trata, para Derrida, de matar a Dios o de volver a declarar su muerte; se trata de mostrar que este nombre, que tendría que acabar con la différance, se produce en y por ella. Se trata, en definitiva, de inscribir a Dios en el juego de la différance, del que nada, ni siquiera ella misma, puede escapar. Esto es inscribir a Dios en lo que debería sobrepasar: en el mundo, en la historia, en la finitud y en la mortalidad. Esta inscripción es llevada a cabo por la différance, que hace lo mismo con todos los nombres con los que se ha intentado sustituirla y también consigo misma.

En el ensayo La différance, Derrida acomete lecturas de Nietzsche, Freud, Heidegger y Lévinas, para mostrar cómo en todos ellos está presente, inconscientemente, el «procedimiento» de la différance.

La différance opera en Nietzsche cuando considera el sujeto, no como algo originariamente dado, no como la consciencia presente a sí misma (Husserl), sino como efecto de fuerzas que no están «presentes» a la consciencia. Opera en Freud cuando considera la consciencia, el sujeto, como resultado de fuerzas, instintos y traumas que ponen en juego la différance en su doble sentido temporal (el pasado del trauma ahora ausente de la consciencia) y espacial (la diferencia entre el aparecer, la consciencia, el ser, el inconsciente). En Heidegger, de un modo filosóficamente más maduro, la diferencia «ontológica» (el ente que nace con y del olvido del ser) aparece como un resultado obrado por la différance: el ente es diferente -espacialmente- del ser; el ente difiere, retrasa -temporalmente- el ser. En Lévinas, que formula la alteridad absoluta en términos que van mucho más allá del psicoanálisis, la différance opera como «constitutiva» de las diferencias que dan lugar a esta alteridad [x].

 

La escritura:

Como observa Derrida, el signo y la escritura son entendidos comúnmente como algo que está en lugar de otra cosa, a saber, de la palabra hablada, que es el «presente» originario.

 

«El signo representa lo presente en su ausencia, está en su lugar. Cuando no podemos tomar o mostrar la cosa, digamos lo presente, el ser-presente, cuando lo presente no se presenta, significamos, pasamos por el rodeo del signo. Tomamos o damos un signo. Hacemos signo. El signo sería, pues, la presencia diferida» [xi].

 

El signo difiere -en sentido espacial- de aquello cuyo puesto toma, es diferente de él, asimismo, el signo difiere -en sentido temporal- aquello cuyo puesto toma: lo aplaza, lo retrasa. Por un lado el signo difiere de la presencia ausente, por otro lado el signo difiere, retrasa, la presencia ausente. En cierto modo el signo crea una distancia entre nosotros y la cosa o la palabra oral ausentes. El signo es un «suplemento», un sustituto.

Si, para la metafísica tradicional, el signo es secundario respecto al referente, a la cosa, más secundaria aún es la escritura, que no es más que el signo de un signo, el significante gráfico del significante fónico. La escritura no tiene ni significado ni referente directos, sino que remite al significante fónico, del que es una mera transcripción. Se escribe cuando no es posible hablar; la escritura es sólo una forma de telecomunicación. La escritura tiene además otra desventaja: es incapaz de transcribir todas las cualidades fonéticas de la palabra oral, como la entonación, el acento, el timbre, etc., que contribuyen sin duda a la transmisión del propio pensamiento [xii].

Privilegiando la escritura sobre el habla, sobre la voz, Derrida no se limita a invertir los términos opuestos, sino que re-conceptúa la escritura como un indecidible. El juego presencia/ausencia cruza el habla y también la escritura; es el juego de la huella. La escritura entraña: repetición, ausencia, riesgo de perderse, muerte; pero tampoco la palabra oral sería posible sin cierta repetición y ausencia, sin la muerte, como se verá más adelante. La escritura, por lo demás, ha sido siempre el significante que remite a otro significante; y si, a fin de cuentas, ya no hay significados, sino sólo significantes que remiten a otros significantes, tenemos entonces que lo que «escritura» designa es el funcionamiento de la lengua en general.

Derrida convierte así el término «escritura» en un paleonímico; sólo la palabra «escritura» es la misma vieja palabra; su sentido, su uso, es enteramente nuevo. La escritura no designa ya el escribir en lugar del hablar, sino el juego indecidible en el escribir y el hablar, la lúdica indecidibilidad que afecta tanto a las palabras habladas como a las marcas escritas y a todos los demás signos. Es la escritura que también recibe el nombre de archiescritura, una escritura originaria, anterior a toda oposición (en especial a la oposición voz/escritura), constitutivo último de todo lenguaje y de todo signo. Posibilidad necesaria, esencial, de esta archiescritura es la repetición. No hay presencia absoluta; el presente no es más que huella de huella. En el «origen» está la repetición.

 

 

6. NO LIBROS, SINO TEXTOS / DE LA GRAMATOLOGÍA

 

La táctica de Derrida no consiste en proponer nuevos «avances» o «superaciones» de la filosofía anterior, nuevas teorías, sino nuevos modos de leer los textos de esta filosofía, nuevas estrategias de trabajo. Sus escasas definiciones son «abiertas» y no se dejan integrar en un sistema teórico o metodológico. Su trabajo no se deja encerrar en «tesis» filosóficas, es sumamente personal y autobiográfico:

 

«Todo lo que escribo es terriblemente autobiográfico» [xiii], declara.

 

Según Derrida, su posición no puede ser defendida ni como interna ni como externa a la tradición occidental:

 

«Yo trato de mantenerme en el límite del discurso filosófico. Digo límite y no muerte, porque no creo en absoluto en eso que hoy se llama comúnmente la muerte de la filosofía (o la muerte de cualquier otra cosa: el libro, el hombre, Dios)» [xiv].

 

De la gramatología ve la luz en 1967. En esta obra se aprecia más fácilmente que en otros escritos derridianos su estrategia «deconstructiva». El tema es el logocentrismo de la filosofía occidental, con una crítica inicial a Hegel, una lectura de Lévi-Strauss y otra más extensa y detenida de Rousseau.

Derrida se propone mostrar la posición derivada, secundaria, suplementaria que ha ocupado el gramma -el signo, la letra, la escritura- respecto al lógos -el verbo o palabra oral, la razón- en la filosofía occidental, logocéntrica y etnocéntrica. La propuesta derridiana se condensa en partir de los textos y permanecer en ellos, abandonar en cambio la idea de los libros. Los textos tienen que ver con la escritura; los libros con la palabra oral. Los textos son anónimos, neutrales, artificiales; los libros quieren ser la expresión directa y natural de la «voz» del autor.

Acabar con el libro, abrirse al texto, significa privilegiar la escritura y no la voz, no la palabra oral. Significa no aceptar la lógica tradicional de la metafísica de la presencia (son la voz y la palabra las que expresan directamente la presencia; la escritura y los textos indican la ausencia).

 

«La idea del libro, que remite siempre a una totalidad natural, es profundamente extraña al sentido de la escritura. Es la protección enciclopédica de la teología y del logocentrismo contra la energía rompedora, aforística, de la escritura, y (...) contra la diferencia en general. Si diferenciamos el texto del libro, diremos que la destrucción del libro, tal como se anuncia hoy en todos los campos, pone al desnudo la superficie del texto. Esta violencia necesaria responde a una violencia que no fue menos necesaria» [xv].

