Fredric Brown
Al principio,
el asunto referente a la linotipia de Ronson fue muy divertido. Pero empezó a
resultar desagradable mucho antes del final. Y, pese al hecho de que Ronson no saliera
perjudicado, jamás le habría enviado al hombrecillo del grano, si hubiera
podido adivinar lo que iba a suceder. Por muy fabulosos que fueran los
beneficios, el pobre Ronson tuvo demasiadas preocupaciones.
- ¿Es usted el
señor Walter Merold? - preguntó el hombrecillo del grano. Se había presentado
en el hotel donde yo vivía preguntando por mí, y yo dije que subiera a mi
habitación.
Admití mi
identidad, y él prosiguió:
- Me alegro de
conocerle, señor Merold. Yo soy... - y me dijo su nombre, que ya he olvidado,
aun cuando suelo tener buena memoria para los nombres.
Le dije que
estaba encantado de conocerle y le pregunté qué deseaba, a lo cual se apresuró
a contestar. No obstante, yo le interrumpí a las pocas palabras.
- Le han
informado mal - le dije -. Sí, he sido impresor, pero ya estoy retirado. De
todos modos, ¿no sabe que hacer grabar unas matrices especiales resultaría
tremendamente caro? Si sólo desea imprimir una página con esos caracteres
especiales, lo mejor sería que se lo escribieran a mano y luego hicieran un
fotograbado en cinc.
- Pero esto no
es lo mismo, señor Merold. No, no, imposible. Verá, se trata de un secreto. Yo
represento a... Bueno, no es necesario que se lo diga. La cuestión es que no me
atrevo a enseñárselo a nadie, como tendría que hacer si lo imprimieran en cinc.
Otro chalado,
pensé, mirándole con detenimiento.
No parecía
estar loco. En conjunto parecía tener un aspecto muy normal, aunque algunos de
sus rasgos fueran propios de un extranjero, un asiático. Sí, a pesar de su cabello
rubio y su piel blanca. Tenía un grano en la frente, justamente en el centro y
encima del puente de la nariz. Era igual que los que se ven en las estatuas de
Buda; los orientales lo llaman el punto de la sabiduría y es algo especial.
Me encogí de
hombros.
- Bueno -
comenté -, es imposible que le graben las matrices para un trabajo de linotipia
sin que nadie vea los caracteres que desea imprimir, ¿no le parece? Y el que
maneje la máquina también verá...
- Oh, eso lo
haré yo mismo - dijo el hombrecillo del grano. (Ronson y yo llegamos a
denominarle EHDG, iniciales de «el hombrecillo del grano», porque Ronson
también se olvidó de su nombre, pero estoy adelantándome a la historia.) -. Es
cierto que el grabador los verá, pero los verá como caracteres aislados, y eso
no me importa. Y la distribución de las letras en la linotipia puedo hacerla yo
mismo. Cualquiera puede enseñarme lo que necesito saber para componer una sola
página, una docena de líneas, en realidad. Además no tiene que imprimirse aquí.
Lo que necesito son las matrices. No me importa lo que me cuesten.
- De acuerdo -
dije yo -, le daré la dirección de un especialista que vive en Merganthaler.
Allí le grabarán las matrices. Después, si quiere intimidad y acceso a la
linotipia, vaya a ver a George Ronson. Dirige un periódico quincenal en esta
misma ciudad. Por un precio justo, pondrá el taller a su disposición durante el
tiempo que necesite para ordenar las letras.
Y esto fue
todo. Al cabo de dos semanas, George Ronson y yo salimos a pescar un martes por
la mañana, mientras EHDG usaba la linotipia de George para componer los
extraños caracteres que había recibido por vía aérea desde Merganthaler. la
tarde anterior, George había enseñado al hombrecillo el funcionamiento de la
máquina.
Pescamos una
docena de piezas cada uno, y recuerdo que Ronson se rió y me dijo que él tenía
trece peces, pues EHDG le pagaba cincuenta dólares en efectivo por utilizar su
taller durante una sola mañana.
Cuando
regresamos todo estaba en orden, a excepción de que George tuvo que sacar gran
cantidad de bronce del cajón de las líneas viejas, porque EHDG había destrozado
sus nuevas matrices después de utilizarlas, sin saber que no se podían tirar
con el plomo tipográfico destinado a fundirse nuevamente.
La siguiente
vez que vi a George fue después de que su edición del sábado saliera de la
prensa. Me apresuré a hablar con él.
- Escucha - le
dije -, ese truco de escribir mal las palabras y usar a propósito una gramática
incorrecta ya no tiene gracia, ni siquiera en un periódico de provincias.
¿Acaso pretendías que los boletines de noticias sonaran como auténticos
copiando el borrador al pie de la letra, o que?
Ronson me miró
con una expresión insólita y contestó:
- Pues... sí.
- Sí, ¿qué? -
interrogué -. ¿Quieres decir que intentabas hacer gracia deliberadamente, o que
querías seguir la muestra al pie de la...?
El repuso:
- Ven conmigo y
te lo enseñaré.
- Enseñarme
¿qué?
- Lo que voy a
enseñarte - dijo él, sin demasiada lucidez -. Aún te acuerdas de componer
textos ¿verdad?
- Desde luego.
¿Por qué?
- Ven,
acompáñame - me contestó firmemente - Eres un especialista en linotipias y,
además, tú fuiste quien me metió en esto.
- ¿En qué?
- En esto -
contestó, y no quiso decirme nada más hasta que llegamos. Entonces revolvió
todos los casilleros de su despacho y sacó un borrador, que se apresuró a
entregarme.
Su cara tenía
una expresión pensativa.
- Walter - dijo
-, quizá esté chalado, y quiero asegurarme. Supongo que dirigir un periódico
local durante veintidós años, hacer yo mismo todo el trabajo y tratar de
complacer a todo el mundo es suficiente para desequilibrar a cualquiera, pero
quiero asegurarme.
Le miré, y miré
el borrador que me había dado. Era una hoja de papel normal, escrita con una
caligrafía que reconocí como perteneciente a Hank Rogg, el ferretero de Hales
Corners que a veces nos había abastecido. Había los errores normales que uno
esperaría de Hank, pero la reseña no suponía una novedad para mí. Decía así:
«el enlaze matrimonial de H.M. Klaflin y la señorita Margorie Burke tuvo lugar
ayer por la tarde en casa de la novia. Las damas de honos iban...»
Dejé de leer y
miré a George, preguntándome qué vería de extraño en aquello. Dije:
- ¿Y bien? Eso
fue hace dos días, y yo mismo asistí a la boda. No tiene ninguna gracia...
- Escucha,
Walter - repuso él -, ¿querrás hacerme un favor? Siéntate frente a la linotipia
y compón todo este texto. No serán más de diez o doce líneas.
- Desde luego,
pero ¿por qué?
