Fredric Brown
El hombre
bajito con el escaso cabello gris y su vulgar traje de color rojo brillante, se
detuvo en la esquina de las calles State y Randolph para comprar un
microdiario, el Sun Tribune de Chicago, del día 21 de marzo de 1999. Nadie se
fijó en él, cuando entró en el superalmacén de la esquina de enfrente, y se
sentó a una mesa vacía. Dejó caer una moneda en el automático y mientras la
máquina le servía café, miró los titulares escritos en la página diminuta que
tenía unas dimensiones de siete por diez centímetros. Sus ojos eran
extraordinariamente agudos; podía ver fácilmente los titulares sin la ayuda del
microlector. Pero ni en la primera ni segunda página había nada que le
interesara; se referían a asuntos internacionales, al tercer cohete que se
había lanzado en viaje a Venus y el último desfavorable informe de la novena
expedición lunar. Pero en la página tres había dos reportajes sobre las
actividades del hampa y sacó un pequeño microlector del bolsillo y lo colocó
encima de la página, para leer aquella información mientras bebía el café.
El hombre
bajito se llamaba Bela Joad. Este era su nombre verdadero, pero había usado
tantos nombres en tantos lugares diferentes, que solamente una memoria
fenomenal podía haber llevado el registro de todos ellos, pero él tenía una
memoria fenomenal. Ninguno de aquellos nombres había aparecido nunca en los
periódicos, ni tampoco su rostro ni su voz habían sido vistos ni oídos en las
pantallas de televisión. Menos de una docena de personas, todas ellas
desempeñando cargos de importancia en varias jefaturas de Policía, sabían que
Bela Joad era el primer detective del mundo.
No estaba a
sueldo de ningún Departamento de Policía, no recibía primas ni dinero para sus
gastos y nunca había cobrado ninguna recompensa. La razón de aquello podía ser
que tenía medios propios de fortuna y se complacía en la investigación del
crimen como simple amateur. Pero también podía ser que ganase dinero, gracias a
sus actividades contra el crimen, o que consiguiese que los bandidos pagasen de
un modo u otro, los gastos de sus campañas contra ellos.
Cualquiera que
fuese la razón, él no trabajaba para nadie; trabajaba contra el crimen. Cuando
un delito o una serie de delitos le interesaban, se dedicaba a su investigación,
a veces de acuerdo con el jefe de Policía de la ciudad donde se habían
cometido, a veces operando sin el conocimiento de la Policía, hasta que se
presentaba en la oficina del jefe, para entregarle las pruebas que permitirían
realizar las detenciones necesarias y obtener las merecidas condenas.
El nunca había
aparecido, ni siquiera como testigo, en las salas del juzgado. Y mientras él
conocía a los principales personajes del hampa en una docena de ciudades, no
había ningún delincuente que pudiese identificarlo, excepto bajo alguna
identidad falsa, con otra apariencia, que rara vez volvía a utilizar.
Ahora, mientras
bebía su café matinal, Bela Joad leía con atención, a través de su microlector,
los dos reportajes del Sun Tribune que le habían llamado la atención. Uno se
refería a un caso que había sido uno de sus pocos fracasos, la desaparición,
posiblemente el secuestro, del Doctor Ernst Chappel, profesor de criminología
en la Universidad de Columbia. El titular decía: «Nueva Pista en el Caso
Chappel» pero después de leer toda la información, el detective se dio cuenta
de que la pista era nueva sólo para aquel periódico; él mismo la había seguido
hasta un callejón sin salida, hacía ya dos años, cuando Chappel acababa de
desaparecer.
La otra
información se refería a un tal Paul (Gyp) Girard, que había sido absuelto del
asesinato de su principal competidor en el control de las casas de juego del
Norte de Chicago. Joad leyó el reportaje con minuciosa atención.
Seis horas
antes, sentado en una cervecería de Nuevo Berlín, Alemania Occidental, había
escuchado las primeras noticias sobre aquella absolución por la pantalla de
televisión pública, sin detalles. Había salido en el primer estratoavión para
Chicago.
Cuando hubo
terminado de leer el microdiario, apretó el botón de su radioreloj de pulsera,
el cual estaba en sintonía automática con la estación horaria más próxima y
pudo escuchar, con el volumen necesario para que sólo él oyera: «Las nueve y
cuatro minutos». Sin duda, el jefe de Policía, Dyer Rand, ya estaría en su
despacho.
Nadie se fijó
en él cuando dejó el superalmacén. Nadie le prestó atención, mientras caminaba
con la muchedumbre a lo largo de la calle Randolph, hasta llegar al gran
edificio que albergaba la jefatura de Policía, situado en la esquina de la
calle Clark.
La secretaria
del jefe Rand aceptó su tarjeta - no la suya verdadera, pero una que Rand
podría reconocer fácilmente - sin mirarle dos veces.
Rand le
estrechó la mano por encima de su escritorio y luego apretó el botón de su
comunicador interno, encendiendo una señal en la mesa de su secretaria que
significaba: «Que no se me moleste». Se inclinó hacia atrás en su sillón
giratorio y cruzó las manos por encima de los severos y pequeños tres
centímetros cuadrados de su camisa violeta y amarilla. Luego dijo:
- ¿Ha leído las
noticias de la absolución de Gyp Girard?
- Por eso estoy
aquí.
Rand sonrió y
luego volvió a quedarse serio.
