Fredric Brown
Mister
Bellefontaine temblaba un poco allí, de pie en el extremo del andén de aquella
pequeña estación. El tiempo era lo suficientemente frío para ello, pero no era
por esa causa. Era por culpa de aquella lejana sirena aullando de nuevo. Un
lejano y débil gemido en la noche... el gemido de un alma en pena.
Había empezado
a oírlo media hora antes, mientras le cortaba el cabello el único empleado de
una pequeña barbería situada en la calle principal de aquel también diminuto pueblo.
Y el barbero le había estado explicando de qué se trataba.
- Pero está a
cinco millas de distancia - se dijo para sí, sin conseguir con ello, de todos
modos, aliviarse de aquel peso.
Un hombre
fuerte y desesperado puede recorrer cinco millas en menos de una hora y, ¿por
qué no?, podía haberse escapado bastante antes de que le echaran en falta. Es
muy probable que sucediera así; de haberlo visto huir le habrían atrapado
inmediatamente.
Quizás,
incluso, se había escapado a media tarde, y ya hacía varias horas que corría
suelto. ¿Qué hora sería? No mucho más de las siete, y su tren no pasaba por
allí hasta casi las ocho. Aquellos días empezaba a oscurecer ya pronto.
Mister
Bellefontaine había andado demasiado rápido desde la barbería hasta la
estación. Más rápido de lo que es de aconsejar en una persona que padece asma.
Los escalones que se tenían que subir para llegar al andén habían acabado con
el poco aire que aún quedaba en su interior, por lo que tuvo que dejar su
maletín en el suelo para descansar unos instantes antes de acabar de cruzar el
andén para llegar a la estación.
Aún continuaba
respirando con dificultad, pero creyó que podría caminar lo que le faltaba y
así poder escapar de una vez de aquella oscuridad que le rodeaba. Levantó el
maletín, y casi tropezó a causa del desacostumbrado peso, cuando se acordó de
que en su interior conservaba el revólver.
Resultaba más
extraño en él que en cualquier otra persona el llevar consigo un revólver.
Aunque se tratara de uno descargado y envuelto en papel, y con la caja de los
cartuchos que le correspondían envuelta en otro papel distinto y colocada
también en distinto compartimento de la maleta. Sin embargo, mister Murgatroyd,
el cliente a quien había venido a visitar para tratar de un asunto perfectamente
legal, le había pedido como favor personal que se llevase consigo el revólver
hasta Milwaukee para entregárselo a su hermano, el hermano de mister Murgatroyd
naturalmente, al que se lo había prometido.
- Es una cosa
francamente difícil de mandar por cualquier medio de transporte - le había
explicado mister Murgatroyd -. No sabría cómo enviarlo: si por paquete postal,
o como muestra sin valor, o cómo. Incluso quizás sea ilegal el enviarlo por
correo; no lo sé.
- No debe serlo
- se apresuró a decir mister Bellefontaine -, pues bien los mandan por correo
para venderlos contra reembolso. Aunque quizás los envíen por un correo
especial.
- Bueno -
continuó Murgatroyd -, usted va directamente a Milwaukee de todas formas, por
lo que no le resultará demasiado molesto. Además tampoco tendrá que llevárselo,
ni nada parecido. Con sólo llamarle a la oficina, él irá hasta la suya para
recogerlo. Ahora mismo le escribiré anunciándole que le he pedido que se lo
llevara consigo. ¡Hecho!
Así que no tuvo
más remedio que cargar con él para no ofender al cliente, y mister
Bellefontaine se veía ahora con la pistola en el interior del maletín, cosa que
no le producía ningún bienestar.
«¡Maldito asma!
- pensó mientras abría la puerta de la pequeña sala de espera de la estación y
entraba en su interior -. Y maldita farmacia de esta pequeña ciudad, que ni
siquiera tiene efedrina. La próxima vez me traeré unas pocas cápsulas
conmigo...»
Parpadeó hasta
acostumbrar su vista a la luz y miró a su alrededor.
Sólo había un
hombre en la sala. Era un hombre alto, delgado, vestido pobremente, y con ojos
inyectados en sangre. Había estado sentado con la cabeza apoyada entre las
manos hasta que él entró, pero entonces levantó la vista y le dijo:
- Hola.
- Hola -
contestó sucintamente mister Bellefontaine -. Hace frío fuera, ¿eh?