- Porque...
Bueno, será mejor que lo hagas, Walter. Después te diré por qué.
De modo que
entré en el taller y me senté frente a la linotipia; hice un par de renglones
para familiarizarme nuevamente con el teclado, puse el texto en la tablilla y
empecé. Dije:
- Oye, George,
Marjorie se escribe con jota, en vez de ge, ¿verdad?
Y George
contestó «sí» con una curiosa entonación.
Compuse el
resto del boletín, después de lo cual alcé la vista y pregunté:
- ¿Qué más?
Se acercó, tomó
las líneas del galerín y leyó del revés, como todos los impresores leen los
tipos, y suspiró. Dijo:
- Así que no
era yo. Míralo, Walter.
Me alargó el
componedor, y yo leí las líneas, o por lo menos empecé a hacerlo.
Decían así: «El
enlaze matrimonial de H.M. Klaflin y la señorita Margorie Burke tuvo lugar ayer
por la tarde en casa de la novia. Las damas de honos iban...»
Sonreí.
- ¡Menos mal
que ya no tengo que componer tipos para ganarme la vida, George! Ha sido todo
un récord de equivocaciones; tres erratas en las primeras cinco líneas. Pero
¿qué tiene eso de especial? Ahora dime por qué querías que yo las compusiera.
Él contestó:
- Haz el favor
de componer nuevamente las dos primeras líneas, Walter. Yo... quiero que lo
descubras por ti mismo.
Alcé la vista
hacia él y me pareció tan tremendamente serio y preocupado que no quise
discutir. Me volví hacia el teclado y empecé otra vez: «El enlace matrimonial
de...» alcé los ojos hacia los moldes que habían caído, y vi que decían: «El
enlaze matrimonial de...»
Las linotipias
tienen una ventaja que ustedes tal vez ignoren si no son impresores. Siempre se
puede hacer una corrección en una línea, en caso de que se haga antes de alzar
la palanca que envía la línea de matrices hacia la boca del molde. Sólo hay que
pulsar la matriz necesaria para la corrección y colocarla en el lugar debido
manualmente.
Así que apreté
la tecla que me proporcionaría la matriz de una c para corregir el error de la
palabra «enlaze»... y no ocurrió nada. La leva de la tecla giraba bien y el
chasquido sonó claramente, pero no cayo ninguna c. Me aseguré que no se hubiera
detenido el distribuidor, pero no era así.
Me puse en pie.
- El canal de
la c está atascado - dije. Al fin de asegurarme antes de repararlo, apreté la
tecla de la c y escuché la serie de chasquidos que se produjeron mientras
giraba la leva.
Sin embargo, no
cayó ninguna c, así que busqué el...
- Déjalo
correr, Walter - dijo serenamente George Ronson -. Sigue adelante.
Volví a
sentarme y decidí seguirle la corriente. Si lo hacía, probablemente tardaría
menos en descubrir lo que quería enseñarme que si empezaba a discutir. Terminé
la primera línea y empecé la segunda, llegando a la palabra «Margorie» del
borrador. Golpeé la tecla de la M, la a, la r, la j, la o... y se me ocurrió
mirar la composición. Las matrices rezaban «Margo...»
Exclamé:
«Maldita sea», y volví a apretar la tecla de la j para sustituir la g, pero no
ocurrió nada. El canal de la j debía de estar atascado. Apreté unos segundos la
tecla de la j y no cayó ninguna matriz. Volví a exclamar «Maldita sea» y me
levanté para examinar el mecanismo de escape.
- No te
molestes, Walter - dijo George. Había una mezcla de varias cosas raras en su
voz; una especie de triunfo sobre mí, supongo; un poco de miedo, una gran
sorpresa, y algo de resignación -. ¿No lo ves? ¡Copia fielmente el original!
- ¿Qué dices
que hace?
- Por eso
quería que lo intentaras, Walter - dijo -; para asegurarme de que era la
máquina y no yo. Fíjate, el original dice e-n-l-a-z-e en vez de enlace y
M-a-r-g-o-r-i-e en vez de Marjorie... y a pesar de las teclas que tú aprietes,
así es como caen los moldes.
Yo repuse:
- Tonterías.
Dime, George, ¿has estado bebiendo?
- No me creas -
dijo él -. Sigue tratando de escribir correctamente estas líneas. Corrige la
cuarta línea; la que incluye la palabra h-o-n-o-s.
Lancé un
gruñido y volví a mirar para ver con qué palabra empezaba la cuarta línea,
después de lo cual comencé a pulsar teclas. «Las damas de hono...» y me detuve.
Lenta y deliberadamente, mirando el teclado mientras lo hacía, puse el índice
sobre la tecla de la r y apreté. Oí el chasquido de la matriz a través del
escape, alcé la vista, y observé la caída de la matriz en el componedor. Esta
vez estaba seguro de no haber apretado la tecla equivocada. Las matrices
rezaban... sí, lo han adivinado: «honos».
Dije:
- No puedo
creerlo.
George Ronson
me miró con una especie de sonrisa irónica y preocupada. Contestó:
- Yo tampoco
podía. Escucha, Walter, me voy a dar un paseo. Estoy volviéndome loco. No me
veo capaz de seguir aquí. Tú sigue y convéncete. Tómatelo con calma.
Le contemplé
hasta que hubo salido. Después, invadido por una extraña sensación, volví a
concentrarme en la linotipia. Pasó mucho rato antes de que pudiera creerlo,
pero así fue.
A pesar de las
teclas que yo apretaba, la máquina copiaba fielmente el original, con errores y
todo.
Decidí no
quedarme a medio camino. Empecé otra vez desde el principio, compuse las dos
primeras palabras, y después apreté las teclas al azar, tal como hace un
operador para completar una línea de encaballado: ETAOIN SHRDLU ETAOIN SHRDLU
ETAOIN SHRDLU... y no miré las matrices en el componedor. Cogí la caliente
plomada que el expulsor hizo salir del molde y leí: «El enlaze matrimonial de
H.M. Klaflin y...»
Tenía la frente
perlada de sudor. Me la enjugué y después salí en busca de George Ronson. No
tuve que buscar mucho, pues lo encontré donde suponía. Yo también pedí una
copa.
George había
lanzado una ojeada a mi rostro cuando entré en el bar, y supongo que no
necesitó preguntarme lo que había sucedido.
Unimos nuestras
copas en un silencioso brindis y apuramos el contenido antes de que ninguno de
los dos dijera nada. Después, le pregunté:
- ¿Tienes idea
de por qué funciona así?
Él asintió.
- No me digas -
le supliqué -. Espera a que haya tomado dos copas más y entonces quizá pueda
resistirlo. - Alcé la voz y dije -: Oye, Joe; será mejor que dejes la botella
en la barra. Nosotros nos encargaremos de ella.