- Las pruebas
que me envió - dijo - eran perfectas, Joad. Debían haber significado una
condena a la silla. Pero quisiera que me las hubiera traído en persona, en vez
de enviarlas por correo, o que hubiera habido alguna forma de ponerme en
contacto con usted. Le habría dicho que posiblemente no íbamos a conseguir que
el tribunal le condenase. Joad, algo terrible está sucediendo. Tengo la
impresión que usted es la última esperanza que me queda. Si hubiese tenido la
oportunidad de hablarle antes...
- ¿Hace dos
años?
Rand pareció
sorprendido.
- ¿Por qué dice
eso?
- Porque hace
dos años que el Dr. Chappel desapareció en Nueva York.
- ¡Oh! - dijo
Rand -. No, no hay ninguna conexión entre los dos casos.
- Pensé que
quizá sabía algo del asunto, cuando mencionó los dos años. No ha estado
sucediendo durante tanto tiempo, desde luego, pero es bastante cerca.
Se levantó de
su escritorio de plástico y empezó a caminar a lo largo de su oficina.
- Joad - dijo
-, durante el pasado - teniendo en cuenta sólo este tiempo, aunque realmente
empezó hace cerca de dos años -, de cada diez delitos importantes cometidos en
Chicago, siete no han podido ser resueltos. Técnicamente sin solución, desde
luego; de cada cinco de esos siete, sabemos quién es el culpable, pero no lo
podemos probar. No podemos conseguir que los condenen.
»El hampa nos
está venciendo, Joad, mucho más de lo que han hecho en cualquier época desde la
era de la prohibición, hace setenta y cinco años. Si esto sigue, vamos a volver
a días como aquellos y aún peores.
»Durante los
veinticuatro años últimos hemos conseguido condenar a los culpables de ocho de
cada diez delitos importantes. Inclusive veinte años atrás - antes de que el
uso del detector de mentiras en los Tribunales fuese declarado legal - teníamos
un porcentaje superior al que conseguimos ahora. Allá por la década del 1970 al
1980, por ejemplo, conseguíamos el doble de condenas de las que obtenemos
ahora; podíamos condenar a los responsables de seis de cada diez crímenes. Este
año pasado, sólo han sido tres de cada diez.
»Y el caso es
que conozco la razón, pero no sé qué hacer para remediarlo. La razón es que los
criminales han dominado el detector de mentiras.
Bela Joad
asintió. Luego dijo suavemente:
- Unos cuantos
siempre han conseguido engañarlo. El aparato no es perfecto. Los jueces siempre
aconsejan a los jurados que recuerden que las indicaciones del detector de
mentiras tienen un alto grado de probabilidad, pero no son infalibles; que los
resultados obtenidos deben ser considerados como posibles pero no definitivos y
que siempre debe haber otra evidencia para apoyarlos. Y siempre han existido
algunos raros individuos que pueden contar el más grande embuste delante del
detector, sin que las agujas de los gráficos se muevan ni una sola vez.
- Uno en un
millón, de acuerdo. Pero, Joad, en estos últimos tiempos, casi todos los jefes
del hampa han podido engañar al detector.
- Quiere decir
los delincuentes profesionales, no los aficionados.
- Exactamente.
Sólo los habituales del delito, los profesionales, miembros del hampa. Si no
fuese por eso, pensaría..., no sé lo que pensaría. Quizá que toda la teoría del
detector está equivocada.
- Podría
eliminar el uso del detector en los Tribunales - dijo Joad - Se han obtenido
condenas antes de que su uso fuese legalizado; y antes de que se inventara el
detector.
Dyer Rand
suspiró y se dejó caer en su sillón neumático.
- Me gustaría
hacerlo si pudiera. En este momento quisiera que nunca se hubiese inventado
este aparato, o que su uso se haya introducido en los Tribunales. Pero no
olvide que la ley que lo legaliza, concede a las dos partes el derecho de pedir
su uso ante los jueces. Si un criminal sabe que puede engañarlo, exigirá su uso
aunque nosotros no queramos. Y ya me dirá qué posibilidad hay de que un jurado
lo condene, cuando el acusado exige el uso del detector de mentiras y éste
confirma su inocencia.
- Muy poca,
desde luego.
- Menos que
nada, Joad. Tomemos este asunto de Gyp Girard, que fue absuelto ayer. Yo sé que
él mató a Pete Bailey. Usted lo sabe. Las pruebas que me envió fueron, en
circunstancias normales, definitivas. Y sin embargo yo sabía que íbamos a
perder el caso. No me habría molestado en llevarlo a los tribunales, si no
fuera por una sola cosa.
- ¿Cuál?
- Para hacerle
venir aquí, Joad. No tenía ningún otro recurso para ponerme en contacto con
usted, y tenía la esperanza de que si leía las noticias de la absolución de Girard,
después de las pruebas que me había dado, no dejaría de venir a verme, para
saber qué había pasado.
Se levantó y
volvió a pasearse por la oficina.
- Joad, voy a
volverme loco. ¿Cómo es posible que toda el hampa pueda engañar al detector?
Esto es lo que quiero saber y va a ser el caso más importante de toda su vida.
Tómese un año o cinco, Joad, pero resuélvalo. Fíjese en la historia de las
fuerzas de la Ley. Siempre la policía ha tenido ventaja sobre los criminales en
el campo de la ciencia. Ahora los criminales, por lo menos en Chicago, nos
llevan ventaja a nosotros. Y si la situación sigue así, si no conseguimos
encontrar la respuesta, nos dirigimos hacia una nueva edad media, cuando no era
seguro para ningún hombre ni mujer el caminar por la calle después de
anochecido. Los mismos fundamentos de nuestra sociedad pueden ser derribados.