 

La violencia del pasado es, obviamente, la de la palabra oral sobre la escritura, la del libro sobre el texto. La tesis contraria, de la prioridad del texto sobre el libro, llevará a Derrida a su textualismo extremo, tan celebrado por la crítica literaria que en él se inspira.

 

«A pesar de todas las diferencias, y no sólo de Platón a Hegel (pasando por Leibniz), sino también fuera de sus límites aparentes, de los presocráticos a Heidegger, siempre se ha asignado al lógos el origen de la verdad en general: la historia de la verdad, de la verdad de la verdad, ha sido siempre, aun con la diferencia de una desviación metafórica de la cual tendremos que dar cuenta, el rebajamiento de la escritura y su remoción fuera de la palabra “plena”» [xvi].

 

Hegel:

Derrida critica una y otra vez a Hegel, uno de los principales responsables de la continuidad de la metafísica logocéntrica [xvii]. Hegel no supo descubrir ni usar las posibilidades que había en su concepto de «diferencia» (en la dialéctica).

 

Hegel «ha resumido indudablemente la totalidad de la filosofía del lógos. Ha determinado la ontología como lógica absoluta; ha recogido todas las delimitaciones del ser como presencia; ha asignado a la presencia la escatología de la parousía, de la proximidad en sí de la subjetividad infinita. Precisamente por estas razones ha tenido que rebajar o subordinar la escritura» [xviii].

 

Pero Hegel es también «el pensador de la diferencia irreductible»; su sistema, quitándole el final escatológico, bien puede «ser releído como meditación de la escritura». De ahí que quepa considerar a Hegel como el «último filósofo del libro y el primer pensador de la escritura».

 

Rousseau:

Antes de abordar a Rousseau, Derrida analiza el capítulo La lección de escritura de los Tristes Trópicos de Lévy-Strauss, cuyas ideas no difieren sustancialmente de las del pensador ginebrino.

Para Derrida, la obra de Rousseau ocupa una posición singular «entre el Fedro de Platón y la Enciclopedia de Hegel». En la historia de la metafísica moderna, Rousseau, después de Descartes y antes de Hegel, inaugura una nueva versión de esta metafísica, al proponer un nuevo modelo de la presencia. Se trata de «la presencia ante sí del sujeto en la consciencia o en el sentimiento». Antes de Rousseau, el sujeto estaba presente a sí mismo ante todo como razón o lógos; con Rousseau se hace presente como vida sentida, como sentimiento.

En su lectura del Ensayo sobre el origen de las lenguas, de Rousseau, Derrida muestra cómo opera, en esta nueva versión de la metafísica de la presencia, la antigua teoría de la primacía de la palabra oral sobre la escritura. El estado de naturaleza, en el que los hombres son buenos, es el estado en el que se habla y no se escribe; la sociedad civil, en cambio, es el estado en el que los hombres se hacen malos y es el estado en el que los hombres escriben. En el estado de naturaleza los seres humanos son libres, en el estado civil son esclavos. Rousseau «opone la voz a la escritura como la presencia a la ausencia y la libertad a la esclavitud».

En las Confesiones de Rousseau, Derrida encuentra algunas «tendencias» del discurso que lo llevan a formular un nuevo concepto, el de «suplemento», especialmente útil para una lectura «deconstructiva» y «textualista» de su obra. Rousseau utiliza el término «suplemento» en distintos lugares y referido a experiencias diversas, todas unidas sin embargo por la falta de la «presencia» de algo «natural» que es «suplementado», es decir, sustituido, por algo «artificial». En su penetrante lectura, Derrida echa mano del psicoanálisis y la lingüística. Casos de «suplemento» en las Confesiones son, por ejemplo, la señora Warens, que suple la falta de la madre del autor, y el autoerotismo (masturbación), que suple la falta del amor «natural». En todos los casos el «suplemento» es lo artificial que sustituye a lo natural, es el «mal» necesario -pero también peligroso­que sustituye al bien ausente. El suplemento tiene que ver con la ausencia de la presencia. Por un lado es artificial y peligroso, un mal necesario, pero por otro lado nos «asegura» y nos permite resolver problemas de otro modo insolubles. El suplemento encierra en sí el doble sentido de suplir o suplantar y de suplementar: añadir o agregar.

Según observa Derrida, Rousseau asocia a la idea de suplemento la de «angustia», pues el suplemento «rompe con la naturaleza» y «conduce al deseo fuera del camino justo, lo hace errar lejos de los caminos naturales»; es como un cierto lapsus o escándalo. El suplemento es peligroso y ambiguo, pero indispensable.

El Ensayo sobre el origen de las lenguas tiene como uno de sus temas capitales la música. De acuerdo con Rousseau, el habla antecede a la música como la entendemos hoy. Al comienzo no había otra música que la melodía, ni otra melodía que los variados sonidos del habla; en el principio era la canción. La melodía constituye lo natural de la música, la armonía es en cambio su suplemento. Melodía y armonía se oponen como la vida y la muerte de la canción.

Para Rousseau el habla es la expresión natural del pensamiento, mientras que la escritura no es más que un suplemento del habla, su sustituto no natural. La escritura es el suplemento artificial y peligroso que, en ausencia del habla, la suple. El lenguaje escrito es suplementario; es necesario tan sólo cuando faltan la «naturalidad» y «espontaneidad» del lenguaje hablado.

 

«Cuando la naturaleza, como proximidad en sí, ha sido prohibida o interrumpida, cuando la palabra no consigue proteger la presencia, la escritura se convierte en necesaria».

«La escritura abre la crisis de la palabra viva».

 

«Il n’y a pas de hors-texte»:

«Il n’y a pas de hors-texte», «no existe el fuera de texto», no hay nada fuera del texto, no hay «extra-texto», podríamos decir. Esta divisa señala el inicio del textualismo.

La lectura derridiana del texto no es como las tradicionales, que se limitan a «repetir el texto» y a buscar, mediante análisis de diversos tipos, lo que va más allá de éste: intenciones del autor, contexto social, destinatarios, motivaciones externas, significados trascendentales, etc. La lectura derridiana del texto propugna la ausencia de todo referente y de todo significado trascendente; el privilegio trascendental es el blanco de la deconstrucción. No hay nada fuera del texto.

Detrás de la obra de Rousseau, por tomar un ejemplo, no ha habido nunca más que escritura; no ha habido más que suplementos, significados sustitutivos, que no han podido surgir más que en una cadena de envíos diferenciales. Y así hasta el infinito, puesto que el presente absoluto, la naturaleza, aquello que designan las palabras «madre real», etc., se ha sustraído desde siempre, no ha existido nunca. Lo que obra el sentido y el lenguaje es esta escritura como desaparición de la presencia natural [xix].