El reloj que
pendía sobre la ventanilla de los billetes marcaba las siete y diez. Cuarenta y
cinco minutos de espera. A través de la ventanilla pudo ver al canoso jefe de
estación escribiendo algo en una vieja máquina de escribir, sobre una mesa que
se apoyaba contra la pared más alejada de la estancia. Mister Bellefontaine no
tuvo necesidad de ir hasta la ventanilla. Ya tenía consigo su billete de
vuelta.
El hombre alto
permanecía sentado a un lado de la estufa de carbón de forma acampanada, y
cerca de la pared extrema. Allí se veía un confortable sillón, al otro lado de
la estufa, pero mister Bellefontaine no quiso atravesar toda la habitación para
sentarse precisamente entonces.
Aún respiraba
con dificultad por efecto de la caminata sobre su asma y antes quería recuperar
todo el aire que le faltaba. Probablemente se vería obligado a hablar en cuanto
tomase asiento en aquel sillón, y de tener que hacerlo con frases
entrecortadas, se vería en la necesidad de explicar detalles sobre su molesta
dolencia.
Por lo tanto,
para excusar el que permaneciese de pie, se volvió para mirar a través de la
puerta acristalada, como si estuviera esperando algo.
Sin embargo
pudo ver su imagen reflejada en el vidrio. Vio un hombrecillo regordete, de
cara sonrosada y con calva incipiente, aunque realmente eso último no se
adivinaba ya que llevaba el sombrero puesto. En cambio, sus gafas con montura
de concha le daban un aspecto serio que encajaba muy bien con su carácter, ya
que mister Bellefontaine se tomaba a si mismo muy en serio. Tenía ahora
cuarenta años, y cuando llegase a los cincuenta habría llegado a ser ya un
importante abogado de empresa.
La sirena
volvió a gemir.
Mister
Bellefontaine sintió un ligero escalofrío al oírla, y luego se acercó hasta la
estufa y se sentó en el sillón. Su pequeño maletín pareció hundirse pesadamente
al apoyarlo en el suelo.
- ¿Espera el de
las siete cincuenta y cinco? - se interesó el hombre alto.
Mister Bellefontaine asintió.
- Hasta
Milwaukee.
- Yo sólo llego
hasta Madison - dijo el hombre alto -. Sin embargo, viajaremos juntos a lo
largo de un par de cientos de millas; más vale pues que nos presentemos. Mi
nombre es Jones. Contable de la «Saxe Paint Company».
Mister
Bellefontaine se presentó a su vez y luego añadió:
- ¿La «Saxe Paint»? Creía que estaba en Chicago.
- Es la
sucursal de Madison.
- Oh - dijo mister Bellefontaine.
Ahora le tocaba
a él decir algo, pero no se le ocurría nada en absoluto. Quebrando el silencio
volvió a escucharse la sirena. Esta vez se oyó más fuerte, y él tembló.
- Este aparato
me pone malo - pudo decir.
El hombre alto
recogió el atizador y abrió la portezuela de la estufa.
- Hace frío
aquí dentro - dijo mientras atizaba el fuego -. Diga, ¿qué es esta sirena?
- El asilo para
locos homicidas - le contestó -. Se ha escapado uno de ellos.
Inconscientemente
disminuyó el tono de su voz.
- Probablemente
algún maníaco criminal. Éste es el tipo de locos que guardan allí.
- Oh - contestó
el hombre alto, fuertemente impresionado.
Atizó con más
fuerza el fuego, cerró de golpe la puertecilla y se reclinó en su silla, aún
con el atizador en la mano.
Se trataba de
un atizador demasiado grande para una estufa tan pequeña. Con las piernas
separadas, el hombre alto lo balanceaba meditabundo entre sus rodillas. En vez
de mirar hacia mister Bellefontaine su mirada se concentraba sobre el atizador.
- ¿Se conoce la
descripción? ¿Se sabe qué facha tiene el loco? - preguntó repentinamente.
- Pueees... no
- contestó mister Bellefontaine.
Sus ojos
parecían ahora como hipnotizados por el balanceo del atizador.
«¿Y si...? -
pensó de pronto -. No, era absurdo. ¿O quizá no? Había algo que...?»
De repente se
dio cuenta de qué era lo que le preocupaba. Se le había ocurrido pensar que
aquel hombre alto que tenía enfrente, vestía en forma muy extraña; ahora mister
Bellefontaine se daba cuenta de que no se trataba de que el otro vistiera
pobremente. La tela era de buena calidad, o por lo menos no era mala. Lo que
realmente ocurría era que sus prendas no eran de su talla.