Nos encontramos enfrentados a algo maligno y muy poderoso.
Bela Joad cogió
un cigarrillo de la cajita que había encima del escritorio de Rand; se encendió
automáticamente tan pronto como lo tuvo en los labios. Era un cigarrillo verde
y Joad sacó dos nubecillas de humo verde por la nariz, antes de contestar, casi
sin interés aparente:
- ¿Tiene alguna
sugestión que ofrecer, Rand?
- He tenido dos
ideas - dijo Rand -, pero ya las he desechado. La primera es de que las
máquinas habían sido preparadas, con el fin de que declarasen a favor de los
delincuentes. La segunda es de que los técnicos que las hacen funcionar, se
habían puesto de acuerdo con los acusados. Pero he hecho que se investigara
tanto a los hombres como a las máquinas, desde todos los puntos de vista
posibles y no he podido encontrar nada sospechoso. En los casos importantes he
tomado precauciones especiales. Por ejemplo, el detector que usamos en el
juicio de Girard era nuevo, recién salido de la fábrica y lo comprobé en esta
misma oficina. - Rand se rió -. Puse al Capitán Burke bajo el aparato y le
pregunté si era fiel a su esposa. Me contestó que sí y casi rompe la aguja. De
aquí salió para el Tribunal, bajo custodia especial.
- ¿Y el técnico
que lo hizo funcionar?
- Yo mismo me
senté a los controles. Fui a aprender su uso, por las noches, durante cuatro
meses.
Bela Joad
asintió.
- De modo que
no es la máquina ni el técnico. Hemos eliminado estas posibles causas y ahora
puedo investigar de aquí en adelante.
- ¿Cuánto
tiempo le va a llevar, Joad?
- No tengo la
menor idea.
- ¿Puedo
ayudarle en algo? ¿Algo que necesite para empezar a trabajar?
- Sólo una
cosa, Dyer. Necesito una lista de los delincuentes que han conseguido vencer al
detector y el expediente de cada uno de ellos. Sólo de aquellos en los que
estemos totalmente seguros de que han cometido los crímenes imputados. Si hay
alguna duda razonable, no los ponga en la lista. ¿Cuándo podré tener esta
lista?
- Ahora mismo;
la tenía hecha pensando en el día que podríamos hablar de este asunto. Es un
informe muy largo, de modo que lo he microcopiado - dijo Rand, mientras
entregaba a Bela Joad un pequeño sobre.
- Gracias -
dijo Joad - No vendré a verle a menos de que tenga alguna información
importante o necesite su cooperación. Creo que lo primero que voy a hacer, va a
ser preparar un asesinato para que podamos poner al asesino enfrente del
detector.
Los ojos de
Dyer Rand se abrieron.
- ¿A quién se
va a asesinar?
- A mí - dijo
Bela Joad sonriendo.
Cuando llegó a
su hotel, sacó el sobre que Rand le había dado y pasó varias horas estudiando
los microfilms con su microlector de bolsillo, hasta que pudo repetir palabra
por palabra su contenido, de memoria. Luego quemó los films y el sobre.
Después de
aquello, Bela Joad pagó su cuenta en el hotel y desapareció, pero un hombre
bajito que no se parecía ni remotamente a Joad, alquiló un cuarto en un hotel
barato, bajo el nombre de Martin Blue. El hotel estaba en Lakeshore Drive, que
entonces era el corazón del hampa de Chicago.
El mundo
criminal de Chicago había cambiado menos, en cincuenta años, de lo que uno
podía suponer. Las pasiones humanas no cambian, o lo hacen muy lentamente. Era
cierto que ciertos delitos habían disminuido apreciablemente, pero por el
contrario, el juego había aumentado. La seguridad y el bienestar de que todos
disfrutaban, era quizás un factor dominante en ese aumento. Ya no había
necesidad de ahorrar para la vejez como, en épocas pasadas, habían hecho unos
cuantos.
El juego era un
campo propicio para los criminales y ellos cultivaban ese campo adecuadamente.
Una técnica muy adelantada había aumentado el número de formas de juego, y al
mismo tiempo había mejorado la eficiencia de los sistemas utilizados para dar
ventaja a los fulleros. El juego con trampa era un negocio enorme y,
diariamente ocurrían muertes y luchas entre bandas que se disputaban los
derechos territoriales para sus casas de juego, del mismo modo que habían
luchado por las mismas causas en los días idos de la prohibición, cuando el
alcohol era el rey del crimen. Aún existían cabarets y clubs nocturnos, pero
ése era un negocio de menor importancia. La gente había aprendido a beber con
moderación. Y las drogas era una cosa pasada, aunque aún se hacía algún tráfico
en ellas.
Todavía habían
robos y atracos, aunque no con tanta frecuencia como cincuenta años atrás.
El asesinato
era ligeramente más frecuente. Sociólogos y criminólogos diferían respecto a
las razones para este aumento en los delitos de esa categoría.
Las armas de
defensa y ataque habían, desde luego, mejorado mucho, pero no incluían las
atómicas. Todas las armas atómicas y subatómicas eran rígidamente controladas
por el Ejército y nunca eran usadas, ni por la policía ni por los delincuentes.
Eran demasiado peligrosas; la pena de muerte era obligatoria para cualquiera a
quien se encontrara en posesión de un arma atómica.