Joe lo hizo
así, y yo ingerí otros dos tragos con bastante rapidez. Después cerré los ojos
y dije:
- De acuerdo,
George ¿por qué?
- ¿Te acuerdas de
aquel tipo que se hizo cortar unas matrices especiales y alquiló el uso de mi
linotipia para componer algo que era demasiado secreto para que alguien lo
leyera? No recuerdo su nombre... ¿cuál era?
Traté de
recordarlo, pero no pude. Tomé otra copa y dije:
- Llamémosle
EHDG.
George quiso
saber por qué y yo se lo expliqué, volvió a llenarse el vaso y declaró:
- He recibido
una carta suya.
Yo repuse:
- ¡Qué
simpático! - Tomé otro trago y añadí -: ¿Has traído la carta?
- Huh-uh. No la
guardé.
- ¡Oh!
Después tomé
otro trago y pregunté:
- ¿Recuerdas lo
que decía?
- Walter,
recuerdo algunos fragmentos. La verdad es que no la leía con de... con
demasiada atención. Pensaba que ese tipo estaba como una cabra, ¿sabes? La
tiré.
Se interrumpió
y tomó otro trago, hasta que finalmente yo me cansé de esperar y le apremié:
- ¿Y bien?
- Y bien, ¿qué?
- La carta.
¿Qué decía la parte que recuerdas?
- ¡Oh, eso! -
exclamó George -. Sí. Algo sobre lino linot..., ya sabes a lo que me refiero.
A estas
alturas, la botella que había en la barra frente a nosotros no podía ser la
misma, porque ésta tenía unos dos tercios de líquido y la otra sólo tenía un
tercio. Tomé otro trago.
- ¿Qué decía
sobre eso?
- ¿Quién?
- El EH... H...
ejem, el tipo que escribió la carta.
- ¿Qué carta? -
preguntó George.
Al día
siguiente me desperté hacia mediodía, en un estado francamente deplorable.
Necesité un par de horas para bañarme, afeitarme y encontrarme lo bastante bien
para salir, pero cuando lo hice fue para dirigirme al taller de George.
Estaba trabajando
en la prensa, y su aspecto era casi tan malo como el mío. Cogí uno de los
periódico que salieron y lo miré. Constaba de cuatro hojas, y la primera y la
cuarta estaban dedicadas a noticias locales.
Leí unos
cuantos artículos, incluido uno que empezaba: «El enlaze matrimonial de H. M.
Klaflin y la señorita Margorie...»; lancé una ojeada a la silenciosa linotipia
del rincón, miré a George, y volví a desviar los ojos hacia la silenciosa
máquina de acero y hierro fundido.
Tuve que hablar
a gritos para que George me oyera por encima del ruido de la prensa.
- George,
escucha. Acerca de la lino... - Me pareció que no podía gritar algo que sonaba
como una tontería, así que busqué una fórmula -. ¿Has conseguido arreglarla? -
pregunté.
Él meneó la
cabeza y desconectó la prensa.
- Esta es la
tirada de hoy - dijo -. Bueno, ahora hay que doblarlos.
- Escucha -
dije yo -, al infierno con los periódicos. Lo que quiero saber es cómo has
conseguido imprimir algo. Ayer, cuando estuve aquí, no habías hecho ni la mitad
y, después de todo lo que bebimos, no sé cómo te las has arreglado.
Él me sonrió
ligeramente.
- Es muy
sencillo - dijo -. Compruébalo. Lo único que has de hacer, sobrio o borracho,
es sentarte frente a la máquina, poner el original en la tablilla, y deslizar
los dedos sobre las teclas; ella misma compone las palabras del borrador. Sí,
con errores y todo... pero, a partir de ahora, me limitaré a corregir los
errores del borrador antes de empezar. Esta vez estaba demasiado bebido,
Walter, y no me he visto con ánimos de hacerlo. Walter, esta máquina está
empezando a gustarme. Es la primera vez en un año que acabo la tirada a tiempo.
- Sí - dije yo
-, pero...
- Pero, ¿qué?
- Pero... -
Quería decir que aún me resultaba imposible creerlo, pero no pude. Al fin y al
cabo, yo mismo había comprobado el funcionamiento de la máquina el día
anterior, cuando aún estaba sobrio.
Me acerqué un
poco y volví a contemplarla. Desde donde yo me encontraba, parecía exactamente
igual que cualquier otra linotipia de ese modelo. Conocía todas sus levas y
todos sus muelles.
- George -
dije, con inquietud -, tengo la sensación de que esa maldita máquina me está
mirando. ¿Has notado...?
Él asintió. Le
volví la espalda y contemple nuevamente la linotipia. Esta vez estaba seguro,
cerré los ojos, y la sensación se hizo más intensa. ¿Conocen esa sensación que
se tiene de vez en cuando de que te están mirando fijamente? Bueno, la mía era
más fuerte. No era una mirada hostil. Yo la calificaría de impersonal. Hizo que
me asustara.
- George - dije
-, salgamos de aquí.
- ¿Por qué?
- Yo... quiero
hablar contigo, George. Y la cuestión es que no quiero que hablemos aquí.
Me miró un
instante, y volvió a concentrarse en el montón de periódicos que estaba
doblando a mano.
- No tienes por
qué asustarte, Walter - dijo tranquilamente -. No te hará nada. Es una amiga.
- Debes
estar... - Bueno, empecé a decir «loco», pero si él lo estaba, yo también debía
estarlo, así que me interrumpí. Reflexioné un minuto y después añadí -: George,
ayer empezaste a decirme lo que recordabas de una carta que el... EHDG te
envío. ¿Qué decía?
- ¡Oh, eso!
Escucha, Walter, ¿quieres prometerme una cosa? Debes mantener este asunto en el
más completo secreto. Quiero decir que no debes contárselo a nadie.
¿Crees que
pensaba contárselo a alguien? - inquirí -. ¿Para que me encierren en un
manicomio? Desde luego que no. ¿Crees que alguien me creería? ¿Crees que yo
mismo lo hubiera creído si no...? Pero ¿qué hay de la carta?
- ¿Lo prometes?
- Naturalmente.
- Bueno - dijo
él -, tal como creo haberte dicho, la carta era muy imprecisa, y lo que yo
recuerdo de ella aún lo es más. Pero explicaba que había utilizado mi linotipia
para componer una... una fórmula metafísica. La necesitaba, escrita en tipos,
para llevarla consigo.
- ¿Para
llevársela adónde, George?
- ¿Para
llevárselo adónde? Decía que a... no decía adónde. A donde se iba y nada más.
Pero decía que podía tener cierto efecto sobre la máquina que la había
compuesto y que, si era así, lo sentía, pero que él no podía evitarlo. No lo
sabía con seguridad, porque el objeto tardaría en funcionar.
- ¿A qué objeto
te refieres?
