Fredric Brown
El
sargento-detective era un hombre grande y de movimientos pesados, pero no era
un estúpido. Sabía reconocer un suicidio siempre que se encontraba frente a
uno, pero no lo daba nunca por supuesto hasta tener todas las cartas en su
mano. Incluso en un caso tan sencillo como éste debe husmearse hasta el más
insignificante detalle y, en una entre mil ocasiones, puede ser que se
encuentre algo que no encaje, y ésa podía ser la vez número mil; cualquiera de
los casos podía serlo.
- De acuerdo,
llévenselo - dijo, y los dos hombres de la camilla depositaron las ciento
sesenta libras de carne fría que se habían llamado John Carey en el centro de
la misma y, levantándola, salieron hacia la puerta.
El gerente del
hotel habla estado revoloteando ansioso al otro lado de la puerta, y entonces
el sargento-detective le invitó a que entrase. Lo hizo con rapidez, cerrando
tras de sí la puerta aún más de prisa. Evitó dirigir su mirada hacia la inmensa
mancha de sangre que cubría parte de la alfombra de color beige.
El
sargento-detective extrajo un cuaderno de notas de su bolsillo y un lápiz de
otro, e hizo un gesto al gerente.
- Siéntese, mister Weissman.
El lápiz
revoloteó sobre el cuaderno de notas.
- Mister
Weissman, ¿conocía usted a John Carey por algo más que por su estancia en el
hotel?
- Bueno,
indirectamente. Era amigo de un conocido, Lee Wheeler. Quizá esa fuese la razón
por la que decidió venirse a vivir aquí. En efecto, Mister Wheeler me contó que
había recomendado el «Colbrook» a Mister Carey.
- ¿Cuánto
tiempo hace de eso?
- Mister Carey
se trasladó aquí hace tres meses, justo después de que su esposa e hijo
perecieran en un accidente. Vendió su casa y se vino a vivir aquí, al hotel.
Éste es un hotel para residentes; todos nuestros clientes son más o menos
permanentes.
El
sargento-detective levantó la mirada de la libreta.
- ¿Murieron a
la vez la esposa y el hijo? Carey... Dígame, ¿se trata del caso ocurrido hace
tres meses en que un coche fue alcanzado y arrastrado durante una milla por el
«Limited» antes de que el tren pudiera parar?
- Sí. El
muchacho, que tenía ya dieciocho años, llevaba a su madre de excursión la tarde
del domingo, aprovechando que el padre había salido de viaje. Fue horroroso.
- Ya. Eran
éstos los únicos parientes que le quedaban, si no recuerdo mal. Leí algo sobre
este caso, pero no lograba relacionarlo con el nombre de Carey.
- Pues sí,
siempre me abstuve de comentarlo con mister Carey, pero aquel amigo mutuo me
habló de ello. El muchacho era su único hijo, y no tenía otros parientes.
El
sargento-detective movió la cabeza impresionado. La nota que John Carey había
dejado sobre el vestidor, escrita a mano con una letra que era de presumir
fuese la suya, aunque este punto sería también verificado, era una súplica no
dirigida a nadie en particular, pidiendo ser enterrado en el nicho 4, sección
7, del cementerio de Parkhill, al lado de su mujer y de su hijo.
Eso también
concordaba. Cuando se han estudiado centenares de suicidios, se llega a captar
toda la sicología de los mismos.
Saltaba a la
vista que los factores físicos ligaban. Y ahora, también los psicológicos
aparecían con igual evidencia. Y el móvil, lo mismo. Aunque móvil no era la
palabra exacta; uno no tiene ningún móvil para suicidarse, sino que tiene una
razón, o un conjunto de ellas.
- Y ahora
hábleme de lo ocurrido esta mañana - dijo.
- La chica de
servicio llegó a las diez en punto, esta es la hora en que normalmente entra en
esta habitación, y se encontró con la puerta cerrada. Bueno, quiero decir cerrada
por el interior, por lo que no consiguió abrir con su llave. Cuando un huésped
deja la habitación, cerrando la puerta, ella emplea su llave maestra. Por esa
razón supuso que Mister Carey aún estaba en el interior, usted ya me comprende.