Pero las
pistolas y revólveres que poseían el criminal de 1999, eran muy eficaces. Eran
mucho más pequeñas, más compactas y completamente silenciosas. Tanto las
pistolas como las municiones estaban hechas de magnesio superduro y eran muy
ligeras. El arma más común era la pistola del calibre 16 - tan mortal como la
45 del tiempo pasado, porque los diminutos proyectiles eran explosivos - y
hasta una pequeña pistola de bolsillo contenía de cincuenta a cien balas.
Pero volvamos a
Martin Blue, cuya entrada en el mundo del hampa coincidió con la desaparición
de Bela Joad del hotel de este último.
Se vio muy
pronto que Martin Blue no era un hombre agradable. No tenía medios de vida
aparente, aparte del juego y parecía perder, en pequeñas cantidades, más de lo
que ganaba. Casi se vio metido en dificultades por una cuestión de un cheque
sin fondos, que entregó para saldar sus pérdidas en un garito, pero pudo evitar
que lo liquidaran pagando al día siguiente en efectivo. Lo único que leía era
el Microdiario de las carreras y bebía mucho, casi siempre en una taberna con
una sala de juego clandestina en la trastienda que antes había sido propiedad
de Gyp Girard. Una vez le dieron una paliza, porque defendió a Gyp Girard ante
un comentario del actual propietario, quien dijo que Gyp había perdido el valor
y se había vuelto honrado.
Durante una
temporada la suerte se volvió contra Martin y éste se vio tan apurado que tuvo
que emplearse como camarero, en el bar de un garito en el Boulevard Michigan,
llamado Sucio Joe, quizá porque el dueño del local, Joe Zatelli, era
considerado como uno de los hombres más bien vestidos de Chicago, y eso en los
años de fin de siglo, cuando los trajes de piel de leopardo (piel sintética,
pero más fina y cara que la verdadera piel de leopardo) eran muy comunes y todo
el mundo usaba ropa interior de seda plástica.
Entonces le
sucedió una cosa muy graciosa a Martin Blue. Joe Zatelli lo mató. Lo
sorprendió, después de haber cerrado, mientras robaba la caja del bar y en el
momento en que Martin daba media vuelta para huir, Zatelli disparó. Hizo tres
disparos para asegurarse. Y luego Zatelli, quien nunca había confiado en los
cómplices, puso el cuerpo en su coche y lo abandonó en una calleja detrás de un
teleteatro.
El cuerpo de
Martin Blue se levantó y se fue a ver al jefe Rand para decirle personalmente
lo que quería que se hiciera.
- Se ha
arriesgado mucho, Joad - dijo Rand.
- No lo crea -
contestó Blue -. Yo había puesto cartuchos de fogueo en su pistola y estaba
bien seguro de que usaría aquella arma. Y no se va a enterar de qué clase de
cartuchos lleva, a menos de que se trate de matar a otra persona. Tienen toda
la apariencia de cartuchos verdaderos. Y además llevaba un chaleco especial
bajo el traje. Flexible para facilitar los movimientos y acolchado por encima
para que parezca carne al contacto, y desde luego no pudo sentir el latido del
corazón cuando me cogió para llevarme al coche. Y estaba preparado para emitir
un sonido como el de las balas explosivas al estallar en el interior.
- ¿Y qué habría
pasado si hubiese cambiado de pistola o de balas?
- ¡Oh!, ese
chaleco es a prueba de balas de cualquier arma, excepto las atómicas. El
peligro estaba en que se le ocurriese alguna forma extravagante de hacer
desaparecer el cuerpo. Me las habría arreglado, desde luego, pero se habría
estropeado el plan que me ha costado tres meses de preparación. Pero tenía bien
estudiada su forma de operar y estaba seguro de lo que haría. Y ahora esto es
lo que quiero que haga usted, Dyer.
Los periódicos
y programas de televisión de la mañana siguiente, difundieron la noticia de que
había sido encontrado el cuerpo de un hombre sin identificar, en cierta
callejuela de los barrios bajos. Al mediodía se informó al público de que el
muerto había sido identificado como un tal Martin Blue, un ratero de poca
categoría que había vivido en Lakeshore Drive, en el corazón de Chicago. Y a la
noche, ya se rumoreaba en todos los bares y cabarets de la ciudad que la
policía sospechaba de Joe Zatelli, que había sido el patrón de Martin Blue, y
que posiblemente lo iban a detener para ponerle ante el detector.
Varios agentes
de paisano vigilaron el local de Zatelli, tanto la entrada principal como la
trasera, para ver dónde iría si es que salía a la calle. Vigilando el frente
del local había un hombre pequeño, con la estatura de Bela Joad o Martin Blue.
Desgraciadamente, a Zatelli se le ocurrió salir por la puerta trasera y
consiguió despistar a los detectives que le siguieron la pista.
Lo detuvieron a
la mañana siguiente, a pesar de todo, y lo llevaron a jefatura. Lo pusieron
enfrente del detector de mentiras y le preguntaron qué sabía sobre Martin Blue.
Zatelli admitió que Blue había trabajado para él, pero que lo había visto por
última vez, cuando Martin había dejado el trabajo, la noche del asesinato. El
detector indicó que no mentía.
Entonces los
policías se sacaron un as de la manga. Hicieron entrar a Martin Blue en la
habitación donde se estaba interrogando a Zatelli. Pero la jugada falló. Las
agujas del detector no se movieron ni una fracción de milímetro y Zatelli
contempló a Blue y luego a sus interrogadores con gran indignación.
- ¿Qué significa
esto? - exigió -. Este tipo ni siquiera está muerto, ¿y me están preguntando si
es que yo lo he matado?