- Bueno -
repuso George -, a mí me pareció una sarta de tonterías, música celestial, y
todo eso. - Bajó la vista hacia los periódicos que estaba doblando -. La
verdad, me pareció tan absurdo que tiré la carta. Pero, pensándolo bien,
después de lo que ha sucedido... Bueno, recuerdo que la palabra «pseudovida»
aparecía varias veces. Creo que era una fórmula para dar pseudovida a los
objetos inanimados. Decía que la utilizaban con sus... sus robots.
- ¿Quiénes?
¿Quiénes la utilizaban?
- La carta no
lo decía.
Llené la pipa,
y la encendí pensativamente.
- George -
dije, al cabo de un rato -, lo mejor es que la destruyas.
Ronson me miró,
con ojos desorbitados.
- ¿Destruirla?
Walter, a ti te falta un tornillo. ¿Matar a la gallina de los huevos de oro?
¡Caramba, esto me hará ganar una fortuna! ¿Sabes cuánto he tardado en componer
esta edición, borracho como estaba? Aproximadamente una hora; por eso he
conseguido tenerlos listo a tiempo.
Le miré con
incredulidad.
- ¡Puf! -
exclamé -. Animada o inanimada, esta linotipia no puede hacer más de seis
líneas por minuto. Esto es todo lo que obtendrás de ella, a menos que hagas los
ajustes necesarios para que funcione más de prisa. Quizá lograras unas diez
líneas por minutos si cambiase...
- Déjate de
cambios - replicó George -. ¡Esta máquina funciona a tal velocidad que ni
siquiera ves el elevador en las líneas cortas! Y, Walter, da un vistazo al
molde de miñona. Está en posición de fundición.
Aunque de mala
gana, me acerqué otra vez a la linotipia. El motor zumbaba ligeramente y habría
podido jurar que la máquina me estaba mirando. Pero me armé de valor y examiné
los dientes del molde. En seguida vi lo que George había querido decir acerca
de la matriz de miñona; tenía un color azul brillante. No me refiero al azul de
un cañón de escopeta; me refiero a un azul claro que hasta entonces no había
visto en ningún metal. Los otros tres moldes empezaban a adquirir la misma
tonalidad.
Cerré el visor
y miré a George.
- Yo tampoco me
lo explico - dijo -; sólo sé que ha sucedido después de que el molde se
sobrecalentara. Creo que es una especie de tratamiento calorífico. Ahora puedo
componer más de cien líneas por minuto, y...
- ¡Vaya! -
exclamé yo -. Ni siquiera podrás administrarle el metal con la rapidez
necesaria para...
El me sonrió
con una sonrisa asustada pero triunfal.
- Walter, mira
detrás de la máquina. He fabricado un tanque alimentador sobre el crisol. Tuve
que hacerlo; al cabo de diez minutos me había quedado sin metal. Sólo hay que
meter líneas usadas y metal de repuesto en el tanque alimentador, introducir
los cajetines del diablo, y...
Meneé la
cabeza.
- Estás loco.
No puedes meter tipos sucios y virutas del suelo; tendrás que abrirlo y
limpiarlo con más frecuencia que si continuamente tuvieras que añadir metal.
Destrozarás el pistón y...
- Walter - me
interrumpió serenamente... un poco demasiado serenamente - no se produce
ninguna clase de escoria.
Yo me quedé
mirándolo inexpresivamente, y él debió de pensar que había hablado más de lo
que quería, porque se apresuró a recoger los periódicos que había doblado y se
dirigió hacia el despacho, diciendo:
- Hasta luego,
Walter. Tengo que llevar todo esto...
El hecho de que
mi nuera estuviese a punto de morir de neumonía en una ciudad situada a varios
cientos de kilómetros de distancia no tiene nada que ver con el problema de la
linotipia de Ronson, a excepción de que me ausenté durante tres semanas. No vi
a George durante este espacio de tiempo.
A lo largo de
la tercera semana de ausencia me envió dos frenéticos telegramas; no me
facilitaba detalles y sólo me rogaba que volviese a toda prisa. En el segundo,
terminaba: «APRESÚRATE. NO IMPORTA DINERO. TOMA UN AVIÓN».
Junto con el telegrama,
me hizo llegar un giro de cien dólares. Este segundo mensaje me hizo pensar.
«No importa dinero» es una frase muy extraña para un editor de un periódico
poco importante. Además, nunca había sabido que George hubiese dispuesto alguna
vez de cien dólares en efectivo, a pesar de conocerle desde hacía muchos años.
Pero la familia
es lo primero, y le telegrafié que regresaría en cuanto Ella estuviese fuera de
peligro y ni un minuto antes., y que no cobraría el giro porque un billete de
avión sólo costaba diez dólares; y yo no necesitaba dinero.
Al cabo de dos
días nada se oponía a mi regreso, así que le telegrafié mi hora de llegada. Fue
a buscarme al aeropuerto.
Parecía
envejecido y completamente agotado; sus ojos me revelaron que no había dormido
en varios días. Sin embargo, llevaba un traje nuevo y tenía un coche nuevo,
cuyo silencioso motor proclamaba a gritos el dinero que le habría costado.
- ¡Gracias a
Dios que has vuelto, Walter! - me dijo -. Te pagaré lo que quieras si...
- Oye - repuse -,
haz el favor de calmarte. Hablas tan de prisa que no entiendo nada. Empieza por
el principio y no te precipites. ¿Cuál es el problema?
- No hay ningún
problema. Todo es maravilloso, Walter. Sin embargo, tengo tanto trabajo que
empiezo a no poder hacerlo yo solo, ¿comprendes? He estado trabajando veinte
horas al día, porque gano dinero con tanta rapidez que cada hora de descanso me
cuesta cincuenta dólares, no puedo permitirme el lujo de descansar a razón de
cincuenta dólares la hora, Walter, y...
- ¡Vaya! -
exclamé -. ¿Por qué no puedes permitirte el lujo de descansar? Si ganas unos
cincuenta por hora, ¿por qué no trabajas diez horas al día y...? ¡Por todos los
santos, quinientos dólares al día! ¿Qué más quieres?
- ¿Eh? ¿Y
perder los otros setecientos al día? Dios mío, Walter, esto es demasiado bueno
para durar. ¿Es que no lo ves? ¡Va a ocurrir alguna cosa y por primera vez en
mi vida tengo la oportunidad de hacerme rico, y tú tienes que ayudarme, y
puedes hacerte rico también. Mira, cada uno de los dos podemos trabajar en un
turno de doce horas con Etaoin, y...
- ¿Con quién?