La lectura derridiana no se parece al «comentario» tradicional; aquélla «debe ser interna y permanecer en el texto» [xx]. Derrida toma muchas veces lo que es marginal en un texto y ha sido habitualmente despreciado, y hace bascular sobre ello su lectura, según la «lógica de la suplementariedad». Lo que fue dejado al margen puede ser importante precisamente por las razones que llevaron a marginarlo. Pero no hay que erigirlo en un nuevo centro del texto, sino emplearlo en su dislocación.

El textualismo de Derrida es criticado entre otros [xxi] por Foucault, quien lo acusa de evitar el compromiso del discurso político, de soslayar la indagación de aquello que produce y condiciona las prácticas discursivas. En la segunda edición de su Historia de la locura (1972), Foucault tacha al textualismo derridiano de reaccionario, porque se limita a: «reducción de las prácticas discursivas a las huellas textuales; elisión de los acontecimientos que se producen, para conservar solamente signos para una lectura; invención de voces extrañas al texto, para no tener que analizar las modalidades de implicación del sujeto en los discursos; citas de lo originario como dicho y no dicho en el texto, para no re-situar las prácticas discursivas en el terreno de las transformaciones donde aquéllas se efectúan».

La crítica foucaultiana, inspirada en el fondo en la convicción marxiana que impone a la filosofía la obligación de transformar el mundo, no alcanza a mi juicio el núcleo de la obra de Derrida. Por mi parte, considero De la gramatología como una de las obras más serias y fascinantes de la filosofía de todos los tiempos, aunque lleve inscrita en su interior la misma imposibilidad que autocancelaba, por ejemplo, al Tractatus de Wittgenstein. De la gramatología no deja de ser un libro escrito para rechazar el libro.

 

 

7. DECONSTRUCCIÓN

 

¿Qué es la deconstrucción? Para esta pregunta hay respuestas varias y encontradas: un modo de hacer filosofía, una forma de leer textos teóricos, la última moda en teoría literaria, la venganza de la literatura sobre la filosofía, una contestación deletérea de las certezas filosóficas, una versión del viejo error del escepticismo y el irracionalismo, un peligroso neo-heideggerianismo, un revulsivo ético contra la complacencia conceptual, un hermetismo superfluo y frívolo, un asalto a la tradición filosófica occidental.

«La deconstrucción -señala Bennington- no es ni un nuevo pensamiento que añadir a la lista de filosofías o de sistemas que ofrece la tradición, ni un “posmodernismo” definido como rechazo puro y simple de la tradición y el fundamento» [xxii].

La indecidibilidad -que rompe las oposiciones fundacionales- y el desorden que anida en la comunicación llevan a Derrida a escribir de un modo no convencional, deshaciendo, socavando, desestabilizando, descomponiendo, desedimentando, sacudiendo... Los textos de Derrida no se sitúan fuera de los textos que examinan, en una posición privilegiada de dominio o autoridad, no los rechazan ni contradicen, sino que más bien los habitan, los invaden, los cruzan, desestabilizándolos, deshaciendo sus presupuestos, desedimentándolos, sacando a la superficie sus capas subyacentes. Los textos de Derrida necesitan esos otros textos sobre los que operan, pero estos últimos contienen ya en sí mismos los gérmenes de su propia destrucción. (Platón lleva dentro el phármakon). Son estas inestabilidades inherentes al texto las que por lo común son ignoradas, negadas, llamadas al orden o desterradas. Pero la indecidibilidad y los descarrilamientos de la comunicación operan siempre y en todos los discursos: en la filosofía y la teoría, así como en las leyes, la política, la educación, la medicina, el orden militar...

La tarea de Derrida ha consistido en intensificar su juego destructor. Esta estrategia derridiana es conocida como «déconstruction», con un término que Derrida usara en sus primeros escritos, adaptado y traducido de los vocablos alemanes Destruktion y Abbau, empleados por Heidegger en su revisión de la metafísica. Para De­rrida, el término francés destruction resultaba demasiado negativo y unilateral, y sugería tan sólo demolición antagónica o erradicación. El término déconstruction, en cambio, es usado por Derrida en la doble acepción de desordenar y reordenar, desmontar y remontar.

Con todo, Derrida se muestra desagradablemente sorprendido por el papel central asumido por el término déconstruction ,[xxiii] un término que, si bien le fue de utilidad en una situación determinada, no le satisfizo nunca, y que a su juicio no es ni bueno ni elegante. En cualquier caso, Derrida no asume nunca el término déconstruction como nombre de un método, y menos aún de una teoría.

Cualesquiera palabras que se emplearan para definir o simplemente traducir déconstruction estarían a su vez abiertas a operaciones deconstructivas. Derrida se resiste a la idea de que haya un concepto de deconstrucción presente sin más en la palabra, fuera de su inscripción en frases que están determinadas por indecidibles. No hay un concepto tal que pueda ser pasado a otras palabras, a otros idiomas.

Éste es un problema de toda traducción en general; el traductor tiene que decir y no decir lo que alguien ha dicho. Las definiciones y las traducciones están siempre abiertas a los procedimientos metafísicos clásicos, especialmente a la jugada ontológica, a saber, determinar el ser como presencia.

La deconstrucción es más bien una sospecha lanzada contra la pregunta «¿cuál es la esencia de x?». Las frases que dicen que la deconstrucción es tal cosa o que no es tal otra no sirven de entrada o son cuando menos falsas. Definir la deconstrucción sería llamarla al orden, forzarla a nociones corrientes, estables y logocéntricas.

En este sentido la deconstrucción no es ni un análisis, ni una crítica, ni un método, ni un proyecto; eso sería «deconstruccionismo»:

 

·        El análisis busca elementos simples, indivisos, que puedan ser tratados como originarios y explicativos. Pero, en sus operaciones con la metafísica occidental, la deconstrucción resiste este movimiento hacia orígenes o elementos simples.

·        La crítica implica una posición externa a su objeto. La deconstrucción en cambio insiste en movimientos a través de los opuestos metafísicos y entre ellos.

·        El método opera entresacando ciertos términos de un discurso y empleándolos para nombrar algo técnico o procesual. (Es lo que hace por ejemplo el deconstruccionismo de Yale en la crítica literaria). Pero esto conduce a domesticaciones, a reapropiaciones por instituciones académicas.

·        La deconstrucción no es tampoco proyecto, si por proyecto se entiende un resultado pretendido con anterioridad, una meta que predetermina los movimientos. Una meta tal gobernaría fundacionalmente. La deconstrucción puede abrir caminos para sus movimientos, pero sin saber del todo adónde conducen.

 

En cualquier caso, la différance es central en la tarea de deconstrucción de textos. Deconstruir un texto es poner en acción, en juego, en la lectura que se hace de él, la différance. La deconstrucción opera en el interior de los textos, mostrando la genealogía de sus conceptos, su doble cara, lo que reprimen y no dicen; los considera desde su otro innombrable, modifica su campo interior, desencaja, disloca o desplaza su sentido, los enfrenta a sus presupuestos al inscribirlos en otras cadenas.

Con la deconstrucción se trata de mostrar la doble cara, la ambivalencia, de las nociones filosóficas, en un juego que invierte y deshace las oposiciones, desenmascarando la violencia oculta que las sustenta.