Los policías
aprovecharon la ocasión de tener a Zatelli allí, para preguntarle sobre unos
cuantos crímenes que podía haber cometido, pero pronto se hizo aparente de
acuerdo a sus contestaciones y al detector de mentiras que no había cometido
ninguno de ellos. Al final lo pusieron en libertad.
Desde luego
aquello fue el fin de Martin Blue. Después de mostrarse ante Zatelli en la
jefatura, igual podía estar muerto en aquella calleja, para lo que les iba a
servir de ahora en adelante.
Bela Joad
comentó con el jefe Rand.
- Bien, de
todos modos, ahora lo sabemos.
- ¿Qué es lo
que sabemos?
- Tenemos la
seguridad de que el detector está siendo engañado sistemáticamente. Era posible
que se hubieran cometido una serie de detenciones equivocadas con anterioridad.
Inclusive las pruebas que le di contra Gerard podían haber estado equivocadas.
Pero ahora sabemos que Zatelli venció a la máquina. Solamente siento que Zatelli
no hubiera salido por la puerta principal, de modo que yo hubiese podido
seguirle; ahora podríamos tener el caso completamente resuelto, en vez de
conocer sólo una parte de él.
- ¿Va a
regresar? ¿Tendremos que empezar de nuevo? Sí, pero no del mismo modo. Esta vez
tengo que estar en el otro extremo de un asesinato, y voy a necesitar su ayuda
para eso.
- La tendrá.
Pero, ¿no quiere decirme qué es lo que piensa hacer?
- Me temo que
no me es posible, Dyer. Es sólo una idea muy vaga. En realidad, la he tenido
desde que empecé a trabajar en este asunto. ¿Querrá hacerme otro favor, Dyer?
- Desde luego.
¿Qué es?
- Ponga uno de
sus hombres a seguir a Zatelli y que vigile todo lo que haga de ahora en
adelante. Ponga otro en la pista de Gyp Girard. En realidad, quisiera que usara
todos los hombres de que pueda disponer y que vigilen a cada uno de los hombres
de los que estamos seguros de que se han burlado del detector durante estos dos
últimos, años. Y que se mantengan siempre a distancia, que no dejen que esos
tipos se den cuenta de que están siendo seguidos. ¿Podrá hacerlo?
- No sé qué es
lo que busca, pero lo haré. ¿No puede decirme nada? Joad, esto es importante.
No olvide que no se trata de un caso rutinario. Esto es algo que puede llevar
al derrumbe de la ley.
Bela Joad
sonrió.
- El asunto no
es tan grave, Dyer. La ley que se pueda aplicar contra el hampa, desde luego.
Pero usted está consiguiendo su porcentaje usual de condenas para los crímenes
y delitos que no son cometidos por profesionales.
Dyer Rand lo
miró confuso.
- ¿Y qué es lo
que esto tiene que ver con nuestro caso?
- Quizá tenga
mucha importancia. Es por esto que aún no le puedo decir nada. Pero no se
preocupe. - Joad se inclinó a través de la mesa y golpeó en el hombro del jefe,
y en aquel momento los dos parecían, aunque ellos no se dieran cuenta, como si
un «foxterrier» le extendiera la pata a un gran «San Bernardo».
- No se
preocupe, Dyer. Le prometo que le traeré la solución. Aunque quizá no podrá
hacer uso de ella.
- ¿Sabe
realmente lo que está buscando?
- Sí. Estoy
buscando a un criminólogo que desapareció hace más de dos años. El Dr. Ernst
Chappel.
- ¿Usted
cree...?
- No estoy
seguro. Por esto quiero encontrar al Dr. Chappel.
Y esto fue todo
lo que Rand pudo conseguir de Joad. Bela Joad abandonó la oficina de Dyer Rand
y regresé al hampa.
Y en el bajo
mundo de Chicago apareció una nueva estrella. Quizá deberíamos llamarla una
nova más bien que simplemente una estrella, tan rápidamente se convirtió en
famoso o notorio. Físicamente, era un hombre bajito, no más alto que Bela Joad
o Martin Blue, pero no era una persona de maneras corteses como Joad ni una
hiena como Blue. Tenía lo necesario para imponerse en un mundo de malhechores y
sabía utilizar bien sus cualidades. Se hizo el dueño de un pequeño club
nocturno, pero era sólo para cubrir las apariencias. Detrás de esa fachada,
sucedían muchas cosas, cosas de las que la policía aún no podía acusarle, y las
que no parecían conocer, pero el bajo mundo estaba bien enterado.
Su nombre era
Willie Ecks, y nadie en el mundo del hampa hizo amigos y enemigos con mayor
rapidez. Tenía muchos de cada; los primeros eran poderosos y los segundos
peligrosos. En otras palabras, ambos eran el mismo tipo de personas.
Su breve
carrera fue verdaderamente - si me permiten seguir con mi símil celestial -
meteórica. Y por una vez ese símil gastado e inexacto ha sido usado
correctamente. Los meteoros no se elevan, como sabe cualquiera que haya
estudiado meteorología, la cual no tiene nada que ver con los meteoros. Los meteoros
caen, a veces con gran estruendo. Y eso es lo que le sucedió a Willie Ecks
cuando se hubo elevado lo bastante.
Tres días
antes, el peor enemigo de Ecks había desaparecido de entre el seno de sus
amigos. Dos pistoleros de su banda esparcieron el rumor de que la policía lo
había detenido, pero eso era evidentemente un intento de prepararse la
coartada, ya que tenían la intención de vengarlo. El rumor fue desacreditado,
cuando a la siguiente mañana, se supo que el cuerpo del gangster había sido
hallado, con un peso en los pies, en el Lago Azul del Parque Washington.