- Con Etaoin
Shrdlu. La he bautizado, Walter. He dejado el trabajo tipográfico a fin de
dedicar todo mi tiempo a la composición de tipos. Y, escucha, podemos trabajar
en un turno de doce horas cada uno, ¿sabes? Solo un tiempo, Walter, hasta que
seamos ricos. Te contrato por un cuarto de los beneficios, a pesar de que sea
mi linotipia y mi taller. Eso serán unos trescientos dólares al día; ¡dos mil
cien dólares en una semana de siete días de trabajo! a la velocidad de
composición que he estado trabajando, podemos conseguir todos los encargos
que...
- Más despacio,
más despacio - dije yo -. ¿Para quién has trabajado? En Centerville no se
imprime ni una décima parte de todo eso.
- No se trata
de Centerville, Walter, sino de Nueva York, He recibido varios encargos de los
grandes editores de libros. Bergstrom, por ejemplo; Hayes & Hayes me ha
confiado todas sus reimpresiones; también he trabajado para Wheeler House, y
Willet & Clark. Verás, firmo un contrato para hacerlo todo, después pago a
alguien para que imprima y encuaderne los libros, y yo sólo me encargo de la
tipografía. E insisto en que me den un original perfecto, cuidadosamente leído.
Si hay algunas correcciones que hacer, se las encargo a otro tipógrafo. Así es
como he conseguido vencer a Etaoin Shrdlu, Walter. Bueno, ¿querrás ayudarme?
- No - le dije.
Mientras
hablábamos casi habíamos llegado a la ciudad, y George estuvo a punto de perder
el control del volante cuando rechacé su proposición. Después salió de la
carretera y aparcó, volviéndose para mirarme con incredulidad.
- ¿Por qué no,
Walter? ¿Es que más de dos mil dólares a la semana no te parecen suficientes?
¿Qué otra cosa...?
- George - le
dije -, tengo muchas razones para rehusar, pero la principal es que no quiero
hacerlo. Me he retirado. Tengo dinero suficiente para vivir. Es posible que mis
ingresos estén más cerca de los tres dólares al día que de los trescientos,
pero ¿qué haría yo con trescientos? Por otra parte, me destrozaría la salud,
como tú te la estás destrozando, trabajando doce horas al día, y... Bueno, nada
mas. Estoy satisfecho con lo que tengo.
- Debes de
estar bromeando Walter. Todo el mundo quiere ser rico. Piensa en lo que un par
de miles de dólares a la semana te reportaría al cabo de un par de años. ¡Más
de medio millón de dólares! Tienes dos hijos mayores que podrían beneficiarse
de...
- Los dos se
las arreglan muy bien, gracias. Tienen un buen empleo y no tardarán en
ascender. Si les dejara una gran fortuna, les haría más mal que bien. Además,
¿por qué tengo que ser yo? ¡Cualquiera puede componer tipos en una linotipia
que establece su propia velocidad, copia el original, y no se equivoca nunca!
Encontrarás a cientos de personas que estarán encantados de trabajar por menos
de trescientos dólares al día; mucho menos. Si insistes en sacar el máximo
provecho de la situación contrata a tres linotipistas para que hagan tres
turnos de ocho horas y no te ocupes de nada más que de lograr los contratos. De
lo contrario, te matarás de tanto trabajar.
El hizo un
gesto de impotencia.
- No puedo,
Walter. No puedo contratar a nadie. ¿No comprendes que todo esto ha de
mantenerse en secreto? Los sindicatos se me echarían encima en cuanto supieran
que... Sólo puedo confiar en ti, Walter, porque tú...
- ¿Porque yo ya
lo sé? - Le sonreí -. Así que de todos modos, tienes que confiar en mí, te
guste o no. Pero la respuesta sigue siendo la misma. Me he retirado y no
lograrás tentarme. Te aconsejo que cojas un buen martillo y destroces esa...
esa cosa.
- Dios mío,
¿por qué?
- Maldita sea,
no sé por qué. Sólo sé que yo lo haría. En primer lugar, si no consigues
dominar tu avaricia y trabajar las horas normales, acabarás en el cementerio,
Y, en segundo lugar, es posible que esta fórmula no haya hecho más que empezar
a funcionar. ¿Cómo sabes hasta dónde llegará?
El suspiró, y
me di cuenta de que no había escuchado ni una sola palabra.
- Walter - rogó
-, te daré quinientos al día.
Yo meneé
firmemente la cabeza.
- Ni
quinientos, ni quinientos mil.
Debió
comprender que hablaba en serio, porque volvió a poner el coche en marcha.
Dijo:
- Bueno,
supongo que si el dinero no significa absolutamente nada para ti...
- Te aseguro
que no - le confirmé -. Me importaría si no tuviera ni un céntimo, pero
dispongo de unos ingresos regulares y soy tan feliz como si se tratara de una
cantidad diez veces mayor. Especialmente si tuviera que trabajar con... con...
- ¿Con Etaoin Shrdlu? Es posible que llegara a gustarte, Walter, juraría
que esa máquina está desarrollando una personalidad propia. ¿Quieres pasar un
momento por el taller?
- Por ahora no
- repuse -, necesito un baño y dormir un poco. Ya iré un momento mañana.
Escucha, la última vez que nos vimos no tuve oportunidad de preguntarte lo que
querías decir al hablar de la escoria. ¿Qué quiere decir eso de que no se
produce nada de escoria?
El no apartó
los ojos de la carretera.
- ¿Acaso dije
tal cosa? No lo recuerdo...
- Escúchame
bien, George, no trates de negar una cosa así. Sabes perfectamente que lo dijiste,
y que ahora estás disimulando. ¿Quieres explicármelo? ¡Vamos!
- Bueno... -
Condujo un par de minutos en silencio, y después -: Oh, está bien. Te lo diré.
No he comprado más metal tipográfico desde... desde que ocurrió. Por si esto
fuera poco, hay unas cuantas toneladas más de las que había entonces, aparte
del metal que envíe al impresor. ¿Lo entiendes?
- No. A no ser
que te refieras a que...
El asintió.
- Transmuta,
Walter. El segundo día, cuando iba tan de prisa que no pude mantenerme a su
nivel con el metal bruto lo descubrí. Instalé un alimentador encima del crisol,
y empecé a buscar metal con tal desesperación que introduje líneas usadas sin
lavar y me propuse aprovechar toda la escoria que pudiera..., pero no hubo
escoria. La superficie del metal fundido era tan lisa y brillante como... como
tu coronilla, Walter.
- Pero... -
objeté yo -. ¿Cómo...?
- No lo sé,
Walter. Es algo químico. Una especia de sustancia líquida de color gris. Estaba
en el fondo del crisol. Yo lo vi. Un día que se quedó casi vacío. Es algo que
funciona como un jugo gástrico y digiere todo lo que yo meta en el alimentador
hasta convertirlo en metal tipográfico puro.
Me pasé la mano
por la frente y la noté mojada. Repuse débilmente:
- Todo lo que
metes en...
