Martin
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A lo largo de este libro hemos emprendido el ensayo de contemplar a Martin Heidegger «en su época», es decir, en el contexto de las épocas históricas a las que perteneció su vida, desde la Kulturkampf hasta la «revolución estudiantil», como podría decirse. Nos hemos preguntado qué es lo que Heidegger percibió o no percibió, lo que retuvo y lo que buscó cambiar de ese período que abarca los dos primeros tercios del siglo XX. En ello residen, a la vez, los límites del planteamiento de nuestra cuestión, pues no se han separado la vida del pensamiento, pero la obra se ha traído a colación sólo en la medida en que fuera significativa para la vida en su «época histórica» y estuviera referida a esa misma época. Es por eso por lo que el tema reza «Política e historia en la vida y el pensamiento de Martin Heidegger». No se puede negar que este planteamiento sólo es de interés público porque existe un fenómeno espectacular por el que Heidegger entró en una relación tan estrecha como relevante con el mundo «de la historiografía vulgar», es decir, su compromiso nacionalsocialista de 1933-1934, así como los efectos resultantes de éste. Sin embargo, no se debe pasar por alto que en todo ello no se trataba de una «excursión» desde el territorio de la filosofía a la región de la política de cada día, pues a ese compromiso subyacía una esperanza «filosófica» que a lo largo de los siguientes años y decenios desembocó, a través de diversas modificaciones, en una esperanza menos confiada y optimista respecto del estado del mundo en total. Ese estado del mundo se caracteriza, según Heidegger, por el dominio del historicismo y la historiografía, que son, en sí mismos, maneras de aparición de la «consumación de la metafísica» y del «dis-positivo». De ahí que la relación con la política y la historia no sea meramente episódica, sino esencial, en la vida de Heidegger y para el pensamiento de Heidegger. Sin embargo, esa relación no era omniabarcante, y en esa medida no se daba la posibilidad de tratar, en un sentido especialmente pronunciado, de «Martín Heidegger en su época». La expresión anterior puede tener significados diversos. Si se subraya el pronombre posesivo, entonces de lo que se trata es de una relación extraordinariamente excepcional, es decir, la influencia determinante ejercida por un individuo sobre «su época» o, al menos, la índole especial de ese mismo individuo, en el que así aparecerían los rasgos característicos de la época. En este sentido cabría hablar de «Napoleón en su época», pero es dudoso que fuera admisible elegir como tema a «Bismarck en su época» o a «Churchill en su época». Los coautores de la historia mundial fueron demasiado importantes y numerosos como para que se pueda efectuar una coordinación exclusiva entre esos grandes hombres y la época en la que vivieron, y ello aun cuando se adopte previamente una demarcación regional relativa a Alemania o bien al Reino Unido. En cambio, sí es lícito efectuar esa coordinación cuando se trata de realidades colectivas, como son los partidos y los «movimientos». Así, por ejemplo, cabría hablar del «fascismo en su época», lo que significa que éste fue el fenómeno más característico, esto es, más sorprendente y por sus repercusiones más pleno de consecuencias, de la época comprendida entre 1919 y 1945. En este sentido tan señalado se podría tal vez hablar de «Martín Heidegger en su período de la Filosofía», de Heidegger, el «revolucionario filosófico», quien, por su acción y reacción, transformó de tal modo la filosofía que por obra de él y después de él ya es otra cosa distinta de lo que había sido antes de su actividad. Dentro de este planteamiento se debería hablar de la filosofía de la vida y de la fenomenología, de Dilthey y Husserl, del pragmatismo y del análisis del lenguaje, de Wittgenstein y Carnap, y se consideraría de mal gusto, o al menos como una metábasis eis allo genos, mencionar tan sólo el rectorado de Heidegger o la política de facultad de Dilthey. Sin embargo, estoy convencido de que también se entiende a Heidegger de un modo insuficiente cuando se lo contempla como «únicamente filósofo». Pese a todo, si hemos tenido tan en cuenta al filósofo es para evitar caer en la tentación de omitir lo esencial en favor de lo inesencial, como es el caso de las biografías de Farias y Ott. «Un hombre en su época» puede significar también que el individuo aislado se encuentra acosado y sacudido por las circunstancias, demasiado poderosas, en las que se halla arrojado, y que, pese a ello, encuentra de algún modo un camino para preservar su vida o, en todo caso, su dignidad. Así se condujo «Schwejk en su época», y así también el «cabo segundo Müller» en la guerra mundial, hubiera caído o sobrevivido. El hombre individual no es aquí, como Napoleón, el sujeto de la época, sino su mero objeto. Sin embargo, «un hombre en su época» también puede ser la imagen especular del tiempo que le tocó vivir. En efecto, ese hombre estará en consonancia o en contradicción con las tendencias más marcadas de su tiempo, constantemente a la pista de lo último, tomando parte de igual modo en sus cimas y sus abismos. En este sentido, se podría hablar de «Egon Erwin Kisch en su época» o de «Ernst Jünger en su época». Heidegger no fue el sujeto de su época, en cualquier caso no de su época histórica y política, pues lo fueron Hitler y, a su manera, también Lenin y Stalin; tampoco fue el mero objeto de su época, ya que ni en la Primera ni en la Segunda Guerra Mundial llegó a ser un soldado del frente, y no careció de empleo o de medios de subsistencia en el período de entreguerras; en esa misma medida, Heidegger tampoco fue una imagen especular, pues vivió en esa segura distancia de lo inmediato que es característica de la mayoría de los profesores y, posiblemente, la condición previa más importante para un pensar continuado. Y, sin embargo, en su vida hubo prolongaciones hacia cada una de las tres relaciones fundamentales. Queremos situar ante la vista una vez más, en un resumen en extremo conciso, la etapas de la vida y, a la vez, los rasgos fundamentales del pensamiento de Heidegger, siempre que tengan alguna relación con la política y la historia y siempre que se los pueda acercar a la intuición en la forma de «palabras clave». En 1889, cuando Heidegger nació, la Kultukantpf había tocado a su fin gracias al acuerdo que firmaron en Prusia Bismarck y el Papa León XIII, y con ello finalizaba una lucha en la que se habían enfrentado, por una parte, la Iglesia católica, y, por otra, el recién fundado Imperio germánico de Bismarck y el liberalismo, que había plantado batalla contra los «papistas» y los «enemigos internos». Sin embargo, en la badense Meßkirch se prolongó la Kultukantpf hasta que los católicos recuperaron en 1895 la iglesia de San Martín, en la que el padre de Heidegger trabajó de «sacristán» y donde su hijo ejerció las actividades de monaguillo y «campanero». Determinado al sacerdocio y con la ayuda de becas