Y al anochecer
del mismo día se empezó a comentar en todos los clubs y en todas las tabernas,
que la policía tenía pruebas de quién era el asesino - que había usado un arma
atómica prohibida - y que planeaban la detención de Willie Ecks para
interrogarlo. Estas cosas se saben rápidamente aunque no se quiera que los
demás se enteren.
Fue en el
segundo día que había pasado Willie Ecks escondido en un hotel barato en la
calle North Clark, un hotel antiguo con ascensores y ventanas en las paredes, y
donde sólo unos cuantos amigos fieles sabían que se había refugiado, que uno de
esos fieles amigos llamó de cierta manera a la puerta y fue inmediatamente
admitido.
El nombre del
recién llegado era Mike Leary, y era un acérrimo amigo de Willie y enemigo del
caballero que, según los periódicos, había sido hallado en el Lago Azul.
Sus primeras
palabras fueron:
- Creo que
estás en un lío, Willie.
- Sí - contestó
Willie. No había usado depilatorio facial durante los dos últimos días y su
cara estaba azul por la barba y aún más azulada por el miedo.
Mike le dijo:
- Hay una
salida, Willie. Te va a costar diez de los grandes. ¿Puedes conseguirlos?
- Los tengo.
¿Cuál es la salida?
- Hay un
hombre. Yo sé cómo encontrarlo. Nunca lo he usado, pero lo haría si me viera en
un lío como el tuyo. El puede arreglar tu asunto, Willie.
- ¿Cómo?
- Te enseñará
cómo puedes engañar al detector de mentiras. Puedo conseguir que venga aquí y
que arregle esta cuestión. Entonces puedes dejar que las policías te detengan
para interrogarte, ¿comprendes? Tendrán que dejarte en libertad o si te llevan
ante el juez, no conseguirán que te condenen.
- ¿Y qué pasará
si me preguntan, respecto... bien, no importa, sobre otras cosas que puedo haber
hecho?
- Ese amigo lo
arreglará todo. Por los cinco mil te pondrá en condiciones de que puedas
enfrentarte con ese detector y de que no puedan acusarte de nada.
- Antes has
dicho diez mil.
Mike Leary hizo
una mueca que pretendía ser una sonrisa.
- Yo también
tengo que vivir, ¿no es así, Willie? Y me has dicho que tenías los diez
grandes, de manera que debes estar dispuesto a pagarlos para salir de este
atolladero.
Willie Ecks
discutió con él, pero todo en vano. Tuvo que darle a Mike cinco billetes de mil
dólares como pago por su intervención en el asunto. No es que ese dispendio le
importase mucho, ya que los que pagó fueron billetes de mil dólares muy
especializados. La tinta verde con que estaban impresos, se convertiría en
violeta dentro de unos días. Ni siquiera en el año 1999 es posible hacer pasar
un billete de mil dólares de color violeta, de modo que cuando los billetes
cambiasen, Mike Leary también se pondría de color violeta, pero entonces ya
sería demasiado tarde para que pudiese remediarlo.
Ya era bien
entrada la noche, cuando llamaron a la puerta de la habitación que Willie Ecks
ocupaba en aquel hotel Este; es levantó de donde estaba leyendo los periódicos
de la tarde y apretó un botón que hizo que la puerta se volviese transparente
desde el interior.
Estudió con
atención al hombre de aspecto corriente que estaba en el exterior. No puso
ninguna atención a los contornos faciales ni al desaliñado traje amarillo que
llevaba. Se fijó bastante en los ojos, pero principalmente estudió la forma y
colocación de las orejas y las comparó mentalmente con las orejas que había
visto en las fotografías que había examinado concienzudamente.
Por fin Willie
Ecks volvió a ponerse la pistola en el bolsillo y abrió la puerta.
- Entre - dijo.
El hombre del
traje amarillo entró y Willie Ecks cerró la puerta con cuidado y luego dio la
vuelta a la llave.
- Estoy muy
contento de verle, Dr. Chappel.
Su voz tenía un
tono de convicción y en realidad el hombre llamado Willie Ecks estaba
satisfecho de su trabajo.
Ya eran las
cuatro de la mañana cuando Bela Joad se encontró delante de la puerta del
departamento de Dyer. Tuvo que esperarse, allí en el pasillo tenuemente
iluminado, el tiempo que necesitó el jefe de Policía para levantarse de la cama
y llegar hasta la puerta y luego poner en funcionamiento el tablero
transparente por un lado y opaco por el otro y examinar a su visitante.
La cerradura
magnética suspiró suavemente y la puerta se abrió. Los ojos de Rand estaban
soñolientos y su cabello revuelto. Llevaba unas zapatillas de plástico y un
pijama de neonylon arrugado.
Se hizo a un
lado para permitir la entrada a Joad y éste pasó hasta el centro de la
habitación y se quedó mirando a su alrededor con curiosidad. Era la primera vez
que entraba en las habitaciones particulares de Rand. El departamento era como
el de cualquier otro soltero de buena posición de aquella época. El mobiliario
era sencillo y funcional, cada pared pintada en un tono pastel diferente,
levemente fluorescente, emitía un agradable calor radiante, y la suave pero
constante caricia de los rayos ultravioleta mantenía a las personas que podían
permitirse aquella clase de instalación, saludablemente bronceadas. La alfombra
tenía un dibujo de cuadros alternados, de color beige y gris, con piezas
sueltas y cambiables, de modo que se compensara el uso en sus diferentes
partes. Y el techo, desde luego, era un espejo de una sola pieza, que daba la
sensación de altura y espacio.