Aquel vestido
había sido confeccionado para una persona de talla media, y lo mismo ocurría
con el abrigo. La giras de los pantalones habían sido dobladas hacia abajo a
pesar de que el planchado demostraba que no habían sido confeccionados con esta
idea, pues aún se podía ver el doblez original. Ésa era la razón por la que
colgaba en forma tan rara sobre sus tobillos. A pesar de ello, aún le venían
unos dos o tres centímetros cortos; y lo mismo ocurría con las mangas del
abrigo y de la chaqueta.
Mister Bellefontaine
se quedó muy quieto en su silla haciendo como que no miraba pero continuando
con el rabillo del ojo su inspección furtiva. La camisa del hombre alto tenía
un cuello demasiado grande para él. Había sido confeccionada para una persona
con un cuello mucho más grueso. El delgado pescuezo de Jones bailaba en su
interior.
¿Y sus ojos
ariscos e inyectados en sangre?
«Habrá dirigido
sus pasos hacia el ferrocarril - pensó mister Bellefontaine -. Hacia una
pequeña estación como ésta, alejada del manicomio. Por el camino habrá entrado
a robar en alguna casa para cambiar su traje de uniforme por ropas normales, O
quizás haya incluso asesinado a un hombre para conseguirlas. Y, naturalmente,
esas ropas no eran de su medida.»
Mister
Bellefontaine se había quedado rígido, y podía notar cómo el frío subía por sus
mejillas a medida que éstas mudaban de color. Desde luego, podía estar
equivocado, pero...
«Jones - pensó
-; el nombre que cualquiera elegiría en una ocasión corno ésta, de no haberlo
meditado con anterioridad. La Compañía Saxe Paint, una de las más importantes
del país, extensamente anunciada y de la clase que a cualquiera le viene en
seguida a la memoria.»
Y tuvo un resbalón al decir que trabajaba en
Madison, pero supo apañarlo alegando que se trataba de una sucursal.
Y no parecía
que llevase consigo ninguna maleta. Solamente los vestidos que tenía puestos, e
incluso éstos no le pertenecían. Ropas robadas y ¡quizás había matado para
conseguirlas! Había asesinado a un hombre hacía sólo una o dos horas. A un hombre
bajo y grueso y con un cuello macizo...
El atizador
continuaba describiendo lentamente aquel arco hipnotizante. Y también
lentamente, los sanguinolentos ojos del hombre alto fueron subiendo desde el
atizador hasta el rostro de mister Bellefontaine.
- ¿Cree
usted...? - dijo. Pero entonces cambió el tono de su voz -. ¿Qué pasa? ¿Qué
ocurre?
Mister
Bellefontaine tragó saliva y contestó como pudo:
- Na... nada.
Aquellos ojos
cargados de sangre continuaron observándole fijamente y luego se dirigieron de
nuevo hacia el atizador. El hombre alto no continuó preguntando lo que había
comenzado.
«Lo sabe -
pensó oscuramente mister Bellefontaine -. Yo mismo me he traicionado con mi
expresión. Sabe que sé quién es. Y si ahora intento huir de aquí, comprenderá
que voy a llamar a la policía. Y puede acabar conmigo golpeándome con el
atizador antes de que yo haya intentado alcanzar la puerta.
Ni siquiera
tendría necesidad de emplear el atizador. Podría estrangularme con facilidad.
Pero no, estoy seguro de que emplearía el atizador. Por la forma en que lo mira
mientras lo balancea, es seguro que piensa utilizarlo como arma.
Pero ¿me
atacará de todas formas, incluso si no hago ningún movimiento? Podría ser; está
loco. Y los locos no necesitan razones.»
Tenía el
interior de la boca completamente seco. Sus labios parecían pegados con cola,
por lo que mister Bellefontaine se vio obligado a pasar por ellos la lengua
para conseguir entreabrir la boca y hablar. Tenía que decir algo... algo sin
importancia, para volver a dar confianza al loco. Con todo cuidado fue
pronunciando cada palabra, una por una, para asegurarse de que no se volvería a
traicionar con algún ligero tartamudeo o tropiezo.
- Hace frío
fuera - dijo. Y sólo cuando ya lo había dicho recordó que era la segunda vez que
pronunciaba aquellas palabras. En fin, la gente repite las cosas con
frecuencia.
El hombre alto
lo miró y luego volvió su atención al atizador.
- Sí - contestó
secamente.
Ni una sola
inflexión, nada que demostrase qué era lo que estaba pensando.
