Fredric Brown
Durante muchos
días vagó a través de los hambrientos bosques, a través de las frías planicies
cubiertas de matorrales enanos y arena, y vagó a lo largo de las lozanas
márgenes de las corrientes que fluían hasta las grandes aguas. Siempre
hambriento.
Le parecía que
siempre tuvo hambre.
A veces tenía
algo para comer, sí, pero siempre era algo pequeño. Una de las pequeñas cosas
con pezuñas, una de las pequeñas cosas con tres dedos. Todas demasiado
pequeñas. Ninguna de ellas era suficiente para poner un breve coto al
monstruosos apetito que tenía.
¡Y corrían tan
rápido las pequeñas cosas! Las veía, y su enorme boca jadeaba al correr,
haciendo temblar el suelo en dirección a ellas, pero éstas se escurrían entre
los árboles como pequeños rayos peludos. En su frenética lucha por alcanzarlas,
arrancaba los arbustos que se interponían en su camino, pero siempre llegaba
tarde.
Llegaba tarde
para devorar las diminutas piernas que corrían más velozmente que sus poderosos
miembros, las veloces patitas daban cien pasos por cado uno suyo. Aun en campo
abierto, donde no había árboles entre los cuales escabullirse, no podía
atraparlas.
Cien años de
hambre.
Él, el
Tiranosaurio Rex, rey de todo lo viviente, la más poderosa y combativa
maquinaria de carne que produjera el mundo, era capaz de matar a cualquier cosa
que le hiciera frente, pero nadie le hacía frente, todos corrían.
Las cosas
pequeñas corrían. Algunas de ellas, volaban. Otras trepaban a los árboles y se
columpiaban de rama en rama tan rápidamente como él podía correr en el suelo,
hasta que llegaban a un árbol lo suficientemente alto como para quedar fuera
del alcance de sus veinticinco pies de altura y lo suficientemente grueso como
para que no pudiera desenraizarlo, y permanecían allí colgados a diez pies de
sus grandes quijadas, burlándose mientras él rugía en su famélica rabia.
Hambriento,
siempre hambriento.
Un centenar de
años de no-lo-suficiente. El último de su raza, y sin nadie que le hiciera
frente para luchar y llenar su estómago cuando lo hubiera matado.
Su piel
grisácea colgaba en pliegues fofos, quebradizos, cobijando malamente en sus
entrañas su siempre presente dolor y agonía de hambre.
Su memoria era
corta, pero vagamente recordaba que no siempre fue así. Alguna vez fue más
joven y batalló terriblemente contra cosas que se defendían luchando. Ya
entonces eran escasas y difíciles de encontrar, pero ocasionalmente las
hallaba. Y las mataba.
La cosa con la
armadura y los terribles picos en la espalda, que trataba de rodar encima de
sus adversarios para cortarlos en dos. Y la otra con los tres enormes cuernos
apuntando hacia delante y su gran cresta de hueso sólido.
Existían otros
más parecidos a él. Algunos eran muchas veces mayores en talla, pero él los
mataba con facilidad. Los más grandes tenían cabezas pequeñas y bocas breves. y
comían hojas de los árboles y las plantas del suelo.
Sí, en aquellos
días había gigantes sobre la Tierra. Algunos de ellos proporcionaban comidas
satisfactorias. Eran cosas que se podían matar y que llenaban para poder yacer
somnoliento durante días enteros. Y comer nuevamente si las cosas de alas
coriáceas, con las largas hileras de dientes, no terminaban con el gargantuesco
festín, mientras dormía.
Pero, si lo
hacían, no importaba. Aún podía buscar, y luchar y matar nuevamente para
aplacar el hambre, o por el puro gusto de luchar y matar si no se tenía hambre.
El mató a todos: a los cornudos, a los armados con pesadas planchas, a los
monstruosos. A todo lo que caminaba o se arrastraba. Sus flancos estaban encallecidos
y totalmente marcados por las cicatrices de viejas batallas.
Había gigantes
en aquellos días. Ahora existían cosas pequeñas, las cosas que corrían, volaban
y trepaban. No podían luchar.
Corrían tan
rápido que conseguían moverse en círculos a su alrededor. Siempre, casi
siempre, fuera del alcance de sus dientes encorvados, puntiagudos, que medían
seis pulgadas de largo y que podrían - aunque rara vez tuvieran ya oportunidad
de hacerlo - destrozar, de un solo mordisco, a una de las pequeñas cosas peludas,
mientras la sangre caliente se escurría a lo largo de la escamosa piel de su
cuello.
Sí, podía
alcanzar a alguno de ellos, de cuando en cuando. Pero no tan a menudo y no los
suficientes como para satisfacer el hambre monstruosas del Tiranosaurio Rex,
rey de los reptiles de presa. Ahora, un rey sin reino.