Rand dijo:
- ¿Buenas
noticias, Joad?
- Sí, pero ésta
es una entrevista no oficial, Dyer. Lo que voy a decirle tiene que quedar en
secreto entre nosotros dos.
- ¿Qué quiere
decir?
- Aún parece
dormido, Dyer - dijo Joad - Tomemos una taza de café, ¿no? Lo despertará y yo
lo necesito.
- Muy bien -
dijo Rand. Entró en la pequeña cocina y apretó el botón que calentaba la
cafetera automática.
- ¿Lo quiere
con coñac? - preguntó desde allí.
- Sí, muchas
gracias.
En un minuto,
Rand regresó con dos tazas de fragante y humeante café. Esperó con impaciencia
hasta que estuvieron confortablemente sentados y hubieron tomado el primer
sorbo de café, y entonces preguntó:
- ¿Bien, Joad?
- Antes de
empezar, quiero repetir que esta entrevista no es oficial, Dyer. Puedo darle la
solución completa del caso, pero solamente lo haré en el bien entendido de que
la olvidará cuando yo salga de aquí; que nunca se lo contará a otra persona y
de que no tomará ninguna iniciativa a consecuencia de lo que yo le diga.
Dyer Rand se
quedó mirando a su huésped incrédulamente.
- ¡No puedo
prometerle nada de esto! - dijo -. Soy el jefe de Policía, Joad. Tengo mis
deberes para con mi puesto y el pueblo de Chicago.
- Por eso vine
aquí, a su departamento, en vez de ir a su oficina. Ahora no está trabajando,
Dyer. Esta es su casa y puede hablar como particular.
- Pero...
- ¿Me lo
promete?
- ¡No!
- Entonces
siento haberle despertado. - Bela Joad suspiró, dejó la taza y empezó a
levantarse.
- ¡Espere! No
puede hacer eso. No puede irse ahora sin contarme nada.
- ¿Que no
puedo?
- Está bien,
conforme. Prometeré. Supongo que debe tener buenas razones para pedir algo tan
extraordinario, ¿no es así?
- Sí, tengo
poderosas razones.
- Bien,
entonces aceptaré su palabra de que esto debe de ser así.
Bela Joad
sonrió.
- Bien - dijo
-. Entonces voy a darle el informe de mi último caso. Porque éste es el último
caso en el que trabajo, Dyer. De ahora en adelante me dedicaré a otra clase de
trabajo.
Rand lo miró
con sorpresa.
- ¿Cómo?
- Voy a enseñar
a los malhechores cómo engañar al detector de mentiras.
El jefe de
Policía, Dyer Rand, dejó su taza lentamente y se puso en pie. Avanzó un paso
hacia el hombre bajito, quien tenía la mitad de su peso y que seguía sentado en
la silla de respaldo inclinado.
Bela Joad aún
sonreía.
- No lo haga,
Dyer - dijo -. Por dos razones. La primera es que no me tocará y yo podría
herirle y no quiero. La segunda es que puedo explicárselo todo y es
completamente honesto. Siéntese.
Dyer Rand se
sentó.
Bela Joad dijo:
- Cuando me
explicó que este caso era importante, ni usted mismo sabía hasta dónde llegaba
su importancia. Y aún lo será más. Chicago es solamente el principio. Y de
paso, gracias por los informes que le pedí. Son exactamente lo que esperaba.
- ¿Los
informes? Si todavía están en mi oficina de la jefatura.
- Estaban. Los
he leído todos y después los he destruido. Las copias también. Olvídese de
ellos. Y no preste demasiada atención a sus estadísticas. También las he leído.
Rand frunció el
ceño.
- ¿Y por qué
debo olvidarlas?
- Porque
confirman lo que Ernie Chappel me ha contado esta noche. ¿Sabe usted, Dyer, que
el número de delitos importantes ha descendido mucho más en este último año que
el porcentaje en que ha bajado el número de sus condenas obtenidas?
- Ya me he
fijado en este detalle. ¿Quiere decir que existe una relación?
- Sin duda
alguna. La mayoría de los delitos, un elevado porcentaje del total, son
cometidos por delincuentes profesionales, reincidentes. Y, Dyer, esto aún va
más lejos. De un total de varios miles de delitos cometidos al año, el noventa
por ciento son cometidos por unos cuantos centenares de criminales
profesionales. Y dígame, ¿se ha fijado en que el número de criminales
profesionales en Chicago ha quedado reducido en un tercio en los dos últimos
años? Pues lo ha hecho. Y ésta es la razón de que el número de delitos haya
disminuido.
Bela Joad tomó
otro sorbo de café y entonces se inclinó hacia delante.
- Gyp Girard,
según sus informes, tiene ahora un puesto de refrescos en el West Side, y no ha
cometido ningún delito durante todo el año pasado. Desde que consiguió vencer
al detector de mentiras. - Siguió contando con los dedos - Joe Zatelli, que era
uno de los tipos más duros en el North Side, ahora está llevando su restaurante
decentemente. Carey Hutch, Wild Bill Wheeler. - La lista es muy larga. - Usted
tiene los informes, y éstos no están completos porque hay muchos nombres que no
están en la lista, gente que fueron a ver a Ernst Chappel para que les enseñara
cómo engañar al detector de mentiras y después de todo no fueron arrestados. Y
nueve de cada diez de ellos - y quizá me quedo corto - no han cometido ningún
delito desde entonces
Dyer Rand dijo:
- Continúe, escucho.