 

«Por medio de una acción doble, un silencio doble, poner en práctica una inversión de las oposiciones clásicas y un corrimiento general del sistema. Será sólo con esa condición como la deconstrucción podrá ofrecer los medios para intervenir en el campo de las oposiciones que critica y que es también un campo de fuerzas no discursivas (...). La deconstrucción no consiste en pasar de un concepto a otro, sino en invertir y cambiar tanto un orden conceptual como uno no conceptual con el que se articula. Por ejemplo, la escritura, en tanto que concepto clásico, lleva consigo predicados que se han subordinado, excluido o marginado por fuerzas y según unas necesidades que deben ser analizadas» [xxiv].

 

La estrategia deconstructiva consiste en «invertir» el proceso con el que se ha «construido» un texto, en «desmontarlo» pieza por pieza mediante la différance, en «invertir» las oposiciones «jerárquicas» que hay en todos los textos de la metafísica de la presencia. Pero esta estrategia no es «ingenua», no se limita a individuar oposiciones, ni a absorberlas hegelianamente en una síntesis superior. La deconstrucción desenmascara las oposiciones, señala su estructura jerárquica, la invierte. Esta inversión es necesaria, pues en las oposiciones filosóficas tradicionales no se trata nunca de un vis-à-vis, sino de una jerarquía violenta: uno de los términos de la oposición gobierna siempre al otro lógica y axiológicamente, y está por encima de él.

Ahora bien, invertir la jerarquía es sólo uno de los pasos o «movimientos» de la deconstrucción. No basta invertir la oposición ni desenmascarar las fuerzas ajenas y violentas subyacentes; es preciso deshacerla mediante los indecidibles; de otro modo, permaneceríamos presos en su esquema, sin liberarnos de él.

Uno de los efectos de la deconstrucción es la diseminación.

 

«La diseminación afirma (no digo produce ni constituye) la sustitución sin fin, ni detiene ni controla el juego (...). No tiene en sí misma ni verdad (adecuación o desvelamiento) ni velo» [xxv].

 

Etimológicamente, la diseminación «juega con la semejanza fortuita, con el parentesco de puro simulacro» entre el vocablo griego «sema» -signo- y el latino «semen» -semilla-. «No hay entre ellos ninguna comunicación de sentido» [xxvi].

La diseminación está formada por movimientos que incluyen técnicas de trabajo textual refinadas e «indecidibles», como pueden ser descartar, marcar, suplementar, manchar, y otras muchas. La diseminación es asimismo «indecidible»:

 

«Diseminación no quiere decir nada en última instancia y no puede recogerse en una definición (...). Si no se puede resumir la diseminación, la différance seminal en su tenor conceptual, es porque la fuerza y la forma de su disrupcion revientan el horizonte semántico» [xxvii].

 

Derrida no sólo desenmascara las valoraciones -muchas veces extradiscursivas- que subyacen a las oposiciones primarias, sino que delata la dependencia subrepticia que, por paradójico que pueda parecer, hay con relación al término excluido o subordinado.

El pensamiento binario de la filosofía tradicional, que también pone en duda la relación entre significado y significante, entre voz y escritura, acaba en ambos casos por deducir el segundo término del primero, subordinándolo a él. Este pensamiento no produce el concepto de escritura más que borrándolo, haciéndolo secundario. La deconstrucción, en cambio, mediante los movimientos de inversión y reinscripción, desplaza el sistema general de esa consideración de secundario, sin que pretenda instalar significante y escritura en el lugar de significado y voz, sin que convierta a estos últimos en secundarios, sin que disuelva la huella queriendo hacerla presente.

Paradójicamente, el pensamiento binario depende -en forma más o menos subrepticia- de los términos de la oposición que él mismo subordina. Es así como la oposición entre significante y significado se nutre del significante que pretende borrar, y la oposición entre escritura y habla vive de esa escritura que denuncia. Lo que se intenta mantener en el exterior está presente en el interior; más aún, sin ello no habría siquiera interior. Por esta razón, la escritura está por encima del bien y del mal; la escritura es ultraética, es apertura no ética de lo ético. El término excluido, expulsado por el pensamiento binario, regresa para firmar su acta de exclusión; pero esta complicidad aparente, en realidad destruye la legitimidad de la decisión de excluirlo. Es la misma complicidad que explica que hayan podido escribirse condenas de la escritura.

El sistema (cualquier sistema) por una parte excluye o expulsa lo que no se deja concebir en sus propios términos, mientras que por otra se deja simultáneamente fascinar, atraer y dominar por el término excluido, que viene a ser para él lo trascendental de su trascendental. La lectura derridiana consiste justamente en descubrir los términos excluidos, los restos, que dominan el discurso que los excluye.

 

 

8. COMUNICACIÓN, CONTEXTO, NOMBRE, FIRMA, TÍTULO

 

Derrida no intenta justificar la invención de la palabra différance, sino intensificar su juego, de acuerdo con el cual todo es estratégico y aleatorio, no hay un sitio por dónde comenzar, no existe un punto de partida absoluto. Una noción se erige sin embargo en contra del juego de la différance, una noción que a primera vista podría acabar con él, a saber, la noción de contexto. El contexto, en efecto, fija las ambigüedades de la comunicación y los términos polisémicos (donde el significante se refiere a significados diversos).

En 1971 Derrida pronuncia en Montreal una conferencia que llegará a ser célebre y cuyo texto recogerá en Márgenes de la filosofía bajo el título: Firma, acontecimiento, contexto. En ella Derrida se pregunta: «¿Puede la palabra “comunicación” comunicar?» ¿Puede el contexto garantizar la comunicación, i.e., vencer el juego de la différance y proveer al sentido de un puerto seguro, a salvo de los vaivenes de la indecidibilidad?

 

Derrida versus Austin:

Derrida dirige ahora su estrategia contra J.L. Austin, el filósofo oxoniense del lenguaje ordinario. Austin habla de proposiciones performativas, que consisten en hacer cosas con palabras, como por ejemplo casarse, persuadir, prometer, exigir, insistir, quejarse, regalar, inaugurar, etc. Estas proposiciones se vuelven vacías cuando son dichas por un actor en el escenario, por un poeta, en soliloquio o en broma. Éste sería un uso no serio sino parasitario del lenguaje, un mero citar, repetir y re-usar el lenguaje original. Un uso tal, sin intención de realizar lo que se dice, es descolorido, es una pálida imitación del lenguaje serio que es el performativo.

El lenguaje performativo requiere en cambio la presencia de la intención del hablante. Necesita su propio contexto, corregido hasta el último detalle, y este último detalle es su centro, su presencia fundante. De otro modo, el acto de habla perdería su propio color, palidecería.

Lo que Austin considera anomalía, excepción, «no-serio», es visto por Derrida como el caso estándar. La escritura opera sobre ausencias, puede ser separada de su origen y de su destinatario, en cuya ausencia un tercero puede descifrarla, identificar sus marcas y usarla. La escritura tiene que ser por tanto iterable, repetible, en el sentido de repetible con diferencia. Podemos repetir marcas que somos capaces de identificar; y a su vez, para identificar las marcas, tenemos que ser capaces de repetirlas. No podríamos en cambio identificar o leer una escritura que no pudiéramos repetir; no sería legible.