concedidas por la Iglesia, el joven Martin acudió a los institutos de Constanza y Friburgo en calidad de seminarista, iniciando en 1909 sus estudios de teología. En esta época recibió, en especial, la influencia de Carl Braig, el representante más destacado del «antimodernismo», accediendo luego a la filosofía escolástica a través de la obra de Franz Brentano Del significado múltiple del ente según Aristóteles, libro que en 1907 le había regalado su mentor, el más tarde arzobispo Dr. Conrad Gröber. En 1910, el estudiante de teología escribe en un artículo periodístico sobre la inauguración de un monumento dedicado a Abraham de Sancta Clara en la ciudad natal de este último, Kreenheinstetten. Allí encontramos la frase: «Que nuestra época de la cultura externa y de los cambios rápidos, sin embargo, mire más hacia delante mirando hacia atrás», y también allí denuncia el filósofo el moderno declive de la salud y del valor del más allá. Forzado por motivos de salud a abandonar los estudios de teología, Heidegger emprendió en 1911 los estudios de matemáticas y de filosofía en la atmósfera liberal y marcada por el neokantismo de la Facultad de Filosofía de Friburgo, aunque permaneció en el círculo de influencia del la cátedra de Filosofa Cristiana. No en vano, en su escrito de habilitación sobre La doctrina de las categorías y del significado de Duns Scoto Heidegger caracterizó su propia tentativa de pensamiento como una «filosofía de la intimidad que rinde culto a Dios», situando la vida del hombre medieval, determinada por la «relación primitiva del alma con Dios», en una oposición positiva respecto de la «prolijidad banal, en cuanto al contenido», de la vida moderna. Sin embargo, postula también una controversia con el «más poderoso sistema de una visión del mundo historiográfica», o sea, con el de Hegel. El llamamiento a cátedra de Husserl a Friburgo, que tuvo lugar en 1916, significó el comienzo de una nueva etapa que, no obstante, había sido preparada por la fuerte impresión que a Heidegger le habían producido, ya antes de la guerra, las lecturas de Nietzsche y Dostoievski, de Rilke y Trakl, así como el estudio de la las obras de Lask y Rickert. El joven Privatdozent, quien, contra sus esperanzas, no había sido llamado a ocupar la cátedra de Filosofía Cristiana, dio un giro a sus intereses hacia la fenomenología y al estudio de Schleiermacher y Lutero. Su matrimonio con la hija de un alto oficial prusiano provocó, al parecer, su distanciamiento del «sistema del catolicismo», lo que supuso, probablemente, el primer «viraje» y un trauma duradero en su vida, pues implicaba la ruptura del voto solemne contraído por la educación católica de su infancia. Después de la guerra, que externamente apenas le afectó e internamente sólo de un modo difícil de reconocer en su justa medida, postuló en sus lecciones un «ateísmo por principio», pero siguió criticando como antes la «celeridad desarraigada del presente». Llamado en 1923 a Marburgo, produjo un gran efecto sobre sus oyentes y, sobre todo, sobre un círculo de discípulos significativos, efecto que irradió al resto del mundo con la publicación, en 1927, de Ser y tiempo. Y con esa tentativa de vincular el antiguo concepto heredado de «ser», en firme oposición respecto de su significado clásico, con el «tiempo», sin duda con la temporalidad del ser-ahí humano como temporalidad extática, se convirtió, así, según la opinión generalizada, en el campeón del existencialismo y el nihilismo, es decir, de una nueva forma de la filosofía trascendental que rechaza la kantiana prueba moral de la existencia de Dios y entrega al hombre individual a su desnudo «estar arrojado», mientras que el «ser» y el «mundo» son reducidos al mero «proyecto». Referencias marginales al «pueblo», al «destino» y a los «héroes», por los que el ser-ahí puede optar expresarse, encuentran escasa consideración por parte de Heidegger; una atención mucho mayor, sin embargo, merecen las afirmaciones, de acento bastante desdeñoso, relativas al «Se» y al «espacio público». Desde 1928, y de nuevo en Friburgo como sucesor de Husserl, Heidegger desplegó una brillante actividad, y la definición del hombre como «el que sostiene el sitio de la nada», ofrecida en su lección inaugural, le hizo aparecer aún más ante el espacio público como un «nihilista». Al parecer, el desarrollo de la República de Weimar y, en especial, el avance del comunismo le llenaron de una gran preocupación, aunque de estos temores y cuidados no aparece ninguna expresión directa en sus libros, conferencias y lecciones. De ahí que para el espacio público -en la medida en que, en medio de la conmoción de los sucesos de la «toma del poder nacionalsocialista», hubiera prestado siquiera atención a las universidades‑, fuera una gran sorpresa el que Heidegger se hubiera dejado elegir como rector e ingresara en el Partido Nacionalsocialista. Y es evidente que, en su discurso rectoral, Heidegger estaba haciendo expresa una de sus más antiguas convicciones al decir que la «agonizante cultura de la apariencia» se hundía ahora en sí misma. Sin embargo, no resultó del todo claro para sus observadores lo que él quería establecer como «lo nuevo», y seguramente hizo que se extrañaran sus mejores amigos cuando en verano, durante un llamamiento a los estudiantes, Heidegger formuló lo siguiente: «No son los “dogmas” ni las “ideas” las reglas de vuestro ser. El Führer mismo y sólo él es la realidad actual y futura y su ley.» Sin embargo, cabría preguntarse cómo se concilian la definición de Heidegger de la ciencia, entendida como el «inquisitivo mantenerse firme en medio del ente en total que permanentemente se oculta», con la «visión del mundo de Adolf Hitler», quien creía saber con total certeza que la verdadera realidad consistía en la «sustancia de carne y sangre» del pueblo alemán, realidad que estaría amenazada por el asalto del «intelectualismo judío» y que, por ello, debía ser asegurada para la eternidad mediante la aniquilación de esa amenaza y mediante la conquista de un mayor «espacio vital». No fueron meras diferencias externas las que condujeron a Heidegger en 1934 a la dimisión de su cargo. Pero Heidegger no se convirtió luego en un «combatiente de la resistencia», como tampoco en uno más de quienes optaron por el «exilio interior». Sus lecciones sobre Hölderlin y sobre Nietzsche permitieron que se hiciera mucho más claro lo que él había buscado, pero no hallado, en 1933, y por ello había cometido un error que, sin embargo, no fue un mero error. Ciertamente, Heidegger equiparó al nacionalsocialismo, de una manera apenas disimulada, con el bolchevismo y el americanismo, considerándolo una forma de aparición de una modernidad en la que «no impera lo presente [Anwesende], sino que domina el asalto»; sin embargo, en su interior, Heidegger no llegó a separarse del pueblo alemán, que para él continuó siendo «el pueblo con más vecinos y, por tanto, el pueblo más amenazado y en todo ello el pueblo metafísico dirigiendo sus más duras palabras a la