Sin embargo, durante los tres meses en que mister Carey estuvo con nosotros
jamás se había levantado tan tarde en día de trabajo. Por consiguiente la chica
me avisó por el teléfono interior preguntándome si debía llamar a la puerta.
- ¿Y usted le
dijo...?
- Le dije que
yo mismo llamaría por teléfono. Me dirigí a la cabina de la telefonista
dispuesto a decirle que llamara al 816, cuando pude ver que ella introducía la
clavija en el agujero del 816. No contestó. Aguardé durante un minuto hasta que
ella desconectó la clavija y le pregunté si aquella llamada había sido
cumplimentada, contestándome ella que no, pues el 816 no había contestado. Sólo
entonces comencé a preocuparme seriamente.
- ¿Y subió a la
habitación?
- Bien, primero
hice otra cosa. Pensé que probablemente la llamada procedía de la oficina para
preguntar por qué aún no había llegado. Ya comprenderá que nadie más, ni
siquiera sus amistades, por ejemplo, habrían pensado encontrarle a las diez en
su hotel en día laborable; tenían que suponerlo ya en su despacho. Por esto
pensé que la llamada procedía de la oficina. Y llamé allí.
- ¿Dónde está
eso? - preguntó el sargento-detective dejando de escribir.
- En el
edificio del State Bank. El nombre de la empresa es «Carey & Greene» y se
dedica a exportación e importación. Pregunté por Mister Greene explicándole
quién era yo y la razón de mi llamada. Me contestó que había sido él quien
había telefoneado a Mister Carey. Deseaba conocer la razón de su ausencia,
puesto que llevaba ya retrasadas dos citas en esta mañana. Luego le expliqué lo
de la puerta cerrada desde el interior, y me contestó que lo mejor sería
echarla abajo.
- ¿Se le
ocurrió que podía tratarse de un suicidio? Me refiero a Mister Greene.
- Por la forma
en que se lo tomó, yo aseguraría que así fue. Y comprendo la razón.
Últimamente, podía verse a mister Carey muy desanimado y comportándose en forma
extraña. Francamente, eso fue lo primero en que pensé, y creo qué a mister
Greene se le ocurrió lo mismo por idéntico motivo. Naturalmente, estaba
enterado de que mister Carey acababa de perder a toda su familia de golpe y...
bueno, ya me comprende.
El
sargento-detective asintió.
- Requerí la
presencia del doctor Deane - continuó el gerente -, y de Joe, el conserje,
subiendo los tres aquí. Llamé a la puerta y, en vista de que continuaba sin
recibirse ninguna contestación, le dije a Joe que derribase la puerta. Aunque
no tuvo necesidad de hacerlo; él sabía cómo golpear la cerradura con un
martillo para conseguir romperla.
- ¿Y entraron
los tres aquí?
- Solamente el
doctor Deane. Joe no entró y yo me limité a asomarme para ver cómo el doctor
Deane se inclinaba sobre el... sobre Mister Carey. Cuando me dijo que Mister
Carey estaba muerto, cosa de la que yo me había dado ya cuenta al primer golpe
de vista, llamé a la policía. Y eso es todo.
- Gracias -
dijo el sargento -. Bien, debo marcharme. Querría tener unas palabras con su
socio, Greene. Gracias por su ayuda, Mister Weissman.
Al llegar a la
puerta, el sargento-detective se detuvo para contemplar la cerradura rota. El gerente
pasó por su lado hacia el recibimiento y el sargento se reunió con él allí. Un
policía de paisano estaba apoyado contra la pared, al lado de la puerta.
- Quédate aquí
hasta que cambien la cerradura y la puerta sea sellada. Luego vuelve para
informarme. Dile al jefe que aún me queda por efectuar otra visita - le dijo el
sargento-detective.
- De acuerdo.
¿Simplemente suicidio?
- Seguro.
Mientras bajaba
en el ascensor con el gerente, se le ocurrió una pregunta.
- Dijo usted
que Carey se comportaba de un modo extraño. ¿Qué hacía?
- Bien, es un
poco difícil de explicar. Algo así como si estuviera siempre escuchando. Como
si escuchase o esperase oír algo. Es sólo una suposición, pero aseguraría que
oía voces.
- Muchos de
ellos lo hacen - contestó el sargento.