La iterabilidad -capacidad de repetición en la alteridad- es potencialmente infinita, lo cual apunta a la finitud de todo autor, así como de todo lector. La muerte del autor o del lector es indiferente, pues la palabra es esencialmente repetible, reproducible. La iterabilidad socava asimismo el contexto como decididor último del sentido. La iterabilidad implica repetición en cualquier parte, en todas partes.

Esta iterabilidad tiene múltiples implicaciones:

Citar es posible siempre. Siempre podemos extraer, de un escrito, una secuencia de palabras; podemos hacer un extracto y éste puede funcionar aún con sentido.

Injertar [xxviii] es igualmente posible. Podemos insertar la secuencia robada de un escrito en otras cadenas de escritura. «Ningún contexto puede encerrarla». Escribir es siempre escribir con palabras robadas, por no hablar ya de todos los plagios, citas, imitaciones, pastiches. etc.

Estas posibilidades, según Derrida, no se limitan a la escritura; iterabilidad, cita e injerto se encuentran en todos los signos, y esto los convierte a todos en escritura, en archiescritura. El habla, por ejemplo, es iterable, citable e injertable. Es posible, por ejemplo, citarse a sí mismo y ensartar injertos: «la semana pasada yo dije que había dicho que...». El habla, al igual que la escritura, puede ser separada de su contexto y de todas las presencias del momento en que se pronunció.

Generalizando, es evidente que todo signo -bien sea escrito, bien sea hablado- ha de ser reproducible.

 

«¿Qué sería un signo que no se pudiera citar, y cuyo origen no pudiera perderse en el camino?».

 

Un signo que fuera intrínsecamente singular e irrepetible, que pudiera usarse una sola vez, no sería signo alguno. La posibilidad de repetición, de reproducción o representación es la posibilidad primitiva de la palabra y de todo signo; y lo es desde la «primera vez». Ahora bien, la diferencia -en el signo- entre primera vez y repetición, entre presentación y representación, entre presencia y ausencia, resulta borrosa. El signo es tan sólo su propia representación.

Derrida hace ver que los caracteres negativos atribuidos por la tradición filosófica a la escritura -ausencia, distancia, repetición, ambigüedad, muerte...- le corresponden también al habla. Nos confronta además con una paradoja: por un lado, la iterabilidad es el riesgo del lenguaje, que lo inhabilita y puede descarrilar la comunicación. Por otro lado, la iterabilidad es la condición de posibilidad del lenguaje mismo. Sin iterabilidad no podría haber signos reconocibles. Del mismo modo, sin la posibilidad de una versión citada no podríamos tener la versión original, la «verdadera» o «real». La comunicación, que puede ser descarrilada por la iterabilidad, porta en sí misma su propio descarrilador.

La iterabilidad, la repetición, que dice finitud y muerte, es irreconciliable con la presencia plena que reclama la metafísica tradicional. El privilegio de la presencia y la necesidad de la repetición son inconciliables. En este sentido, la metafísica de la presencia descansa sobre una asunción de inmortalidad. El enunciado «soy inmortal» -enunciado que Derrida considera falso sin más- organiza el pensamiento metafísico; en él encuentra su presunta verdad el concepto clásico de verdad. La repetición, por el contrario, incluye necesariamente la posibilidad de mi muerte, es decir, mi finitud.

Derrida no piensa que el lenguaje performativo o el ordinario carezcan de efectos, ni que los efectos del habla sean los mismos de la escritura. Lo que señala es que estos efectos no excluyen aquello que suele oponérseles, a saber, la iterabilidad, la cita y el injerto, ninguno de los cuales puede ser expulsado del lenguaje, por ser condición necesaria suya.

Derrida no erradica el contexto; hay contextos, pero éstos ni tienen centro, ni gobiernan por completo el sentido. ¿Erradica acaso las intenciones? Tampoco. La iterabilidad, la citabilidad y la injertabilidad aseguran que la fuerza de la intención no esté nunca completamente presente en una afirmación, pero tampoco completamente ausente. La intención no desaparece; tiene su lugar, pero desde ese lugar no puede gobernar la escena entera ni el sistema completo de afirmaciones.

La comunicación es posible como transacciones que presuponen repetición con diferencia, citación y reinserciones (injertos), sin fronteras. La comunicación está siempre sujeta a iterabilidad, citación e injerto; no puede ser entendida por tanto como una transmisión garantizada y dominable de sentidos o significados.

 

«El lenguaje es una diseminación no dominable».

 

Perdemos la seguridad absoluta de que podemos decir lo que pensamos, o saber lo que alguien está pensando. Ni siquiera podemos estar seguros acerca de quién está hablando o escribiendo, acerca de la identidad del autor o firmante que parece haber producido el discurso o haber firmado, y que se supone que es -en la visión logocéntrica- el origen o centro del discurso.

Derrida descarrila así la comunicación, introduciendo el desor­den en sus conceptos basilares, sacudiendo sus fundamentos [xxix].

 

El contexto:

Tradicionalmente se apela a la noción de contexto, no sólo para intentar dar solidez a la comunicación, sino también para separar el texto de lo que cae fuera de él. Por contexto se entiende, por un lado, el contexto estrictamente discursivo o «cotexto» y, por otro, el contexto ajeno al discurso o «real», que es el contexto «histórico» (político, social, etc.).

Ahora bien, cuando Derrida afirma que no hay nada fuera del texto, lo que pretende no es invalidar el contexto para reivindicar la posibilidad de leer fuera de contexto. Leer fuera de contexto es imposible; la lectura se realiza siempre en uno o varios contextos. Lo que Derrida pretende es cuestionar el concepto mismo de contexto.

Siempre es posible citar fuera de contexto. Más aún; por definición, se cita siempre fuera de contexto. No hay ninguna necesidad natural que impida que un enunciado sea sacado de su contexto e incorporado en otro diverso de él. Ésta es una propiedad general del lenguaje, que, como tantas otras, se aprecia mejor en la escritura. Todo lo que se escribe está destinado, por definición, a ser leído en un contexto diverso al de su inscripción. Es así como el escrito rompe de entrada con su contexto de producción y con todo contexto determinado de recepción.

Citar fuera de contexto es una «posibilidad necesaria» que, como ya se sabe, tiene que ver con la muerte. Con la cita ocurre como con el signo: la iterabilidad, la posibilidad de repetición, es su condición de posibilidad. Un enunciado que no pudiera citarse en otro contexto no sería enunciado alguno, pues el enunciado no existe más que por la posibilidad de repetición en la alteridad, esto es, por su iterabilidad. Un texto no es nunca una entidad cerrada sobre sí misma. Derrida habla de «citar en otro contexto» y no de «citar fuera de contexto», pues siempre hay contextos. La lógica de la huella hace imposible un signo o un enunciado sin contexto, «fuera de contexto». Digamos entonces que no hay fuera de texto, pero tampoco fuera de contexto.