entrada de los EE.UU. en la guerra. Fue, precisamente, durante los últimos años de la guerra cuando Heidegger realizó algunas de sus más negativas declaraciones sobre el Dios autoritario del Antiguo Testamento y sobre el «gigantesco bastión de la esencia de la verdad, determinada, en un sentido plural, “romanamente”». Pero también habló de «la maravilla de todas las maravillas, que es ente», y en éste su ser deviene «experienciable» «únicamente para el hombre de entre todos los entes». En ello sale a la luz el motivo fundamental de Heidegger, motivo que se destaca considerablemente sobre lo político, es decir, el de despojar de su ser-habituales a las «cosas habituales»: «un árbol, una montaña, una casa, el canto de un pájaro», haciendo que puedan ser vistas como lo extraordinario que ellas son. Desde 1945, y en medio de la época, dura y opresiva para Heidegger, de la «depuración política», este motivo se hizo patente con mayor fuerza cada vez, determinando en gran medida su «última filosofía» con los conceptos «acontecimiento propicio» y «cuaternidad». Es posible contemplar esos dos conceptos a partir de las experiencias y decepciones políticas de Heidegger, y entonces se podrá ver un giro hacia el «quietismo» y la «religiosidad» en el último y más largo período de la vida del filósofo, que ya no estará caracterizado por acontecimientos tan relevantes como lo habían sido la publicación de Ser y tiempo y la aceptación del rectorado. Pero es evidente que hay raíces metapolíticas para expresiones como «el hombre es el pastor del ser», para un término como el del «olvido del ser» y para una frase como «Por todas partes gira el hombre, expulsado de la verdad del ser, en torno a sí mismo como animal rationale». Y pueden aducirse buenas razones para ver, en la derivación del «estar a la vista» a partir del «estar a mano» en Ser y tiempo, la base de aquella «hostilidad contra la ciencia» que se destacaría en el último Heidegger de un modo tan señalado, no siendo, sin embargo, sino la otra cara del mantenerse aferrado al «mundo humano». Ello se revela, tal vez del modo más sorprendente, en la afirmación según la cual el espacio cósmico es «carente de mundo» y la Luna desaparece como Luna al ser pisada por los astronautas, pues desde ese momento ella habrá dejado de salir y de ponerse. Heidegger debió tener la impresión de estar oyendo algún malsonante graznido cuando, desde la profundidad de sentido de su filosofa, hubo de atender una y otra vez a las preguntas sobre su error político y a las voces que le exigían «confesiones de culpa» a propósito de los campos de la muerte nacionalsocialistas. Pero él no se encontraba dispuesto a ofrecer una respuesta adecuada a esos interrogantes, sino sólo a las nivelaciones y difuminaciones de la entrevista del Spiegel, y por ello hubimos de llamar a este episodio el punto más bajo al que había llegado esa vida dedicada al pensamiento. Heidegger podía haber dado una respuesta adecuada desde sus conceptos de la «historia del ser» y de la «consumación de la metafísica». Y quizá encontremos una respuesta esclarecedora, aunque seguramente no será adecuada, si partimos del concepto historiográfico del «sistema liberal» o de la «sociedad problematizante-problemática». Heidegger mismo fue una encarnación de esa sociedad que se presenta a la vista en innumerables facetas o modificaciones individuales. Sin embargo, parece que él nunca llegó a reflexionar explícitamente sobre ello. El elemento más antiguo de esa sociedad es el cristianismo católico, que ha sobrevivido inquebrantado, si bien con algunos cambios, cerca de dos milenios. La leyenda que describe a Pedro como el primer papa de Roma posee cierta verdad interna, pues muestra la temprana vinculación de la nueva fe con el mundo romano, a cuya destrucción contribuyó y del que tantas cosas adoptó. Sin embargo, esta fe era judía en su origen, y el monoteísmo judío continuó siendo su carácter principal, aun cuando el severo y encolerizado Yahvé del Antiguo Testamento se había convertido entretanto en el amantísimo y misericordioso Dios y en el Padre de Jesucristo. Pero hacía tiempo que lo griego había entrado a formar parte de lo romano, y, gracias a la actuación de los Padres de la Iglesia, Platón y Aristóteles pasaron a convertirse en los iniciadores de la «filosofia cristiana». Ésta era, sobre todo, una doctrina de la creación e inteligibilidad del mundo, en el que el hombre ocupaba una posición singular como criatura y como portador del intellectus, es decir, de la ratio. En efecto, perecedero como el resto de las criaturas y, sin embargo, dotado de un alma inmortal, el hombre podía llegar por su conocimiento y fe hasta Dios, al que se entendía como el ser perfecto, es decir, sin negatividad, y del que eran propias tanto la omnipotencia como la omnisciencia. El hombre, pues, vivía en un mundo de Dios, un mundo que no habría sido creado por él y en el que en modo alguno era como una simple ola en el océano; es más en el edificio de pensamiento de Tomás de Aquino podría parecer como si, dentro del mundo de Dios, el mundo del hombre tuviese una estructura organizada tan bella como la de aquél. En efecto, se trataba de una estructura en la que ocupaban una posición igualmente significativa tanto los campesinos y los mendigos como los ciudadanos y la nobleza, llegando hasta el káiser y el papa. En cambio, pronto comenzó a retroceder considerablemente el peso de aquella convicción, tan arraigada en el cristianismo antiguo tardío, acerca de la abyección de «este mundo», aunque siguió viva en la medida en que se había rechazado la antigua concepción judía de un reino de Dios en la tierra en favor de la idea de una redención que sólo tendría lugar en el más allá, por no hablar de fenómenos heréticos marginales. De un modo análogo, en la teología, con el acercamiento a Dios por el pensamiento y las ideas, se dio prioridad a la via eminentiae respecto de la via negationis; es decir, se concedió superioridad a la posibilidad de pensar a Dios como el todopoderoso, omnisciente, supremamente justo y que ama con amor puro, respecto de la otra posibilidad, la de salir al encuentro del deus absconditus con temor y temblor, un Dios que, así, era la antítesis de todo lo conocido y, por ello, en cierta medida, se identificaba con «la nada». Aunque no era una unidad fijada de una vez por todas, la religión cristiano-católica dominó completamente al mundo medieval desde sus iglesias y monasterios a través del repicar de sus campanas, que llamaban al servicio de Dios y cuyo sonido atravesaba todo el territorio de Occidente, y desde el sentimiento de piedad que llenaba al pueblo y penetraba incluso hasta la más pequeña aldea. Sin embargo, su dominio no fue tan intenso como el ejercido por el islam sobre sus creyentes, quienes, en cuanto umma, en cuanto comunidad de los creyentes, debían rezar cinco veces al día echados en el suelo y en dirección a La Meca. Pero tampoco se daba en el cristianismo de la época ningún «califa» que representara el gobierno