Muchos de ellos
lo hacen. Y John Carey se contaba entre ellos. No se trataba exactamente de
voces, sino de una sola voz. Una sola voz, y había necesitado tiempo para
llegar a situarla y conocer con seguridad de cuál se trataba.
Y entonces se
dio cuenta de que se trataba de su propia voz, y ya todo le resultó
perfectamente claro.
La primera vez
que la oyó fue tres semanas después del entierro, el entierro por partida doble
que había significado en su vida el fin de todo aquello que para él tenía
alguna importancia.
Entonces
hubiese querido suicidarse, justamente después del entierro, pero no se sintió
con fuerzas para ello. Es doblemente doloroso el no desear vivir y, a la vez,
no tener el suficiente coraje para matarse. Pero luego surgió la voz.
La primera vez
que la escuchó le había alarmado. Fue precisamente en medio de una
conversación, mientras intentaba desprenderse de un chillón y pelirrojo
vendedor de libros. Habla sido sorprendido por el vendedor, puesto que se
encontraba solo en la oficina; Dave Greene había salido y la mecanógrafa se
había ido á comer. Por fin había convencido a aquel tipo de que no deseaba
ninguna clase de libro y se disponía ya a cerrar la puerta cuando, en el tan
esperado silencio, se escuchó una voz que le decía:
- Suicídate, John Carey.
Como es de
suponer, se llevó un susto; había estado mirando fijamente al vendedor de
libros y, a pesar de que era un poco corto de vista, pudo verle lo
suficientemente bien como para asegurar que él no lo había dicho. Y saltaba a
la vista, además, que el vendedor de libros tampoco lo había oído.
«¿Me estaré
volviendo loco?», pensó, y ese pensamiento le estuvo preocupando durante algún
tiempo.
Luego se
resignó y llegó a la conclusión de que sólo le faltaba reunir ánimos para
llevarlo a cabo. La voz le había ayudado.
La segunda vez
que la oyó, una semana después de la primera, había sido en un parque público,
el parque que acostumbraba a cruzar en su camino hacia casa y comprobó que allí
no había nadie más que un vagabundo dormido sobre uno de los bancos del parque.
La tercera vez había sido mientras cruzaba la recepción de su hotel.
No fue hasta
esta tercera vez cuando logró reconocer aquella voz como la suya. Había algo de
familiar en su entonación, pero por un tiempo no había logrado reconocerlo. La
propia voz no resulta tan familiar como puede creerse, pues escucharse a sí
mismo no es igual que ser oído por los demás. Pero un cierto énfasis que él
sabía que empleaba, le dio la clave la tercera vez en que escuchó... Volvió a
escucharla otra vez a la entrada de un teatro; otra en la oficina estando con
Paye, sin que por supuesto la oyese éste; otra en la calle, cuando acababa de
dar unas monedas a un sucio y desaliñado pordiosero; y otra en un autobús. Una
docena de ocasiones en algo más de dos meses.
Hubiese ido a
ver a un psiquiatra de haber pensado que merecía la pena, si hubiese deseado
realmente vivir. Pero ¿por qué no dar la bienvenida a la locura, si ésa le
ayudaba a conseguir el valor necesario para llevar a cabo lo que en el fondo
deseaba?
Y al fin, el
valor. La navaja. El fin.
- Mi nombre es
Weston. Policía. ¿Es usted David Greene? - dijo el sargento.
- Sí, siéntese,
Mister Weston. ¿Viene... Viene usted del hotel?
Y cuando el
sargento-detective asintió, Greene inquirió a su vez:
- ¿Puedo preguntar
cómo ocurrió?
- Con la navaja
de afeitar.
- ¡Qué
horrible! Sin embargo... creo que era lo mejor que podía sucederle. Había
estado viviendo en una tortura continua durante tres meses... ¿Está usted
enterado ya de lo que le ocurrió?
- Sí, murieron
a la vez su esposa y su hijo. La razón por la que se suicidó está pues
suficientemente clara. Una cosa así, sucediendo de repente y tan
inesperadamente, trastornó su mente hasta... bien, hasta que lo hizo.
- ¿No existe,
pues, ninguna duda de que se trata de un suicidio? - preguntó Greene.