La tarea de restablecer un contexto es, se la mire como se la mire, infinita; pues, o bien todo elemento del contexto es en sí mismo un texto con su contexto, que a su vez... y así indefinidamente, o bien todo texto es sólo parte de un contexto. No existen más que contextos. La distinción entre texto y contexto supone que ya se ha sacado al texto de «su» contexto, antes de exigir que se lo sitúe nuevamente en él. En su excelente cuento Funes el memorioso, ya Borges había puesto de manifiesto las paradojas a las que conduce el afán de devolver un texto a «su» contexto.

En rigor no es posible decidir lo que un texto «quiere decir»; la exigencia de resituar un texto en su contexto es siempre interesada, no pudiendo ser nunca neutral. Centrar u organizar un contexto exige recurrir a la intención, que bien puede ser la intención de un sujeto colectivo, de un inconsciente, o de un espíritu del mundo (Weltgeist) o del tiempo (Zeitgeist). Pero esa intención, reconstruida a posteriori para justificar la lectura que ya se ha hecho, llega demasiado tarde.

En la medida en que toda huella es huella de huella, no existe ningún texto que pueda prescindir del contexto. Pero tampoco el contexto puede cerrarse definitivamente; así, un enunciado como «he olvidado mi paraguas» se lee indefinidamente, sin acabarlo nunca [xxx]. De otro modo sería imposible la lectura. Desde el momento mismo en que leemos un texto formamos ya parte -aunque sea insignificante- de su contexto; si no, no podríamos leerlo. Para leer un texto fuera de contexto hay que estar ya en su contexto. Si no compartiéramos el lenguaje de lo que leemos, siempre fuera de contexto, siempre en contexto, careceríamos de la mínima identificación necesaria para poder leer.

La imbricación o complicación mutua de texto y contexto, que trastoca los límites entre uno y otro, descalifica igualmente la tajante división entre lenguaje objeto y metalenguaje. No hay tal división, como no la hay tampoco entre lenguaje ordinario y lenguaje filosófico. A lo que se llega es a que «no existe el metalenguaje» y a que «no existe más que el metalenguaje», pues, al no existir el fuera de texto, todo texto es un texto sobre un texto bajo un texto, sin ninguna jerarquía.

Habiendo descalificado toda lectura que pretenda salir del texto para expresar su significado último y fijar su sentido, queda claro que toda teoría es tan sólo un texto más, otro texto, en una red inestable de textos, cada uno de los cuales lleva la huella de todos los demás. Se multiplican así las diferencias en el texto, en el texto cuya unidad y cuyos límites venían dados por el contexto que supuestamente lo rodeaba.

La deconstrucción del contexto proporciona una razón más para excluir la posibilidad de un punto de partida absoluto. No hay tal punto de partida, no hay origen, porque todo punto de partida está ya en un contexto que en cierta forma lo precede: en la forma, a saber, en que el lenguaje precede nuestro hablar -ya está ahí-. Estamos siempre en el lenguaje, incluso antes de que hablemos. No hay un origen porque no hay una huella que no lo sea de otra huella; no hay una huella que remita a algo fuera del texto, a algo que sería entonces la base del texto, que constituiría un origen, un punto de partida, un centro desde el cual jerarquizar. Un origen tal, si lo hubiera, protegería al sistema de la locura de la diseminación permanente; pero no lo hay: no hay nada fuera del texto.

No hay nada detrás de la huella, no hay nada antes de ella, como no sea otra huella. La experiencia está hecha de huellas; examinando tanto el sujeto como el objeto se ve que no hay nada que sea anterior a la huella.

El juego de la huella, el «movimiento» de la différance, deconstruye asimismo la oposición infinito/finito. Lo infinito -la idealidad husserliana, por ejemplo- implica en su base -esto es lo que Derrida descubre- repetición. Ahora bien, la repetición no ocurre fuera de la finitud ni es ajena a la muerte. Lo infinito y lo finito quedan entonces mutuamente imbricados: el movimiento de la différance repliega constantemente lo infinito sobre lo finito, sin detenerse nunca. Nada escapa a este movimiento que «constituye» lo finito a la vez que lo sobrepasa. El movimiento de la différance es, por lo demás, un movimiento sin rumbo, sin télos, sin dirección, pues no hay nada fuera de él que pueda marcarle un sentido, nada que pueda atraerlo. Es así como el movimiento insoslayable de la différance revoluciona nuestra habitual representación del tiempo y de la historia.

 

El nombre propio:

El nombre propio, clave de arco del logocentrismo, no existe. Lo que genéricamente denominamos «nombre propio» funciona en un sistema de diferencias: este nombre propio y no otro designa a este individuo y no a otro, lo cual implica que el nombre propio está marcado por la huella de los demás nombres propios en una clasificación, y esto aunque no hubiera más que dos nombres en esa clasificación. Para que existiera un nombre realmente propio, tendría que haber un único nombre propio, que entonces ya no sería un nombre, sino la pura llamada al otro puro, el vocativo absoluto; pero éste tampoco llamaría, porque la llamada exige distancia y differance, con lo cual se pronunciaría en presencia del otro, que tampoco sería otro...

El acto de nombrar, en consecuencia, violenta la unidad que supuestamente debe respetar, da existencia y la retira: nombrar desnombra. El nombre propio borra en efecto el propio que anuncia; el nombre propio despoja, expropia, desapropia. El nombre propio es la oportunidad de la lengua, destruida inmediatamente; el nombre propio se rompe, se anula.

El nombre propio, a la vez que garantiza la vida del que lo detenta, dándole seguridad durante su vida y sobre ella, lleva consigo la muerte de su portador. Mi nombre propio me sobrevive. Después de que yo muera se me podrá aún nombrar, se podrá hablar de mí. Mi nombre propio, como cualquier signo -incluido el signo «yo»- implica la posibilidad necesaria de mi ausencia, de mi muerte, esto es, de seguir funcionando, significando, en ausencia mía, después de que yo muera. El nombre propio tiene la posibilidad esencial de despegarse de su portador; por ello, aun estando yo vivo, mi nombre propio apunta a mi muerte. El nombre propio es en este sentido portador de la muerte de su portador. El nombre propio es ya el nombre de un muerto; es la memoria anticipada de una desaparición, el recuerdo de la muerte futura. La señal que me identifica, que me hace ser yo y no otro, en el mismo acto me despoja anunciando mi muerte y separándose a priori de mí, de ese yo que ella misma constituye y garantiza.

 

La firma:

La firma es el intento de reapropiarse de lo desapropiado, de lo expropiado por el nombre propio, de recuperarlo.

La firma tendría que ser el equivalente, en la escritura, de la enunciación oral. La enunciación oral señala el momento actual en que hablo; en ella está siempre implícito el yo aquí y ahora. Este yo aquí y ahora, que en el escrito está perdido, se recuperaría mediante la firma que se incluye en el texto. La firma señalaría así, en la escritura, el yo aquí y ahora de la enunciación oral, de la palabra viva. El acto de firmar, que no se deja reducir a la mera inscripción del nombre propio, intentaría de este modo recuperar lo que se pierde en el nombre.

En principio, para indicar no sólo un yo, sino también un aquí y ahora -un yo aquí y ahora-, la firma debe ir acompañada de un lugar y una fecha; cuando de hecho no lo está, múltiples problemas legales pueden surgir (en relación con testamentos, declaraciones, etc.), problemas que tienen su raíz en la separabilidad de lo escrito del lugar y momento de la emisión.