mundano y espiritual; el vértice supremo de hallaba repartido entre dos «poderes», el papa y el káiser, bajo los cuales se encontraba una nobleza guerrera que en ninguna época llegó a ser una mera nobleza de espada, y ello a pesar del sistema feudal y de la ministerialidad. De igual modo, en los huecos de esa estructura triádica existían las ciudades libres, que se gobernaban a sí mismas y respecto de las cuales no se dio nada análogo en Oriente o en Rusia. Los campesinos constituían la base de una sociedad que no era una simple «sociedad» en el sentido moderno de la palabra, y no eran meramente pasivos, sino que, en cuanto fuente permanente de renovación para un clero que (en principio) vivía en el celibato, podía llegar a los puestos más altos. No era una pura imaginación, por tanto, cuando el romanticismo idealizó más tarde esta sociedad, que era una comunidad creyente situada «entre el tiempo y la eternidad», aunque naturalmente cabría descontar de lo anterior la cruel represión de los herejes, las continuadas guerras y reyertas, los duros castigos y la peste que también caracterizaban a esa época. Como hemos visto, es dificil encontrar un lugar en el que ese mundo se encontrara tan vivo como en la Alta Suabia, con sus iglesias, castillos y antiguas ciudades libres del Imperio. Es indudable que Martin Heidegger llevaba en su interior la honda impronta de ese medio. Si todavía hay alguien de veinticinco años que quiera escribir una filosofía de la «intimidad rinde culto a Dios», ése estará tocado en su fuero más interno por ese «mundo de Dios», y tendrá que rechazar, con una mirada de condena, la prolijidad banal de los rápidos cambios de la modernidad. Pero ya desde los inicios del siglo XVI, y precisamente por obra de la Reforma, ese mundo católico había comenzado a añadir, a las diferencias ya presentes hasta entonces, la nueva y decisiva diferencia de confesiones. Como tal, de ésta no resultó en modo alguno un espítitu moderno, sino más bien, en buena medida, una reacción cristiano-fundamentalista contra la «secularización» de la Iglesia en el Renacimiento. Sin embargo, esa diferencia de confesiones era el presupuesto elemental de toda «modernización», pues suponía plantear la reivindicación de una verdad religiosa que entraba en competencia con la primera, lo que ofreció al individuo la posibilidad de negar los dos «absolutismos» y buscar un nuevo camino. Los ejemplos de John Locke y Pierre Bayle permiten constatar esta «productividad de la diferencia». Pero ya el «sacerdocio general» de Lutero había significado el rechazo de una autoridad hasta entonces intocable y, con ello, la promoción de la libertad individual de decisión. Mas, en último término, también implicaba una «secularización» y, a consecuencia de las nuevas Iglesias provinciales, con el príncipe como obispo supremo, también supuso una regionalización, es decir, por su tendencia implicó una «nacionalización». Además, deshizo la armonía entre la «naturaleza» y la «gracia» y, en esa medida, también la inserción unitaria del «mundo de Dios». De ahí que el pensamiento católico siempre haya visto en la Reforma el primer levantamiento del espíritu rebelde del hombre contra la autoridad fundada por Dios y, por tanto, el origen de todas las demás revoluciones. En cambio, los pensadores protestantes y, más adelante, los liberales identificaron en los hechos de Lutero, Zuinglio y Calvino el origen de todo progreso histórico, el primer impulso de salida desde la inmovilidad de una sociedad estamental, incluso de castas, que estaba unida por la religión pero que era incapaz de desarrollo. Es indudable que Heidegger compartió la primera concepción hasta la Primera Guerra Mundial, pero entonces desvió su rumbo hacia el estudio de Lutero y de Schleiermacher, y en 1919 se separó definitivamente del «sistema del catolicismo». Sin embargo, no expresó ninguna protesta cuando su esposa lo definió como «de pensamiento protestante» en contraste con Engelbert Krebs, o cuando Husserl, al parecer, lo trataba como a un «antiguo» católico. Con ello daba Heidegger un paso que en la historia del mundo ya había tenido lugar cuatrocientos años antes; pero, al igual como en el desarrollo histórico mundial, ese paso no condujo a la victoria de una nueva fe sobre la antigua, sino más bien a la coexistencia de dos realidades, a conflictos internos y a tensiones. Pero algo hay seguro: que Heidegger no habría podido escribir Ser y tiempo si hubiera continuado siendo, enteramente y sin reservas, un habitante de Meßkirch, y quizá tampoco si hubiera ocupado la cátedra de Filosofa Cristiana. No obstante, aunque hizo amistad con algunos teólogos cristianos como Rudolf Bultmann, y aunque permitió que sus hijos recibieran una educación católica, Heidegger nunca llegó a formar parte de un mundo de vida evangélico, y jamás efectuó la salida oficial de la Iglesia católica. En principio, Heidegger no parecía estar interesado por el Renacimiento-Humanismo ni por su correspondiente orientación hacia la antigüedad griega, pero tampoco por la religión protestante y de tintes ilustrados de la época de Goethe. Heidegger sólo encontró su camino hacia los presocráticos a través de Nietzsche, y el acceso a Hölderlin a través de Von Hellingrath; fue únicamente en su última época cuando trabó una relación más estrecha con la obra de Goethe. Fichte, Schelling y Hegel eran parte de una ocupación, prolongada a lo largo de toda su vida, con los «grandes filósofos», y sólo en casos excepcionales se ocupó de y estudió a aquellos que habían sido filósofos de segunda categoría. Sé de buena tinta que durante sus seminarios hubo alguna ocasión en la que Heidegger, señalando a la «literatura filosófica mundial» apilada en las estanterías, afirmó con tono despectivo que «la mayor parte de todo eso no tendría que haberse escrito». ¿Cómo hubiera podido interesarse por la ingente plenitud de detalles de la «historiografía»? La consecuencia más importante de la Reforma fue el nacimiento de la ciencia moderna y de la Ilustración. Y, en la medida en que dieron una importancia central a la soberanía de la «razón» y adoraron a los «forjadores del mundo», la ciencia y la Ilustración supusieron un giro transformador de la concepción del «mundo de Dios», pues la «razón» significaba aquí tanto como la «razón del mundo», fundadora de la inteligibilidad de mundo y de la capacidad de concocimiento del hombre. Mas, por otra parte, fueron ilustrados como Diderot, La Mettrie, Helvétius y también Rousseau los mayores responsables del entronizamiento de la razón, al poner de relieve los instintos y el sentimiento, y de la suplantación del «mundo de Dios» mediante el «mundo del hombre», algo que, a su manera, ya habían emprendido Francis Bacon con su «regnum hominis» y Berkeley con la equiparación del esse con el percipi. Ser y tiempo, por su derivación del «estar a la vista» desde el «estar a mano» y por el concepto de «ser-en-el-mundo», así como por la expresión «las fuerzas configuradoras de mundo del ánimo