El hambre
espantosa le quemaba por dentro. Lo perseguía ahora que recorría la selva,
abriéndose paso entre los árboles, como si fueran briznas de pasto de las
planicies.
Y siempre por
delante la presa escurridiza de pasos pequeños, el rápido repiquetear de las
pezuñas al correr, correr...
La selva del
Eoceno rebosaba de vida. Pero de vida ágil que en su rapidez y pequeñez burlaba
al carnicero.
Era una vida
que no luchaba haciéndole frente con ensordecedores rugidos que sacudieran la
Tierra, tras brotar la sangre de los miembros destrozados. Esta era la vida que
se escurría, que no luchaba para vencer o morir.
Ni siquiera en
los humeantes pantanos. Las resbaladizas cosas que se deslizaban entre el agua
enfangada, también eran rápidas. Nadaban como relámpagos, se retorcían, se
ocultaban en los putrefactos troncos huecos y cuando se rompían éstos ya no
estaban allí.
Oscurecía y un
acerbo dolor lo atravesaba al dar cada paso, en su debilidad. Su hambre provenía
de cien años atrás, y eso era lo peor de todo. Porque no se trataba de una
debilidad que lo hiciera detenerse; era algo que lo hacía continuar cuando cada
paso constituía un esfuerzo.
En lo alto de
un árbol, algo que colgaba de una rama gritaba:
- ¡Yahh! ¡Yahh!
¡Yahh! - burlona y monótonamente, y un trozo de rama rota se abatió para
golpear inofensivamente su gruesa piel. Lesa majestad. Por un momento se
fortaleció con la esperanzas de que algo se decidía a luchar.
Se revolvió y
lanzó una dentellada a la rama que lo golpeara, haciéndola astillas. Se irguió
en toda su altura y aulló un desafío a la pequeña cosa en el gran árbol. Pero
ésta no bajó; continuó su ¡Yahhh! ¡Yahhh! y permaneció en la protección de la
cobardía.
Él se lanzó
contra el tronco del árbol, pero tenía dos metros de espesor y no pudo
sacudirlo siquiera. Lo rodeó un par de veces, rugiendo su impotencia antes de
proseguir su camino.
Ante él había
una pequeña cosa gris, una bola de piel. Trató de darle un mordisco, pero ya no
estaba allí cuando sus mandíbulas se cerraron en el vacío. Sólo vio un borroso
movimiento gris que se perdió en las sombras antes de que él pudiera iniciar
dar un solo paso.
Continuó su
penosa jornada, rodeado de cosas que corrían a su alrededor o que permanecían
en burlona espera para desaparecer cuando tratase de alcanzarlas.
Sus pasos eran
más lentos, sus músculos respondían pesadamente.
Al despuntar el
alba, llegó al arroyo.
Resultó un
esfuerzo alcanzarlo, pero llegó e inclinó su gran cabeza para beber, y lo hizo
copiosamente. El mordiente dolor de su estómago se alivió momentáneamente, para
aplacarse después. Bebió más.
Y lenta,
poderosamente, se hundió en el suelo fangoso. No cayó, pero sus piernas
cedieron poco a poco, y allí se quedó, con el sol inclemente sobre los ojos,
incapaz de moverse. El dolor de su estómago se extendía ahora por todo su
cuerpo, pero embotado, lo sintió más como una debilidad doliente que como una
agonía.
El sol se
levantó y volvió a descender lentamente.
Apenas podía
ver, y había cosas aladas que volaban describiendo círculos en lo alto. Cosas
que barrían el cielo con circunferencias perezosas y cobardes. Eran comida,
poro no bajarían a pelear.
Y cuando
oscureció lo suficiente, vinieron otras cosas. Un círculo de ojos a un metro de
altura, y ladridos excitados. Y algún aullido ocasional. Cosas pequeñas, comida
que no lucharía para ser devorada.
Círculo de
ojos. Alas contra el cielo iluminado por la luna.
Comida a su
alrededor, pero comida veloz que corría sobre sus relampagueantes extremidades
en el momento en que oían o veían algún enemigo, y cuyos ojos y oídos eran
demasiado agudos para dejar de ver y escuchar.
Yacía con la
cabeza casi en el borde del agua. Al amanecer, cuando el rojo sol se situó
nuevamente sobre sus ojos, se las arregló para arrastrar su poderosa mole hacia
delante y poder beber de nuevo. Bebió ávidamente, un estremecimiento convulsivo
lo sacudió y después quedó muy quieto, con la cabeza en el agua.
Y las cosas
aladas empezaron a volar en círculos cada vez más bajos.
FIN
Enviado por
Paul Atreides