Entonces,
repentinamente, mister Bellefontaine se acordó del revólver. Si al menos éste
estuviera cargado y en su bolsillo, en vez de encontrarse descargado y envuelto
en el interior de la maleta. ¿Cómo podría él...?
Su mirada,
recorriendo el local en forma desesperada, cayó sobre un letrero que indica
«Hombres». ¿Podría? ¿Le detendría el asesino si se levantaba y se dirigía hacia
aquella puerta?
Gruesas gotas
de sudor perlaban su frente al levantarse lentamente recogiendo de paso el
maletín. Le llegó un pequeño ramalazo de valor y se atrevió a decir con voz
casi indiferente:
- ¿Me excusará
un momento?
Y rodeando la
estufa y la silla que ocupaba el loco, se encaminó hacia la puerta del lavabo.
Por el rabillo
del ojo pudo comprobar que el hombre alto se volvía para mirarle. ¡Pero no se
levantaba!
Rápidamente,
mister Bellefontaine atrancó la puerta y buscó el pestillo a lo largo de la
misma. Pero no había; ni tampoco cerradura. Sus manos temblaban mientras abría
el maletín.
Miró por todos
lados pero no vio nada que le pudiera ser de utilidad. Ni siquiera una ventana
por la que... solamente una, pequeñita, casi tocando al techo e imposible de
alcanzar. Tampoco había nada con lo que poder montar una barricada ante la
puerta. Únicamente un ligero pestillo en la puerta del retrete, pero un hombre
podría echarlo abajo con sólo una mano.
No, allí no
estaba seguro. Todo lo más que podía hacer era cargar el revólver y guardárselo
en el bolsillo para tenerlo a punto cuando volviera a salir. Y además tampoco
podía permanecer allí encerrado demasiado rato. Debía apresurarse... correr...
Mister Jones
estuvo mirando durante un rato con curiosidad hacia la puerta cerrada del
lavabo, y luego, encogiéndose de hombros, volvió a prestar atención a su
atizador.
Vaya tipo más
extraño su acompañante. Definitivamente, había perdido la chaveta, esto estaba
claro. Había esperado tener a alguien con quien poder charlar durante el viaje,
pero si ésa era la mejor compañía de que podía disponer, más valía que le
diesen morcilla. En fin, ya intentaría dormir en el tren.
Estaba seguro
de que podría dormir, después de la noche pasada. Nadie se hubiera esperado una
fiesta tan brutal, aquí en medio del campo. Pero Madge, su hermana, se había
empeñado en celebrarlo, y lo mismo Hank, su cuñado. El licor había sido
mediocre, pero fuertecillo. Se había celebrado un aniversario, de acuerdo. Pero
¡vaya trompa la que habían agarrado los vecinos, los Wilkinses!
Sin embargo,
tampoco él se había quedado atrás en cuestión de cogorzas, pensó con disgusto
mister Jones, saliendo al granero en busca de un poco de aire fresco y
cayéndose en el barro tan largo como era. ¡Dios mío! ¿Volvería a parecer el
mismo aquel traje cuando se lo devolvieran? Y ahora se veía forzado a vestir un
traje de Hank hasta que llegase a Madison.
Pasaría mucho
tiempo hasta que volviese a beber tanto como la noche pasada. Resultaba
divertido de momento, pero había que ver cómo se sentía uno al día siguiente,
incluso por la noche. Menos mal que hoy no había tenido que regresar aún al
trabajo, con los ojos en aquel estado. Los muchachos de la oficina le habrían
hecho salir de sus casillas.
Mañana... ¡oh,
maldita Saxe Paint y todas las tenedurías de libros! Mañana mismo lo dejaría si
el viejo Man Rogers, el gerente de la sucursal, aún no le había dicho que al
cabo de poco él ya estaría en disposición de salir a la calle. Vendiendo no se
le daría tan mal. Y él entendía en pinturas, por lo que le valía la pena
aguantar un par de meses más garabateando en los libros.
La puerta del
lavabo se abrió y apareció aquel curioso tipejo. Mister Jones se volvió para
mirar y sí, aún continuaba con su expresión de perturbado. Era una especie de
mirada tensa, electrizada, como si llevase pegada una máscara sobre la cara.
Y caminaba en
forma extraña mientras volvía, con el maletín en la mano izquierda y la derecha
introducida hasta el fondo del bolsillo de su abrigo.
¿Y para qué se
habría llevado consigo aquel maletín, puestos a pensar? Estaba claro que nadie
se lo hubiera llevado en los pocos minutos que había pasado encerrado.