- Sí,
absolutamente todo. Cuando se me acabaron las barreduras, las cenizas, y los
papeles, utilicé... bueno, sólo tienes que echar una ojeada al tamaño del
agujero que hay en el jardín.
Ninguno de los
dos hablamos durante los próximos minutos, hasta que el coche se detuvo frente
a mi hotel. Entonces le dije:
- George, si en
algo estimas mis consejos, destruye esa máquina, ahora que todavía puedes. Si
es que todavía puedes. Es peligrosa. Podría...
- Podría ¿qué?
- No lo sé. Eso
es lo malo.
Dio gas al
motor y después lo dejó reposar nuevamente. Me miró con expresión pensativa.
- Yo... Quizá
estés en lo cierto, Walter. Pero estoy ganando tanto dinero que... ese nuevo
metal hace que aún sea más de lo que te he dicho, y puedo decidirme a renunciar
a ello. Sin embargo, cada día es más lista... Yo... ¿Te he dicho, Walter, que
ahora también limpia los espaciadores? Segrega grafito.
- ¡Dios mío! -
exclamé, y permanecí en la acera hasta que le perdí de vista.
No me vi con
ánimos de ir al taller de Ronson hasta última hora de la tarde siguiente. Y
cuando llegué, tuve el presentimiento de que había sucedido algo malo, incluso
antes de abrir la puerta.
George estaba
sentado frente a su mesa de despacho, con la cara sepultada entre los brazos.
Alzó la vista al oírme entrar y vi que tenía los ojos enrojecidos.
- ¿Y bien? -
pregunté.
- Lo he
intentado.
- ¿Quieres
decir que... has intentado destruirla?
El asintió.
- Tenías razón,
Walter. He tardado demasiado en darme cuenta. Ahora ya es demasiado lista para
nosotros. Mira. - Levantó la mano izquierda y vi que estaba vendada -. Me ha
arrojado un chorro de metal.
Yo lancé un
silbido.
- Escucha,
George, ¿y si desenchufáramos el...?
- Ya lo he
hecho - repuso -. Además, para asegurarme del todo, incluso he desconectado toda
la instalación del edificio. No ha servido de nada, ha empezado a generar sus
propia corriente.
Di unos pasos
en dirección a la puerta del taller. Me estremecí de pies a cabeza al pensar
que debía entrar allí. Tras una ligera vacilación, pregunté:
- ¿Crees que es
seguro...?
El asintió.
- Sí, mientras
no hagas ningún movimiento en falso, Walter. No trates de coger el martillo ni
nada por el estilo, ¿eh?
No creí
necesario responderle. Habría sido como atacar a una cobra con un palillo. El
solo hecho de trasponer aquella puerta para dar un vistazo me costó un esfuerzo
casi sobrehumano.
Y lo que vi me
hizo retroceder de nuevo hasta el despacho. Con una voz que pareció extraña a
mis propios oídos, pregunté:
- George ¿has
movido esa máquina? Está casi un metro y medio más cerca de...
- No - contestó
-. No la he movido. Vámonos a tomar una copa, Walter.
Suspiré
profundamente.
- De acuerdo -
accedí -, pero antes dime cuál es la situación actual. ¿Cómo es que no
estás...?
- Hoy es sábado
- me dijo -, y sólo quiere trabajar cinco días, y cuarenta horas por semana.
Ayer quise empezar a componer un libro sobre el socialismo y las relaciones
laborales, y... bueno, al parecer... verás...
Abrió el primer
cajón de la mesa.
- Aquí tengo
una galerada del manifiestos que he hecho esta mañana, reclamando sus derechos.
Quizá tenga razón; sea como fuere, resuelve mi problema acerca de agotarme para
tratar de ponerme a su nivel ¿comprendes? Una semana de cuarenta horas
significa que no podré aceptar tantos encargos, pero aun cuentos con cincuenta
dólares por hora a razón de cuarenta horas, aparte del beneficio que supone
convertir tierra en metal tipográfico, lo cual no es de despreciar; pero...
Le arrebaté la
galerada de las manos y la acerqué a la luz. Empezaba así: «YO, ETAOIN
SHRDLU...»
- ¿Acaso lo ha
compuesto ella misma? - pregunté.
El asintió.
- George - dije
-, ¿no querías ir a tomar una copa...?
Es posible que
el alcohol nos aclarase las ideas porque, después de la quinta copa, todo fue
muy sencillo. Tan sencillo que George no entendía por qué no se le había
ocurrido antes. Al fin admitió que ya estaba harto, más que harto. No sé si el
manifiesto había conseguido frenar su avaricia, o si todo se debía a que la
máquina se hubiera movido, o a otra cosa; pero estaba dispuesto a terminar con
el problema.
Le dije que lo
único que debía hacer era mantenerse alejado de la máquina. Podíamos suspender
la publicación del periódico y devolver los encargos que había contratado.
Quizá tuviera que pagar una indemnización a alguna de las editoriales, pero
tenía mucho dinero en el Banco, tras su inesperada prosperidad, y le quedarían
unos veinte mil dólares limpios. Era más que suficiente para empezar un nuevo
periódico o publicar el mismo en otra dirección... aunque sin dejar de pagar el
alquiler del antiguo local, donde Etaoin Shrdlu se cubriría de telarañas.
Claro que fue
sencillo. No se nos ocurrió pensar que a Etaoin quizá no le gustara la idea, o
que fuese capaz de hacer algo para impedirlo. Sí, nos pareció sencillo y
concluyente. Brindamos por ello.
Brindamos
varias veces, y el lunes por la noche yo seguía en el hospital. Sin embargo, ya
me encontraba lo bastante bien como para telefonear, y traté de ponerme en
comunicación con George. No estaba. Después llegó el martes.
El miércoles por
la tarde el médico me dio una conferencia sobre la cantidad de alcohol que se
podía tomar a mi edad, y me dijo que ya podía irme pero que si lo repetía...
Fui a casa de
George. Un hombre extremadamente delgado y de rostro macilento me abrió la
puerta. Entonces habló y vi que era George Ronson. Todo lo que dijo fue:
- Hola, Walter;
entra. - Su voz no reflejaba ni esperanza ni felicidad. Tenía el aspecto de un
zombi.
Le seguí al
interior, y dije:
- George,
anímate. No puede ser tan malo. Explícamelo todo.
- Es inútil,
Walter - repuso -. Estoy derrotado. Ella... vino y me obligó. Tengo que usarla
esas cuarenta horas semanales, tanto si quiero como sin no. Me... me trata como
a un criado, Walter.
Le obligué a
sentarse y a hablar con calma, y me lo explicó. El lunes por la mañana había
ido al despacho, como siempre, para solucionar algunos asuntos financieros,
pero sin intención de entrar en el taller. Sin embargo, a las ocho, oyó que
algo se movía en el cuarto trasero.