Pero realmente no hay un momento de la firma. En general no existe un verdadero momento presente de la escritura: se escribe siempre a lo largo de un período más o menos extenso, más o menos continuo, más o menos interrumpido; se revisa el texto en momentos diferentes, en un orden diferente, y rara vez se lo presenta en la secuencia en que se escribió. Esto que podríamos llamar un hiato presencial, temporal, determina que la firma no acompañe al texto como la enunciación oral acompaña a la palabra. La firma sigue siempre al texto, va detrás de él, se queda rezagada, y ello aunque lo que se firme sea muy breve: sólo una frase o una palabra. Se requiere tiempo incluso para escribir o garabatear esa firma que, ni va completamente unida al texto, ni es nunca un presente puro.

Para Austin, firmar es un acto performativo de la escritura, que sigue un modelo. Las firmas legales necesitan especialmente una intención presente a la inscripción en el momento de firmar; de ahí le viene a la firma su poder. Para Derrida, en cambio, la firma es escritura. Toda firma, para funcionar como tal, ha de ser iterable, repetible, imitable. La firma tiene que ser separable del firmante y de las intenciones del firmante; no hay necesidad de ninguna intención particular en el momento de firmar.

La firma puede ser falsificada, quizás fraudulentamente, pero es necesario que la firma sea falsificable. Repetir la propia firma (¡decir «la propia» ya es como si uno pudiera poseer las marcas!) es invariablemente falsificar, imitar. De otro modo, ¿cómo podríamos escribir entonces las marcas?, ¿sabríamos acaso qué marcas escribir? La «posibilidad necesaria» de que la firma sea falsificable quiere decir que mi firma está «ya» contaminada por esa alteridad, que es ya, en cierto modo, la firma de otro.

Todo ello hace dudosa, no confiable la firma, que es un doble. La firma está habitada a la vez por la amenaza y la necesidad de su repetibilidad. Ahora bien, si no pudiera ser puesta en duda, la firma no podría tampoco dar seguridad, garantía. La iterabilidad, que es condición de posibilidad de la firma, es asimismo su condición de imposibilidad. Se trata de la imposibilidad de su pureza rigurosa. Su separabilidad corrompe su identidad y su singularidad, divide su sello.

Es Derrida quien se da cuenta de que la firma, que funciona y tiene fuerza legal en virtud de que señala un instante presente (por lo cual tiene igualmente fuerza de promesa), existe como tal firma precisamente porque puede ser repetida en múltiples ejemplares. El presente señalado por la firma está de este modo dividido ab initio por la posibilidad necesaria de su repetición. Una firma sólo es tal, en efecto, porque promete o invoca una contrafirma. La firma no es más que promesa de contrafirma; pero la contrafirma, a su vez, está sometida al mismo principio. De ahí su relación con la muerte, que aparece ahora como interrupción de la capacidad de firmar. Esta interrupción de la capacidad de firmar en la que la muerte consiste es la que confiere importancia capital a la última firma, especialmente cuando se trata de legados y tradiciones. La posibilidad de interrupción que forma parte de la firma, y que se llama muerte, frustra el intento de la firma de conjurar el poder de muerte que anidaba en el nombre propio.

Ahora bien, podría pensarse que, por estar escrita, la firma comparte los peligros, riesgos y amenazas de la escritura en general, tales como la repetición y la falsificación. Éstos no afectarían en cambio al yo aquí y ahora de la enunciación oral, situado en una temporalidad a salvo de redoblamientos y repeticiones. Pero no es así. Sin negar los efectos de presencia de la palabra viva, la lectura derridiana de Husserl ha puesto de manifiesto la división que está en la base de la presencia: el Augenblick (el instante, el abrir y cerrar de ojos) se divide para constituirse; también el soliloquio. Por muy único que sea el instante de la palabra viva, para ser reconocible este instante debe contener en sí mismo un poder de repetición o de memoria que ya lo divide y que constituye su finitud, su muerte. De otro modo no existiría el tiempo. Por sutiles o imperceptibles que sean los componentes de los instantes de la palabra viva (el tono, por ejemplo), su propio carácter de «imperceptibles como imperceptibles» no es posible más que por la repetición que supuestamente impiden.

Sin la repetición que es condición de posibilidad del reconocimiento y de la memoria no podríamos hablar, leer, o escribir. Derrida muestra, a propósito de Artaud, las aporías a las que conduce el intento de hallar el irrepetible absoluto. Así como la firma no se constituye más que como promesa de contrafirma, así también el momento presente de la voz -o de otra experiencia cualquiera- no existe más que como promesa de memoria, de repetición. Esta inscripción de una memoria futura en el instante presente, que torna imposible lo irrepetible, convive en los textos de Derrida con su valoración del acontecimiento como imprevisibilidad absoluta y derroche puro [xxxi].

También la lectura puede ser entendida como una relación de firma y contrafirma, según la cual el texto (el escrito) está esencialmente abierto al otro texto (el leído). Con otras palabras, la firma del autor reclama la contrafirma del lector, del otro, aun en el caso de que ese otro sea yo mismo. La lectura que acompaña así a toda escritura, la precede y hasta la inspira, se explica como juego de firmas que se contraponen y comprometen recíprocamente. Por ello, un texto no está nunca cerrado sobre sí mismo, a pesar de la intención del firmante de apropiárselo. Pero el deseo de apropiarse un texto es paradójico, pues, para apropiárselo, habría que impedir toda lectura de él, incluida la del propio autor, y hacer que el texto se perteneciera exclusivamente a sí mismo, de forma absoluta, idiomática; habría que conseguir que el texto totalmente firmado perteneciera en exclusiva a su firmante y se convirtiera en algo propio solamente de él, con lo cual ya no sería un texto. Desearía que todo mi texto no fuera nada más que una enorme firma monumental, colosal, inimitable (es decir ilegible) y bestial, pero tal deseo transige enseguida con la legibilidad y, por tanto, con la posibilidad de imitación [xxxii].

Puesto que toda firma es memoria y promesa de contrafirma, resulta que ninguna firma está completamente hecha, acabada o realizada sin la contrafirma, esto es, sin la firma del otro. En este sentido, la firma de Platón no está acabada todavía [xxxiii]. Estamos siempre en deuda con la primera firma; y, a su vez, la primera firma está en deuda con nosotros, por cuanto depende de nuestra respuesta a su llamada. El texto, por un lado, está en deuda con sus futuros lectores; y, por otro lado, es indiferente a la muerte de cualquier destinatario empírico. El texto está así endeudado en su propio destino errante, abierto al azar del endeudamiento [xxxiv]. La lectura, por su parte, está también en deuda con el texto leído.

Extendiendo esto al campo de la entera experiencia, se puede decir que el endeudamiento mutuo, que surge de la relación que la firma tiene con la muerte, y que bien podemos llamar amistad, se

basa en la certeza, que subyace a todo contacto, de que uno de los dos morirá antes que el otro, de que uno de los dos verá en cierta for­ma morir al otro, lo sobrevivirá; y sólo por esto, aunque no lo quie­ra, vivirá «en memoria del otro» y llevará luto por él.