- Mi primera
investigación del caso Chappel me demostró que había desaparecido
voluntariamente. Y ahora sé que Chappel es honrado y un gran hombre. Sabía que
no estaba loco, porque era un psiquiatra al mismo tiempo que un criminólogo. Un
psiquiatra tiene que estar cuerdo.
»De modo que
comprendí que había desaparecido por alguna razón importante. Y cuando, hace
nueve meses, me contó usted lo que estaba pasando en Chicago, empecé a sospechar
que Chappel podía estar aquí realizando sus proyectos. ¿Empieza a comprender?
- Muy poco.
- Bien, espere.
Lo entenderá cuando se forme una idea de cómo un experto psiquiatra puede
ayudar a los criminales a engañar al detector.
- ¿Puede
hacerlo? Pero... yo...
- Exactamente.
Por la forma más elemental de tratamiento hipnótico. Algo que cualquier buen
psiquiatra podía hacer hace cincuenta años. Los clientes de Chappel, que desde
luego, no saben quién es él ya que para ellos Chappel es un personaje misterioso
del hampa, que les ayuda a escapar de la policía, le pagan bien y le dicen qué
crímenes serán los que les puede preguntar la policía, si los arrestan. El les
dice que incluyan en su relación todos los delitos que hayan cometido en su
vida, de modo que la policía no puede cogerles por algún asunto pasado. Y
entonces...
- Espere un
poco - interrumpió Rand - ¿Cómo puede conseguir que se confíen hasta ese punto?
Joad hizo un
gesto de impaciencia.
- Muy sencillo.
No le confiesan un solo crimen, ni siquiera a él. El sólo les pide una lista
que incluya todo lo que hayan hecho en su vida. Pueden añadir alguna mentira y
él no puede saber qué delitos son los verdaderos. De manera que eso no importa.
»Entonces los
somete a una ligera hipnosis y les asegura que no son delincuentes ni nunca lo
han sido y que nunca han hecho nada de las cosas escritas en la lista que les
vuelve a leer. Y eso es todo.
»De modo que
cuando les pone enfrente del detector y se les pregunta si es que han hecho
esto o aquello, ellos pueden contestar que no y estar convencidos de ello. Por
eso el aparato no puede indicar que mientan. Por esa razón Joe Zatelli no se
inmutó cuando vio a Martin Blue entrar en aquella habitación. No recordaba que
Blue estuviese muerto, excepto por lo que había leído en los periódicos.
Rand se
inclinó.
- ¿Dónde está
Ernst Chappel?
- No se le debe
molestar, Dyer.
- ¿Que no se le
debe molestar? ¡Es el hombre más peligroso que existe!
- ¿Para quién?
- ¿Cómo que
para quién? ¿Está loco, Joad?
- No estoy
loco. Es el hombre más peligroso que existe, pero sólo para los criminales.
Fíjese, Dyer. Cuando un delincuente empieza a ponerse nervioso porque la
policía lo va a detener, envía a buscar a Ernie o lo va a ver. Y Ernie lo
limpia de todos sus pecados y además le convence de que no es un criminal.
» De modo que
en nueve de cada diez casos, el individuo en cuestión deja de ser criminal.
Dentro de diez o veinte años Chicago no va a tener hampa. El crimen organizado
por los criminales profesionales no existirá. Siempre existirán los
aficionados, pero comparativamente éstos no tienen importancia. ¿Qué le parece
si tomamos un poco más de café?
Dyer Rand se
dirigió a la cocina y lo sirvió. Ahora estaba completamente despierto, pero
andaba como un sonámbulo.
Cuando volvió,
Joad le dijo:
- Y ahora que
me he asociado con Ernie, vamos a extender la organización a todas las ciudades
del mundo en las que exista un bajo mundo que valga la pena. Adiestraremos
personal escogido; ya me he fijado en dos de sus hombres y puede ser que pronto
me los lleve conmigo. Vamos a seleccionar nuestros apóstoles - más o menos una
docena - muy cuidadosamente. Tienen que poseer las cualidades necesarias para
ese trabajo.
- Pero, Joad -
protestó Rand -, ¿qué me dice de todos los crímenes que van a quedar sin castigo;
de los criminales que escaparán a la justicia?
Bela Joad bebió
el resto de su taza de café y se levantó.
- ¿Y qué
importa más - dijo -, castigar criminales o terminar con el crimen? O si quiere
mirarlo desde un punto de vista moral, ¿debe castigarse a un hombre por un
crimen que no recuerda haber cometido, cuando ya no es un criminal?
Dyer Rand suspiró.
- Creo que tiene
razón. Yo mantendré mi promesa.
Supongo que ya
no le veré más.
-
Probablemente, no, Dyer. Y voy a adelantarme a lo que va a decir. Sí,
brindaremos juntos en despedida. Una copa de licor, sin el café.
Dyer Rand trajo
dos vasos.
- ¿Bebamos por
Ernst Chappel? - dijo.
Bela Joad
sonrió.
- Lo
incluiremos en el brindis, Dyer - dijo -. Pero vamos a beber por todos los
hombres que trabajan para terminar su obra. Los médicos trabajan por el día en
que la raza será tan fuerte que no serán necesarios médicos; los abogados
trabajan por el día en que los pleitos no serán necesarios. Y los policías,
criminólogos y detectives trabajan por el día en que ya no serán necesarios,
porque el crimen no existirá.
Dyer Rand
asintió seriamente y levantó su copa.
Luego bebieron.
FIN
Edición digital
de sadrac
Buenos Aires,
Enero de 2002