humano», parece situarse en la estela de esa segunda vertiente de la Ilustración a la que, a su manera, pertenece también el criticismo kantiano, mientras que la cosmología hegeliana es un ejemplo señalado de la concepción racionalista, desde la cual se define al hombre como la autoconciencia de la razón del mundo y, en esa medida, de Dios. Pero la orientación antropocéntrica de la Ilustración encerraba también en sí misma una tendencia política de la que no cabe hallar en Ser y tiempo analogía alguna. Como aquélla se había dirigido contra el ancien régime y el absolutismo, hizo del concepto de la «igualdad» su bandera, y en su forma extremista quiso extirpar la raíz de la desigualdad, que consideraba situada en la propiedad privada. Sus protagonistas fueron Morelly y Mably, así como Linguet, siendo en Babeuf donde el igualitarismo alcanzó su cima, y ello en la medida en que llegó a tachar de conspiradores contra la igualdad a «los más inteligentes». No es dificil ver que esta concepción podía conectarse con el rechazo de la «avaricia», heredado de los antiguos y de los Padres de la Iglesia, y con la realidad, aún vigente pese al absolutismo, de la «democracia de aldea». Pero esa concepción también representaba, al mismo tiempo, una crítica «progresista» a la sociedad aristocrática y una negación reaccionaria y radical de la complejidad, ya evidente, de la vida moderna y sus fenómenos de división del trabajo, diferenciación y profesionalización. En la Revolución francesa, esta tendencia adquirió un fuerte impulso con los enragés de Jacques Roux, el sansculotte radical Hébert y la conspiración en pro de la igualdad de Babeuf, aunque fue una y otra vez demorada y reprimida. En esos hombres y movimientos nació la forma sempiterna de la extrema izquierda, que es un movimiento de protesta «eterno», pues sus reivindicaciones de fondo permanecen idénticas en todas las épocas. Y ello es así porque la extrema izquierda, en su núcleo, no se dirige meramente contra estructuras sociales concretas y «privilegios» obsoletos, sino contra la estructura social en absoluto, es decir, contra toda desigualdad fijada e institucionalizada. Pero no sabría mencionar ni un solo pasaje de las obras de Heidegger en el que se hable de esos hombres y movimientos o de la Revolución francesa en sí misma. Sin embargo, hay varios lugares en los que el filósofo subraya tanto el «rango» y el «nivel», que uno no puede menos que atribuirle una mayor cercanía al lema «orden, diferencia, distancia» de la derecha, configurada a partir de aquellos procesos, que al de «libertad, igualdad y fraternidad» de la izquierda cohesionada de entonces. Tampoco se manifestó Heidegger con demasiada frecuencia sobre la «revolución industrial». Ya citamos más arriba aquella declaración sobre el desarraigo y la carencia de patria del hombre moderno, algo que él había aprendido de Hegel y Marx. En la página 392 de las Contribuciones encontramos la frase siguiente: «La máquina, su esencia. La servidumbre que ella fomenta, el desarraigo que ella trae. “Industria” (empresa): los obreros industriales [son] arrancados de la patria y la historia, vendidos a un salario. Educación de máquinas, la maquinación [Machenschaft] y la comisión [Geschäft]. ¿Qué giro transformador se establece aquí? (¿mundo-tierra?) La maquinación y la comisión. El gran número, lo gigantesco, pura expansión y creciente banalización y vaciamiento. La necesaria caída en lo ramplón y lo inauténtico.» Las afirmaciones de Heidegger acerca de la época historiográfica de la revolución industrial son, pues, bastante concisas e insuficientes; pero la «maquinación» y la «banalización» forman parte de aquella crítica del presente que se prolonga a toda la obra de Heidegger y en cuya conexión con el concepto de la historia del ser es evidente que alcanza una dimensión más profunda de lo que pudieran hacerlo los análisis «historiográficos» de la «doble revolución». Evitaré preguntar ahora si la crítica del presente también se vincula con las escuelas filosóficas a cuya influencia se abrió el joven Heidegger con total espontaneidad, escuelas que no eran sino la filosofía de la vida, el neokantismo y la fenomenología. Pero tampoco preguntaré si esa crítica del presente no responderá en su esencia a la tradicional crítica católica a la secularización, la descomposición y la revolución, sin que sean por ello idénticas. Quiero, más bien, dirigir por un momento la atención al más singular de los elementos presentes en el «polígono» del sistema liberal o de la sociedad problematizante-problemática, es decir, el judaísmo. Como elemento, el judaísmo está contenido, precisamente, en el cristianismo más antiguo, y lo está, por cierto, de un modo más claro que la filosofía de los griegos. Pero el judaísmo también continuó viviendo como tal, al contrario que el elemento de lo griego antiguo, al lado del cristianismo, si bien tolerado y combatido, separado y separándose, despreciado y, no obstante, desempeñando un papel destacado en el fomento de la economía de mercado y de la monetaria. Gracias a la Ilustración, los judíos fueron liberados como individuos (Lessing), pero severamente combatidos como grupo (Voltaire). En efecto, la máxima de la Ilustración en este punto era la de concederles todo en cuanto hombres y negarles todo en cuanto nación. Siguiendo un principio muy similar, el Imperio de Bismarck quiso en sus inicios otorgar sin restricción el derecho de ciudadanía a los católicos individuales, pero no estaba dispuesto a tolerar un partido católico ni la internacionalidad de la Iglesia. En ambos casos salió a la luz con toda claridad el problema de base del sistema liberal, consistente en haber hecho que convivieran juntos hombres de procedencia histórica diferente sin tomar en cuenta sus identidades, es decir, sin despreciar ni fijar las diferencias; simplemente se dejó que éstas llegaran a ser productivas, si bien en un amargo conflicto que, no obstante, no fue el de una guerra civil o el de un análogo de ella, como lo sería, por ejemplo, una deportación. Y así fue cómo los judíos se dividieron entre los promotores de la emancipación, que habría de identificarse con una asimilación, y sus adversarios, que querían preservar el carácter de «religión del pueblo». Los unos habrían de dividirse aún en moderados y radicales, mientras que los otros lo harían en tradicionalistas (religiosos) y secularistas («nacionalistas», sionistas). Los defensores de la emancipación radical se sumaron a los movimientos revolucionarios, que aspiraban a una humanidad indiferenciada y pudieron apoyarse en o invocar una de las tradiciones más características del judaísmo: a la tradición del mesianismo del más acá, del venidero reino de Dios sobre esta tierra, lo que significaría al mismo tiempo, según habían anunciado los profetas, la victoria del pueblo elegido de Dios. Como reacción a esto surgió entre los liberales un «antisemitismo» que rechazaba la rigidez e inmutabilidad de la Ley judía. Así ocurrió entre los conservadores, que ante