- Ni la más
leve sombra. Se encerró en su habitación por el interior. Incluso la ventana
estaba cerrada, aunque de todos modos tampoco nadie hubiera sido capaz de
entrar por ella en un octavo piso. El motivo es obvio. Dejó una nota en la que
decía dónde deseaba ser enterrado. Incluso podían verse en su garganta los
clásicos cortes de los primeros tanteos.
- ¿Tanteos?
- Así es como
los llamamos. Quizás no debí mencionarlos; no resulta agradable pensar en ello
cuando se trata de alguien conocido. Los tanteos son unos cortes superficiales,
unos trazos preliminares a un lado de la garganta del suicida que se degolla.
Casi siempre los encontramos en los casos típicos de este modo de suicidio. Es
difícil tener suficiente coraje la primera vez para clavar la navaja
profundamente. Se presentan en uno de cada seis casos. Él tenía tres. No es
agradable pensar en ello, pero, en fin, allí estaban. ¿Tenía alguna otra
preocupación además de la pérdida de su familia? Me refiero a preocupaciones
financieras, principalmente.
- No lo creo.
No tengo idea de si había llegado a ahorrar mucho dinero, si es que lo hacía,
pero lo que sí puedo asegurar es que era solvente. Juraría que no tenía deudas.
Supongo que deja unos cuantos miles de dólares. ¿Se quedará el Estado con ello?
- Siempre que
no haya dejado testamento y que no se presente ningún familiar a reclamarlo.
- No se
presentará ninguno. Resulta curioso, pero tanto el como su mujer habían sido
incluseros y habían sido educados en un orfanato. Y tampoco creo que haya
dejado testamento. Quiero decir uno nuevo, desde que fallecieron su mujer e
hijo. El que redactó anteriormente ya no tendrá ningún valor puesto que lo
dejaba todo a su esposa.
- ¿Se hubiera
enterado usted si lo hubiese hecho?
- Creo haberlo
mencionado anteriormente. Dejaba que sus pólizas de seguro personal caducasen
porque aseguraba que ya no tenían razón de existencia. Y creo que pensaba lo
mismo con todo lo que fuese dinero.
- Siempre y
cuando no pensase dejarlo a una institución benéfica en vez de entregarlo al
Estado.
Greene se
encogió de hombros.
- Temo que
incluso para eso se encontrase demasiado desalentado. Puedo equivocarme, desde
luego. En caso de que tuviera un nuevo testamento se encontraría en su caja de
seguridad, en el banco de la esquina y, para salir de dudas, no tiene usted más
que abrirla.
- No crea que
voy a hacerlo - respondió el sargento-detective -. El Estado se ocupará de
ello. Se necesitaría una orden judicial para abrirla y no quiero hacerlo; a
menos que usted esté seguro que pueda haber algo que interese.
- No tengo idea
de lo que pudiese guardar en ella.
- Bueno, no
tiene importancia. Le diré que he estado dudando entre cerrar el caso
declarándolo como suicidio de un perturbado, o dejar este extremo en blanco.
Pero no creo que tenga ninguna importancia. El gerente del hotel tenía la
impresión de que... bueno, de que últimamente había estado un poco fuera de sus
cabales. Como si escuchara voces. Muchos de ellos las oyen. ¿Cuál es su
opinión, Mister Greene?
- Sí, actuaba
en forma extraña. Pero se debe tener en cuenta que... que desde el accidente
estaba muy ofuscado. Quiero decir, desde que supo que sus familiares más
cercanos lo habían sufrido. Se movía como un autómata en todo lo que hacía,
como un sonámbulo, si entiende usted a lo que me refiero.
- Naturalmente.
Pero ¿cree usted que el gerente del hotel tiene razón al asegurar lo de las
voces?
- Bien... en
cierta ocasión, estando él y yo solos en la oficina, me preguntó repentinamente
si había oído algo. Le pregunté qué quería decir, y me dijo que lo olvidara.
Esto es lo único que se me ocurre. Podía ser por lo que usted dice, o también
porque hubiese oído algún ruido en el exterior al que yo no hubiera prestado
atención. Él tenía el oído muy fino; su vista era bastante débil, pero su oído
era más fino que lo corriente. Mucho mejor que el mío.