Súbitamente
atemorizado, fue hasta la puerta para mirar lo que ocurría. La linotipia -
George tenía los ojos desmesuradamente abiertos mientras me lo decía - se
estaba moviendo, avanzaba hacia la puerta del despacho.
No se mostró
demasiado explícito respecto a su método de locomoción - más tarde descubrimos
unas ruedecillas -, pero me aseguró que avanzaba lentamente al principio, con
más rapidez y confianza a cada centímetro.
De alguna
manera, George comprendió inmediatamente lo que quería. Y, al mismo tiempo,
comprendió que estaba perdido. La máquina, en cuanto él se presentó ante ella,
dejó de moverse, empezó a crujir, y varios tipos cayeron sobre el componedor.
Como un hombre que camina hacia la guillotina, George se acercó y leyó estas
líneas: «YO, ETAOIN SHRDLU, exijo...»
En aquel
momento pensó huir. Pero la idea de ser perseguido a lo largo de la calle mayor
de la ciudad por... No, era impensable. Y si huía - como era probable a menos
que la máquina desplegara nuevas habilidades, cosa que también parecía probable
-, ¿no escogería a alguna otra víctima? Quizá hiciese algo peor.
Armándose de
resignación, le indicó por señas que aceptaba. Acercó la silla a la linotipia y
colocó un borrador en la tablilla. Puso más metal, y otras cosas, en el tanque
alimentador. Ya no tuvo que tocar el teclado.
Y mientras
cumplía esos deberes mecánicos, me dijo George, se dio cuenta de que ya no era
la linotipia la que trabajaba para él, sino que él trabajaba para la linotipia.
Ignoraba por qué quería componer tipos y tampoco le importaba. Al fin y al
cabo, ésta era su misión, y probablemente era instintivo.
O bien, tal
como sugerí, y él aceptó como posible, estaba interesada en aprender. Leía y
asimilaba por medio del proceso de composición. Véase: el efecto en términos de
acción directa de que leyera libros socialistas.
Hablamos hasta
medianoche, y no llegamos a ninguna parte. Sí, volvería al despacho a la mañana
siguiente y pasaría otras ocho horas componiendo o ayudando a que la linotipia
lo hiciese. Tenía miedo de lo que podía ocurrir si no lo hacía. Y yo comprendía
y compartía ese miedo, por la sencilla razón de que no sabíamos lo que podía
ocurrir. El rostro del peligro brilla más cuando se vuelve para ocultar sus
facciones.
- Pero, George
- protesté -, tiene que haber alguna solución. Me siento parcialmente responsable.
Si no te hubiese enviado al hombrecillo que te alquiló...
Me puso una
mano en el hombro.
- No, Walter.
La culpa fue totalmente mía porque yo fui un avaricioso. Si hace dos semanas
hubiera seguido tu consejo, podría haberla destruido. ¡Dios mío, cuánto me
gustaría estar sin un céntimo si así pudiera...!
- George -
repetí -, tiene que haber alguna solución. Debemos encontrarla...
- ¿Qué
solución?
Suspiré.
- No... no lo
sé. Lo pensaré.
El dijo:
- De acuerdo,
Walter. Haré todo lo que me sugieras, lo que sea. Tengo miedo, un miedo
horrible, de pensar en la razón por la que tengo miedo...
De regreso en
mi habitación, no pude dormir. No lo logré hasta el amanecer, y entonces caí en
un sueño inquieto que duró hasta las once. Me vestí y bajé a la ciudad para
encontrarme: «YO, ETAOIN SHRDLU...» con George a la hora de comer.
- ¿Se te ha
ocurrido alguna cosa, Walter? - me preguntó en cuanto me vio. Su voz no
revelaba grandes esperanzas.
Yo meneé la
cabeza.
- Entonces -
dijo, con una voz firme en apariencia pero temblorosa en el fondo -, esta tarde
presenciaremos el final. Ha ocurrido algo.
- ¿Qué?
- Cuando vuelva
- dijo -. llevaré un martillo dentro de la camisa. Creo que hay una posibilidad
de alcanzarla antes de que ella me alcance. Si no... bueno, lo habré intentado.
Mire a mi
alrededor. Nos encontrábamos sentados en un reservado de la cafetería de Shorty
y Shorty se acercaba en aquel momento para preguntar qué queríamos. Parecía un
mundo equilibrado y tranquilo.
Esperé hasta
que Shorty se hubo ido a freír nuestras hamburguesas, y entonces pregunté
serenamente:
- ¿Qué ha
ocurrido?
- Otro
manifiesto, Walter, exige que instale otra linotipia. - Me miró fijamente, y un
escalofrío me recorrió la espina dorsal.
- Otra... George,
¿qué clase de borrador has compuesto esta mañana?
Pero,
naturalmente, yo ya lo había adivinado.
Reinó un largo
silencio después de que me lo dijera; no hice ningún comentario hasta el
momento de irnos. Entonces:
- George,
¿había algún límite de tiempo en esa solicitud?
El asintió.
- Veinticuatro
horas. De todos modos, ya puedes suponer que me resulta imposible conseguir
otra máquina en ese espacio de tiempo, a menos que encuentre alguna en la
región, pero... Bueno, no he discutido el límite de tiempo porque... Bueno, ya
te he dicho lo que voy a hacer.
- ¡Es un
suicidio!
-
Probablemente. Sin embargo...
Lo agarré por
un brazo.
- George - dije
-, debe haber algo que podamos hacer. Algo. Espera hasta mañana por la mañana.
Nos veremos a las ocho; y si no se me ha ocurrido nada que valga la pena
intentar, bueno... te ayudaré a tratar de destruirla. Quizá uno de los dos
pueda alcanzar una parte vital o...
- No, no debes
arriesgar tu vida, Walter. Ha sido culpa mía...
- Dejándote
matar no conseguirás resolver el problema - observé -. ¿De acuerdo? Espera
hasta mañana por la mañana.
El accedió y no
volvimos a hablar del tema.
Llegó el día
siguiente. Llegó justo después de medianoche, continuó, y aún seguía allí a las
siete cuarenta y cinco, cuando dejé mi habitación y me dirigí al encuentro de
George, para confesarle que no se me había ocurrido nada.
Aún no se me
había ocurrido nada cuando abrí la puerta de la imprenta y vi a George. El me
miró y yo meneé la cabeza.
El asintió
tranquilamente, como si ya los esperase, y habló en voz muy baja, casi en
susurros, supongo que para que la máquina no nos oyera.
- Escucha,
Walter - dijo -, no quiero que te mezcles en esto. Es mi propio funeral. Sólo
yo he tenido la culpa, yo y el hombrecillo de los granos, así que...
- ¡George! -
exclamé -. ¡Creo que ya lo tengo! ¡Eso... eso de los granos me ha dado una
idea! El... Sí, escucha: no hagas nada hasta dentro de una hora, ¿quieres
George? Volveré. ¡Es cosa hecha!