todo lucharon contra los judíos revolucionarios, y también entre los socialistas, quienes habían visto en los judíos especialmente en -Rothschild- a los representantes del mammonismo. Sin embargo, se trataba de un grupo relativamente minoritario que ofreció una interpretación indudablemente excesiva. En efecto, de acuerdo con esa interpretación los judíos no habrían caído atrapados, como consecuencia de poderosas tendencias históricas de desarrollo, en una situación difícil aunque significativa en algunos aspectos, sino que ellos serían los causantes de esos procesos de la historia mundial. Mas, aun en este grupo, sólo muy rara vez se exigió que se exterminara por ello a los judíos como si fueran bacterias perniciosas. El primer judío significativo con el que Heidegger se encontró fue Edmund Husserl, pero la cuestión es la de si Heidegger llegó a percibir alguna vez a su maestro como judío, pues Husserl pertenecía a la confesión evangélica. Sin embargo, más tarde conoció a un buen número de ellos, tanto en el círculo de discípulos de Husserl como por sí mismo: Hans Jonas, Edith Stein, Wilhelm Szilasi, Hannah Arendt, Herbert Marcuse, Helene Weiss y otros. Ninguno de ellos afirmó jamás que hubiese advertido en Heidegger «tendencias antisemitas». Pero, aunque se pudieran probar tales reacciones y sensaciones, el concepto nivelador «antisemitismo» no haría sino encubrir lo decisivo, que sin duda Heidegger ni tan siquiera intentó (lo que sí hizo, de forma explícita, un pensador tan destacado como Ludwig Klages) vincular sus «grandes conceptos» -como el del olvido del ser o el de la consumación de la metafísica- con «los judíos». En esa medida fue él la antítesis de Adolf Hitler, y lo seguiría siendo aun cuando hubiera dicho ocasionalmente que no tenía simpatía alguna por los judíos. o que en América los judíos trabajaban contra él. En el siglo XIX, el europeo fue finalmente consciente de que esa sociedad tan rica en conflictos, que no sólo no había perecido en la Francia de la Revolución francesa, sino que se había desplegado, era una sociedad de crisis espirituales y políticas y no sólo de crisis económicas. El despegue de la industria textil inglesa destruyó ampliamente la producción artesanal autóctona de Westfalia, pero en el propio Reino Unido atrajo una gran atención y suscitó el primer «movimiento obrero» la traumática muerte de los telares artesanos, que fueron desplazados por los telares mecánicos, al igual que había sucedido antes con los hiladores. No era como si en los siglos precedentes no se hubiera conocido ninguna crisis. Pero en el pasado, el hambre, las catástrofes naturales y las epidemias se concebían como partes constituyentes del «mundo de Dios», que, por su aspecto más inmediato, también podía denominarse el mundo de la naturaleza superpotente, que en modo alguno era un paraje idílico. Sin embargo, en esta ocasión se trataba de crisis resultantes de una competencia en continuo ascenso, del empleo indiscriminado de nuevas máquinas y de la diferencia implícita en las condiciones sociales previas. Las crisis económicas respondían a crisis políticas y espirituales. Crisis de este género fueron las luchas por la libertad de pueblos enteros como el griego o el irlandés o la batalla sostenida entre los adversarios y los partidarios de la revolución por escribir la historia, y todas ellas avanzaron a través del poderoso despliegue de la esencia del tiempo, acercándose al hombre con una palpabilidad y cercanía a la piel que aún se desconocía en el siglo XVIII. Pero esta era de crisis y de conciencia de las crisis fue, al mismo tiempo, la era de las mejoras y de la fe en el progreso. Hasta en el Reino Unido se habían suavizado las bárbaras leyes penales, pues habían dejado de efectuarse ejecuciones públicas, y por todas partes se habían suprimido las torturas. Respecto de esta situación cabría repetir lo que Turgot ya había dicho en 1750: «les moeurs s’adoucissent». Es muy comprensible que numerosos pensadores persiguieran una «gran solución» para esas crisis desde el espíritu de la Ilustración y del humanismo. Los liberales apelaron a tendencias de desarrollo visibles que esperaban ver cumplidas en el futuro. Así, para Richard Cobden el libre cambio conduciría a la unificación de la entera humanidad, de modo que las guerras y las controversias violentas quedarían relegadas a un oscuro pasado, aunque previó para ello un espacio de tiempo de quizá mil años. Sin embargo, el primer socialismo trasladó esa «gran solución» a un futuro mucho más próximo, y de él es característico su recurso a las ideas primitivas de aquellos utopistas que aspiraban hallar una solución en la «democracia de aldea», con sus relaciones transparentes, su relativa autarquía, su principio de la ayuda recíproca en lugar de la competencia y su carencia de estructuras fijas o de división institucionalizada del trabajo. Los «falansterios» de Charles Fourier son razonablemente modernos en la medida en que todos los dispositivos entraban simultáneamente en movimiento mediante la fuerza de las máquinas; pero, sin duda, también son arcaicos en la medida en que los dos mil habitantes del falansterio se conocían personalmente y nadie dedicaba más de una cuantas horas a la realización de un mismo tipo de trabajo. En cuanto partido, ese primer socialismo fue, por tanto, una forma de aparición de la izquierda igualitaria y «eterna», y por ello habrá de ocupar una posición destacada en un análisis de la esencia de los partidos del siglo XIX, porque la suya es una posición que responde a un tipo ideal y, por consiguiente, en esencia es siempre la misma. Pero esta «gran tentativa de solución» sólo pudo ser eficaz cuando Marx y Engels criticaron despiadadamente lo «reaccionario» y lo «reaccionario radical» que era característico de ella. Con una decisión mucho mayor, aquellos abrazaron el partido de la creencia procivilizadora en el progreso, como ya habían hecho Fourier y Owen, y, por cierto, mediante la tesis según la cual el socialismo tenía como presupuesto indispensable el completo aprendizaje y reconducción del capitalismo. De ahí que el partido marxista pudiera situarse, en las luchas políticas de la época, del lado de la burguesía liberal de izquierdas y contra «las fuerzas reaccionarias del feudalismo», si bien con el franco propósito de cavar la tumba lo antes posible a sus aliados temporales. Adoptando esta forma, la idea de la «gran solución» se convirtió en una de las más poderosas fuerzas políticas de la segunda mitad del siglo XIX, que sólo culminó con el estallido de la guerra mundial de 1914. Como síntesis paradójica de lo más moderno y de lo arcaico (la idea de un «comunismo primitivo» que habría de ser restaurado «en un estadio superior»), el marxismo ejerció un gran poder de atracción, y no sólo entre los trabajadores, sino también entre los intelectuales. Pero junto a él permanecieron siempre tendencias de pensamiento de distinta especie, y nunca llegó a ganarse a la «entera inteligencia» del Reino Unido y Francia, de