En general, en Derrida, lo que hace posible hace, al mismo tiem­po, imposible la pureza del fenómeno que ha hecho posible. Lo que permite que una carta sea enviada y recibida, la red postal, es lo mis­

mo que hace posible que la carta no llegue. Lo que permite un ele­mento funcional cualquiera, a saber, la iterabilidad, determina que ese elemento funcional pueda ser siempre «desgraciado». Lo que - hace posible que el lenguaje se transmita en una tradición, eso mismo expone el sentido a una dispersión que amenaza siempre la trans­misión de cualquier idea. Lo que permite el enunciado del cogito hace igualmente posible su repetición después de la muerte o de la locura del que lo enuncia.

En este sentido, sólo la idealidad del signo «yo» hace posible el movimiento de trascendencia respecto al «yo» empírico y concreto que lo enuncia. Ahora bien, esta idealidad del «yo» depende de la repetición que implica la posibilidad de mi muerte como figura de mi finitud necesaria. De este modo la filosofía, una vez que ha «producido» lo trascendental, relega la muerte junto a lo empírico y accidental, pese a que ella -la muerte- había sido necesaria para la producción de lo trascendental que ahora la relega y la hace secundaria. Es la paradoja de la posibilidad necesaria o esencial. Con todo, es importante darse cuenta de que el análisis derridiano no relega lo trascendental, no lo convierte por una simple inversión en secundario, ni lo reduce a una dura realidad de muerte; el análisis derridiano contamina lo trascendental con el contacto de aquello que él pretendía mantener alejado, a pesar de que no vivía más que de ese alejamiento.

Pero afirmar que la finitud es en cierto modo condición de la trascendencia es hacer de ella la condición de posibilidad de la trascendencia, y situarla por tanto en posición trascendental respecto a la trascendencia misma. Así las cosas, lo finito o «lo empírico es lo trascendental de lo trascendental». Queda deconstruida la oposición primitiva entre trascendental y empírico. El movimiento deconstructor desplaza a su vez lo empírico y lo contingente hacia el acontecimiento singular y el caso del azar. Este desplazamiento, que mantiene legible la huella del paso a través de la oposición tradicional entre trascendental y empírico, y atribuye a la oposición la incertidumbre radical de la indecidibilidad, tiene como resultado lo «cuasitrascendental» [xxxv].

 

El título:

Cualquiera que sea su forma gramatical, el título de un texto sirve para identificarlo, funciona como el nombre propio. Al igual que el nombre propio respecto al portador, el título identifica el texto y permite hablar de él en su ausencia; sin título no podríamos distinguir exteriormente un texto de otro, y las disciplinas de lectura se vendrían abajo.

Aparte de los títulos convencionales, cumplen también esta función el número de clasificación de una biblioteca, las primeras palabras recitadas de un texto que no lleva título, y aun las palabras «sin título», que no son más que otras modalidades de título.

El título desempeña una función nominal que permite que el texto sea reconocido por la ley. Más que el nombre propio del autor, el verdadero operador de la normatividad y legalidad textual es el título. Al designar el texto «idiomático» al que da nombre, al que titula, el título forma parte de él sin ser propiamente una parte suya. El título se despega del texto, como se desprende el nombre propio de su portador. El título -también el subtítulo- es una promesa.

Con el título de un texto ocurre como con el marco de una pintura [xxxvi]. El límite indicado por un título, o por un marco en general, no separa ya un interior de un exterior, sino que inscribe el exterior en el interior, sin poder contenerlo. En virtud de la huella, ninguna mismidad es posible que no incluya alteridad, ningún adentro que no tenga que ver con el afuera; el afuera no puede estar simplemente en el exterior, debe hacerse notar en el interior.

 

 continuación

 


 

[i] Dejaré intraducido el término «différance» en la mayoría de sus apariciones. «Différance» ha sido traducido por «diferencia», por «diferencia» (dando lugar a equívocos) y por «diferenzia», que tiene la ventaja de pronunciarse igual y escribirse distinto.

[ii] Posiciones

[iii] Ibid.

[iv] Ibid.

[v] Ibid.

[vi] Ibid.

[vii] Ibid.

[viii] La diferencia, ya lo sabemos, no es visible, ni audible, ni tangible.

[ix] Márgenes de la filosofía.

[x] Para Derrida hay contaminación necesaria y parasitismo recíproco entre el ser y lo otro, cosa que no acepta Lévinas, que no desea tal contaminación.

[xi] Márgenes de la filosofía.

[xii] Por lo demás, Derrida insiste en que «no hay escritura puramente fonética (en razón del espaciamiento necesario de los signos, de la puntuación, de los intervalos, de las diferencias indispensables al funcionamiento de los grafemas, etc.)». Posiciones, op. cit.

[xiii] Ibid.

[xiv] Ibid.

[xv] De la gramatología.

[xvi] Ibid.

[xvii] Derrida se ocupa explícitamente de Hegel en De l’economie restreinte à l’economie générale, Le puits et la pyramide, Glass.

[xviii] De la gramatología

[xix] Cfr. Ibid.

[xx] Ibid.

[xxi] George Steiner dedica a la crítica del textualismo derridiano su libro Real Presences.

[xxii] BENNINGTON, G., Jacques Derrida, op. cit.

[xxiii] Déconstruction es una palabra francesa empleada con poca frecuencia y sólo para designar la redisposición de las palabras en la frase. El verbo déconstruire significa desensamblar una máquina, por ejemplo, para transportarla.

[xxiv] Márgenes de la filosofía.

[xxv] Posiciones.

[xxvi] Ibid.

[xxvii] Ibid.

[xxviii] No en vano greffer significa injertar, greffe significa injerto y escribanía, greffier significa escribano.

[xxix] «La comunicación implica la transmisión encargada de traspasar, de un sujeto a otro, la identidad de un objeto significado, de un sentido o de un concepto separables por derecho propio del proceso de pasaje y de la operación significante. La comunicación presupone sujetos (cuya identidad y presencia estén constituidas con anterioridad a la operación significante) y objetos (conceptos significados, un sentido pensado que la trayectoria de la comunicación no tendrá ni que constituir ni, de derecho, que transformar)». Posiciones, op. cit.

[xxx] «Jamás tendremos la certidumbre de saber lo que Nietzsche quiso hacer o decir al anotar esas palabras» [«he olvidado mi paraguas», en el Nachlaß]. Espolones. Los estilos de Nietzsche.

[xxxi] Cfr. BENNINGTON, G., Jacques Derrida, op. cit.

[xxxii] Ibid.

[xxxiii] «En la medida en que un texto no está cerrado ni una firma jamás acabada, cualquier proclamación del sentido no es más que la reescritura contrafirmada que intenta anular la singularidad y la historicidad de su acto de acuerdo con el a posteriori implícito en toda identificación de origen». Ibid.

[xxxiv] Cfr. Ibid.

[xxxv] Cfr. Ibid.

[xxxvi] Más adelante se volverá sobre el tema del marco y de la pintura.

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