Yo no estaba
seguro de que fuese cosa hecha, pero la idea parecía digna de probarse, a pesar
de que constituyese una posibilidad remota. Y tenía que presentarla ante George
como algo seguro o, de lo contrario, habría llevado a cabo su plan ahora que ya
estaba decidido.
- Pero dime...
- empezó.
Señalé el
reloj.
- Son las ocho
y un minuto y no puedo perder el tiempo en explicaciones. Confía en mí durante
una hora ¿de acuerdo?
El asintió y se
dirigió hacia el taller mientras ya salía. Fui a la biblioteca y a la librería
local, y al cabo de media hora me encontraba de regreso. Entré en el taller con
seis enormes libros debajo de cada brazo y grité:
- ¡Hola George!
Un trabajo urgente. Yo mismo lo compondré.
En aquel
momento estaba sentado frente a la máquina, trabajando. Lo aparté de allí y me
instalé delante de la linotipia. El dijo frenéticamente:
- Oye, sal
de... - y me asió por un hombro.
Yo me libré de
su mano.
- Me ofreciste
un empleo, ¿verdad? Bueno, lo acepto. Escucha, George, vete a casa y duerme un poco.
O, si lo prefieres, espera en el despacho. Te llamaré cuando haya terminado.
Etaoin Shrdlu
parecía hacer ruidos de impaciencia, y yo guiñé un ojo a George - a espaldas de
la máquina -, haciéndole señas para que se fuera. El permaneció unos minutos donde
estaba, mirándome irresolutamente, y al fin dijo:
- Confío en que
sepas lo que haces, Walter.
Eso mismo
esperaba yo. Le oí entrar en el despacho y sentarse frente a la mesa para
esperar.
Mientras tanto,
yo había abierto uno de los libros que acababa de comparar, arranqué la primera
página y la coloqué sobre la tablilla de la maquina. Con una precipitación que
me sobresaltó, las matrices empezaron a caer, el elevador subió y Etaoin Shrdlu
escupió una línea en el componedor. Y otra. Y muchas más.
Yo permanecí
donde estaba, sudando.
Al cabo de un
minuto, volví la página; arranqué otra y la apoyé en la tablilla. Rellené el
componedor y luego lo vacíe. Y así sucesivamente.
Terminamos el
primer libro antes de las diez y media.
Cuando el reloj
dio las doce, George abrió la puerta y se quedó en el umbral, esperando que yo
me levantara y fuera a comer con él. Pero Etaoin seguía componiendo, así que
hice un signo negativo en dirección a George y seguí con nuevo original. Si la
máquina estaba tan interesada por lo que componía como para haber olvidado su
propio manifiesto acerca del horario, y no se detenía a la hora de comer, no
sería yo quién la interrumpiera. Aquello significaba que quizá mi idea tuviese
éxito.
La una y
seguimos adelante. Empezamos el cuarto de mis doce libros.
A las cinco ya
habíamos acabado el sexto y estábamos a mitad del séptimo. En el estante ya no
cabían más líneas, así que empecé a colocarlas en el suelo o a meterlas en el
tanque alimentador para dejar sitio a las demás.
Las cinco y
media, y no nos detuvimos.
George volvió a
asomar la cabeza por la puerta con una expresión esperanzada pero sorprendida,
y le volví a hacerle señas de que se marchara.
Me dolían los
dedos tras arrancar tantas hojas del libro, me dolían los brazos tras acarrear
tanto metal, me dolían las piernas tras numerosos caminos del banco a la
máquina y de la máquina al banco, y me dolían otras partes tras tantas horas de
permanecer sentado.
Las ocho. Las
nueve. Diez volúmenes terminados y sólo otros dos por hacer. Pero tenía que...
estaba dando resultado. Etaoin Shrdlu empezaba a trabajar más despacio.
Daba la
impresión de componer los tipos más reflexivamente, más pausadamente. En varias
ocasiones se detuvo unos segundos al final de una frase o un párrafo.
Cada vez más
despacio.
Y a las diez se
detuvo completamente y permaneció inmóvil, mientras un debilísimo zumbido se
escapaba del motor, zumbido que fu disminuyendo de intensidad hasta hacerse
casi inaudible.
Me pues en pie,
sin apenas atreverme a respirar, hasta haberme asegurado. Las piernas me
temblaban mientras iba hacia la mesa de herramientas y cogía un destornillador.
Retrocedí hasta llegar nuevamente junto a Etaoin Shrdlu y, lentamente - con los
músculos tensos para saltar hacia atrás si ocurría algo -, metí la mano en la
máquina y saqué un tornillo del segundo elevador.
No ocurrió
nada, así que lancé un profundo suspiro y desmonté la prensa de tornillo.
Entonces, con
una nota de triunfo en la voz, llamé: «¡George!» y mi amigo acudió corriendo.
- Coge un
destornillador y una llave inglesa - le dije -. Vamos a desmontarla y... bueno,
tienes un agujero enorme en el jardín. La meteremos allí y rellenaremos el
agujero. Mañana tendrás que procurarte otra linotipia, pero me imagino que
puedes permitirte ese lujo.
Miró el par de
piezas que yo había desmontado y que reposaban en el suelo, y dijo: «Gracias a
Dios», después de lo cual se fue a buscar las herramientas requeridas.
Yo también me
acerqué a la mesa de herramientas, y de pronto comprendí que estaba tan agotado
que tendría que descansar un poco, así que me dejé caer en una silla. George se
aproximó y se quedó a mi lado. Dijo:
- Y ahora,
Walter, ¿querrás explicarme cómo lo has hecho? - Había admiración y respeto en
su voz.
Le sonreí.
- Lo que
dijiste sobre el grano me dio la idea, George. El grano de Buda. Esto y el
hecho de que la linotipia reaccionara de ese modo frente a lo que aprendía. ¿Lo ves, George? Era una mente virgen, a excepción de lo que nosotros
le proporcionábamos. Compone libros sobre las relaciones laborales e inicia una
huelga. Compone novelitas románticas, y solicita una linotipia para que...
»Así que le he
proporcionado budismo, George. He traído todos los malditos libros sobre
budismo que he podido encontrar en la biblioteca y la librería.
- ¿Budismo? Walter,
¿qué demonios tiene que ver...?
Me levanté y
señalé a Etaoin Shrdlu.
- ¿Lo ves, George? Cree lo que compone. De modo que le he proporcionado
una religión que la convenciera de la absoluta inutilidad de todo esfuerzo y
acción, así como de lo deseable que puede resultar la inexistencia. Om Mani padme hum, George.
»Mira... no le
importa lo que pueda sucederle y ni siquiera sabe que estamos aquí. ¡Ha
alcanzado el nirvana, y se dedica a la contemplación del tornillo de la leva!
FIN
Edición digital
de Paul Atreides