Alemania e Italia, como sí lo había hecho en Rusia la orientación de los naródniki y de sus sucesores. En efecto, no sólo fue la orientación, todavía homogénea, de los «progresistas reformadores», es decir, de los liberales de izquierda, la que continuó gozando de una existencia llena de fuerza -pese a algunas bajas y gracias a nuevas adquisiciones, como, por ejemplo, la de Eduard Bernstein-, sino también la tendencia antirrevolucionaria de pensamiento, que se oponía radicalmente a la anterior. Ésta había denunciado desde un principio la destrucción de las instituciones, necesarias para el Estado y la vida espiritual, que había emprendido la izquierda, la destrucción de aquel «estar insertado», de aquel «estar estructurado» del que dependía la historia humana. También esta tendencia logró un inesperado fortalecimiento mediante nuevos desarrollos, como el darvinismo y su concepto de la survival of the fittest, y en un pensador como Nietzsche adoptó el antiguo conservadurismo, sin perder su reconocibilidad, rasgos revolucionarios. Pero su juicio global sobre el desarrollo histórico era de extremo a extremo negativo. Lo que se percibía era, sobre todo, decadencia, disgregación, masificación y descomposición de la cultura. Todo ello se basaba en observaciones acertadas, y si uno quisiera poner ante sus ojos un ejemplo concreto de tal destrucción, entonces sólo hace falta pensar en la universidad alemana, que hace treinta años -pese a sus inequívocos signos internos de debilidad- todavía era una institución claramente cohesionada, que se tenía en alta estima y se honraba a sí misma, una institución que a menudo era admirada y venerada por sus miembros estudiantiles. Sin embargo, hoy parece una imagen formada a medida de masas sin rostro a las que sólo une el más paradójico de todos los conformismos, el conformismo de izquierdas, y que, por lo demás, consideran su período de vida académico como un campo de entrenamiento para la política. Pero, si uno agudiza la mirada, entonces se reconoce que dentro de esas partes inconexas, desconocidas entre sí, en modo alguno domina la ausencia de estructura, sino que se realiza una labor intensa y muy capaz. Hasta ahora, el hecho es que el asalto de la extrema izquierda sólo destruyó estructuras concretas, pero generó en su lugar otras nuevas o dejó que siguieran existiendo los restos de las estructuras antiguas que aún eran capaces de funcionar. Y esta observación se convirtió en un poderoso argumento cuando la «gran tentativa de solución» tuvo su primera oportunidad de realizarse. Esa revolución despertó, mucho más allá de Rusia, un entusiasmo similar al que la Revolución francesa había proyectado por todo el mundo desde Francia. Así, en 1918-1919 debió de parecer, al menos por unos instantes, como si las masas de soldados y obreros de los Estados beligerantes o en armisticio se dispusieran a obedecer el llamamiento a la guerra civil del partido comunista ruso y a eliminar a los burgueses, explotadores, aniquilando a los oficiales culpables de la guerra. Pero muy pronto comenzó a ganar adeptos el argumento según el cual esa revolución victoriosa resultaba bastante «rusa» y, por tanto, «asiática» y «despótica». En efecto, estos últimos opinaban que Lenin no era sino el nuevo sustituto del antiguo zar, y la aniquilación de las clases, que se estaba llevando a cabo, resultaba aún más horrible y antihumana que la guerra recién finalizada. Sin embargo, aunque no se hizo esperar el fracaso del planteamiento cosmopolita de los fines de la revolución, continuó siendo una fuerte amenaza, y no puedo coincidir con Golo Mann cuando declara que el KPD de la República de Weimar representaba una cantidad despreciable. En 1930 ya se podía reconocer con claridad que el nuevo sistema de economía planificada había puesto en obra una inimaginable movilización de todos los recursos, pero fue precisamente por ello por lo que hizo posible catástrofes terribles, tales como la muerte por inanición de millones de hombres. Respecto de esas catástrofes no existía ningún verdadero equivalente en la crisis económica del Oeste, y ello a pesar de la carestía y del desempleo que allí se daban. Por su parte, el sistema capitalista y de economía de mercado anduvo balanceándose, como un barco en aguas agitadas por la tempestad, en un arduo proceso de reajuste que sólo tuvo un éxito parcial. No pocos intelectuales prefirieron la imparcialidad de la economía planificada, que a nadie permitía «ingresos inmerecidos» a base de intereses y créditos, a la parcialidad de la economía de mercado, que parecía limitarse al reparto arbitrario de lotes del todo desiguales. Había llegado la gran hora de una «tentativa menor de solución». Esa tentativa menor de solución rechazó el aparente internacionalismo de la gran tentativa de solución, que en el fondo era más «rusa» que internacional. Aparte, su relación con la propiedad privada de los medios de producción era más positiva que la del socialismo ruso, que por sus condiciones previas respondía más bien a un «capitalismo de Estado». Pero, al mismo tiempo, también quería ser un socialismo que diera al Estado la última palabra en la economía; y no se trataba de aniquilar clases enteras, sino de eliminar un pluralismo al que consideraba responsable de la falta de transparencia y del caos reinantes. Tras las primeras empresas con éxito de este tipo, esa tentativa menor de solución fue denominada «fascismo». Por su tendencia se trataba de un socialismo nacional que quiso sustituir la lucha de clases marxista por la colaboración entre las clases, sin duda en hostilidad con aquellos sindicatos reformistas que a lo más que habían llegado era a tomar de la lucha de clases su carácter potencial de guerra civil. Mas, en un principio, esa tentativa también se veía a sí misma como un «nacionalismo social» que exhortaba a los pueblos proletarios a la lucha contra los plutocráticos. Por último, y pese a lo opuesto de su primera intención, mostró la tendencia de no irle a la zaga en radicalidad a la «gran tentativa de solución». En efecto, quiso levantar y conducir a la entera humanidad desde su honda caída hacia la salud, conforme a la naturaleza, de un ensamblaje de jerarquías nacionales y raciales, lo que precisamente habría de realizarse, en una parte esencial, mediante el exterminio de los supuestos causantes de la caída, esto es, de los judíos. A partir de este momento, la tentativa menor de solución dejó de ser un nacionalismo social para convertirse en fascismo radical. Pero ¿qué tiene que ver todo esto con Heidegger? Pienso que tiene bastante que ver con él, y ahora hemos abierto la posibilidad de definir con mayor justeza cuál es la posición que ocupa Heidegger «en su época». También podemos ahora plantear la cuestión de si Heidegger tenía una «voluntad secreta» y, en caso de que así fuera, si tuvo éxito o fracasó con eso que en el fondo quería. En este proceso histórico, que hemos caracterizado de un modo puramente historiográfico y con suma concisión, siempre hemos hecho