Siempre y
cuando, naturalmente, no llevase algo de valor en su interior, joyas u otra
cosa parecida. Pero no; era demasiado pesado para tratarse de joyas, por la
forma en que lo había soltado la primera vez que lo dejó sobre el suelo.
Solamente podía tratarse de muestras de ferretería, aunque los vendedores de
este ramo tampoco llevaban sus muestras en maletines de cuero como aquél.
Observó con
curiosidad al hombrecillo mientras éste se sentaba en la misma silla de antes,
pero sin sacar la mano del bolsillo, y volvía a colocar el maletín frente a sí.
Sin embargo, esta vez el maletín ya no pareció hundirse. Diríase que pesaba
menos, como si ya no contuviera nada, o solamente papeles. Como si no hubiera
nada en su interior que lo mantuviera en pie, el maletín se dobló cayendo al
suelo, después de lo cual aquel individuo lo recogió apoyándolo seguidamente
contra la pared para que no volviera a caer. Estaba vacío, o al menos había
sido retirado de su interior algo pesado.
Cada vez con
más curiosidad, mister Jones levantó su vista del misterioso maletín hasta el
pálido y tenso rostro de su dueño.
¿Estaría loco
aquel tipo? ¿Realmente loco?
Débilmente, en
medio de aquel silencio, se oyó el gemido de la sirena. Y al oírla el
hombrecillo puso los ojos en blanco; su rostro se contrajo de miedo, y comenzó
a temblar de nuevo.
A mister Jones
se le subió la mosca a la nariz. Haciendo como si no lo hubiera visto, dirigió
rápidamente su mirada hacia el atizador que tenía en la mano. Los nudillos se
apretaron sobre el mango al darse cuenta de que ésta era la única arma que
podía emplear contra el maníaco homicida.
¡Por Dios!
¿Cómo no se le habría ocurrido antes?
Había llegado
resollando y echando los pulmones por la boca; había estado corriendo. Se había
vuelto para mirar por el cristal y así comprobar si le seguían.
Y luego había
actuado conscientemente durante un tiempo. Los locos también lo hacen; tienen
períodos en que no se les puede diferenciar de una persona normal.
Un maníaco
homicida - pensó -. ¿Intentará asesinarme, será por eso por lo que reacciona de
esta forma? ¿Volviéndose cada vez más rabioso y dándose ánimos a sí mismo antes
de matar?
Sin embargo, no
es más que un tipejo. Podría con él, aunque dicen que los perturbados tienen
una fuerza terrible. Sin embargo, yo sé cómo defenderme. ¡Siempre y cuando no
lleve un revólver consigo!
De pronto, y ya
sin lugar a dudas, mister Jones supo qué era lo que había estado guardado en el
maletín; se dio cuenta del porqué aquel loco había ido al lavabo..., para
guardarse en el bolsillo la pistola que había tenido dentro del maletín hasta
aquel momento. Y ahora estaría con su mano derecha apretada contra la culata y
el dedo en el gatillo.
Fingiendo que
seguía contemplando el atizador, mister Jones dirigió su vista por el rabillo
del ojo hacia el bulto que escondía el bolsillo del abrigo. Una pistola, desde
luego. Abultaba más de lo que hubiera hecho la mano y, además, se podía notar
la línea que marcaba el cañón a lo largo del bolsillo. Un revólver,
probablemente, con un cañón de unas cinco o seis pulgadas de longitud.
«Si se tratara
de un loco escapado - intentó explicarse a sí mismo -, no me habría contado el
significado de esta sirena. Sin embargo, he sido yo quien se lo ha preguntado.
Debió pensar que yo ya lo sabía y que, si se lo preguntaba, era porque había
sospechado al verle llegar resoplando. Así que se vio forzado a decirme la
verdad, por si yo estaba ya enterado. Y ese extraordinario nombre que me ha
dado, Bellefontaine, un nombre que parece haber sido sacado de un libro. La
gente normal no tiene esos nombres.»
Pero eso no
eran más que argumentaciones; la pistola, en cambio, era un hecho. Y no valen
argumentos frente a una pistola encañonada hacia uno, y en manos de un loco
homicida.
¿A qué
esperaría?
A lo lejos se
escuchó el distante silbido de un tren. Mister Jones se las arregló para, sin
volver la cabeza, echar una rápida ojeada al reloj de la estación. Aún faltaban
quince minutos para el tren de pasajeros de las siete cincuenta y cinco; debía
tratarse de algún tren de carga que pasaba por allí, probablemente en dirección
contraria.