- Sólo una cosa
más, Mister Greene. Mera rutina. ¿Hay alguien que resulte económicamente
beneficiado con esa muerte? O por el contrario, ¿hay alguien que haya resultado
perjudicado por ella? ¿En qué forma afecta a su negocio?
- Creo que
resultaré beneficiado. En efecto, tengo motivos para alegrarme. Resulta
espantoso emplear esa palabra, pero no pensaba en lo que puede parecer a
primera vista. Dado que se suicidó a puerta cerrada y dejando una nota.., si
cupiera alguna clase de sospecha, de... juego sucio como tengo entendido que le
llaman ustedes, resultaría una situación delicada para mí ya que nuestro seguro
en común podría parecer un móvil sospechoso.
- ¿Se refiere a
un seguro de vida?
- Sí. Entre
otras cláusulas, en nuestro contrato de asociación estipulamos que cada uno
inscribiera una fuerte póliza de vida a favor del otro, para que así no se
viera en inferioridad de condiciones en caso de fallecimiento de uno de los socios.
Es una cosa normal entre socios. Incidentalmente le diré que me refería a eso
cuando dije que había dejado caducar su propia póliza. Su esposa se hubiera
beneficiado de ésta. Aquélla de la que yo soy beneficiario, y que representará
una bonita cantidad de dinero para mí, no había caducado, naturalmente; era un
compromiso financiero.
El
sargento-detective asintió. También él se alegraba de que aquel móvil ya no
tuviera ninguna importancia y de que todo el caso no fuera más que una mera
cuestión de rutina, y de que ya lo tuviera resuelto, exceptuando el informe que
tendría que redactar sobre el mismo.
Al
sargento-detective le dolían los pies y deseaba continuar sentado un minuto
más, por lo que preguntó:
- ¿Fueron
socios durante mucho tiempo, usted y Carey?
- Ocho años. Él
fue quien me asoció a su negocio, y resulta cómico, dada la cantidad de teclas
que anteriormente había tocado yo y todo lo que había intentado hasta entonces.
Había estado trabajando con una compañía ambulante en un espectáculo de variedades,
en aquellos tiempos en que aún existían variedades en las que actuar, y
consiguiendo trabajar de cuando en cuando en algún teatro de veras... Y aquí
acabé siendo un respetable hombre de negocios, e incluso el dueño del mismo.
¿Un cigarro, Mister...? Perdón, he olvidado su nombre.
- Weston.
Muchas gracias.
El
sargento-detective encendió una cerilla y adelantó el brazo para dar fuego a
Mister Greene, encendiendo posteriormente el suyo. Era un buen cigarro puro.
- No sé si
sabrá que yo siempre he tenido afición a su carrera. O, mejor dicho, a ser
detective privado. Pero supongo que ya nunca tendré oportunidad de llegar a
serlo. Gano demasiado dinero para que pueda cambiar ya de profesión - dijo
Mister Greene.
- No se gana
demasiado como detective privado, desde luego.
- Lo supongo.
Pero creo que no se me hubiera dado del todo mal. Tengo la impresión de que
habría sabido seguir a la gente sin ser visto, y todas esas cosas. Y sé
perfectamente que la cuestión de los disfraces habría sido mi fuerte. Las pocas
veces que logré tener algún papel en el teatro fue para representar a
personajes de carácter y ello debido a mi habilidad para maquillarme. Y a mi
dominio sobre la voz, pues tanto podía imitar a un viejo decrépito como a un
muchacho joven, como a cualquier otra cosa. Las imitaciones se me daban muy
bien. Las hacía tan bien que no había quien pudiera diferenciar mi voz de la
original.
- No hubiera
tenido usted muchas ocasiones para disfraces o imitaciones de haber sido
detective privado. No más, probablemente, de las que se le hayan podido
presentar en su negocio. ¿Era eso lo que hacía en escena...? ¿Imitaciones? -
dijo el policía, a través de los vapores de su aromático cigarro.
- Trabajaba
como ventrílocuo.
El sargento
suspiró mientras se levantaba de su sillón.
- Pues antes yo
tocaba el trombón y lo hacía bastante bien. ¡Y míreme ahora! En fin, gracias
por el cigarro. Y adiós.
- Adiós -
contestó Greene.
FIN
Enviado por
Paul Atreides