referencia a Heidegger como pensador, pero él se situaba en medio de él como pensador y como hombre. A ese proceso se dirigió su crítica al presente desde sus primeras afirmaciones hasta las últimas, y Heidegger mismo reconoció en sus inicios su pertenencia a aquel ámbito que hemos descrito como el elemento más antiguo de la historia europea: el catolicismo. No cabe duda de que su juicio sobre el curso de la historia portaba los rasgos característicos de una concepción católica, configurada hacía más de doscientos años, desde la que se describe esa historia como descomposición y caída, como destrucción de la distancia y la dignidad, como olvido de lo esencial, como desarraigo y como nivelación. Si Heidegger no hubiera dicho más que eso habría continuado siendo un católico «habitual», desde luego bastante inteligente y agudo, valorado hoy por unos pocos especialistas y tan olvidado por el espacio público como Martin Honecker, su colega en la cátedra de Filosofía Cristiana. Pero es de suponer que los pocos que leyeran el Duns Scoto , así como los libros posteriores al escrito de habilitación, seguirían encontrando su pensamiento más esclarecedor y de significado más profundo que los libros de quienes sólo arraigan en el elemento más joven de la historia mundial europea, esto es, en la fe cientificista en el progreso. Si Heidegger hubiera muerto en 1929, a los cuarenta años, seguiría ocupando hoy, y posiblemente durante muchas décadas todavía, una posición destacada en todas las exposiciones de filosofia, y, por cierto, como el autor de Ser y tiempo, de un libro en el que parecen entrelazarse con gran originalidad los rasgos fundamentales de la filosofía moderna. En efecto, allí encontramos el subjetivismo, que parte de la existencia humana, es decir, del ser-ahí humano; el escepticismo, que prohibe toda afirmación sobre entidades metafísicas tales como Dios, el alma y la inmortalidad; el relativismo, que acepta la «verdad» de las leyes de Newton y de todas las proposiciones de la ciencia en tanto que existe el ser-ahí humano; el historicismo, que sitúa en el primer plano de la reflexión la historicidad y, con ello, la relación respecto de la muerte y la finitud de ese ser-ahí. Dicho con una breve fórmula, Ser y tiempo lleva a cabo la despedida del «mundo de Dios» y la reorientación hacia el «mundo del hombre», en el que el ser-ahí ya es a través de su proyecto mismo de ser, lo que a la vez implica un «estar sosteniéndose» dentro de la nada. Y en todo ello sólo se habría omitido el que también en Ser y tiempo quiso Heidegger hacer del «ser» y no del «ser-ahí» el tema principal de su posterior investigación. Quien no haya leído una sola línea de Ser y tiempo sabe hoy de todos modos que Heidegger se comprometió en 1933 con el nacionalsocialismo, que desplegó una gran actividad como rector de la Universidad de Friburgo y que se negó hasta el final a hacer una «confesión de culpa». Pero todavía subsiste la perplejidad ante la Segunda Guerra Mundial, que ha cambiado con el tiempo pero no ha sido superada, y por ello no ha permitido hasta hoy que se realicen las distinciones esenciales. En la medida en que opuso resistencia a la «gran tentativa de solución», Heidegger (como tantos otros) hizo lo correcto desde la perspectiva de la historiografía, y esto debería ser evidente hoy tras el público fracaso del sistema de economía de mercado-Estado de partidos. Por tanto, aunque su compromiso con la «solución menor» lo convirtiera en «fascista», desde luego no le hizo incurrir de antemano en un error historiográfico. Así como hoy se tributa reconocimiento a los campeones de la «gran solución», porque se dejaron llevar por buenas intenciones y previeron algunos de los rasgos característicos de su desarrollo posterior, así también se debería estar hoy dispuesto a hacer justicia a los representantes de la «solución menor», aun cuando se constate que esa empresa no ha fracasado en menor medida que la anterior. Desde la perspectiva política se ha de considerar a Heidegger, ante todo, como a un «socialista nacional» que quiso hacer de la «reconciliación de las clases», ya lograda en un principio, una reconciliación completa y visible, de modo que esa comunidad se atreviera a la vez a exponerse a la «inseguridad del ente en total». En último término quiso orientar a Alemania hacia el paradigma de la polis griega, y, como era de esperar, fracasó. Una gran fracaso, sin embargo, es más digno de respeto que un pequeño logro. En este sentido, hemos de darle la razón cuando afirma que quien tiene grandes pensamientos comete grandes errores. Pero Heidegger no era ningún nacionalista social que quisiera violentar a otros pueblos, y, desde luego, tampoco fue ningún fascista radical que hiciera que el proceso historiográfico mundial estuviera determinado por causantes concretos y aspirase a una salvación obtenida mediante el exterminio. Es inadmisible, incluso disparatado, vincular a Heidegger con Auschwitz, como no sea en el sentido de que todo se puede poner más o menos en conexión con Auschwitz, por no hablar de la «gran tentativa de solución». La última filosofía de Heidegger se halla determinada por el único motivo principal de defender el «mundo del hombre» contra el «mundo de la técnica», pero no sólo en la forma de una lucha defensiva, sino derivando el mundo de la técnica del mundo del hombre y viendo en aquél su mayor amenaza y peligro. Para Heidegger, Ser, mundo y ser-ahí permanecen en una relación de copertenencia, y se temporalizan conjuntamente en el «acontecimiento propicio», cuya forma más nivelada es el lenguaje computacional y, en última instancia, el «dis-positivo». Como sea que el hombre ya no perpetra el asalto contra las cosas en su calidad de pretendido señor del ente, sino que, en cuanto «pastor del ser», deja que el ente se entregue en su verdad, la concepción de Heidegger del mundo futuro es la de un mundo humano «religioso» en el que se preservan los rasgos esenciales de la relación respecto del «mundo de Dios». Según creo, Heidegger también ha fracasado con esa concepción, al menos en la medida en que los puntos de orientación deban residir en la descripción del camino vecinal o en la vinculación del «ser» de la Luna con su salir y su ponerse. Mas pudiera ser que la humanidad futura se encamine de nuevo a la Tierra y vuelva a controlar su destino, una humanidad que haya tenido la experiencia y padecido las consecuencias posibles de la aspiración radical a la igualdad y de la completa falta de respeto, de la emancipación individual y de la navegación espacial, de la transformación nuclear y de la técnica genética. Esta humanidad guardaría con los inicios una mayor semejanza que la arrogancia y la desesperación del presente. Quizá entonces podría convertirse Heidegger en uno de los filósofos normativos de esa época nueva a la vez que antigua, pues, desde su cercanía a un pasado remoto, trató de pensar anticipadamente «en su época» un futuro desconocido.
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