Sí, ahora podía
oírlo perfectamente, y sonaba como un tren de carga. Disminuía la marcha. Oyó
cerrarse una puerta en la otra habitación de la estación, y adivinó de qué se
trataba. Era el jefe de estación que salía hacia el andén. Sí, se escuchaban
pasos a lo largo del andén hasta que el estruendo producido por el tren que se
acercaba ya no los dejó oír.
En cuanto la
locomotora estuviera justo enfrente de la estación..., naturalmente, eso era lo
que estaba esperando. ¡Aquel sonido ensordecedor y rugiente que amortiguaría la
explosión del disparo!
Mister Jones se
puso en tensión apretando la mano alrededor del atizador hasta que los nudillos
se volvieron mortalmente blancos, y adelantó el cuerpo. En cuanto comenzase a
subir el cañón de aquella pistola que el bolsillo del loco marcaba, en forma
indefinida... De un solo salto, mientras se abalanzaba sobre él con el atizador
levantado en alto...
El rugido del
tren se acercaba, cada vez más fuerte, más cercano.., un sonido que todo lo
arrasaba con su crescendo... más fuerte, más fuerte...
Y a medida que
mister Jones adelantaba su cuerpo, el cañón de la pistola se levantaba.
El hombre
vestido de uniforme azul, con botones dorados, cerró la puerta con cuidado tras
de sí y se volvió hacia las dos personas que estaban sentadas a los lados de la
estufa. Resultaban graciosos, sentados en aquellas posturas tan forzadas y
embarazosas; como inmovilizados por el terror.
¿Debía hacerlo?
No; resultaba demasiado peligroso. Ahora ya había conseguido el uniforme, y
sería ya muy fácil tomar el tren y escapar lejos de la zona de búsqueda. Sin
embargo sería tan sencillo matar a aquel par de amigos, ahora que llevaba una
pistola en el bolsillo..., una pistola que gracias al uniforme podía llevar
colgada tranquilamente del cinto, sin temor a nada.
- Buenas noches
- dijo, obteniendo sólo un murmullo como contestación de uno de ellos; el otro
no dijo nada.
El alto, el que
jugueteaba con el atizador le preguntó:
- ¿Han cogido
ya al... loco?
Y con el
rabillo del ojo indicó al tipo gordito que estaba frente a él, como si quisiera
con ello indicarle algo.
Se echó a reír.
- No, aún no
han logrado atraparlo - dijo -. No creo que lo logren.
Resultaba
gracioso, extraordinariamente gracioso.
- Van a tener
bastantes dificultades ahora para cazarlo - continuó -. Ha matado a un policía
en Wayneville para quitarle la pistola y el uniforme. ¡Y aún no lo saben!
Volvió a reírse
y aún seguía riéndose cuando su mano tocó la funda de su pistola.
Pero ésta nunca
llegó a salir pues, cuando estaba a la mitad, un disparo, un tiro inesperado,
pareció brotar desde el interior del bolsillo del hombre más bajo y rozó su
oído, mientras el más alto de los dos saltaba hacia él con el atizador en alto.
Aún no había levantado siquiera la pistola cuando un segundo disparo del arma
que empuñaba el hombrecillo le hirió en el hombro, y el atizador cayó
fulminante sobre su cabeza. Intentó esquivarlo y sólo logró evitar que no le
alcanzase toda la fuerza dcl golpe...
El tren de
carga silbaba ya a lo lejos cuando volvió en si. Alguien estaba telefoneando
excitado a través del aparato de la estación, en la habitación contigua.
Estaba atado de
pies y manos. Intentó desatarse, un instante sólo, pero en seguida desistió y
echando un suspiro levantó la cara para ver a los dos hombres que estaban de
pie a su lado. Intentó recordar.
¡Vaya, le
estaban esperando y se encontraban preparados cuando él entró!
El pequeño
debía de tener ya la mano sobre la pistola, y el alto agarraba, preparado ya,
el atizador. Normalmente, la gente tiene que pensarlo un poco antes de lanzarse
a un ataque repentino, pero aquel par de tipos habían saltado sobre él como una
explosión de dinamita.
Por Dios, si
andaban muchos tipos tan peligrosos como estos dos, sueltos por esos mundos,
más le valía volver a la seguridad del asilo, donde estaba seguro de que le
cuidarían. ¡Pero si habían estado a punto de matarlo! ¡Debían de estar locos!
FIN
Enviado por
Paul Atreides